Capítulo 13

HOMBRES EN EL CIELO

1

Fue un golpe descubrir que el dinero que le había costado tanto ganar se había convertido literalmente en palillos, que parecían serpientes de juguete hechas por un torpe artesano. Sin embargo, la contrariedad duró sólo un momento y en seguida se rió de sí mismo. Los palillos eran dinero, claro. Cuando venía aquí, todo cambiaba. El dólar de plata era una moneda de grifón, la camiseta, el coleto; el inglés, la lengua de los Territorios, y el dinero americano de curso legal… palillos con nudos. Había saltado con unos veintidós dólares y calculaba que poseía la misma cantidad en dinero de los Territorios, aunque había contado catorce nudos en uno de los palillos y más de veinte en el otro.

El problema no era tanto el dinero como el coste: no tenía apenas idea de qué era barato y qué caro y mientras se paseaba por el mercado Jack se sintió como un concursante de El nuevo precio es justo, con la diferencia de que si fallaba aquí, no habría ningún premio de consolación ni una palmada de Bob Barker en la espalda; si fallaba aquí, podían… bueno, no sabía seguro qué podían hacer. Echarle, sin duda. ¿Agredirle, darle una paliza? Tal vez. ¿Matarle? Probablemente no, pero era imposible estar del todo seguro. Eran gentes suspicaces, políticas. Y él era un forastero.

Jack recorrió despacio, de un extremo a otro el concurrido y ruidoso mercado, luchando por solucionar el problema, centrado ahora en su estómago; estaba muy hambriento. Vislumbró a Henry una vez, regateando con un hombre que vendía cabras. Su mujer se encontraba cerca, pero un poco rezagada, dejando espacio a los hombres para negociar. Estaba de espaldas a Jack, pero sostenía al niño en sus brazos —Jason, uno de los pequeños Henry, pensó Jack— y éste le vio. Agitó una mano regordeta en su dirección y Jack se alejó rápidamente, poniendo la mayor distancia posible entre él y aquella familia.

Por doquier se olía a carne asada. Vio vendedores haciendo girar lentamente cuartos de buey sobre fuegos de carbón de leña a la vez pequeños y violentos; y aprendices que colocaban gruesas tajadas de carne parecida al cerdo sobre rebanadas de pan casero y las llevaban a los compradores. Parecían empleados en una subasta. La mayoría de los compradores eran granjeros como Henry y daba la impresión de que también adquirían la carne como los asistentes a una subasta: se limitaban a levantar imperiosamente una mano con los dedos extendidos. Jack observó con atención varias de estas transacciones y en cada caso el medio de intercambio fueron los palillos nudosos… pero, ¿cuántos nudos debían necesitarse?, se preguntó. Aunque no importaba, ya que tenía que comer, tanto si la transacción revelaba que era un forastero como si no.

Pasó por delante de un espectáculo de mimos y apenas le echó una ojeada, aunque el nutrido auditorio que había atraído —mujeres y niños en su mayoría— se reía con ganas y no regateaba los aplausos. Fue hacia un tenderete de lona donde un hombre de enormes bíceps tatuados se mantenía junto a una trinchera llena de brasas encendidas de carbón de leña. Un espetón de hierro de unos dos metros giraba sobre las brasas. Situados en ambos extremos, dos chicos sucios lo movían al unísono para asar de manera uniforme cinco grandes trozos de carne.

—¡Buenas carnes! —proclamaba el hombre corpulento—; ¡Buenas carnes! ¡Bueeeenas carnes! ¡Buenas carnes aquí! ¡Aquí mismo! —y en un aparte al chico más próximo a él—: Dale más fuerte, maldito. —Y volvió a su monótona y estentórea cantinela.

Un granjero que pasaba con su hija adolescente levantó la mano y señaló el segundo trozo de carne a la izquierda. Los chicos dejaron de hacer girar el espetón el tiempo suficiente para que su amo cortara una tajada y la pusiera sobre una rebanada de pan. Uno de ellos la llevó corriendo al granjero, quien sacó un palillo nudoso. Mirando con atención, Jack le vio arrancar dos nudos y dárselos al chico. Cuando éste volvió corriendo al tenderete, el cliente se guardó el palillo en el bolsillo con el ademán ausente pero cuidadoso de quien se embolsa el cambio, dio un mordisco gigantesco al bocadillo y alargó el resto a su hija, cuyo primer bocado fue casi tan entusiasta como el de su padre.

El estómago de Jack hacía mil ruidos. Ya había visto lo que debía hacer… o así lo esperaba, al menos.

—¡Buenas carnes! ¡Buenas carnes! ¡Bue… —El hombre corpulento se interrumpió y miró a Jack frunciendo las tupidas cejas, que sombreaban unos ojos pequeños pero no del todo inexpresivos—. Oigo la canción de tu estómago, amigo. Si tienes dinero, lo tomaré y te bendeciré en mis rezos esta noche, pero si no lo tienes, lárgate de aquí con tu estúpida cara de oveja y vete al diablo.

Los dos chicos se rieron, aunque era evidente que estaban cansados; se rieron como si no pudieran controlar los sonidos que proferían.

Sin embargo, el olor embriagador de la carne que se asaba lentamente no le permitía marcharse. Extendió el palillo más corto y señaló el segundo trozo de carne de la izquierda. No habló; parecía más prudente no hacerlo. El vendedor gruñó, volvió a sacarse del cinturón el tosco cuchillo y cortó una tajada, más pequeña, según pudo observar Jack, que la que había cortado para el granjero, pero a su estómago no le importaban estas cuestiones, y se mantenía a la espera, produciendo frenéticos ruidos.

El vendedor tiró la carne sobre el pan y sirvió el bocadillo él mismo en lugar dé dárselo a uno de los chicos. Cogió el dinero de Jack y en vez de dos nudos, arrancó tres.

La voz de su madre surgió llena de sorna en su mente: Felicidades, Jack-O… acabas de ser víctima de un timo.

El vendedor te miraba, enseñando dos hileras de dientes torcidos y negruzcos, desafiándole a decir algo, a protestar de algún modo. Tendrías que estar agradecido de que sólo te haya cogido tres nudos en vez de los catorce. Podría haberlo hecho, ¿sabes? Es como si llevaras un letrero colgado del cuello, muchacho.

SOY UN FORASTERO AQUÍ Y ESTOY SOLO. Así que dime. Cara de Oveja: ¿quieres protestar?

No importaba lo que él quisiera hacer; era obvio que no podía formular ninguna protesta, pero volvió a sentir aquella ira débil e impotente.

—Largo —dijo el vendedor, cansándose de él y agitando una mano grande ante la cara de Jack. Los dedos tenían cicatrices y había sangre bajo las uñas—. Ya tienes tu comida. Ahora lárgate de aquí.

Jack pensó: Podría enseñarte una linterna y correrías como si te persiguieran todos los demonios. O enseñarte un avión y es probable que te volvieras loco. Quizá no eres tan duro como crees, compañero.

Sonrió y tal vez hubo algo en su sonrisa que no gustó al vendedor de carne porque retrocedió ante Jack, con una expresión de inquietud momentánea y luego frunció el ceño.

—¡Te he dicho que te largues! —vociferó—. ¡Vete y que Dios te maldiga!

Y esta vez Jack se fue.

2

La carne era deliciosa. Jack la devoró, así como el pan, y después se lamió con toda tranquilidad leí jugo de las palmas mientras se alejaba. La carne sabía a cerdo… pero no lo era. Tenía un sabor mucho más fuerte y picante que el cerdo. Fuera lo que fuese, había llenado de modo rotundo el vacío de su parte central. Pensó que podría llevárselo a la escuela en bolsas de almuerzo durante mil años.

Ahora que había conseguido silenciar a su estómago —durante un buen rato, por lo menos—, pudo mirar a su alrededor con más interés… y aunque no lo sabía, por fin había empezado a fusionarse con la multitud. Ahora era sólo un aldeano más atraído por el mercado, que se paseaba entre los tenderetes e intentaba mirar a la vez en todas direcciones. Los vendedores le reconocían, pero sólo como a un cliente potencial entre muchos. Le gritaban y le llamaban por señas y cuando había pasado de largo, gritaban y llamaban por señas a quienes iban detrás de él, ya fueran hombres, mujeres o niños. Jack miraba con la boca abierta todas las mercancías exhibidas a su alrededor, mercancías extrañas y maravillosas al mismo tiempo, y entre todos los demás mirones dejó de ser un forastero, quizá porque había renunciado a sus esfuerzos de parecer aburrido en un lugar donde nadie fingía aburrimiento. Reían, discutían, regateaban… pero nadie parecía aburrido.

La localidad le recordaba el pabellón de la Reina sin el aire de tensión y alegría forzada; había la misma mezcla de olores, absurdamente rica (dominada por el de carne asada y de excrementos animales), la misma multitud de vestuario multicolor (aunque los mejor vestidos de entre ellos no podían ni compararse con algunos de los elegantes que había visto dentro del pabellón), la misma yuxtaposición perturbadora pero en cierto modo estimulante de lo perfectamente normal con lo extravagante y extraño.

Se detuvo ante un tenderete donde un hombre vendía alfombras con el retrato de la Reina entretejido en el dibujo. Jack pensó de repente en la madre de Hank Scoffler y sonrió. Hank era uno de los muchachos con quienes él y Richard Sloat habían hecho amistad en Los Angeles. La señora Scoffler tenía debilidad por las decoraciones más chillonas que Jack había visto en su vida. ¡Dios mío, cuánto le habrían gustado estas alfombras con la imagen de Laura DeLoessian, con sus cabellos peinados hacia arriba, formando una regia corona de trenzas! Mucho mejores que sus pinturas aterciopeladas de ciervos de Alaska o el diorama cerámico de la Ultima Cena detrás del bar en la sala de estar de los Scoffler…

De pronto, la cara tejida en la alfombra pareció cambiar mientras la miraba. El rostro de la Reina se desvaneció y en su lugar vio el de su madre, repetido una y otra vez, con los ojos demasiado oscuros y la tez demasiado blanca.

La nostalgia del hogar volvió a sorprender a Jack. Invadió su cerebro como una ola y le hizo gritar para sus adentros: ¡Mamá! ¡Eh, mamá! Dios mío, ¿qué hago aquí? ¡¡Mamá!! Se preguntó con la anhelante intensidad de un enamorado qué estaría haciendo ella en este momento. ¿Fumando un cigarrillo ante la ventana, mirando hacia el océano con un libro abierto a su lado? ¿Viendo la televisión? ¿En un cine? ¿Durmiendo? ¿Muñéndose?

¿Muerta?, añadió una voz maligna antes de que pudiera detenerla. ¿Muerta, Jack? ¿Ya muerta? Cállate.

Sintió el ardiente escozor de las lágrimas.

—¿Por qué estás tan triste, muchachito mío?

Levantó la mirada con un sobresalto y vio que el vendedor de alfombras le estaba mirando. Era tan corpulento como el vendedor de carne y también tenía los brazos tatuados, pero su sonrisa era franca y radiante; no había malicia en ella y esto constituía una gran diferencia.

—Por nada —contestó Jack.

—Por nada no tendrías este aspecto, debes estar pensando en algo, hijo mío, hijo mío.

—Tenía mal aspecto, ¿verdad? —preguntó Jack, esbozando una sonrisa. Tampoco se recataba de lo que decía, al menos por el momento, y quizá por eso el vendedor de alfombras no creyó oír nada raro ni fuera de lugar.

—Muchachito, dabas la impresión de tener un solo amigo a este lado de la luna y haber visto llegar del norte al Gran Lobo Blanco a devorarlo con una cuchara de plata.

Jack sonrió un poco. El vendedor de alfombras dio media vuelta y cogió algo de un mostrador pequeño que había a la derecha de la alfombra más grande; un objeto ovalado, que tenía un mango corto. Cuando lo movió, el sol se reflejó en él; era un espejo. A Jack le pareció pequeño y barato, la clase de premio que se obtenía por derribar tres botellas de madera en un juego de feria.

—Toma, muchachito —le dijo el vendedor—. Mírate y Verás que tengo razón.

Jack se miró al espejo y abrió mucho la boca, tan estupefacto que por un momento temió que su corazón se hubiese olvidado de latir. Era él, pero se parecía a alguien de la Isla del Placer en la versión de Disney de Pinocho, donde un exceso de billar y cigarros convierte a los chicos en muías. Sus ojos, normalmente tan azules y redondos como lo exigía su herencia anglosajona, se habían vuelto castaños y almendrados. Sus cabellos, gruesos y tupidos, con un mechón colgando en medio de la frente, tenía aspecto de crin. Levantó una mano para apartarlo y sólo tocó piel; en el espejo, sus dedos parecían atravesar el pelo. Oyó reír de satisfacción al vendedor. Pero lo más sorprendente era que unas largas orejas de asno le caían hasta más abajo de la mandíbula y, mientras se observaba fijamente, una de ellas se movió.

Pensó de improviso: ¡TUVE una de estas orejas! Fue en las Fantasías, en el mundo normal, era… era…

No tendría más de cuatro años. En el mundo normal (sin darse cuenta, había dejado de pensar en él como mundo real) la oreja era una gran canica de cristal con un centro rosado. Un día, mientras jugaba con ella, rodó por la senda de cemento que había delante de su casa y, antes de que pudiera cogerla, cayó por una alcantarilla. Desapareció… para siempre, según pensó entonces, llorando, sentado en el borde de la acera con la cara apoyada en las manos sucias. Pero no había sido así y aquí estaba el viejo juguete, recuperado y tan maravilloso como lo fuera cuando él tenía tres o cuatro años. Sonrió, muy contento. La imagen cambió y Jack el Asno se convirtió en Jack el Gato, con una cara sabia y llena de diversión secreta. Sus ojos cambiaron del castaño del asno al verde del gato. Ahora tenía pequeñas orejas recubiertas de pelaje gris en vez de las grandes y colgantes del asno.

—Así es mejor —dijo el vendedor—, mucho mejor, hijo mío. Me gusta ver felices a los muchachos. Un chico feliz es un chico sano, y un chico sano sabe encontrar su camino en el mundo. Lo dice El libro del buen agricultor y si no lo dice, debería decirlo. Quizá lo garabatee en mi ejemplar, si logro ganar lo bastante con mi campo de calabazas para comprar uno. ¿Quieres el espejo?

—¡Sí! —exclamó Jack—. ¡Sí, estupendo! —Buscó sus palillos, olvidando la frugalidad—. ¿Cuánto vale?

El vendedor frunció el ceño y miró con rapidez a su alrededor por si alguien les observaba.

—Guárdatelo, hijo mío. Guárdalo bien en el fondo, así me gusta. Si enseñas tu caudal, te expones a perderlo. Los cacos abundan en el mercado.

—¿Los qué?

—No importa. No te lo cobro. Quédatelo. La mitad de ellos se me rompen en el carro cuando regreso a mi tienda en el décimo mes. Las madres llevan a sus pequeños y los miran, pero no los compran.

—Bueno, por lo menos usted no lo niega —dijo Jack. El vendedor le miró con cierta sorpresa y luego ambos se echaron a reír.

—Un chico feliz con una boca respondona —contestó—. Ven a verme cuando seas mayor y más atrevido, hijo mío. Iremos hacia el sur con tu boca y tu cabeza y triplicaremos las ventas.

Jack rió con timidez. Este sujeto era mejor que un disco de la pandilla de Sugarhill.

—Gracias —dijo (en la papada del gato del espejo apareció una amplia e improbable sonrisa)—, ¡muchas gracias!

—Dáselas a Dios —dijo el vendedor… y luego, como si fuera una idea repentina—: ¡Y vigila tu caudal!

Jack se alejó, guardando con cuidado el espejo de juguete en su coleto, junto a la botella de Speedy.

Y a intervalos de pocos minutos se aseguraba de que los palillos estaban en su sitio.

Creía saber quiénes eran los cacos, después de todo.

3

Dos tenderetes más allá del puesto del poeta que vendía alfombras, un hombre de aspecto depravado que llevaba un parche sobre un ojo y olía a bebida fuerte intentaba vender a un granjero un gallo de gran tamaño, diciéndole que si lo juntaba con sus gallinas, éstas sólo pondrían huevos de doble yema durante los próximos doce meses.

Jack, sin embargo, no tenía ojos para el gallo ni oídos para la propaganda del vendedor. Se sumó a un grupo de niños que contemplaban embobados la atracción principal del hombre tuerto: un loro metido en una gran jaula de mimbre que era casi tan alto como los niños más pequeños del grupo y del mismo tono verde oscuro que una botella de cerveza Heineken. Sus ojos eran de un dorado brillante,… sus cuatro ojos. Al igual que el pony que viera en las cuadras del pabellón, el loro tenía dos cabezas. Se agarraba a la percha con sus grandes patas amarillas y miraba plácidamente en dos direcciones a la vez, con las dos crestas casi tocándose.

El loro, para diversión de los niños, hablaba consigo mismo, pero Jack constató con asombro que, a pesar de dedicarle una gran atención, el auditorio infantil no parecía estupefacto ni muy extrañado. No eran como niños viendo su primera película, sentados con la mirada fija y embelesada, sino más bien como si vieran su habitual tira cómica de los sábados por la mañana. Se trataba de una maravilla, desde luego, pero no era totalmente nueva. ¿Y ante quién palidecen las maravillas con mayor rapidez que ante los más pequeños?

¡Bauburk! ¿Es muy alto arriba? —preguntó la Cabeza Este.

—Igual que bajo abajo —respondió la Cabeza Oeste, y los niños rieron.

¡Graaak! ¿Cuál es la gran verdad de los nobles? —inquirió ahora la Cabeza Este.

—Que un rey será rey toda su vida, ¡pero ser caballero una vez es suficiente para cualquier hombre! —sentenció la Cabeza Oeste. Jack sonrió y varios de los niños rieron, pero los más pequeños se quedaron perplejos.

—¿Y qué hay en el armario de la señora Spratt? —preguntó la Cabeza Este.

—¡Una vista que nadie debe ver! —replicó la Cabeza Oeste, y aunque Jack no lo entendió, los niños prorrumpieron en alegres carcajadas.

El loro cambió solemnemente de posición sus garras y dejó caer excrementos sobre la paja del suelo.

—¿Y qué mató de un susto a Alan Destry durante la noche?

—¡Vio a su mujer —¡grouuuuk!— salir del baño! Ahora el granjero ya se iba y el vendedor tuerto seguía conservando el gallo. Increpó con furia a los niños.

—¡Largo de aquí! ¡Largo de aquí antes de que os eche a patadas! Los niños se dispersaron y Jack se alejó con ellos, lanzando una última ojeada admirativa por encima del hombro al maravilloso loro.

4

En otro tenderete dio dos nudos de madera por una manzana y un cazo de leche… la leche más dulce y espesa que había probado jamás. Pensó que si tuvieran una leche como ésta en su mundo, Nestlé y Hershey se arruinarían en una semana.

Ya terminaba el cazo cuando vio a la familia Henry avanzando lentamente en su dirección. Devolvió el recipiente a la mujer del puesto, que aprovechó el poso vertiéndolo en un gran barril de madera que tema a sus espaldas. Jack se alejó de prisa, quitándose un bigote de leche del labio superior y esperando que el último que había bebido del cazo no padeciera lepra, herpes o algo parecido, aunque en el fondo no creía que aquí existiesen siquiera cosas tan horribles.

Caminó por la avenida principal del mercado, pasando de largo a los mimos, a dos mujeres gordas que vendían potes y sartenes (el Tupperware de los Territorios, pensó Jack, sonriendo), al maravilloso loro bicéfalo (cuyo tuerto propietario bebía ahora abiertamente de una botella de barro y se tambaleaba de una punta a otra del tenderete, empuñando al aturdido gallo por el cuello y lanzando gritos truculentos a los transeúntes; Jack vio el huesudo brazo derecho del hombre rebozado con un guano blanco amarillento e hizo una mueca), y un espacio abierto donde se habían congregado los granjeros. Aquí se detuvo un momento, lleno de curiosidad. Muchos de los granjeros fumaban en pipas de arcilla y Jack vio numerosas botellas de barro, muy parecidas a la que blandía el vendedor de aves, pasar de mano en mano. En un campo largo, cubierto de hierba, unos hombres enganchaban piedras detrás de grandes caballos hirsutos que tenían las cabezas bajas y ojos mansos e indiferentes.

Jack pasó ante el tenderete de las alfombras. El vendedor le vio y levantó la mano. Jack le imitó y estuvo a punto de gritar:

¡Uselo, buen hombre, pero sin abusar!, pero decidió no hacerlo. De repente se dio cuenta de que estaba triste. Aquella sensación de extrañeza, de ser un intruso, volvió a enseñorearse de él.

Llegó a la encrucijada. El camino que iba al norte y al sur no era más que un sendero. El Camino del Oeste era mucho más ancho.

Viejo Viajero Jack, pensó y trató de sonreír. Cuadró los hombros y oyó tintinear la botella de Speedy contra el espejo. ¡Aquí viene el Viejo Viajero Jack por la versión de los Territorios de la Interestatal 90! ¡Pies, no me falléis ahora!

Reemprendió la marcha y la gran tierra soñadora no tardó en engullirle.

5

Unas cuatro horas después, en plena tarde, Jack se sentó sobre la alta hierba del borde del camino y observó a un grupo de hombres —desde esta distancia parecían gusanos— trepar a una torre alta y de apariencia destartalada. Había elegido este lugar para descansar y comer la manzana porque aquí el Camino del Oeste parecía acercarse más a aquella torre, que se hallaba todavía a unas tres millas (y quizá mucho más; la diafanidad casi sobrenatural del aire hacía muy difícil juzgar las distancias), aunque estaba en el campo de visión de Jack desde hacía más de una hora.

Comió la manzana, dio reposo a sus cansados pies y se preguntó qué significaría aquella torre, aislada en un campo de oscilante hierba. Y también se preguntó, por supuesto, por qué la treparían aquellos hombres. El viento no había dejado de soplar desde que saliera de la ciudad y lo hacía en dirección a la torre y a Jack, pero cuando amainó un momento, Jack les oyó llamarse unos a otros… y reírse. Se oían muchas risas.

A unas cinco millas al oeste del mercado, Jack había pasado por un pueblo, si podían definirse como pueblo cinco casas diminutas y una tienda que por lo visto estaba cerrada desde hacía mucho tiempo. Fueron las últimas viviendas humanas que había encontrado en su ruta. Poco antes de vislumbrar la torre se preguntó si habría llegado a las Avanzadas sin saberlo. Recordaba muy bien las palabras del capitán Farren: Más allá de las Avanzadas, el Camino del Oeste prosigue hacia la nada… o hacia el infierno. He oído decir que ni el propio Dios se aventura más allá de las Avanzadas…

Jack se estremeció.

Sin embargo, no creía haber llegado tan lejos. No sentía nada de la creciente inquietud que le invadiera antes de tropezar con los árboles vivientes en sus esfuerzos por huir de la diligencia de Morgan… los árboles vivientes, que ahora parecían un horrible prólogo de todo el tiempo que había pasado en Oatley.

De hecho, las emociones agradables que había sentido al despertarse caliente y descansado en el almiar, y cuando Henry el granjero le había invitado a subir a su carro, habían vuelto a resurgir ahora; aquella sensación de que los Territorios, pese al mal que podían albergar, eran fundamentalmente buenos y de que él podía ser una parte de este lugar siempre que lo deseara… de que no era en absoluto un Forastero.

Había llegado a sentir que era parte de los Territorios durante largos períodos de tiempo. Mientras caminaba a paso ligero por el Camino del Oeste había tenido una idea extraña, una idea que se presentó mitad en inglés, mitad en el lenguaje de los Territorios: Cuando sueño, el único momento en que SÉ realmente que se trata de un sueño es cuando empiezo a despertarme. Si estoy soñando y me despierto de repente —si suena el despertador o algo así—, soy la persona más sorprendida del mundo. Al principio es el despertar lo que parece un sueño. Y no soy ningún forastero aquí cuando el sueño es más profundo… ¿es esto lo que quiero decir? No, pero me voy acercando. Apuesto cualquier cosa a que papá soñaba de manera muy profunda. Y también a que tío Morgan casi nunca sueña así.

Había decidido tomar un trago de la botella de Speedy y saltar al otro lado en cuanto viese algo que pudiera ser peligroso… o solamente alarmante. Mientras esto no ocurriese, caminaría aquí todo el día antes de regresar a Nueva York. De hecho, si hubiera tenido algo que comer además de la manzana, habría sucumbido a la tentación de pernoctar en los Territorios. Pero no tenía nada más y en el solitario y polvoriento Camino del Oeste no se veía ningún merendero ni restaurante rápido.

Los vetustos árboles que rodeaban la encrucijada y la ciudad cedieron el paso a los campos de hierba en cuanto Jack hubo pasado las últimas viviendas. Empezó a creer que caminaba por una calzada interminable en medio de un océano sin límites. Aquel día viajó solo por el Camino del Oeste bajo un cielo claro y soleado pero fresco (ya estamos a finales de septiembre, claro que hace fresco, pensó, sólo que la palabra que le vino a la mente no fue septiembre sino la equivalente en el lenguaje de los Territorios, que se traducía mejor por noveno mes). No se cruzó con ningún caminante ni ningún carro, cargado o vacío. El viento soplaba casi sin interrupción, suspirando en el océano de hierbas con un sonido bajo que era a la vez otoñal y solitario. La hierba se inclinaba bajo el viento, formando grandes olas.

Si le hubieran preguntado: «¿Cómo te encuentras, Jack?», el muchacho habría respondido: «Bastante bien, gracias. Alegre». Alegre era la palabra que se le habría ocurrido mientras atravesaba aquellos prados vacíos; arrobamiento era una palabra que asociaba más fácilmente con la popular canción del mismo nombre interpretada por el grupo rockero Blondie. Y se habría sorprendido mucho si le hubieran dicho que había llorado varias veces contemplando aquellas grandes olas de hierba perseguirse mutuamente hacia el horizonte, absorbiendo una vista que sólo muy pocos niños americanos de su tiempo habían contemplado: enormes y vacías extensiones de tierra bajo un cielo azul de impresionante longitud y anchura… y, sí, incluso profundidad. Era un cielo aún no marcado por estelas de reactor o sucias franjas de polución en cualquiera de sus extremos inferiores.

Jack vivía una experiencia de notable impacto sensorial al ver, oír y oler cosas completamente nuevas para el, mientras otras percepciones sensoriales a las que se había acostumbrado por completo faltaban por primera vez. En muchos aspectos, era un niño notablemente sofisticado —educado en el seno de una familia de Los Angeles en que el padre había sido agente y la madre actriz de cine, habría sido aún más extraño que fuese ingenuo—, pero todavía era un niño, sofisticado o no, y esto redundaba sin la menor duda en su favor… por lo menos en una situación como aquélla. El viaje de aquel día solitario por las praderas habría producido seguramente una sobrecarga sensorial, quizá incluso una persistente sensación de alucinación y locura, en un adulto. Un adulto habría buscado con nerviosismo la botella de Speedy —con dedos demasiado temblorosos para encontrarla en seguida— al cabo de una hora, o quizá antes, de abandonar la ciudad del mercado.

En el caso de Jack, el impacto le atravesó la mente para adentrarse en su subconsciente, de modo que cuando se derrumbó y empezó a llorar, no sabía en realidad que lloraba (sólo notó una momentánea visión doble que atribuyó al sudor) y pensó únicamente: Jo, me siento bien… debería tener un poco de miedo aquí, tan solo, pero no lo tengo.

Así fue como Jack consideró su arrobamiento una simple sensación de alegría mientras caminaba solo por el Camino del Oeste y su sombra se alargaba cada vez más a sus espaldas. No se le ocurrió que parte de su resplandor emocional podía deberse al hecho de que apenas doce horas antes era un prisionero en el bar Oatley de Updike (las ampollas ensangrentadas en los dedos atrapados por el último cuñete aún estaban frescas); de que apenas doce horas antes había escapado —¡por los pelos!— de una especie de bestia asesina en la que había empezado a pensar como un hombre-cabra; de que por primera vez en su vida estaba solo completamente en un camino ancho y desierto: no había ningún anuncio de Coca-CoIa a la vista ni un cartel de Budweiser exhibiendo los Mundialmente Famosos Clydesdale; junto al camino no había el sempiterno tendido de cables, siempre presentes en todos los caminos que Jack Sawyer había recorrido durante toda su vida; ni siquiera se percibía el distante fragor de un avión, para no hablar del estruendo de los 747 en su aproximación final al LAX y de los F-111 que siempre despegaban de la Estación Aeronaval de Portsmouth y atronaban el aire sobre el Alhambra, como el látigo de Osmond, cuando ponían rumbo al Atlántico; sólo se oía el sonido de sus pies en el camino y el limpio flujo y reflujo de su propia respiración.

Dios, me siento bien, pensó Jack secándose los ojos, distraído, y definiendo su estado como «alegre».

6

Ahora esta torre era un motivo de observación y extrañeza.

Caramba, nadie me haría subir allí arriba, pensó Jack. Había ido mordiendo la manzana hasta el corazón y, sin pensar en lo que hacía ni apartar siquiera la vista de la torre, cavó con los dedos un agujero en la tierra dura y elástica y enterró en él el corazón de la manzana.

La torre parecía hecha de tablones y Jack calculó que debía medir por lo menos ciento cincuenta metros de altura. Parecía un gran cuadrilátero hueco, con los tablones superpuestos en forma de X por los cuatro lados. Arriba había una plataforma y Jack, guiñando los ojos, pudo ver moverse por ella a un grupo de hombres.

El viento le meció con suaves ráfagas cuando se sentó al borde del camino con las rodillas contra el pecho y los brazos abrazando las piernas. Otra gran oleada de hierba avanzaba en dirección a la torre. Jack imaginó la oscilación de la frágil estructura y sintió un vuelco en el estómago.

JAMAS subiría allí arriba, ni por un millón de dólares.

Y entonces lo que había temido que sucediera desde el momento en que advirtió la presencia de hombres en la torre, sucedió: uno de ellos cayó al vacío.

Jack se levantó. En su rostro se veía la expresión consternada y atónita de quien ha presenciado el fallo de un peligroso número de circo; el equilibrista que sufre una mala caída y yace retorcido en el suelo, la trapecista que no encuentra las manos tendidas y cae a la red con un golpe sordo, la pirámide humana que se derrumba inesperadamente, dispersando cuerpos, que se amontonan sin orden ni concierto.

Oh, qué horror, oh, qué espanto, oh…

Los ojos de Jack se agrandaron de repente y por un instante abrió aún más la boca —de hecho, las mandíbulas casi le tocaron la clavicula— pero en seguida la cerró y luego la distendió en una sonrisa aturdida e incrédula. El hombre no había caído de la torre, empujado por el viento o en un accidente fortuito. De dos lados de la plataforma sobresalían unos tablones parecidos a lenguas o trampolines y el hombre había caminado sencillamente hasta el extremo de uno de ellos y saltado. A media caída, algo empezó a desdoblarse; un paracaídas, pensó Jack, pero no tendría tiempo de abrirse.

Sin embargo, no era un paracaídas.

Eran alas.

La caída del hombre perdió velocidad y se interrumpió completamente cuando estaba a unos quince metros de la alta hierba. Entonces se invirtió. El hombre empezó a volar hacia arriba, con las alas tan verticales que casi se tocaban —como las crestas de las cabezas de aquel loro—, hasta que se abrieron para bajar con inmensa potencia, como los brazos de un nadador en un sprint final.

Caramba, pensó Jack, inducido a prorrumpir en la exclamación más tonta que conocía por un asombro sin límites. Esto era algo fantástico, algo absolutamente sensacional. Caramba, caramba, mira eso.

Ahora saltó del trampolín de la torre un segundo hombre y luego un tercero y luego un cuarto. En menos de cinco minutos debieron saltar al aire unos cincuenta hombres, que volaron describiendo figuras complicadas pero discernibles: saltaban de la torre, trazaban un nudo cruzado simple, volvían a la torre, saltaban por e] otro lado, describían otro nudo, aterrizaban de nuevo en la torre y repetían todo el proceso.

Daban vueltas, bailaban y se entrecruzaban en el aire. Jack empezó a reír, embelesado. Era un poco como observar los ballets acuáticos de aquellas cursis películas de Esther Williams. Aquellas nadadoras —sobre todo la propia Esther Williams, naturalmente— lo hacían como si fuera muy fácil, como si cualquiera pudiese zambullirse y retorcerse de aquel modo, como si uno mismo, en compañía de sus amigos, pudiera saltar del trampolín en una coreografía sincronizada, formando una especie de surtidor humano.

Pero había una diferencia. Los hombres voladores no daban aquella sensación de ausencia de esfuerzo, sino que parecían consumir prodigiosas cantidades de energía para mantenerse en el aire y Jack intuyó con repentina certidumbre que les dolía, del mismo modo que dolían algunos ejercicios de gimnasia, levantar las piernas o los abdominales, por ejemplo. ¡Si no duele, no vale!, solía gritar el entrenador cuando alguien se atrevía a quejarse.

Y ahora se le ocurrió otra cosa: el día en que su madre le había llevado consigo a ver a su amiga Myrna, que era una bailarina de ballet auténtica y ensayaba en la buhardilla de un estudio de danza en la parte baja del Wilshire Boulevard. Myma pertenecía a una compañía de ballet y Jack la había visto bailar junto con las otras danzarinas; su madre le obligaba a acompañarla y en general el niño lo encontraba aburrido, como el Sunrise Semester religioso en televisión. Pero nunca había visto bailar a Myrna… tan de cerca y le impresionó e incluso le asustó un poco el contraste entre ver el ballet en el escenario, donde todas parecían deslizarse o saltar sin esfuerzo sobre sus pointes, y verlo a menos de dos metros de distancia, bajo la cruda luz del día que entraba a raudales por las ventanas altas hasta el techo y sin música… sólo al ritmo de las palmadas del coreógrafo y al son de sus duras críticas. Ningún elogio, sólo críticas. El sudor bañaba sus rostros, sus leotardos estaban empapados. La habitación, pese a ser grande y aireada, olía a sudor. Músculos tensos temblaban y vibraban, al borde del agotamiento nervioso. Tendones hinchados sobresalían como cables. Venas palpitantes se henchían en frentes y cuellos. Exceptuando las palmadas del coreógrafo y sus gritos airados, los únicos sonidos eran los golpes sordos de las pointes de las bailarinas y sus alientos entrecortados y rápidos. Jack había comprendido de repente que aquellas danzarinas no sólo se ganaban la vida, sino que se mataban al mismo tiempo. Lo que más recordaba eran sus expresiones… toda su exhausta concentración, todo el dolor… pero trascendiendo el dolor, o al menos asomando por sus bordes, vio también alegría. Aquella expresión contenía un gozo inconfundible y Jack se había asustado porque no parecía tener explicación. ¿Qué clase de persona podía gozar sometiéndose a un dolor tan constante, profundo e intenso?

Un dolor que ahora veía reproducido aquí, pensó. ¿Eran realmente hombres alados, como los de las series de Flash Gordon, o se trataba de unas alas como las de Ícaro y Dédalo, algo que se sujetaba al cuerpo? Jack descubrió que no importaba mucho… Por lo menos, a él.

Alegría. Viven en un misterio, esta gente vive en un misterio. La alegría es lo que les sostiene.

Esto era lo importante. La alegría les sostenía, tanto si las alas les crecían en la espalda o las sujetaban de algún modo con hebillas y grapas. Porque lo que estaba viendo, incluso desde esta distancia, era la misma clase de esfuerzo que había visto en la buhardilla de la parte baja de Wilshire en aquella ocasión. El mismo derroche de energía para realizar una espléndida y momentánea inversión de una ley de la naturaleza. Era terrible que semejante inversión exigiera tanto y durase tan poco y era a la vez terrible y maravilloso que a pesar de ello quisieran realizarla.

Y no es más que un juego, pensó, súbitamente seguro de ello. Un juego, o tal vez ni siquiera esto, sino sólo un ensayo de un juego, como fuera también un ensayo todo el sudor y el tembloroso cansancio en aquella buhardilla. El ensayo de un espectáculo al que probablemente sólo asistirían unas pocas personas y sería de corta duración.

Alegría, pensó de nuevo, ya de pie y con el rostro vuelto hacia los hombres voladores, mientras el viento le despeinaba los cabellos sobre la frente. Su época de inocencia se aproximaba rápidamente a su fin (y, bajo presión, incluso Jack habría admitido de mala gana que sentía acercarse aquel fin…; un muchacho no podía andar por los caminos mucho tiempo, no podía pasar por muchas experiencias como la que había vivido en Oatley y seguir siendo inocente), pero durante aquellos momentos en que permaneció mirando el cielo, la inocencia pareció rodearle; como al joven pescador en su breve momento de epifanía en el poema de Elizabeth Bishop, todo era arco iris, arco iris, arco iris.Alegría… maldita sea, pero es una palabreja simpática.

Sintiéndose mejor de lo que se había sentido desde que comenzara todo este asunto —y sólo Dios sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces—, Jack reanudó la marcha por el Camino del Oeste, a paso ligero, con la cara iluminada por la misma sonrisa embobada y espléndida. De vez en cuando se volvía a mirar por encima del hombro y pudo observar durante mucho rato a los voladores. E incluso cuando ya no podía verlos, el sentimiento de alegría permaneció, como un arco iris dentro de su cabeza.

7

Cuando el sol empezó a bajar, Jack se dio cuenta de que estaba aplazando su regreso al otro mundo —a los Territorios americanos— y no sólo por el horrible sabor del zumo mágico. Lo estaba aplazando porque no quería marcharse de aquí.

Un arroyuelo había surgido entre la hierba (donde habían empezado a aparecer pequeños sotos de árboles ondulantes con copas extrañamente planas, como los eucaliptos) y, tras describir una curva, discuma junto al camino. Más lejos, a la derecha, había una enorme extensión de agua, tan enorme, en realidad, que durante una hora Jack creyó que era un pedazo de cielo de un azul más intenso que el resto. Pero no era cielo, sino un lago. Un gran lago, pensó, sonriendo y adivinando que en el otro mundo debía ser el lago Ontario.

Se sentía bien. Iba en la dirección correcta, quizá un poco demasiado al norte, pero no le cabía ninguna duda de que el Camino del Oeste rectificaría este desvío dentro de poco. La sensación de alegría casi extática —lo que él definía como bienestar se había convertido en una especie de hermosa serenidad, sentimiento que parecía casi tan diáfano como el aire de los Territorios. Sólo una cosa estropeaba su bienestar, y era el recuerdo

(seis, tiene seis años, Jack tenía seis años)

de Jerry Bledsoe. ¿Por qué había costado tanto a su mente evocar aquel recuerdo?

No, no el recuerdo… los dos recuerdos. Primero Richard y yo oyendo a la señora Feeny decir a su hermana que la electricidad le había tocado y frito y derretido las gafas sobre su nariz y que había oído al señor Sloat hablar por teléfono y decir que… y luego el hecho de encontrarme detrás del sofá, sin intención de sorprender o escuchar, y oír a papá diciendo: «Todo tiene sus consecuencias y algunas de estas consecuencias podrían ser incómodas». Y no cabía duda de que algo había puesto a Jerry Bledsoe en una situación incómoda, ¿verdad? Cuando las gafas se derritieron sobre tu nariz, se diría que te encontrabas en una situación incómoda, sí…

Jack se detuvo. Se detuvo en seco.

¿Qué intentas decir?

Sabes qué intento decir, Jack. Tu padre estaba fuera aquel día… él y Morgan. Se hallaban aquí. ¿Dónde, aquí? Creo que en el mismo sitio donde está su edificio en California, en los Territorios americanos. E hicieron algo, o uno de los dos hizo algo. Tal vez algo grande, o quizá sólo mover una piedra… o enterrar en el polvo el corazón de una manzana. Y esto, de algún modo… despertó un eco allí. Despertó un eco y mató a Jerry Bledsoe.

Jack se estremeció. Oh, sí, ahora sabía por qué había tardado tanto su mente en resucitar aquel recuerdo, el taxi de juguete, el murmullo de las voces masculinas, Dexter Gordon tocando el saxófono. No había querido resucitarlo, porque

(quién produce esos cambios, papá)

ello sugería que sólo por el hecho de encontrarse aquí, podía estar haciendo algo terrible en el otro mundo. ¿Iniciar la tercera guerra mundial? No, probablemente no. No había asesinado a ningún rey en fecha reciente, ni joven ni viejo. Pero, ¿qué podía haber despertado el eco que electrocutó a Jerry Bledsoe? ¿Habría matado tío Morgan al Gemelo de Jerry (si lo tenia), o intentado vender a algún pez gordo de los Territorios la idea de la electricidad? ¿O habría sido algo insignificante… algo tan pequeño como comprar un trozo de carne en un mercado rural? ¿Quién producía aquellos cambios? ¿Qué producía aquellos cambios?

Una bonita inundación, un bonito incendio.

De pronto la boca de Jack se quedó seca como la sal.

Fue hasta el arroyuelo que bordeaba el camino, se arrodilló y bajó la mano para coger agua, pero la detuvo de improviso. El agua saltarina había adoptado los colores del inminente crepúsculo… pero estos colores adquirieron de repente un matiz rojizo, de modo que parecía un río de sangre y no de agua. Y a continuación se tiñó de negro. Un momento después recobró la transparencia y Jack vio…

Se le escapó un pequeño gemido cuando vio la diligencia de Morgan avanzando con estruendo por el Camino del Oeste, tirada por los doce caballos de penachos negros. Jack vio con un terror que casi le paralizó que el conductor sentado en el pescante, con las botas en el guardabarros y un látigo en la mano, era Elroy. Pero lo que sostenía el látigo no era una mano, sino una especie de pezuña. Elroy conducía aquel carruaje de pesadilla, Elroy, sonriendo con su boca llena de colmillos muertos, Elroy, impaciente por encontrar de nuevo a Jack Sawyer para abrir la barriga de Jack Sawyer y extraer los intestinos de Jack Sawyer.

Jack permaneció arrodillado junto al arroyo, con los ojos desorbitados y la boca temblando de angustia y terror. Había atisbado una ultima cosa en su visión, no una cosa grande, no, pero la más espantosa por sus implicaciones: los ojos de los caballos parecían brillar. Parecían brillar porque estaban llenos de luz… llenos del crepúsculo.

La diligencia viajaba hacia el oeste por este mismo camino… y en su persecución.

A gatas, dudando de poder levantarse aunque quisiera, Jack se apartó del arroyo y volvió torpemente al camino. Allí cayó de bruces sobre el polvo, con la botella de Speedy y el espejo que le había regalado el vendedor de alfombras clavándosele en el estómago. Ladeó la cabeza para apretar la mejilla y la oreja derechas contra la superficie del Camino del Oeste.

Percibió el traqueteo constante sobre la tierra dura y seca. Estaba lejos… pero se acercaba.

Elroy en el pescante… y Morgan dentro. ¿Morgan Sloat? ¿Morgan de Orris? No importaba. Eran uno solo.

Interrumpió con un esfuerzo el efecto hipnótico del retemblar de la tierra y se puso en pie. Extrajo la botella de Speedy —la misma aquí en los Territorios que en los Estados Unidos— del interior de su coleto y arrancó del cuello todo el musgo que pudo, sin preocuparse de la lluvia de partículas que cayeron en el escaso líquido restante, que ahora no llegaba a cinco centímetros. Miró nerviosamente a su izquierda, como esperando ver aparecer en el horizonte la diligencia negra y los ojos llenos de crepúsculo de los caballos, brillando como linternas fantasmagóricas. Naturalmente, no vio nada. Los horizontes eran más cercanos aquí en los Territorios, como ya había comprobado, y los sonidos se propagaban con más rapidez. La diligencia de Morgan debía estar a diez millas al este o quizá incluso a veinte.

Todavía pisándome los talones, pensó Jack, llevándose la botella a los labios. Un segundo antes de beber, su mente gritó: ¡Eh, espera un minuto! Espera un minuto, idiota, ¿acaso quieres que te maten? Estaría bonito saltar desde en medio del Camino del Oeste al centro de cualquier carretera del otro mundo, y allí ser quizá atropellado por un maníaco de la velocidad o un camión de refrescos.

Caminó lentamente hasta el borde del camino… y entonces avanzó diez o veinte pasos por la hierba para asegurarse. Respiró hondo para aspirar el dulce aroma del ambiente, buscando a tientas aquella sensación de serenidad… aquella sensación del arco iris.

Debo tratar de recordar cómo me sentía —pensó—, tal vez lo necesite… y es posible que no pueda volver aquí durante mucho tiempo.

Contempló las praderas, que ahora se oscurecían a medida que la noche se acercaba a ellas desde el este. El viento soplaba a ráfagas, ahora frío pero todavía fragante, despeinándole el cabello —ya desgreñado— como despeinaba la alta hierba.

¿Estás dispuesto, Jack-O?

Jack cerró los ojos y se preparó para el horrible sabor y los vómitos que seguramente seguirían.

Banzai[2] —murmuró y bebió un trago.