Capítulo 7

FARREN

1

El capitán dio la impresión de no oír la pregunta de Jack. Miraba hacia un rincón del aposento vacío y deshabitado como si hubiera algo que ver. Sin embargo, pensaba mucho y de prisa, según advirtió Jack, y tío Tommy le había enseñado que interrumpir a un adulto mientras reflexionaba era tan descortés como interrumpirle mientras hablaba. Sin embargo…Mantente alejado del viejo Bloat. Vigila sus huellas… las suyas y las de su Gemelo… te perseguirá como un zorro persigue a un ganso.

Habían sido palabras de Speedy y Jack se había concentrado tanto en el Talismán que casi las había olvidado. Ahora las recordó y asimiló con una desgradable sensación que fue como un mazazo en la nuca.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó con urgencia al capitán.

—¿Morgan? —inquirió a su vez este último, como despertándose de un sueño.

—¿Es grueso? ¿Grueso y un poco calvo? ¿Hace esto cuando se enfurece? —Y empleando su don innato para la imitación, un don que hacía desternillar de risa a su padre incluso cuando estaba cansado y deprimido, Jack remedó a Morgan Sloat. Su rostro envejeció cuando frunció el entrecejo como lo hacía tío Morgan al enojarse con alguien. Al mismo tiempo, hundió las mejillas y bajó la cabeza para simular una papada. Sacó los labios hacia afuera como un pez y movió rápidamente las cejas hacia arriba y hacia abajo—. ¿Pone esta cara?

—No —dijo el capitán, pero en sus ojos apareció un destello, el mismo que cuando Jack le había dicho que Speedy era viejo—. Morgan es alto y lleva el pelo largo —el capitán se llevó la mano al hombro derecho para enseñarle la longitud— y cojea porque tiene un pie deforme. Usa una bota especial, pero… —Se encogió de hombros.

—¡Me ha parecido que le conocía cuando me ha visto imitarle! Usted…

—¡Shhh! ¡No en voz tan alta, muchacho! Jack bajó la voz.

—Creo que conozco a ese tipo —dijo… y por primera vez sintió el miedo como una emoción asimilada… algo que podía comprender mejor de lo que aún comprendía a este mundo. ¿Tío Morgan aquí? ¡Dios mío!

—Morgan es sólo Morgan. No se puede bromear con él, muchacho. Vamos, salgamos de aquí.

Volvió a cerrar la mano en tomo al brazo de Jack, quien hizo una mueca de dolor pero resistió.

Parker se convierte en Parkus. Y Morgan… es una coincidencia demasiado grande.

—Aún no —dijo. Se le había ocurrido otra pregunta—. ¿Tuvo ella un hijo?

—¿La Reina?

—Sí.

—En efecto, tuvo un hijo —contestó de mala gana el capitán—. Muchacho, no podemos quedamos aquí, tenemos que…

—¡Hábleme de él!

—No hay nada que contar —respondió el capitán—. El niño murió casi recién nacido, a las seis semanas escasas. Se rumoreó que uno de los hombres de Morgan —Osmond, tal vez— lo estranguló. Pero los rumores de esta clase son siempre ociosos. No estimo a Morgan de Orris pero todo el mundo sabe que un niño de cada doce muere en la cuna. Nadie conoce el motivo; mueren misteriosamente, sin causa alguna. Hay un dicho: Dios áisyone de los suyos. Ni siquiera un bebé de sangre real es una excepción a los ojos del Carpintero. Eh, muchacho… ¿Estás bien?

Jack sintió que el mundo se oscurecía a su alrededor. Se tambaleó y, cuando el capitán le sostuvo, sus manos fuertes se le antojaron suaves como almohadas de pluma.

Él casi había muerto poco después de nacer.

Su madre le había contado la historia; que le encontró quieto y al parecer sin vida en su cuna, con los labios azulados y las mejillas del color de las velas funerarias después de haber sido apagadas. Le contó que había corrido a la sala de estar con él en los brazos. Su padre y Sloat estaban sentados en el suelo, drogados por los porros y el vino, mirando un combate de boxeo por televisión. Su padre le arrancó de los brazos de su madre y le apretó la nariz con la mano izquierda, usando toda su fuerza, para cerrársela (Tuviste la nariz morada durante casi un mes, Jacky, le había contado su madre con una risa histérica), mientras cubría con sus labios la boquita de Jack, y Morgan gritaba:

«¡No creo que esto sirva de nada, Phil, no creo que esto sirva de nada!» (Tío Morgan estuvo extraño, ¿verdad, mamá?, había comentado Jack. Sí, muy extraño, Jack-O, le contestó su madre, sonriendo sin ganas y encendiendo otro Herbert Tarrytoon con la colilla que aún ardía en el cenicero).

—¡Muchacho! —murmuró el capitán, sacudiéndole con tanta fuerza, que la cabeza inerte de Jack hijo crujir el cuello—. ¡Muchacho! ¡Maldita sea! Si te desmayas…

—Estoy bien —dijo Jack, con una voz que parecía venir de muy lejos, como la del locutor de los Dodgers cuando uno pasaba en coche descapotado al atardecer por el borde del Barranco Chavez, distante y despertando ecos, como si las incidencias del Partido de béisbol fueran un dulce sueño—. Estoy bien, no me sacuda, ¿quiere? Déjeme respirar.

El capitán dejó de sacudirle pero le miró con ansiedad.

—Estoy bien —repitió Jack y de repente se pegó una bofetada en la mejilla con toda su fuerza—. ¡Ay! —Pero el mundo volvió a quedar enfocado.

Casi había muerto en la cuna, en aquel apartamento que teman entonces, que casi no recordaba, y que su madre siempre llamó el Palacio de Sueños en Tecnicolor por la vista espectacular de las colinas de Hollywood que se dominaba desde la sala de estar. Casi había muerto en la cuna y su padre y Morgan Sloat habían bebido vino, y cuando se bebe mucho vino se orina mucho, y recordaba el Palacio de Sueños en Tecnicolor lo suficiente para saber que para ir al cuarto de baño más cercano a la sala de estar era preciso cruzar la habitación que él ocupaba cuando era un bebé.

Se lo imaginó: Morgan Sloat levantándose, sonriendo tranquilo, diciendo algo parecido a: Un segundo mientras hago un poco de sitio, Phil; su padre mirando apenas a su alrededor porque Haystack Calhoun estaba a punto de lanzar a la Peonza o al Durmiente contra algún desgraciado adversario; Morgan pasando de la brillante luz del televisor de la sala de estar a la dirusa penumbra del cuarto infantil, donde el pequeño Jacky Sawyer dormía con su pijama provisto de pies, caliente y cómodo con su pañal limpio. Vio a tío Morgan mirando de soslayo, furtivamente, el gran rectángulo iluminado de la puerta que daba a la sala de estar, con el entrecejo fruncido y los labios sacados hacia afuera como los labios helados de una perca de lago; vio a tío Morgan coger un almohadón de una silla cercana y cubrir con ella, suave pero firmemente, toda la cabeza del bebé dormido y aguantándola con una mano mientras presionaba con la palma de la otra la espalda del bebé. Y cuando hubo cesado todo movimiento, vio a tío Morgan dejar el almohadón sobre la silla donde Lily se sentaba para amamantar al niño y dirigirse al cuarto de baño para orinar.

Si su madre no hubiera entrado a verle casi inmediatamente…

Su cuerpo quedó bañado en un sudor frío.

¿No había ocurrido de aquel modo? Era muy posible que sí. Su corazón le decía que sí. La coincidencia era demasiado perfecta, demasiado completa, sin la menor fisura.

A la edad de seis semanas, el hijo de Laura DeLoessian, Reina de los Territorios, había muerto en la cuna.

A la edad de seis semanas, el hijo de Phil y Lily Sawyer casi había muerto en la cuna… y Morgón Sloat estaba allí.

Su madre siempre terminaba el relato con una broma: Phil Sawyer casi había destrozado su Chrysler cuando salió de estampida hacia el hospital después de que Jacky hubiera empezado a respirar otra vez.

Muy gracioso, sí, muy gracioso.

2

—Anda, vamonos —urgió el capitán.

—De acuerdo —dijo Jack. Aún se sentía débil, aturdido—. Está bien, va…

¡Shhhh! —El capitán se volvió bruscamente al oír unas voces que se aproximaban. La pared de la derecha no era de madera, sino de lona gruesa y sólo llegaba hasta unos diez centímetros del suelo, dejando un hueco por el que Jack pudo ver pasar unas botas. Cinco pares de botas de soldado.

Una voz dominó la algarabía:

—… no sabía que tenía un hijo.

—Bueno —contestó otro—, los bastardos engendran bastardos… un hecho que tú deberías conocer muy bien. Simón.

Esta salida suscitó una serie de carcajadas huecas y brutales, las que Jack oía entre los chicos mayores de la escuela, los que se iban de juerga a los antros de detrás de la carpintería y llamaban a los chicos más jóvenes nombres misteriosos y en cierto modo aterradores: mariquita, sodomita y morfadicto, nombres repugnantes, cada uno de los cuales era seguido por risotadas vulgares exactamente iguales que éstas.

—¡Cerrad el pico! ¡Cerrad el pico! —una tercera voz—. ¡Si os oye él, haréis guardia en una avanzada antes de que se pongan treinta soles!

Murmullos.

Una risa ahogada.

Otra broma, esta vez ininteligible. Más risas cuando ya se alejaban.

Jack miró al capitán, que tenía la vista fija en la corta pared de lona y los labios apretados contra las encías, enseñando todos los dientes. No cabía duda sobre el hombre a quien se referían. Y si hablaban de él, alguien podía escucharles… alguien hostil que podía estar preguntándose quién sería en realidad este hijo ilegítimo aparecido de improviso. Incluso un chico como él sabía esto.

—¿Has oído lo suficiente? —dijo el capitán—. Hemos de movemos. —Parecía deseoso de sacudir a Jack… pero no se atrevía.

Tus instrucciones, tus órdenes, lo que sean… son dirigirte al oeste, ¿verdad? Ha cambiado, pensó Jack. Ha cambiado dos veces. Una vez, cuando Jack le había enseñado el diente de tiburón, que era un dedal de guitarra cincelado en el mundo por cuyas carreteras pasaban camiones de reparto en vez de carros tirados por caballos. Y otra vez, cuando Jack le había confirmado que iba al oeste. Había pasado de la amenaza a la decisión de ayudarle, y a… ¿a qué?

No puedo decírtelo. No te puedo decir qué debes hacer.

A algo parecido al temor… o al terror religioso.

Quiere salir de aquí porque tiene miedo de que nos cojan, pensó Jack. Pero hay algo más, creo yo… Tiene miedo de mí, miedo de…

—Vamos —insistió el capitán—, de prisa, por el amor de Jason.

—¿Por el amor de qué? —inquirió estúpidamente Jack, pero el capitán ya estaba tirando de él, arrastrándole hacia la izquierda y después por un pasillo que era de madera por un lado y de una lona rígida y mohosa por el otro.

—No hemos venido por aquí —susurró Jack.

—No quiero pasar por delante de los tipos que nos han visto entrar —murmuró el capitán—. Los hombres de Morgan. ¿Has visto al más alto? ¿Aquel tan delgado que parece transparente?

—Sí. —Jack recordaba la débil sonrisa y los ojos que no sonreían. Los otros parecían blandos, pero el delgado se veía duro. Y también demente. Y otra cosa: se le habla antojado ligeramente familiar.

—Es Osmond —dijo el capitán, arrastrando ahora a Jack hacia la derecha.

El olor de carne asada había ido creciendo en intensidad y ahora todo el aire estaba impregnado de él. Jack no había olido en toda su vida una carne que deseara tanto saborear. Estaba asustado, se hallaba mental y emocionalmente exhausto, quizá bordeando la locura… pero la boca se le hacía agua.

—Osmond es la mano derecha de Morgan —gruñó el capitán—. Ve demasiado y yo preferiría que no te viera dos veces, muchacho.

—¿Qué quiere decir?

—¡Sssssst! —Apretó todavía más al brazo dolorido de Jack. Se estaban acercando a una ancha cortina que pendía de una puerta. A Jack le pareció una cortina de ducha, sólo que la tela era una arpillera tan tosca y ancha que casi parecía una red y las anillas de las que colgaba eran de hueso y no de cromo—. Ahora, llora —susurró el capitán en tono cariñoso al oído de Jack.

Apartó la cortina e hizo entrar a Jack en una enorme cocina llena de aromas penetrantes (en los que la carne seguía predominando) y oleadas de caliente vapor. Jack atisbo confusamente unos braseros, una gran chimenea de piedra y rostros de mujer enmarcados por ondeantes pañuelos blancos que le recordaron a las tocas de las monjas. Algunas estaban en hilera ante una larga artesa de hierro sostenida por caballetes y tenían los rostros enrojecidos y perlados de sudor mientras lavaban potes y utensilios de cocina. Otras estaban detrás de un mostrador largo como toda la anchura de la habitación, rebanando, troceando, mondando y quitando el corazón de frutas y hortalizas. Una iba cargada con unas parrillas repletas de pasteles crudos. Todas miraron fijamente a Jack y al capitán cuando éstos entraron en la cocina.

—¡Nunca más! —gritó el capitán a Jack, sacudiéndole como un terrier a una rata… pero sin dejar de avanzar rápidamente por la estancia, en dirección a las puertas de doble batiente del fondo—. Nunca más, ¿me oyes? ¡La próxima vez que descuides tus obligaciones te haré un corte en la piel de la espalda y te pelaré como a una patata asada! —Y en un murmullo, añadió—: Todas lo recordarán y todas hablarán, así que llora, ¡maldita sea!

Entonces, mientras el capitán de la cicatriz le arrastraba por la humeante cocina, sujetándole por el cogote y el brazo dolorido, Jack procuró evocar la terrible imagen de su madre yacente en una sala funeraria. La vio rodeada de volantes de organdí blanco… yacía en su ataúd y llevaba el traje de novia que había lucido en Pelea callejera (RKO, 1953). Su rostro fue adquiriendo cada vez más claridad en la mente de Jack, una perfecta efigie de cera, y vio en sus orejas los diminutos pendientes, una cruz de oro, que Jack le había regalado por Navidad dos años atrás. Entonces la cara cambió; el mentón se tomó más redondo y la nariz más recta y patricia. Los cabellos se aclararon un poco y se hicieron más gruesos. Ahora era Laura DeLoessian a quien veía en el ataúd y éste ya no era un ataúd anónimo y especial de una funeraria, sino que parecía haber sido tosca y furiosamente hecho con un viejo tronco y un par de hachazos. Un ataúd de vikingo, si algún día había existido algo así; era más fácil imaginar este ataúd siendo quemado sobre un montón de troncos empapados de petróleo que siendo bajado a una indiferente sepultura de tierra. Era Laura DeLoessian, Reina de los Territorios, pero en esta imagen que parecía más clara que una visión, la Reina llevaba el vestido de novia de su madre en Pelea callejera y los pendientes con una cruz de oro que tío Tommy le había ayudado a elegir en Sharp de Beverly Hills. De pronto las lágrimas brotaron como un chorro ardiente —no lágrimas simuladas, sino reales— no sólo por su madre sino por ambas mujeres solitarias, que morían separadas por universos enteros, unidas por un cordón invisible que podía pudrirse, pero nunca romperse, por lo menos hasta que ambas estuvieran muertas.

A través de las lágrimas vio a un gigante envuelto en un ropaje ancho y blanco que cruzaba la habitación a toda prisa en dirección a ellos. En vez de ir tocado con una gorra de cocinero, llevaba en la cabeza un pañuelo rojo, pero Jack pensó que su finalidad era la misma: identificar al hombre como jefe de la cocina. También empuñaba un tenedor de tres dientes, de madera y aspecto maligno.

¡AFUERRA! —les chilló el chef, con una voz aflautada que resultaba absurda al provenir de aquel enorme pecho abombado; era la voz de un remilgado gay regañando a un aprendiz de zapatero.

Pero no había nada absurdo en el tenedor, que parecía mortífero.

Ante este ataque, las mujeres se dispersaron como una bandada de pájaros. Un pastel de la parrilla inferior cayó al suelo y la mujer profirió un grito estridente y desesperado al verlo deshecho sobre el pavimento de madera. El zumo de fresas salpicó y fluyó, rojo, fresco y brillante como sangre arterial.

—¡SALIT DE MI COSINA; RRUFIANES! ¡NO ES UN ATAJJO NI UNA PISSTA DE CARRRRERRAS! ¡ES MI COSINA Y SI NO LO RRECORDÁIS, PORR DIOS QUE DIRRÉ AL TRRINCHADOR QUE OS TRRINCHE EL TRRASERRO!

Les persiguió con el tenedor, volviendo a medias la cabeza mientras gritaba y entrecerrando los ojos, como si a pesar de sus amenazas encontrara demasiado gauche la idea de la sangre caliente. El capitán bajó la mano que sujetaba el cogote de Jack y la alargó… casi distraídamente, o así se le antojó a Jack. Un momento después, el chef estaba en el suelo, tendido cuan largo era (más de dos metros). El tenedor de trinchar yacía en un charco de salsa de fresas, entre pedazos de hojaldre blanco sin cocer. El chef rodaba por el suelo, agarrándose la muñeca derecha fracturada y chillando con su voz estridente de tiple. La novedad que gritaba a la habitación en general era bastante triste: estaba muerto, el capitán le había asesinado (palabra que pronunció assassenadó con su extraño acento casi teutónico); como mínimo estaba lisiado, pues el cruel y feroz capitán de los Guardias Exteriores le había aplastado la mano derecha, privándole así de su medio de subsistencia y condenándole a vivir como un mendigo todos los años que aún le quedaban; el capitán le había infligido un dolor terrible, un dolor inaudito imposible de soportar…

¡Cállate! —vociferó el capitán, y el chef se calló. Inmediatamente. Yacía en el suelo como un bebé inmenso, con la mano derecha cerrada sobre el pecho, con el pañuelo rojo ladeado sobre una oreja, dándole aspecto de borrachín y dejando al descubierto la otra, en el centro de cuyo lóbulo llevaba una pequeña perla negra, y con las gruesas mejillas temblequeando. Las mujeres lanzaron exclamaciones y rieron cuando el capitán se inclinó sobre el temido ogro de la humeante caverna donde las pobres pasaban sus días y sus noches. Jack, todavía llorando, atisbo a un muchacho negro (moreno, se corrigió) en un extremo del brasero más grande. El muchacho tenía la boca abierta y el rostro sorprendido tan cómicamente como el de una representación teatral de negros, pero no dejó de dar vueltas a la manivela que hacía girar el asado sobre las brasas ardientes.

—Ahora escucha porque voy a darte un consejo que no encontrarás en el Libro del buen agricultor —dijo el capitán. Se inclinó más sobre el chef hasta casi tocarle la nariz (sin aflojar la paralizante presión sobre el brazo de Jack, que ahora ya estaba compasivamente insensible, sin aflojarla ni una pizca)—. No ataques nunca más… nunca más… a un hombre con un cuchillo… o un tenedor… o una lanza… ni siquiera con una maldita astilla en la mano, a menos que tengas intención de matarle. Uno espera mal genio en los chefs, pero el mal genio no incluye ataques a la persona del capitán de la Guardia Exterior. ¿Me has comprendido?

El chef profirió un gemido y dijo algo lacrimoso y desafiante. Jack no pudo entenderlo bien —el acento del hombre parecía cada vez más fuerte— pero tenía algo que ver con la madre del capitán y los perros del muladar que había detrás del pabellón.

—Puede ser —replicó el capitán—; nunca conocí a la dama. Pero esto no contesta a mi pregunta. —Propinó un puntapié al chef con una de sus botas polvorientas. Fue un puntapié leve, pero el chef chilló como si el capitán le hubiera pateado con todas sus fuerzas. Las mujeres volvieron a reír con disimulo.

—¿Hemos llegado o no a un acuerdo sobre el tema de los chefs, las armas y los capitanes? Porque, de lo contrario, quizá convendría darte otra lección.

—¡Estamos de acuerdo! —jadeó el chef—. ¡Lo estamos! ¡Lo estamos! Estamos…

—Muy bien, porque ya he tenido que dar demasiadas lecciones en el día de hoy. —Sacudió a Jack por el cogote—. ¿Verdad, muchacho? —Volvió a sacudirle y Jack profirió un grito que no era fingido en absoluto—. Bueno, supongo que es todo cuanto sabe decir. Es un retrasado, como su madre.

El capitán lanzó una ojeada a su alrededor.

—Buenos días, señoras. Que las bendiciones de la Reina os acompañen.

—Y a usted, buen caballero —osó farfullar la más vieja, haciendo una reverencia torpe y desgarbada, y las otras la imitaron.

El capitán arrastró a Jack fuera de la cocina y el muchacho fue a dar con la cadera contra la artesa con tal fuerza, que gritó una vez más. Un chorro de agua caliente salpicó el pavimento y se derramó, silbando, entre ellos. Estas mujeres tenían las manos metidas en el agua —pensó Jack—. ¿Cómo pueden soportarlo? Entonces el capitán, que ahora casi le llevaba en brazos, empujó a Jack por entre otra cortina de arpillera y salieron al vestíbulo.

—¡Uf! —exclamó el capitán en voz baja—. No me gusta nada todo esto, huele muy mal.

A la izquierda, a la derecha y luego otra vez a la izquierda. Jack empezó a intuir que se acercaban a las paredes exteriores del pabellón y tuvo tiempo para preguntarse por qué el lugar parecía mucho mayor desde dentro que desde fuera. Luego el capitán le empujó por una abertura en la lona y se encontraron de nuevo a la luz del día, una luz de media tarde, tan brillante después de la penumbra del pabellón, que Jack tuvo que cerrar los ojos para no sentir dolorosas punzadas.

El capitán no titubeó ni un segundo. Sus pisadas levantaban barro y producían un ruido de chapoteo. Se olía a heno, a caballo y a excrementos. Jack volvió a abrir los ojos y vio que cruzaban algo parecido a una dehesa o un corral o simplemente una era. Vislumbró una abertura en una lona y oyó cloquear unos polluelos al otro lado. Un hombre flaco, que sólo llevaba un sayo sucio y sandalias de correas, lanzaba heno a un establo abierto con una horca de madera. Dentro del establo, un caballo no mucho mayor que un pony de Shetland les miraba con ojos inquietos. Ya habían pasado el establo cuando la mente de Jack pudo aceptar por fin lo que sus ojos habían visto: el caballo tenía dos cabezas.

—¡En! —exclamó—. ¿Puedo mirar otra vez dentro de ese establo? Aquel…

—No tenemos tiempo.

—Pero aquel caballo tenía…

—No hay tiempo, te he dicho. —Y añadió, levantando la voz—:

¡Y si vuelvo a sorprenderte holgazaneando por ahí cuando hay trabajo por hacer, te daré el doble de lo que te he dado!

—¡No, no! —gritó Jack (de hecho, pensaba que esta escena ya empezaba a resultar pesada)—. ¡Lo juro! ¡Juro que seré bueno!

Justo delante de ellos había una verja de madera y una valla hecha con estacas que aún conservaban la corteza; parecía una empalizada de una película del Oeste (su madre también había hecho unas cuantas de este género). En la puerta se veían unas gruesas aldabas, pero la barra que debían sostener no estaba en su lugar, sino apoyada contra un montón de leños, gruesos como traviesas de ferrocarril. La puerta estaba abierta casi doce centímetros. Cierto sentido de la orientación, pese a ser confuso, sugirió a Jack que habían dado una vuelta completa al pabellón.

—Gracias a Dios —dijo el capitán con voz más normal—. Ahora…

—Capitán —llamó una voz a sus espaldas. La voz era baja, pero penetrante y engañosamente casual. El capitán se detuvo en seco cuando estaba a punto de abrir el lado izquierdo de la puerta; fue como si el dueño de la voz les hubiera observado y esperado aquel preciso momento.

—Quizá tendría usted la amabilidad de presentarme a su… ejem… hijo.

El capitán se volvió, volviendo al mismo tiempo a Jack. En mitad de la dehesa, dando la inquietante sensación de estar fuera de lugar en semejante sitio, se encontraba el cortesano esquelético a quien tanto temía el capitán: Osmond, mirándoles con sus ojos melancólicos, de un gris oscuro. Jack vio moverse algo en aquellos ojos, algo muy profundo. Su miedo se intensificó de repente, y empezó a pincharle, como si fuese algo afilado. Está loco. —Tal fue la intuición que saltó de modo espontáneo en su cerebro—. Más loco que una maldita cabra.

Osmond dio dos pasos hacia ellos. En la mano izquierda sostenía el mango de cuero sin curtir de un látigo; a partir del mango, algo parecido a un tendón oscuro se enroscaba, bifurcado en tres, alrededor de su hombro; la parte central del látigo tenía el grosor de una serpiente de cascabel. Cerca de la punta de esta parte central salían quizá una docena de latiguillos de cuero trenzado sin curtir, cada uno de ellos terminado por una espuela de metal, toscamente hecha, pero centelleante.

Osmond tiró del mango y los tendones resbalaron de su hombro con un silbido seco. Lo agitó y los latiguillos con punta de metal serpentearon lentamente sobre el barro sembrado de paja.

—¿Es su hijo? —repitió Osmond, dando otro paso hacia ellos.

Jack comprendió de repente por qué este hombre le había parecido familiar. El día que estuvieron a punto de secuestrarle… ¿no era este hombre el del traje blanco?

Jack pensó que podía haber sido él.

3

El capitán cerró el puño, se lo llevó a la frente y se inclinó. Tras un breve momento de vacilación, Jack hizo lo mismo.

—Mi hijo Lewis —presentó el capitán en actitud rígida. Jack le vio mirar hacia la izquierda, todavía inclinado, así que él tampoco se enderezó, mientras el corazón le latía con fuerza.

—Gracias, capitán. Gracias, Lewis. Que las bendiciones de la Reina os acompañen. —Cuando le tocó con el mango del látigo, Jack estuvo a punto de proferir un grito. Lo ahogó y se puso derecho.

Osmond se encontraba a sólo dos pasos de ellos y observaba a Jack con mirada demente y melancólica. Llevaba una chaqueta de cuero y algo parecido a gemelos de brillantes. La camisa ostentaba extravagantes pliegues. Una pulsera de eslabones en su muñeca derecha producía un ruido ostentoso (por la manera como manejaba el látigo, Jack adivinó que la izquierda era su mano útil). Iba peinado con el pelo hacia atrás, atado con una cinta ancha que podía ser satén blanco. Emanaba dos clases de olor. El dominante era lo que su madre llamaba «todos esos perfumes masculinos», refiriéndose a la loción de después del afeitado, el agua de colonia, etcétera. El aroma que rodeaba a Osmond era denso y empolvado y recordaba a Jack aquellas viejas películas británicas en blanco y negro sobre un juicio en Old Bailey. Los jueces y abogados de aquellas películas siempre llevaban pelucas y Jack pensó que las cajas donde las guardaban debían oler como Osmond, a algo seco y dulzón, como el donut azucarado más viejo del mundo. Por debajo de este aroma, sin embargo, se percibía un olor más vital e incluso más desagradable, que parecía brotar de él con cada pulsación. Era el olor de sudor a capas y suciedad a capas, el olor de un hombre que se bañaba muy poco, o nunca.

Sí. Era uno de los individuos que habían intentado raptarle aquel día.

Se le hizo un nudo en el estómago.

—Ignoraba que tuviera un hijo, capitán Farren —dijo Osmond. Aunque habló al capitán, no apartó la vista de Jack. Lewis —pensó éste—, soy Lewis, no lo olvides…

—Ojalá no lo tuviese —replicó el capitán, mirando a Jack con desprecio y enojo—. Le honro trayéndole al gran pabellón y se escabulle como un perro. Le he sorprendido jugando a…

—Sí, sí —interrumpió Osmond, sonriendo vagamente. (No cree una sola palabra, pensó Jack, desesperado, sintiéndose más cerca del pánico. ¡Ni una sola palabra!)—. Los chicos son malos, todos los chicos son malos. Es un axioma.

Dio un ligero golpecito a Jack en la muñeca con el mango del látigo. Jack, con los nervios bajo una tensión insoportable, gritó… e inmediatamente enrojeció de vergüenza.

Osmond rió con ironía.

—Malos, oh, sí, es un axioma, todos los chicos son malos. Yo también lo era y apostaría cualquier cosa a que usted también, capitán Farren. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que era malo?

—Sí, Osmond —contestó el capitán.

—¿Muy malo? —inquirió Osmond. Era increíble, pero había empezado a bailar en medio del barro. No había nada afeminado en ello, sin embargo: Osmond era esbelto y casi delicado, pero no comunicaba a Jack ninguna sensación de verdadera homosexualidad; si sus palabras tenían un matiz que la sugería, Jack intuyó que se trataba de un matiz falso. No, lo que se advertía claramente en él era una impresión de malignidad… y locura—. ¿Muy malo? ¿Terriblemente malo?

—Sí, Osmond —repitió estoicamente el capitán Farren, cuya cicatriz brillaba a la luz vespertina, cambiando del rosado al rojo.

Osmond interrumpió su baile improvisado tan de repente como lo había comenzado y miró al capitán con frialdad.

Nadie sabía que tenía usted un hijo, capitán.

—Es un bastardo —respondió el capitán— y un retrasado mental, además de gandul, como se ha visto ahora. —Giró de repente sobre los talones y pegó a Jack en una mejilla. La bofetada no llevaba mucha fuerza, pero la mano del capitán Farren era dura como un ladrillo. Jack lanzó un alarido y cayó sobre el lodo, agarrándose la oreja.

Muy malo, terriblemente malo —repitió Osmond, pero ahora su rostro tenía una expresión hueca, ausente y misteriosa—. Levántate, chico malo. Los chicos malos que desobedecen a sus padres deben ser castigados y también interrogados. —Blandió el látigo hacia un lado, produciendo un golpe seco. La mente tambaleante de Jack estableció otra conexión extraña, en un intento de evocar el hogar, como supuso más tarde, por todos los medios posibles. El sonido del látigo de Osmond le recordó el del rifle de aire comprimido que poseía cuando contaba ocho años. Tanto él como Richard Sloat tenían aquellos rifles.

Osmond se adelantó y agarró el brazo enlodado de Jack con una mano blanca, parecida a una araña. Atrajo al muchacho hacia sí, hacia aquellos olores: a polvo dulzón y a suciedad antigua y rancia. Sus ojos grises y espectrales se clavaron solemnemente en los azules de Jack. Éste se sentía la vejiga cada vez más llena y pugnaba por no mojarse los pantalones.

—¿Quién eres? —preguntó Osmond.

4

Las palabras flotaron en el aire, sobre las cabezas de los tres.

Jack era consciente de que el capitán le miraba con una expresión severa que no podía ocultar del todo su desesperación. Oyó cloquear a unas gallinas y ladrar a un perro; una carreta traqueteaba en alguna parte.

Dime la verdad; lo conoceré si mientes —decían aquellos ojos—. Te pareces a cierto chico malo que vi por primera vez en California. ¿Eres aquel chico?

Y, por un momento, todo tembló en sus labios:

Jack, soy Jack Sawyer, si, soy el chico de California, la Reina de este mundo era mi madre, sólo que yo me morí, y conozco a tu jefe, conozco a Morgón —tío Morgón— y te diré todo lo que quieras saber para que dejes de mirarme con estos ojos saltones, claro que lo haré, porque sólo soy un niño y los niños hacen esto, hablan, lo cuentan todo…

Entonces oyó la voz de su madre, dura, casi burlona:

¿Vas a cantar de plano delante de este tipo, Jack-O? ¿De este tipo? Huele a rebajas de agua de colonia para hombres y parece una versión medieval de Charles Manson… pero haz lo que quieras. Eres capaz de engañarle, si lo deseas —lo digo en serio—, pero haz lo que quieras.

—¿Quién eres? —preguntó de nuevo Osmond, acercándose todavía más, y ahora Jack vio una confianza total en su rostro; estaba acostumbrado a obtener de la gente las respuestas que necesitaba… y no sólo de chicos de doce años.

Respiró hondo (Cuando deseas el máximo volumen —cuando quieres llegar hasta la última fila del gallinero—, tienes que extraerlo del diafragma, Jacky. Es como si al subir pasara por el viejo Voz de su Amo) y gritó:

—¡IBA A VOLVER EN SEGUIDA! ¡LO DIGO DE VERDAD!

Osmond, que estaba inclinado hacia delante, esperando un susurro débil y entrecortado, retrocedió como si Jack hubiera alargado la mano de repente para abofetearle. Pisó con una bota las colas de cuero de su látigo y estuvo a punto de tropezar.

—Maldito chillón asqueroso…

—¡IBA A VOLVER! POR FAVOR, NO ME AZOTE CON EL LÁTIGO, OSMOND, IBA A VOLVER… NO QUERÍA VENIR AQUÍ… NO LO QUERÍA… NO LO QUERÍA…

El capitán Farren se abalanzó sobre él y le golpeó en la espalda. Jack quedó tendido cuan largo era sobre el lodo y continuó gritando.

—Es retrasado mental, ya se lo he dicho —oyó decir al capitán—. Lo lamento, Osmond. Puede estar seguro de que le moleré a palos. No…

¿Qué hace aquí, si puede saberse? —chilló Osmond, cuya voz era ahora alta y quisquillosa como la de una verdulera—. ¿Que hace aquí este bastardo mocoso y llorón? ¡No se ofrezca a enseñarme su pase! ¡Sé que no lo tiene! Lo ha traído a hurtadillas para alimentarle a la mesa de la Reina… quizá para robar la plata de la Reina… es malo… ¡una sola mirada basta para convencer a cualquiera de que es indudable e intolerablemente malo!

El látigo cayó de nuevo, esta vez no con el sonido de un rifle de aire comprimido, sino con el contundente estruendo de un arma del calibre 22, y Jack tuvo tiempo de pensar sé dónde caerá justo antes de sentir una mano grande y ardiente clavada en la espalda. El dolor pareció penetrar en su carne y aumentar en lugar de disminuir. Era caliente y espantoso. Gritó y se retorció en el fango.

¡Malo! ¡Horriblemente malo! ¡Indudablemente malo! Cada «malo» era subrayado por otro restallido del látigo de Osmond, otro manotazo ardiente, otro grito de Jack. La espalda le quemaba. No sabía cuánto tiempo hubiera continuado aquello —Osmond parecía ponerse más frenético con cada golpe—, si una voz nueva no hubiese gritado:

—¡Osmond! ¡Osmond! ¡Allí está! ¡Gracias a Dios! Una conmoción de pasos apresurados.

La voz de Osmond, furiosa y algo entrecortada:

—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué pasa?

Una mano cogió a Jack por el codo y le ayudó a levantarse. Cuando se tambaleó, un brazo le rodeó la cintura para sostenerle. Era difícil creer que el capitán, tan duro y resuelto durante el accidentado recorrido del pabellón, pudiera ser ahora tan delicado.

Jack volvió a tambalearse. El mundo continuaba desenfocado. Gotas de sangre caliente le bajaban por la espalda. Miró a Osmond con odio repentino y le alivió sentir aquel odio; era un buen antídoto del miedo y la confusión.

Me has hecho daño… me has herido hasta, hacerme sangrar. Escúchame, marica, si tengo ocasión de desquitarme…—¿Estás bien? —susurró el capitán.

—Si.

—¿Qué? —gritó Osmond a los dos hombres que habían interrumpido los latigazos.

El primero era uno de los cortesanos que Jack y el capitán habían visto cuando se dirigían a la habitación secreta. El otro se parecía un poco al carretero que Jack había encontrado casi inmediatamente después de su regreso a los Territorios. Este último estaba muy asustado y también herido; la sangre le brotaba a borbotones por un corte en el lado izquierdo de la cabeza, cubriendo la mayor parte de la mejilla izquierda. Tenía el brazo izquierdo arañado y el coleto roto.

¿Qué dices, imbécil?

—Mi carro ha volcado al doblar el recodo del otro extremo del pueblo de All-Hands —contestó el carretero, hablando con la paciencia lenta y aturdida de quien ha sufrido un profundo shock—. La falda escocesa de mi hijo, señor. Ha muerto aplastado bajo los barriles. Había cumplido dieciséis años el último día de mayo.

Su madre…

—¿Qué? —volvió a gritar Osmond—. ¿Barriles? ¿Cerveza? ¿La de Kingsland? No querrás decirme que has volcado un carro lleno de cerveza Kingsland, ¿verdad, estúpido pene de cabra? No querrás decir esto, ¿verdaaaaaad?

La voz de Osmond se elevó al pronunciar la última palabra como si quisiera hacer una burla salvaje de una diva de ópera. La voz se elevó con oscilaciones y gorjeos y Osmond se puso a bailar otra vez… pero de rabia. La combinación era tan espantosa que Jack tuvo que levantar los dos brazos para reprimir una risa involuntaria. El movimiento hizo que la camisa le rozara las heridas de la espalda y esto le serenó aun antes de que el capitán murmurase una palabra de advertencia.

Con paciencia, como si Osmond hubiese pasado por alto lo único importante (y así debía parecérselo a él), el carretero repitió:

—Cumplió dieciséis años el último día de mayo. Su madre no quería que viniese conmigo. No comprendo cómo…

Osmond alzó el látigo y lo descargó con rapidez súbita y cegadora. Un momento antes el mango pendía suelto de su mano izquierda y las colas del látigo se arrastraban por el barro, y un instante después se oyó un latigazo que no sonó como el disparo de un arma del calibre 22, sino más bien como el de un rifle de juguete. El carretero se tambaleó hacia atrás, chillando y con las manos en la cara. Sangre fresca fluía por entre sus sucios dedos. Cayó al suelo, gritando:

—¡Señor! ¡Mi señor! ¡Mi señor! —con una voz ahogada, como si hiciera gárgaras.

—¡Vayámonos de aquí, de prisa! —gimió Jack.

—Espera —dijo el capitán. La severidad de su rostro parecía un poco menos sombría. Habría podido decirse que en sus ojos brillaba la esperanza.

Osmond se volvió en redondo hacia el cortesano, que retrocedió, moviendo los labios gruesos y rojos.

—¿Era la Kingsland? —jadeó Osmond.

—Osmond, no deberías excitarte así…

Osmond levantó la muñeca izquierda y las colas de cuero terminadas en puntas de metal serpentearon sobre las botas del cortesano, que dio otro paso hacia atrás.

—No me digas lo que debo o no debo hacer —replicó—. Limítate a contestar mis preguntas. Estoy irritado, Stephen, intolerable e indudablemente irritado. ¿Era la Kingsland?

—Sí —respondió Stephen—. Lamento decirlo, pero…

—¿En el Camino de las Avanzadas?

—Osmond…

¿En el Camino de las Avanzadas, pringoso pene?

—Si —dijo Stephen, tragando saliva.

—Claro —contestó Osmond, con el rostro afeado por una horrible sonrisa blanca—. ¿Dónde está el pueblo de All-Hands sino en el Camino de las Avanzadas? ¿Acaso puede volar una aldea?

¿Eh? ¿Puede una aldea volar de un camino a otro, Stephen? ¿Puede? ¿Puede?

—No, Osmond, claro que no.

—Claro. De modo que hay barriles por todo el Camino de las Avanzadas, ¿verdad? ¿Es correcto por mi parte suponer que hay barriles y un carro de cerveza volcado bloqueando el Camino de las Avanzadas mientras la mejor cerveza de los Territorios empapa la tierra para que los gusanos se emborrachen con ella? ¿Es esto correcto?

—Sí… sí. Pero…

¡Morgan llega por el Camino de tas Avanzadas! —chilló Osmond—. ¡Morgan viene y ya sabes cómo hostiga a los caballos! Si la diligencia dobla un recodo y se encuentra con ese revoltijo, ¡es posible que el conductor no tenga tiempo de detenerse! ¡Podría volcar! ¡Él podría resultar muerto!

—Dios-mío —dijo Stephen, como si fuera una sola palabra. Su cara pálida adquirió un tono blanquecino. Osmond asintió lentamente con la cabeza.

—Creo que si la diligencia de Morgan llegara a volcar, sería mejor que todos rezáramos por su muerte y no por su restablecimiento.

—Pero… pero…

Osmond le dio la espalda y casi corrió hacia donde estaba el capitán de los Guardias Exteriores con su «hijo». Detrás de Osmond, el infortunado carretero seguía retorciéndose en el lodo, farfullando: Mis señores.

Osmond echó una breve mirada a Jack y la desvió en seguida, como si no le hubiera visto.

—Capitán Farren —dijo—, ¿ha seguido los acontecimientos de los cinco últimos minutos?

—Sí, Osmond.

—¿Los ha seguido con atención? ¿Los ha asimilado? ¿Los ha sopesado con detenimiento?

—Sí, creo que sí.

—¿Lo cree? ¡Qué excelente capitán es usted, capitán! Me parece que hablaremos otro rato de cómo es posible que un capitán tan excelente haya podido engendrar un testículo de rana como su hijo.

Posó breve y fríamente los ojos en Jack.

—Pero ahora no hay tiempo para eso, ¿verdad? No. Sugiero que reúna a una docena de sus hombres más fornidos y los conduzca a doble… no, a triple velocidad de lo habitual al Camino de las Avanzadas. Será capaz de encontrar por el olfato el lugar del accidente, ¿verdad?

—Sí, Osmond.

Osmond elevó rápidamente la vista al cielo.

—Esperamos a Morgan a las seis… quizá un poco antes. Ahora son las dos, o al menos eso creo. ¿Diría usted que son las dos, capitán?

—Sí, Osmond.

—¿Y tú qué dirías, pequeña basura? ¿Las trece? ¿Las veintitrés?

¿Las ochenta y una?

Jack abrió la boca. Osmond hizo una mueca de desdén y Jack volvió a sentir una clara oleada de odio. Me has hecho daño y si tengo ocasión… Osmond miró de nuevo al capitán.

—Le sugiero que hasta las cinco procure salvar todos los barriles que estén enteros. Después de las cinco, despeje el camino tan de prisa como pueda. ¿Ha comprendido?

—Sí, Osmond.

—Pues en marcha.

El capitán Farren se llevó el puño a la frente y se inclinó. Boquiabierto como un tonto, odiando todavía a Osmond con tanta violencia que el cerebro parecía latirle, Jack le imitó. Osmond les había dado la espalda aun antes de que iniciaran este saludo. Se dirigía hacia el carretero, haciendo restallar su látigo y produciendo aquel ruido semejante al disparo de un rifle de aire comprimido.

El carretero oyó acercarse a Osmond y empezó a gritar.

—Vámonos —dijo el capitán, tirando por última vez del brazo de Jack—. No querrás ver esto, ¿verdad?

—No —murmuró Jack—. Dios mío, no.

Sin embargo, cuando el capitán Farren empujó el lado derecho de la verja y ambos abandonaron por fin el pabellón, Jack lo oyó, y volvió a oírlo en sueños aquella noche: un disparo tras otro de carabina, seguidos por un grito del infeliz carretero. Y Osmond también emitía un sonido; jadeaba, así que era difícil decir con exactitud en qué consistía el sonido sin volverse a mirarle la cara… algo que Jack no quería hacer.

Además, estaba bastante seguro de saberlo.

Pensaba que Osmond se reía.

5

Ahora se hallaban en la zona pública de los terrenos del pabellón. Los paseantes miraban de soslayo al capitán Farren… y se mantenían apartados de él. El capitán caminaba a grandes zancadas, con la cara pensativa y tensa. Jack tenía que correr para seguirle.

—Hemos tenido suerte —dijo de improviso el capitán—. Muchísima suerte. Creo que quería matarte.

Jack le miró con la boca abierta, que tenía caliente y seca.

—Está loco, ¿sabes? Loco como un cencerro. Jack no sabía qué significaba esta expresión, pero convenía en que Osmond estaba loco.

—¿Qué…?

—Espera —interrumpió el capitán. Habían dado la vuelta a la pequeña tienda, a donde el capitán había conducido a Jack después de ver el diente de tiburón—. No te muevas de aquí y espérame. No hables con nadie.

El capitán entró en la tienda y Jack se quedó a la espera, mirando a su alrededor. Pasó un malabarista, que echó una ojeada a Jack pero no perdió el ritmo mientras lanzaba al aire una docena de pelotas que describían un intrincado dibujo. Le seguía una hilera de niños sucios como los que seguían al flautista de Hamelin. Una mujer joven con un bebé sucio al voluminoso pecho le dijo que le enseñaría a hacer algo con su colita además de pipí, si le daba una moneda o dos. Jack, turbado, desvió la vista, sintiendo que el calor le subía a la cara. La muchacha rió como si graznase.

¡Oooooh, el guapito es TÍMIDO! ¡Acércate, hermosura! Ven…

—Fuera de aquí, buscona, o terminarás el día en el cuarto de las calderas.

Era el capitán, que había salido de la tienda con otro hombre, un sujeto viejo y gordo pero que compartía una característica con Farren: parecía un soldado auténtico y no uno de revista. Con una mano intentaba abrocharse la guerrera de su uniforme sobre la protuberante barriga mientras sostenía en la otra un instrumento curvado, parecido a un cuerno francés.

La mujer del bebé sucio se escabulló sin volver a mirar a Jack. El capitán cogió el cuerno para que el hombre gordo pudiera terminar de abrocharse y le dijo unas palabras. El hombre asintió, recuperó el cuerno cuando tuvo las manos libres y se alejó tocándolo. No era el sonido que Jack había oído en su primer salto a los Territorios; aquella vez oyó muchos cuernos y el sonido fue muy chillón, como un anuncio de heraldos. Éste semejaba un silbido de fábrica que anunciara el regreso al trabajo.

El capitán volvió junto a Jack.

—Ven conmigo —dijo.

—¿A dónde?

—Al Camino de las Avanzadas —contestó el capitán Farren, mirando a Jack Sawyer con una expresión inquisitiva y medio temerosa—. Lo que el padre de mi padre llamaba el Camino del Oeste. Se dirige hacia el oeste a través de aldeas cada vez más pequeñas hasta que llega a las Avanzadas o puestos fronterizos. Más allá ya no hay nada… o el infierno. Si vas al oeste, necesitarás a Dios a tu lado, muchacho, aunque he oído decir que ni él mismo se aventura más allá de las Avanzadas. Vamos.

En la mente de Jack se agolpaban las preguntas —millones de preguntas—, pero el capitán echó a andar como un poseído y a Jack no le quedaba aliento para formularlas. Subieron laboriosamente la cuesta al sur del gran pabellón y pasaron por el lugar donde se había marchado la primera vez de los Territorios. La rústica feria estaba ahora muy cerca… Jack pudo oír a un pregonero urgir a presuntos clientes a que probaran suerte con el Asno Mágico: mantenerse dos minutos en la silla hacía acreedor a un premio, gritaba el pregonero. La brisa marina transmitía su voz con toda claridad, así como el tentador aroma de un manjar caliente: maíz asado con carne esta vez. El estómago de Jack rumoreaba. Una vez a salvo de Osmond el Grande y Terrible, sentía un hambre de lobo.

Antes de llegar a la feria, torcieron a la derecha para tomar un camino mucho más ancho que el que conducía al gran pabellón. El Camino de las Avanzadas, pensó Jack y en seguida, con un escalofrío de miedo y expectación, rectificó: No… el Camino del Oeste. El camino hacia el Talismán.

Tuvo que correr para alcanzar al capitán Farren.

6

Osmond había dicho la verdad: podían haberse guiado por el olfato, si hubiera sido necesario. Todavía les faltaba una milla para aquel pueblo de nombre tan extraño cuando percibieron el olor amargo de la cerveza derramada, traído por la brisa.

El tráfico que se dirigía hacia el este era denso. La mayor parte eran carros tirados por troncos de caballos (ninguno con dos cabezas, sin embargo). Jack supuso que los carros eran en este mundo el equivalente de los camiones. Algunos iban cargados de bolsas, balas y sacos, otros de carne cruda y otros de jaulas de polluelos. En las afueras del pueblo de All-Hands pasó junto a ellos a una velocidad alarmante un carro repleto de mujeres, que gritaban y reían. Una se puso en pie, se subió la falda por encima del peludo pubis e hizo una pirueta seguida de un giro vertiginoso. Tal vez se habría caído a la zanja —rompiéndose el cuello— si una de sus compañeras no la hubiese agarrado por detrás, dándole un violento tirón.

Jack volvió a ruborizarse: evocó el gran pecho blanco de la muchacha y el pezón en la boca ávida del bebé sucio. ¡Oooooh! ¡El guapito es TÍMIDO!

—¡Dios mío! —exclamó Farren, caminando más de prisa que nunca—. ¡Todos estaban borrachos! ¡Borrachos de Kingsland! ¡Tanto las rameras como el conductor! Es capaz de lanzarlas contra el camino o despeñarlas por los acantilados… aunque no sería una gran pérdida. ¡Rameras enfermas!

—Por lo menos —jadeó Jack—, el camino debe estar bastante despejado, si puede pasar todo este tráfico, ¿no le parece?

Llegaron al pueblo de All-Hands. Aquí el ancho camino del Oeste había sido regado con grasa para tapar el polvo. Los carros iban y venían, grupos de personas cruzaban la calle y todos parecían hablar demasiado alto. Jack vio a dos hombres discutiendo delante de algo parecido a un restaurante. De repente, uno de los dos propinó un puñetazo al otro y ambos rodaron por el suelo. Esas rameras no son las únicas que se han emborrachado de Kingsland —pensó Jack—. Creo que todo el mundo ha bebido lo suyo en este pueblo.

—Todos los carromatos grandes que hemos visto procedían de aquí —explicó el capitán Farren—. Los más pequeños quizá puedan pasar, pero la diligencia de Morgan no es pequeña, muchacho.

—Morgan…

—No pienses en Morgan ahora.

El olor de la cerveza se intensificó cuando pasaron por el centro del pueblo y llegaron al otro extremo. A Jack le dolían las piernas de tanto esforzarse por ir al paso del capitán. Adivinó que debían haber recorrido unas tres millas. ¿Qué distancia significa esto en mi mundo?, pensó y este pensamiento le recordó el jugo mágico de Speedy. Buscó con frenesí en su coleto, convencido de que no lo encontraría… pero sí, allí estaba, seguro dentro de la ropa interior que en los Territorios había reemplazado a sus calzoncillos.

Una vez hubieron alcanzado el extremo occidental del pueblo, el tráfico de carros disminuyó, pero el de peatones que se dirigían al este aumentó de manera espectacular. La mayoría agitaban las manos, tropezaban, reían y todos despedían un fuerte olor a cerveza. La ropa de algunos chorreaba, como si se hubieran revolcado en ella y bebido como perros. Jack supuso que así habrían procedido. Vio a un hombre que reía y llevaba de la mano a un niño de unos ocho años, que también reía. El hombre guardaba un odioso parecido con el desagradable conserje del Alhambra y Jack comprendió con perfecta claridad que aquel hombre era su Gemelo. Tanto él como el chico que llevaba de la mano estaban borrachos y cuando Jack se volvió a mirarlos, el chico estaba vomitando. Su padre —Jack lo tomó por tal— tiró con furia de su brazo cuando el chico intentó ocultarse en la zanja cubierta de matorrales para vomitar en relativa soledad, haciéndole tambalear hacia atrás como un perro sujeto a una correa demasiado corta y salpicar de vómito a un anciano caído en el borde del camino, que roncaba a pierna suelta.

El rostro del capitán Farren era cada vez más sombrío.

—Dios los maldiga —murmuró.

Incluso los más borrachos se apartaban con prudencia del capitán. Éste, mientras hacía guardia frente al pabellón, se había colocado una corta y sencilla funda de cuero en torno a la cintura y Jack suponía (no sin razón) que contenía una espada corta y sencilla. Cuando alguno de los borrachínes se acercaba demasiado, el capitán Farren tocaba la espada y el sujeto se alejaba a toda prisa.

Diez minutos más tarde —cuando Jack casi estaba convencido de que no podría mantener aquel paso— llegaron al lugar del accidente. El conductor salía de la curva por la parte interior cuando el carro se había inclinado y volcado. El golpe había dispersado los barriles por el camino y muchos se habían roto, convirtiendo el camino en una ciénaga de seis metros. Bajo el carro yacía muerto un caballo del que sólo sobresalían los cuartos traseros. Otro había ido a parar a la zanja y estaba tendido con una astilla de duela clavada en la oreja. Jack no creía que aquello hubiese podido ocurrir por casualidad; supuso que el caballo estaba malherido y alguien le había evitado más sufrimientos con el único medio que tenía a su alcance. Los otros caballos no se veían por ninguna parte.

Entre el caballo aplaste do por el carro y el de la zanja yacía el hijo del carretero, con los brazos y piernas extendidos en medio del camino. La mitad de su rostro estaba vuelta hacia el cielo azul de los Territorios con una expresión de estúpido asombro, mientras la otra mitad era sólo una pulpa roja con astillas de hueso blanco como manchas de argamasa.

Jack vio que le habían vuelto los bolsillos del revés.

Quizá una docena de personas deambulaban alrededor del lugar del accidente. Caminaban despacio y a menudo se agachaban para recoger con las dos manos cerveza de una huella de casco o para mojar un pañuelo o una tira de justillo en otro charco. La mayoría se tambaleaba. Sonaban risas y voces agudas en son de pelea. Después de insistir mucho, la madre de Jack le había permitido ir con Richard a ver un programa doble de medianoche en el que se proyectaba La noche de los muertos vivientes y El amanecer de los muertos en uno de los doce cines de Westwood. Los borrachos de aquí, que caminaban arrastrando los pies, le recordaban a los zombis de aquellas dos películas.

El capitán Farren desenvainó su espada. Era corta y sencilla como Jack había imaginado, la antítesis de una espada legendaria. Medía poco más que un cuchillo largo de carnicero y estaba llena de marcas, mellas y rayaduras y el cuero del puño, oscurecido por el sudor. La misma hoja era oscura… con excepción del afilado borde, brillante, acerado y muy cortante.

—¡Apartaos de una vez! —gritó Farren—. ¡Alejaos de la cerveza de la Reina, malditos! ¡Largo de aquí, basura!

Se oyeron gruñidos de rabia, pero se apartaron del capitán Farren… Todos menos un hombre muy corpulento en cuyo cráneo crecían en diversos puntos mechones de cabello. Jack calculó su peso en unos ciento treinta kilos y su altura en más de dos metros.

—¿Te gusta la idea de asustarnos a todos, eh, rufián? —preguntó el gigante, indicando con una mano muy sucia al grupo de aldeanos que se habían apartado del gran charco de cerveza y de los barriles astillados al oír la orden de Farren.

—Claro —contestó el capitán, enseñando los dientes al hombre—. Me gusta mucho, siempre que tú seas el primero, asqueroso borracho. —Farren acentuó la sonrisa y el gigante retrocedió ante su peligroso poder—. Acércate, si quieres. Hacerte pedazos será lo único bueno que me ha ocurrido en todo el día.

Murmurando, el gigante borracho se alejó.

—¡Y ahora todos vosotros! —gritó Farren—. ¡Abrid paso! ¡Una docena de mis hombres ha salido ya del pabellón de la Reina! ¡No disfrutarán con esta misión y yo no los culpo ni me hago responsable de ellos! ¡Creo que tenéis el tiempo justo de volver al pueblo y esconderos en vuestros sótanos antes de que lleguen! ¡Sería prudente hacerlo! ¡Alejaos!

Ya se dirigían en tropel hacia el pueblo de All-Hands, con el gigante que había desafiado al capitán a la vanguardia. Farren gruñó y volvió a la escena del accidente. Se quitó la guerrera y cubrió con ella la cara del hijo del carretero.

—Me pregunto cuál de ellos vació los bolsillos del muchacho mientras yacía muerto o moribundo en el camino —musitó con expresión pensativa—. Si lo supiera, antes de la noche lo habría hecho colgar de una cruz.

Jack no respondió.

El capitán se quedó mirando mucho rato al muchacho muerto, frotándose con una mano la carne suave y acanalada de la cicatriz. Cuando miró de nuevo a Jack, fue como si acabara de recobrar el conocimiento.

—Ahora tienes que marcharte, chico. En seguida, antes de que Osmond decida seguir investigando sobre el idiota de mi hijo.

—¿Qué puede ocurrirle a usted? —preguntó Jack. El capitán esbozó una sonrisa.

—En tu ausencia, no tendré ningún problema. Puedo decir que te he enviado junto a tu madre o que la rabia me dominó y te he matado con un pedazo de tronco. Osmond creería ambas cosas. Está preocupado, como todos, esperando la muerte de la Reina, que no tardará en producirse, a menos que…

No terminó.

—Vete —continuó Farren—, no te entretengas. Y cuando oigas venir la diligencia de Morgan, deja el camino y adéntrate en el bosque. Muy adentro, o te olerá como un gato husmea a una rata. Sabe al instante si hay algo fuera de su control. Es un demonio.

—¿Le oiré venir? ¿Oiré la diligencia? —preguntó tímidamente Jack, mirando hacia el montón de barriles, que se levantaba hacia el cielo, hasta el borde de un bosque de pinos. Estaría oscuro allí dentro, pensó… y Morgan llegaría desde el otro lado. El miedo y la soledad se unieron en la oleada de desánimo más fuerte y abrumadora que había conocido en su vida. ¡Speedy, no puedo hacerlo! ¿Acaso no lo sabes? ¡Sólo soy un niño!

—La diligencia de Morgan es tirada por seis troncos de caballos y otro animal, el decimotercero, que los dirige a todos —respondió Farren—. Cuando van a galope tendido, esa maldita carroza fúnebre suena como si un trueno arrasara la tierra. La oirás, no te preocupes, y tendrás mucho tiempo para esconderte. Pero no dejes de hacerlo.

Jack murmuró algo.

—¿Qué? —preguntó bruscamente Farren.

—He dicho que no quiero ir —repitió Jack en voz un poco más alta. Las lágrimas estaban cerca y sabía que en cuanto empezasen a caer, perdería completamente la serenidad y pediría al capitán Farren que le sacara del apuro, que le protegiera, que hiciera algo…

—Me parece que es demasiado tarde para que tus preferencias entren en juego —dijo el capitán Farren—. No conozco tu historia, muchacho, ni quiero conocerla. Ni siquiera tu nombre.

Jack se quedó mirándole, con los hombros encogidos, los ojos ardientes y los labios temblorosos.

—¡Levanta los hombros! —le gritó Farren con furia repentina—. ¿A quién has de salvar? ¿A dónde vas? ¡Ni a la esquina, con este aspecto! Eres demasiado joven para ser un hombre, pero al menos puedes fingir que lo eres, ¿no? ¡Pareces un perro apaleado!

Herido en su orgullo, Jack echó atrás los hombros y parpadeó para ahuyentar las lágrimas. Posó la mirada en los restos del hijo del carretero y pensó: Por lo menos no estoy como él, todavía no. Tiene razón. Sentir lástima de mí mismo es un lujo que no puedo permitirme. Era cierto. De todos modos, no pudo reprimir cierto sentimiento de odio hacia el capitán por hurgar en su interior y tocar con tanta facilidad una cuerda sensible.

—Eso está mejor —observó secamente el capitán—. No mucho, pero un poco.

—Gracias —replicó con sarcasmo Jack.

—No puedes liberarte llorando, muchacho. Osmond te persigue y Morgan no tardará en hacerlo. Y quizá… quizá haya también problemas en el lugar de donde procedes. Pero, toma esto. Si Parkus te ha enviado a mí, debía querer que te lo diera, así que tómalo y vete.

Le alargaba una moneda. Jack titubeó antes de cogerla. Tenía el tamaño de un medio dólar de Kennedy, pero era mucho más pesado… pesado como el oro, adivinó, aunque tenía el color de la plata empañada. Ante él estaba el perfil de Laura DeLoessian y el parecido con su madre volvió a llamar su atención, breve pero intensamente. No, no se trataba sólo de un parecido… A pesar de las diferencias físicas como la nariz más afilada y el mentón más redondo, era su madre. Jack lo sabía. Dio la vuelta a la moneda y vio un animal con la cabeza y las alas de un águila y el cuerpo de león. Parecía mirar a Jack. Le puso un poco nervioso, así que guardó la moneda en la parte interior de su coleto, junto a la botella del zumo mágico de Speedy.

—¿Para qué sirve? —preguntó a Farren.

—Lo sabrás cuando llegue el momento —contestó el capitán—, o quizá no. De todos modos, he cumplido con mi deber respecto a ti. Dilo a Parkus cuando le veas.

Jack volvió a sentirse en el centro de una salvaje irrealidad.

—Vete, hijo —murmuró Farren en tono más bajo, pero no necesariamente más suave—. Lleva a cabo tu tarea… o la parte que te sea posible.

Al final, fue aquella sensación de irrealidad —la impresión general de que no era más que un segmento de la alucinación de alguien— lo que le puso en movimiento. Pie izquierdo, pie derecho, pie par, pie impar. Dio un puntapié a una astilla empapada de cerveza. Sorteó los restos esparcidos de una rueda. Rodeó la parte posterior del carro, sin impresionarse por la sangre seca o los enjambres de moscas. ¿Qué era la sangre o las moscas zumbadoras en un sueño?

Llegó al final del tramo de camino fangoso y sembrado de astillas y barriles y miró hacia atrás… pero el capitán Farren ya había dado media vuelta, quizá para buscar a sus hombres o para no tener que mirar a Jack. En ambos casos, pensó Jack, el resultado era el mismo. Una espalda era una espalda. No había nada que ver en ella.

Rebuscó en el interior de su coleto, tocó la moneda que Farren le había dado y la agarró con firmeza. Tuvo la impresión de que le hacía sentir un poco mejor. Con ella en el puño cerrado, como llevaría un niño un cuarto de dólar que le hubiesen dado para comprar una golosina en la confitería, Jack continuó su camino.

7

Quizá habían transcurrido dos horas cuando Jack oyó el sonido descrito por el capitán Farren como «un trueno que arrasara la tierra», aunque quizá habían transcurrido cuatro. Cuando el sol se hubo ocultado bajo el borde occidental del bosque (lo cual hizo poco después de que Jack entrara en él), fue difícil calcular el tiempo.

En muchas ocasiones pasaron vehículos procedentes del oeste, que tal vez se dirigían al pabellón de la Reina. Cada vez que oía acercarse a uno (y aquí se oían venir desde muy lejos; la claridad con que era transmitido el sonido recordó a Jack las palabras de Speedy sobre un hombre que arrancaba un rábano de la tierra y otro lo olía a un kilómetro de distancia), se acordaba de Morgan y corría a esconderse en la zanja y luego en el bosque. No le gustaba permanecer en aquel bosque oscuro, ni siquiera en el lindero, donde aún podía mirar desde detrás de un árbol y ver el camino; no era una cura de descanso para los nervios, pero aún le gustaba menos la idea de que tío Morgan (porque seguía tomando como tal al superior de Osmond, pese a lo que había dicho el capitán Farren) le sorprendiera en el camino.

Así pues, cada vez que oía venir un carro o un carruaje, se escondía y no volvía al camino hasta que el vehículo había pasado. Una vez, mientras cruzaba la zanja húmeda de la derecha, llena de malas hierbas, algo corrió —o se deslizó— por su pie y profirió un grito.

El tráfico era un fastidio y no le ayudaba precisamente a viajar más de prisa, pero al mismo tiempo había algo consolador en el tránsito irregular de carros porque al menos servían para demostrarle que no estaba solo.

Tenía verdaderos deseos de abandonar los Territorios cuanto antes.

El zumo de Speedy era la peor medicina que había tomado en su vida, pero habría bebido con gusto un buen trago si alguien —el propio Speedy, por ejemplo— hubiese aparecido ante él por casualidad y asegurado que, cuando volviera a abrir los ojos, lo primero que vería sería una serie de los dorados arcos de McDonald, lo que su madre llamaba Las Grandes Tetas de América. Empezaba a dominarle una sensación de oprimente peligro, la de que las cosas eran conscientes de su paso, de que tal vez el propio bosque era consciente de su paso. Los árboles crecían ahora más cerca del camino, ¿verdad? Sí. Antes se detenían en las zanjas y ahora las invadían. Antes, el bosque parecía compuesto únicamente de pinos y abetos y ahora se habían mezclado otras clases de árboles, algunos con ramas negras que se retorcían como nudos de sogas podridas, algunos parecidos a fantasmales híbridos de abetos y heléchos, con repugnantes raíces grises que se agarraban a la tierra como dedos pastosos. ¿Nuestro muchacho?, parecían susurrar estas cosas desagradables dentro de la cabeza de Jack. ¿NUESTRO muchacho?

Todo está en tu cerebro, Jack-O. Juegas a imaginar cosas raras.

El hecho era que no podía dar crédito a estas palabras.

Era, cierto que los árboles cambiaban. Aquella sensación opresiva del aire —la sensación de ser observado— era demasiado real. Y empezó a pensar que la insistencia obsesiva de su mente, en volver a los pensamientos monstruosos era casi algo inspirado por el bosque… como si los propios árboles le enviaran comunicaciones por alguna horrible onda corta.

Pero la botella de zumo mágico de Speedy estaba sólo medio llena y tendría que durarle hasta que hubiera cruzado Estados Unidos; y no le duraría ni para cruzar Nueva Inglaterra si bebía un sorbo cada vez que se ponía nervioso.

Volvió a pensar en la asombrosa distancia que había viajado en su mundo cuando regresó a él desde los Territorios. Cuarenta y cinco metros de aquí habían equivalido a ochocientos metros de allí. Según esta proporción —a menos que la relación de distancia recorrida variase de algún modo y Jack reconocía que era posible—, podía andar dieciséis kilómetros aquí y encontrarse casi fuera de New Hampshire allí. Era como llevar botas de siete leguas.

No obstante, los árboles… aquellas raíces grises y pastosas…

Cuando empiece a oscurecer —cuando el cielo cambie del azul al púrpura—, daré el salto de regreso. Ya está; es todo lo que ella escribió. No atravesaré este bosque en la oscuridad. Y si el zumo mágico se me termina en Indiana o por allí cerca, el viejo Speedy puede enviarme otra botella de UPS o como se llame.

Aún pensaba en ello —y en lo mejor que se sentía teniendo un plan (aunque el plan sólo abarcara las dos horas siguientes)—, cuando se dio cuenta de repente que oía otro vehículo y muchos caballos.

Se detuvo en medio del camino, con la cabeza ladeada. Sus ojos se abrieron más y ante ellos aparecieron dos imágenes con velocidad fotográfica: el gran coche donde iban los dos hombres —el coche que no era un Mercedes— y en seguida la furgoneta NIÑO SALVAJE, a toda velocidad por la calle, alejándose del cadáver de tío Tommy con el destrozado parachoques de plástico manchado de sangre. Vio las manos en el volante de la furgoneta… pero no eran manos, sino espeluznantes pezuñas articuladas.

A galope tendido, esa maldita carroza suena como un trueno que arrasara la tierra.

Ahora, al oírlo —el sonido aún era distante, pero perfectamente claro en el aire puro—, Jack se extrañó de haber imaginado siquiera que los otros carros podían ser la diligencia de Morgan. Desde luego, ya no volvería a cometer el mismo error. El ruido que oía ahora era amenazador, lleno de peligro potencial, el ruido de una carroza fúnebre, sí, una carroza fúnebre conducida por un demonio.

Se inmovilizó en el camino, como hipnotizado, del mismo modo que un conejo es hipnotizado por los faros de un coche. El ruido fue creciendo: el trueno de las ruedas y los cascos, el crujido de los bastidores de cuero. Ahora podía oír la voz del conductor:

¡Aaaaarri! ¡Arrrrriii! ¡AAAARRRUIII!

Permaneció en el camino, quieto, con el horror zumbándole en la cabeza. ¡No me puedo mover, oh, Dios mío, oh. Dios mío, no me puedo mover, mamá, mamá, mamáaaaaaa…!

Permaneció inmóvil y el ojo de su imaginación vio un objeto enorme y negro, parecido a un diligencia, avanzar a toda velocidad por el camino, tirado por animales negros que más parecían pumas que caballos; vio cortinas negras ondeando en las ventanillas de la carroza y vio al conductor derecho en el pescante, con los cabellos negros ondeantes y los ojos salvajes y enloquecidos de un demente que empuña una navaja.

Lo vio avanzar hacia él, sin disminuir la velocidad.

Lo vio atropellarle.

Esto venció la parálisis. Corrió hacia el lado derecho, resbaló en la cuneta, puso el pie bajo una de aquellas raíces retorcidas, cayó y rodó por el suelo. La espalda, relativamente tranquila las dos últimas horas, se despertó con un dolor renovado y Jack apretó los labios con una mueca.

Se levantó y escabulló, encorvado, por el bosque.

Primero se ocultó detrás de un árbol negro, pero el tacto del rugoso tronco —un poco parecido al de las higueras de Bengala que había visto hacía dos años estando de vacaciones en Hawai— era pegajoso y desagradable. Corrió hacia la izquierda y se escondió tras el tronco de un pino.

El estruendo del carruaje y su escolta era cada vez más fuerte. Jack esperaba verlo pasar como una exhalación en cualquier momento hacia el pueblo de All-Hands; sus dedos apretaban y soltaban la resinosa corteza del pino. Se mordía los labios.

Delante mismo de él se veía la línea estrecha pero perfectamente clara del camino, un túnel enmarcado por follaje, heléchos y agujas de pino. Y justo cuando Jack había empezado a pensar que Morgan y su séquito no llegarían nunca, una docena de soldados a caballo pasó en dirección este a galope tendido. El que iba a la vanguardia llevaba un estandarte, pero Jack no pudo distinguir su divisa… ni estaba seguro de querer hacerlo. Entonces la diligencia pasó como un relámpago por el punto de mira de Jack.

El momento de su paso fue breve —no más de un segundo, quizá aún menos—, pero pudo recordarlo en su totalidad. La diligencia era un vehículo gigantesco, de una altura que seguramente sobrepasaba los tres metros y medio. Los baúles y bultos sujetos al techo por una gruesa cuerda añadían casi un metro más. Cada caballo de los troncos que tiraban de él llevaba una pluma negra sobre la cabeza y el viento generado por la velocidad inclinaba estas plumas hasta ponerlas casi horizontales. Jack pensó después que Morgan debía necesitar nuevos troncos para cada etapa, ya que éstos parecían estar en el límite de su resistencia. De sus bocas abiertas salían coágulos de espuma y sangre y en sus ojos enloquecidos podía verse un arco blanco.

Como en su imaginación —o su visión—, unas cortinas de crespón negro ondeaban en las ventanillas sin cristales. De pronto, en uno de aquellos rectángulos negros apareció una cara blanca rodeada de un extraño y sinuoso marco de madera tallada. La súbita aparición de aquella cara fue tan sobrecogedora como la de un fantasma en la ventana ruinosa de una casa encantada. No era la cara de Morgan Sloat… pero lo era.

Y el dueño de aquella cara sabía que Jack —o cualquier otro peligro igualmente odiado y personal— se encontraba allí. Jack lo vio en el agrandamiento de los ojos y en la repentina y malévola mueca de los labios.

El capitán Farren había dicho: Te husmeará como a una rata, y ahora Jack pensó con desaliento: Me ha husmeado, ya lo creo. Sabe que estoy aquí y ahora, ¿qué pasará? Supongo que los hará parar a todos en seco para que me persigan por el bosque.

Otro grupo de soldados —que protegían la retaguardia de la diligencia de Morgan— pasó con la misma rapidez. Jack esperó, con las manos adosadas a la corteza del pino, seguro de que Morgan haría detener a los caballos. Pero no fue así y pronto empezó a alejarse el estruendo del carruaje y de su escolta.

Sus ojos. Éstos sí que son iguales. Esos ojos oscuros en la cara blanca. Y…

¿Nuestro muchacho? ¡SIIII!

Algo se deslizó por encima de su pie… y le subió por la pantorrilla. Jack gritó y cayó de espaldas, pensando que era una serpiente, pero pronto vio que se trataba de una de esas raíces grises, que se le había enredado en el pie y enroscado en la pierna.

Esto es imposible —pensó, tontamente—. Las raíces no se mueven…

Retiró el pie con brusquedad para liberar la pierna del tosco grillete gris formado por la raíz. La pantorrilla le dolía un poco, como por la rozadura de una cuerda. Levantó la vista y el terror le heló el corazón. Pensó que ahora ya sabía por qué Morgan había intuido su presencia y pese a ello continuado su camino; Morgan sabía que adentrarse en este bosque equivalía a entrar en un torrente de jungla infestado de pirañas. ¿Por qué no se lo había advertido el capitán Farren? Lo único que se le ocurría era que el capitán de la cicatriz lo ignoraba; jamás debía haber viajado tan al oeste.

Todas las raíces grisáceas de aquellos híbridos de abeto y helécho se estaban moviendo: levantándose, cayendo, arrastrándose hacia él por el musgoso lecho del bosque, íncubos y súcubos, pensó disparatadamente Jack. Malos íncubos y súcubos. Una raíz más gruesa que las demás, cuyos últimos quince centímetros estaban cubiertos de tierra y humedad, se levantó y osciló ante él como una cobra salida de una cesta de faquir. ¡Nuestro muchacho! ¡SÍII!

Se lanzó sobre él y Jack retrocedió, consciente de que las raices formaban ahora una pantalla viviente entre él y la seguridad del camino. Al retroceder, chocó contra un árbol… y se apartó de él al instante, gritando, cuando la corteza empezó a ondear y estremecerse contra su espalda… era como tocar un músculo que de pronto sufre espasmos violentos. Jack miró a su alrededor y vio uno de aquellos árboles negros de troncos retorcidos. El tronco se movía y oscilaba. Los rugosos nudos de la corteza formaban algo parecido a un rostro espantosamente arrugado, con un ojo negro muy abierto y el otro entornado en un guiño malévolo. El árbol se resquebrajó más abajo con un crujido y un rasgueo y la raja empezó a babear una savia entre amarilla y blancuzca. ¡NUESTRO! ¡Oh, ssssí!

Raíces como dedos se deslizaron bajo el brazo de Jack y por su caja torácica, como para hacerle cosquillas.

Echó a correr, recurriendo al último vestigio de racionalidad para el enorme esfuerzo de sacarse del coleto la botella de Speedy. Era consciente —apenas— de una serie de ruidos ensordecedores, como si los árboles se estuvieran arrancando de la tierra. Tolkien no se parecía en nada a esto.

Cogió la botella por el cuello y la extrajo del coleto. Mientras la abría, una de aquellas raíces grises le rodeó la garganta y al cabo de un momento la apretó como si fuera la soga del verdugo.

Jack dejó de respirar y la botella le resbaló de entre los dedos mientras pugnaba por desasirse de aquella cosa que amenazaba con estrangularle. Consiguió introducir los dedos bajo la raíz; no estaba fría ni rígida, sino caliente y flexible, como si fuera carne. Luchó con ella, consciente de su propio estertor y del reguero de saliva que le mojaba la barbilla.

Con un último esfuerzo convulsivo, se libró de la raíz, que entonces intentó rodearle la muñeca; Jack retiró el brazo con un grito. Miró hacia el suelo y vio la botella rodando y dando tumbos, con una raíz gris enroscada en torno al cuello.

Saltó para cogerla y las raíces le agarraron y rodearon las piernas. Cayó al suelo pesadamente y alargó los brazos para rascar la tierra oscura del bosque con las yemas de los dedos a fin de ganar un centímetro más…

Tocó el lado verde y liso de la botella… y la cogió. Se apoderó de ella con todas sus fuerzas, apenas consciente de que las raíces entrelazadas ya le cubrían las piernas, sujetándolas con firmeza. Desenroscó el tapón de la botella. Otra raíz bajó por el aire, ligera como una telaraña, e intentó arrebatársela. Jack la empujó hacia un lado y se llevó la botella a los labios. El olor de fruta dulzona pareció difundirse de repente por doquier, como una membrana viva.

¡Speedy, haz que produzca efecto, por favor!

Mientras más raíces se deslizaban por su espalda y en torno a su cintura, volviéndole como un muñeco en todas direcciones, Jack bebió, salpicándose de vino barato las dos mejillas. Tragó, gimiendo, rezando, y no sirvió de nada, no funcionó; aún tenía los ojos cerrados, pero podía sentir las raíces enroscadas en sus brazos y piernas, podía sentir…

8

… el agua empapando sus vaqueros y su camisa, podía oler…

¿Agua?

… lodo y humedad, podía oír…

¿Vaqueros? ¿Camisa?

… el constante croar de las ranas y…

Jack abrió los ojos y vio la luz anaranjada del sol poniente reflejada en un ancho río. Un dilatado bosque se extendía ininterrumpidamente por la ribera este del río; en el lado oeste, donde él estaba, un campo largo, ahora oscurecido parcialmente por una baja niebla vespertina, se prolongaba hasta la orilla del agua. El terreno era húmedo y encharcado y Jack yacía junto al agua, en el lugar más pantanoso de todos. Aquí aún crecían gruesas algas —aún faltaba un mes o más para las heladas que las matarían— y Jack estaba enredado en ellas, como un hombre que despierta de una pesadilla puede encontrarse envuelto entre las sábanas.

Gateó y se levantó, tambaleándose, mojado y rebozado aún de fragante barro, incómodo por los tirones que le daban las correas de la mochila, pasadas por debajo de los brazos. Se quitó, asqueado, los fragmentos de algas de los brazos y la cara y ya empezaba a alejarse del agua, cuando al mirar hacia atrás vio la botella de Speedy en el barro y cerca de ella, el tapón. Algo del «zumo mágico» se había derramado durante su lucha con los malignos árboles de los Territorios, pues ahora la botella sólo contenía un tercio de líquido.

Se quedó inmóvil un momento, con las zapatillas sucias hundidas en el lodo, mirando el río. Este era su mundo, su conocido y viejo Estados Unidos de América. No vio los arcos dorados que esperaba ver, ni un rascacielos, ni un satélite de la tierra parpadeando arriba, en el firmamento cada vez más oscuro, pero sabía dónde estaba del mismo modo que sabía su propio nombre. La cuestión era: ¿había estado realmente en aquel otro mundo?

Miró a su alrededor, hacia el río desconocido y la campiña igualmente desconocida y escuchó el distante y suave mugir de las vacas. Pensó: Estás en un sitio diferente. Esto no es Playa de Arcadia, Jack-O.

No, no era Playa de Arcadia, pero no conocía el área circundante lo suficiente para asegurar que estaba a más de seis o siete kilómetros de distancia, lo bastante tierra adentro para no poder oler el Atlántico, por ejemplo. Había regresado como despertándose de una pesadilla… ¿y no era posible que todo lo hubiera sido, desde el carretero con su cargamento de carne cubierta de moscas hasta los árboles vivientes? ¿Una especie de pesadilla en la que el sonambulismo había jugado un papel? Tenía sentido. Su madre se moría y él pensaba ahora que lo sabía desde hacía tiempo… Los síntomas estaban a la vista y su subconsciente había sacado la conclusión correcta aunque su mente consciente la rechazara. Esto habría contribuido a crear el ambiente adecuado para un acto de autohipnosis, y aquel loco borrachín de Speedy Parker le había puesto en marcha. Claro. Todo encajaba.

A Tío Morgan le hubiera encantado.

Jack se estremeció y tragó con fuerza. La garganta le dolió, no como duele una garganta irritada, sino como duele un músculo castigado.

Levantó la mano izquierda, la que no sostenía la botella, y se la pasó suavemente por la garganta. Durante un momento ofreció la absurda imagen de una mujer buscándose arrugas o una papada. Encontró una roncha de piel levantada justo encima de la nuez. No había sangrado mucho, pero le dolía bastante al tocarla. Se lo había hecho la raíz que se había enroscado en tomo a su garganta.

—Real —murmuró Jack, mirando el agua anaranjada y escuchando el croar de las ranas y el distante mugido de las vacas—. Todo real.

9

Jack empezó a subir la cuesta del campo, dejando el río —y el este— a sus espaldas. Después de andar un poco menos de un kilómetro, el roce constante de la mochila contra su espalda dolorida (los latigazos de Osmond también habían dejado su huella, como le recordó la mochila al moverse) despertó otro detalle en su memoria. Había rechazado el enorme bocadillo de Speedy, pero ¿no había metido éste el pedazo sobrante en la mochila, mientras Jack examinaba la púa de guitarra?

Su estómago se aferró a esta idea.

Jack abrió al instante la mochila, deteniéndose en una zona de niebla espesa, bajo la estrella vespertina. Buscó en uno de los bolsillos y encontró el bocadillo, no un pedazo ni la mitad, sino todo entero, envuelto en una hoja de periódico. Sus ojos se llenaron de lágrimas de agradecimiento y deseó que Speedy estuviera a su lado para poder abrazarle.

Hace diez minutos le has llamado loco borrachín.

Enrojeció al pensarlo, pero la vergüenza no le impidió devorar el bocadillo en media docena de grandes mordiscos. Volvió a cerrar la mochila y la cargó sobre sus hombros. Prosiguió su camino, sintiéndose mejor; después de llenar el rumoroso estómago, Jack volvía a ser él mismo.

Poco después vio centellear unas luces en la penumbra cada vez más densa. Una granja. Un perro se puso a ladrar —el bronco ladrido de un can realmente grande— y Jack se detuvo un momento.

Estará encerrado —pensó— o atado. Así lo espero.

Se encaminó hacia la derecha y al cabo de un rato el perro dejó de ladrar. Guiándose por las luces de la granja, Jack no tardó en salir a una estrecha carretera alquitranada. Se quedó mirando a derecha e izquierda, sin saber a dónde dirigirse.

Bien, amigos, aquí está Jack Sawyer, a medio camino entre un grito y un silbido, calado hasta los huesos y con las zapatillas cubiertas de barro. ¡A ver hacia dónde tiras, Jack!

La soledad y la añoranza volvieron a invadirle y luchó contra ambas. Se mojó el índice izquierdo con una gota de saliva y le dio un golpe brusco. La mayor de las dos mitades voló hacia la derecha —o así le pareció a Jack—, de modo que se volvió en dicha dirección y empezó a andar. Cuarenta minutos después, agotado de cansancio (y otra vez hambriento, lo cual era peor), vio un cascajar y una especie de cobertizo junto a un camino de acceso interceptado por una cadena.

Se agachó, pasó por debajo de la cadena y fue hacia el cobertizo. La puerta estaba cerrada con un candado, pero vio que la tierra se había desprendido en la parte baja de una de las paredes. Fue cuestión de un minuto quitarse la mochila, pasar a rastras por el agujero y tirar de la mochila. El candado de la puerta le hacía sentir más seguro.

Miró a su entorno y vio que estaba rodeado de herramientas muy viejas; al parecer, el lugar no había sido usado durante mucho tiempo y esto convenía a Jack. Se desnudó, porque no le gustaba el contacto con la ropa sucia y pegajosa. Buscó la moneda que le había dado el capitán Farren en uno de los bolsillos del pantalón, donde la encontró como un gigante junto a las otras monedas corrientes. La sacó del bolsillo y vio que la moneda de Farren, con la cabeza de la Reina en una cara y el león alado en la otra, se había convertido en un dólar de plata de 1921. Miró larga y fijamente el perfil de la Dama Libertad en su rueda de carreta y volvió a deslizaría en el bolsillo de sus vaqueros.

Sacó ropa limpia, pensando que guardaría la sucia en la mochila por la mañana —cuando estuviera seca— y quizá la lavaría por el camino en una lavandería o en un arroyo que le saliera al paso.

Mientras buscaba calcetines, su mano topó con algo delgado y duro. Jack tiró del objeto y vio que era su cepillo de dientes. Al instante, imágenes del hogar, de la seguridad y la racionalidad —todas las cosas que puede representar un cepillo de dientes— surgieron en su interior y se enseñorearon de él. No había modo de ahogar o reprimir estas emociones ahora. Un cepillo de dientes era un objeto que debía verse en un cuarto de baño bien iluminado y usarse llevando pijama de algodón sobre el cuerpo y cálidas zapatillas en los pies. No era algo para encontrar en el fondo de una mochila en un cobertizo oscuro y frío al borde de un cascajar en un pueblo desierto cuyo nombre ni siquiera conocía.

La soledad le atravesó y comprendió en toda su magnitud su condición de paria. Empezó a llorar, no histéricamente o a gritos, como llora la gente cuando disimula la rabia con lágrimas, sino con los sollozos continuos de quien acaba de descubrir que está solo y lo estará durante mucho tiempo. Lloró porque la seguridad y la razón parecían haber abandonado el mundo. La soledad era esto, una realidad, pero en esta situación la locura era asimismo una posibilidad nada remota.

Jack se quedó dormido antes de agotar los sollozos. Se durmió acurrucado en tomo a la mochila, sólo vestido con calzoncillos y calcetines limpios. Las lágrimas habían limpiado unas líneas en sus mejillas sucias. En la mano sostenía sin fuerza el cepillo de dientes.