Capítulo 12
JACK VA AL MERCADO
1
Aquella noche durmió en un fragante almiar de los Territorios, después de excavar un hueco y agrandarlo, rodando por él, para que el aire puro le llegara por este túnel improvisado. Escuchó con aprensión por si oía pequeños sonidos de correteo; había oído decir o leído en alguna parte que los ratones de campo eran muy aficionados a los almiares. Si en éste se escondía alguno, un gran ratón llamado Jack Sawyer lo había reducido al silencio. Se relajó poco a poco, acariciando con la mano izquierda la forma de la botella de Speedy, que había tapado con un pedazo de tupido musgo recogido junto a un arroyuelo donde se había detenido para beber. Consideraba muy posible que algo de musgo cayera en la botella, y quizá lo había hecho ya. Era una lástima, porque estropearía el sabor picante y el delicioso bouquet del líquido.
Mientras yacía, por fin caliente y muy soñoliento, el alivio era su principal sensación… como si hubiera llevado a la espalda una docena de fardos de cinco kilos cada uno y algún alma buena hubiera desatado las correas de las hebillas, liberándole de ellos. Estaba de nuevo en los Territorios, el lugar donde tenían su casa personas tan encantadoras como Morgan de Orris, Osmond el del Látigo y Elroy el Asombroso Hombre-Cabra; los Territorios donde podía suceder cualquier cosa.
Pero los Territorios también podían ser buenos. Lo recordaba desde su primera infancia, cuando todos vivían en California y nadie vivía en ningún otro lugar. Los Territorios podían ser buenos y le parecía sentir ahora esta bondad a su alrededor, una dulzura tan serena e indiscutible como el olor del heno y tan pura como el olor del aire de los Territorios.
¿Siente alivio una mosca o una mariquita si una inesperada ráfaga de viento inclina la planta nepente lo suficiente para permitir salir volando al insecto a punto de ahogarse? Jack no lo sabía… pero sabía que estaba lejos de Oatley, lejos de los clubes Buen Tiempo y de los ancianos que lloraban sobre sus robados carritos de compra, lejos del olor a cerveza y del hedor a vómito… y, lo más importante, lejos de Smokey Updike y del Bar Oatley.
Pensó que podía viajar un poco por los Territorios, después de todo. Y mientras lo pensaba, se quedó dormido.
2
Había caminado dos o tal vez tres millas por el Camino del Oeste a la mañana siguiente, disfrutando del sol y del buen aroma de los campos casi listos para las cosechas del final del verano, cuando un carro se detuvo y un granjero con patillas, que llevaba una especie de toga y unos calzones toscos, le gritó:
—¿Vas al mercado, muchacho?
Jack se quedó mirándole con la boca abierta, casi asustado al darse cuenta de que el hombre no hablaba en inglés; no decía «os ruego» ni «¿Llevas tirantes cruzados, zagal?», sino que no hablaba en inglés.
Junto al granjero de las patillas iba sentada una mujer vestida con ropas voluminosas, que tenía en la falda a un niño de unos tres años. Sonrió a Jack con bastante amabilidad y miró a su marido.
—Es tonto, Henry.
No hablan inglés… pero hablen lo que hablen, lo entiendo. De hecho, ya estoy pensando en su lengua… y esto no es todo: estoy viendo en él, o con él, o como se diga lo que quiero decir.
Jack comprendió que también lo había hecho la última vez que estuvo en los Territorios, sólo que entonces estaba demasiado confuso para darse cuenta; las cosas se hablan sucedido con excesiva rapidez y todo le había parecido extraño.
El granjero se inclinó hacia delante y sonrió, enseñando unos dientes horribles.
—¿Eres un simplón, muchacho? —preguntó, sin malicia.
—No —contestó Jack, sonriendo como pudo, consciente de que no había dicho no sino la palabra equivalente en los Territorios; al saltar, había cambiado de lenguaje y manera de pensar (o manera de imaginar, mejor dicho; su vocabulario carecía de esta palabra, pero comprendía su significado) del mismo modo que había cambiado de ropa—. No soy un simplón. Es sólo que mi madre me recomendó que tuviera cuidado con las personas que encontrara en el camino.
Ahora sonrió la mujer del granjero.
—Tu madre tenía razón —dijo—. ¿Te diriges al mercado?
—Si —respondió Jack—. Es decir, me dirijo al Camino… del Oeste.
—Sube al carro, entonces —propuso Henry el granjero—. Los días son cortos. Quiero vender lo que llevo y estar de vuelta en casa antes de que se ponga el sol. Es un maíz regular, porque es el último de la temporada, pero es una suerte tener maíz en el noveno mes. Quizá me lo compre alguien.
—Gracias —dijo Jack, subiendo a la parte trasera del carro, donde se amontonaba el maíz atado con toscos trozos de cuerda y colocado como si fuera leña. Si era regular, Jack no podía imaginarse cómo sería el bueno aquí; eran las mazorcas más grandes que había visto en su vida. También había pequeñas pilas de varias clases de calabaza, una de ellas de color rojizo, en lugar de anaranjado. Jack no las conocía, pero sospechaba que debían tener un sabor delicioso. El estómago le rumoreaba; desde que iba por los caminos, había descubierto qué era el hambre; no un conocido ocasional, lo que se sentía al salir de la escuela y que podía mitigarse con unas galletas y un vaso de leche con Nesquick, sino un amigo íntimo que a veces se apartaba un poco pero que casi nunca le abandonaba por completo.
Iba sentado de espaldas al carro, con los pies calzados con sandalias colgando del borde y casi rozando el polvo del Camino del Oeste. Había mucho tráfico esta mañana y Jack supuso que la mayor parte se dirigía al mercado. De vez en cuando Henry gritaba un saludo a algún conocido.
Jack aún se preguntaba qué sabor tendrían aquellas calabazas semejantes a manzanas —y en general de dónde sacaría la comida siguiente—, cuando unas manos pequeñas se enredaron en su pelo y le dieron un buen tirón, lo bastante fuerte para humedecerle los ojos.
Se volvió y vio al niño de tres años en pie, descalzo, con una gran sonrisa y un mechón de cabellos de Jack en cada mano.
—¡Jason! —gritó su madre, pero en un tono indulgente, como diciendo: ¿Has visto cómo ha tirado del pelo? ¡Vaya con el niño! ¡Qué fuerza tiene!—. ¡Jason, esto no se hace!
Jason siguió sonriendo, nada avergonzado. Su sonrisa era amplia, ingenua, alegre, tan dulce a su manera como el olor del almiar donde había pernoctado Jack. Correspondió a ella de modo espontáneo… y como lo hizo sin ningún propósito ni cálculo, vio que se había granjeado la amistad de la esposa de Henry.
—Sentar —dijo Jason, balanceándose de un lado a otro con el movimiento inconsciente de un marinero avezado. Seguía sonriendo a Jack.
—¿Qué?
—Falda.
—No te entiendo, Jason.
—Sentar falda.
—Yo no…
Y entonces Jason, que era robusto para un niño de tres años, se dejó caer sobre la falda de Jack, muy sonriente.
Sentar falda, oh, claro, ya comprendo, pensó Jack, sintiendo que un dolor sordo le subía de los testículos a la boca del estómago.
—¡Jason malo! —volvió a amonestar la madre en tono indulgente, como diciendo: ¿No es una monada?… Y Jason, que sabía quién mandaba, continuó obsequiándoles con su sonrisa dulce y bobalicona.
Jack se dio cuenta de que Jason estaba mojado. Indudable y copiosamente mojado.
Bienvenido a los Territorios, Jack-O.
Y sentado allí con el niño en los brazos, mientras la cálida humedad le empapaba lentamente la ropa, Jack se echó a reír con la cara vuelta hacia él intenso azul del cielo.
3
Unos minutos después la mujer de Henry sorteó la mercancía y fue adonde Jack se encontraba con el niño en la falda para coger a éste.
—Ooooh, niño malo, estás mojado —entonó con su indulgente voz. ¡Qué pipis más largos hace mi niño!, pensó Jack, riendo de nuevo. Jason se contagió su risa y la señora Henry rió con ellos.
Mientras cambiaba a Jason, hizo una serie de preguntas a Jack, las mismas que éste había oído con mucha frecuencia en su propio mundo. Pero aquí tenía que ir con cuidado. Era un forastero y podía haber trampas ocultas. Oyó a su padre decir a Morgan: Un forastero auténtico, ¿comprendes?
Jack advirtió que el marido de la mujer escuchaba con atención. Jack contestó las preguntas con una cuidadosa variación de la Historia, que no era la que contaba cuando solicitaba un empleo, sino cuando alguien que le había recogido en el coche curioseaba demasiado.
Dijo que procedía del pueblo de All-Hands y la madre de Jason recordó vagamente haber oído aquel nombre, pero nada más. ¿De verdad había caminado tanto?, quiso saber. Jack contestó que sí. ¿Y a dónde iba? Le respondió (a ella y a Henry, que escuchaba en silencio) que se dirigía al pueblo de California. Ella no había oído este nombre ni siquiera de labios de los buhoneros… Jack no se sorprendió de ello… pero le tranquilizó que ninguno de los dos exclamara: «¿California? ¿Quién ha oído hablar de un pueblo llamado California? ¿De quién intentas burlarte, muchacho?». En los Territorios debía haber muchos lugares —comarcas enteras, además de pueblos— de los cuales la gente que vivía en comarcas pequeñas no había oído hablar nunca. No tenían postes de electricidad, ni cines, ni TV para contarles las maravillas de Malibú o Sarasota. No había una versión de Ma Bell en los Territorios anunciando que una llamada de tres minutos a los pueblos fronterizos después de las cinco de la tarde sólo costaba cinco dólares con ochenta y tres centavos, más los impuestos, aunque las tarifas podían ser más elevadas la Víspera de la Venganza Divina u otros días de fiesta. Viven en un misterio —pensó— y cuando se vive en un misterio, no se pone en duda la existencia de un pueblo simplemente porque nunca se ha oído hablar de él. California no suena más extraño que un lugar llamado All-Hands.
No dudaron. Les dijo que su padre había muerto el año pasado y que su madre estaba muy enferma (estuvo a punto de añadir que los recaudadores de la Reina habían ido en plena noche a llevarse su muía, sonrió y decidió que tal vez era mejor omitir aquello). Su madre le había dado todo el dinero que tenía (sólo que la palabra en aquel extraño lenguaje no era dinero, sino algo como palillos) y enviado al pueblo de California, para que viviese con su tía Helen.
—Son tiempos duros —observó la señora Henry, apretando más contra su pecho a Jason, al que ya había cambiado.
—All-Hands está cerca del palacio de verano, ¿verdad, muchacho? —Era la primera vez que Henry hablaba desde que invitara a subir a Jack.
—Sí. Es decir, bastante cerca. Quiero decir…
—No has dicho de qué murió tu padre.
Ahora Henry volvió la cabeza. Su mirada era penetrante y crítica, la bondad anterior había desaparecido, se había apagado en sus ojos como llamas de velas bajo el viento. Sí, había trampas aquí.
—¿Estuvo enfermo? —preguntó la mujer de Henry—. Hay tantas enfermedades hoy en día… viruelas, peste… son tiempos duros…
Por un momento de locura, Jack quiso decir: No, no estuvo enfermo, señora. A mi padre le sacudieron muchos voltios. Verá, un sábado se fue a hacer un trabajo y dejó a la señora Jerry y a todos los pequeños Jerrys —incluyéndome a mi— en nuestra casa, Ocurrió cuando todos vivíamos en un agujero del zócalo y nadie vivía en ningún otro lugar. ¿Y sabe qué ocurrió? Metió el destornillador en un revoltijo de cables y la señora Feeny, que trabaja en casa de Richard Sloat, oyó a tío Morgan hablar por teléfono y decir que la electricidad, toda la electricidad te sacudió y lo dejó frito, tan frito que las gafas se le derritieron sobre la nariz, sólo que ustedes no saben qué son gafas porque aquí no las usan. No hay gafas… ni electricidad… ni Midnight Blue… ni aviones. No acabe como la señora Jerry, señora Henry. No…
—No importa si estuvo enfermo —interrumpió el granjero de las patillas—. ¿Era político?
Jack le miró. Movió los labios pero no emitió ningún sonido. No sabía qué decir. Había demasiadas trampas.
Henry asintió como si Jack hubiese contestado.
—Salta del carro, muchacho. El mercado está justo detrás del siguiente montículo. Supongo que puedes andar hasta allí, ¿no?
—Sí —dijo Jack—. Supongo que sí.
La mujer de Henry pareció confusa… pero había apartado a Jason de Jack, como si padeciera una enfermedad contagiosa.
El granjero, todavía mirando por encima del hombro, sonrió, un poco pesaroso.
—Lo siento. Pareces un buen chico, pero aquí somos gentes sencillas… lo que pueda ocurrir a orillas del mar es algo que deben arreglar los grandes señores. La Reina morirá o no morirá… y está claro que algún día tendrá que morir. Dios descarga el martillo sobre todos sus clavos, tarde o temprano. Y la gente sencilla que se mete en los asuntos de los grandes sale malparada.
—Mi padre…
—¡No quiero saber nada de tu padre! —exclamó bruscamente Henry. Su mujer se alejó de Jack, con Jason todavía apretado contra su pecho—. No sé si fue un hombre bueno o malo y no quiero saberlo… Lo único que sé es que está muerto, no creo que hayas mentido sobre esto, y que su hijo ha dormido a la intemperie y tiene todo el aspecto de estar huyendo. Su hijo no habla como si viniera de ninguna de estas partes, así que bájate. Ya tengo un hijo propio, como ves.
Jack se apeó, lamentando el temor que veía en la cara de la Joven mujer, un temor que él había inspirado. El granjero tenía razón, la gente sencilla no debe meterse en los asuntos de los grandes. No si es astuta.