Capítulo 15

BOLA DE NIEVE CANTA

1

Jack se volvió hacia el negro con el corazón palpitante.

¿Speedy?

El negro buscó la taza a tientas, la levantó y la agitó. Unas monedas tintinearon en el fondo.

Es Speedy. Detrás de esas gafas oscuras, es Speedy.

Jack estaba seguro de ello, pero un momento después estaba igualmente seguro de que no era él. Speedy no tenía los hombros cuadrados ni el pecho corpulento; sus hombros eran redondeados, un poco echados hacia delante y en consecuencia el pecho parecía algo hundido. Mississippi John Hurt, no Ray Charles.

Pero podría saber con seguridad si es o no él si se quitara las gafas.

Abrió la boca para pronunciar el nombre de Speedy en voz alta y de improviso el viejo empezó a tocar con sus dedos arrugados, oscuros como la madera de nogal fielmente engrasada pero nunca pulida, que se movían con agilidad y gracia tanto en las cuerdas como en los trastes. Tocaba bien, puntuando la melodía. Y al cabo de un momento, Jack la reconoció; figuraba en uno de los discos más viejos de su padre. Un álbum de la Vanguard llamado Mississippi John Hurt Today. Y aunque el ciego no cantaba, Jack conocía la letra:

Oh, amigos bondadosos, decidme,

¿no es duro Ver al viejo Lewis en un nuevo cementerio?

Los ángeles se lo han llevado…

El futbolista rubio y sus tres princesas salieron por la puerta principal de las galerías. Cada una de las princesas tenía un helado de cucurucho. Mister América llevaba un perro caliente con chile en cada mano. Caminaron hacia donde estaba Jack; éste, con toda su atención centrada en el viejo negro, ni siquiera se había fijado en ellos. Le obsesionaba la idea de que era Speedy y que de alguna manera Speedy había adivinado sus pensamientos. ¿Cómo, si no, podía ocurrírsele a este hombre tocar una composición de Mississippi John Hurt justo cuando Jack estaba pensando que Speedy se parecía a él? ¿Y, además, una canción que contenía su propio nombre de viaje?

El futbolista rubio trasladó ambos perros calientes a su mano izquierda y dio una palmada a Jack en la espalda con toda su fuerza. Los dientes de Jack se cerraron sobre su lengua como una trampa para osos. El dolor fue repentino e intenso.

—No la agites demasiado, aliento de orina —dijo. Las princesas emitieron risitas y gritos.

Jack tropezó y volcó la taza del ciego. Las monedas se derramaron y rodaron por el suelo. La suave melodía del blues se interrumpió con un sonido discordante.

Mister América y las tres princesitas ya se alejaban. Jack los siguió con la mirada, sintiendo el ya familiar odio impotente. Así se sentía uno cuando estaba solo y era lo bastante joven para estar a merced de todos y ser una víctima fácil para cualquiera, desde un psicópata como Osmond hasta un viejo luterano sin sentido del humor como Elbert Palamountain, cuya idea de una jornada de trabajo normal era chapotear por campos fangosos durante doce horas bajo una fría y persistente lluvia de octubre y sentarse en la cabina de su segadora a la hora del almuerzo, comiendo bocadillos de cebolla y leyendo el Libro de Job.

Jack no sentía el impulso de «vengarse», aunque tenía el extraño convencimiento de que podía hacerlo, si quería, de que poseía una especie de poder, casi como una carga eléctrica. A veces le parecía que los demás también lo sabían y que podía leerse en su expresión cuando le miraban, pero él no quería vengarse, sólo quería que le dejaran en paz. Él…

El ciego palpaba a su alrededor, buscando las monedas, pasando las manos hinchadas por la acera, casi como si la leyese. Encontró por casualidad una moneda de diez centavos, enderezó la taza y dejó caer en ella la moneda. ¡Plink!

Jack oyó a una de las princesas decir desde lejos:

—¿Por qué le permiten estar allí? Es tan vulgar, ¿no creéis? Y todavía desde más lejos:

—¡Oh, sí, es cierto!

Jack se arrodilló y empezó a ayudar, recogiendo las monedas y poniéndolas en la taza del hombre ciego. Ahora, tan cerca de él, podía oler a sudor agrio, a moho y a otra cosa de olor suave como el maíz. Los clientes bien vestidos de las galerías evitaban acercarse a ellos.

—Grasia, grasia. Dio te bendiga, grasia —dijo el ciego con voz monótona. Jack notó que el aliento le olía a chile.

Es Speedy.No es Speedy.

Al final, le obligó a hablar —lo cual no era tan extraño— el recuerdo del escaso zumo mágico que le quedaba. Después de lo sucedido en Angola, no sabía si se atrevería alguna vez a viajar de nuevo a los Territorios, pero seguía resuelto a salvar la vida de su madre y esto significaba que tal vez debería hacerlo.

Y, fuera lo que fuese el Talismán, quizá tendría que saltar al otro mundo para obtenerlo.

—Speedy…

—Bendito sea, grasia, Dio te bendiga, ¿no he oído una roda para allá? —preguntó, señalando.

¡Speedy! ¡Soy Jack!

—No hay ningún Speedy aquí, mushasho. No, señó. —Sus manos empezaron a palpar el suelo en la dirección que había indicado. Una de ellas encontró una moneda de cinco centavos y la echó en la taza. La otra tocó por casualidad el zapato de una joven muy elegante, cuya cara bonita y vacía se contrajo en una mueca de repugnancia mientras se apartaba.

Jack recogió la última moneda del arroyo, que era un dólar de plata: una vieja rueda de carreta con la Dama Libertad en una cara.

Las lágrimas empezaron a fluir de sus ojos y a rodar por su cara sucia y las secó con un brazo tembloroso. Lloraba por Thielke, Wild, Hagen, Davey y Heidel. Por su madre. Por Laura DeLoessian. Por el hijo del carretero que yacía muerto en el camino con los bolsillos vueltos del revés. Quizá era un camino de ilusión cuando se recorría en un Cadillac, pero cuando se hacía autostop, confiando en el pulgar y en una historia demasiado repetida, cuando se estaba a merced de cualquiera y expuesto a las burlas de cualquiera, no era más que un camino de tribulaciones. Jack pensaba que ya había pasado por bastantes pruebas… pero no solucionaba nada llorando. Si se limitaba a llorar, el cáncer se llevaría a su madre y quizá tío Morgan se lo llevaría a él.

—No me veo capaz de hacerlo, Speedy —gimió—. No creo que pueda, amigo.

Ahora el ciego buscó a tientas a Jack, en lugar de las monedas. Sus dedos suaves y sensibles encontraron su brazo y lo apretaron. Jack sintió la yema encallecida de cada dedo. El viejo abrazó a Jack, atrayéndolo hacia sí, a los olores de sudor, calor y chile rancio. Jack hundió la cara contra el pecho de Speedy.

—Calma, mushasho. No conosco a Speedy, pero se ve que tú confía mustio en él. Tú…

—Echo de menos a mamá, Speedy —lloró Jack— y Sloat me persigue. Era él quien me ha hablado por teléfono en las galerías, él. Y esto no es lo peor. Lo peor ocurrió en Angola… en Rainbird Towers… un terremoto… cinco hombres… y yo lo hice, Speedy. Maté a esos hombres cuando salté a este mundo. ¡Los maté, igual que papá y Morgan Sloat mataron a Jerry Bledsoe aquel día!

Ya lo había dicho, lo peor de todo. Había vomitado la piedra de culpa que le obstruía la garganta y amenazaba con asfixiarle, y de nuevo prorrumpió en un llanto desgarrador… pero esta vez era de alivio más que de miedo. Ya lo había dicho, ya había confesado. Era un asesino.

—¡Vamoo, vaaamoo! —exclamó el negro, en un tono que se antojaba perversamente gozoso. Sostenía a Jack con un brazo delgado y fuerte y le mecía—. Tú intenta lleva un peso muy pesao, mushasho. No pué sé. Tal ves tendría que descargarte un poco.

—Los maté —susurró Jack—, a Thielke, Wild, Hagen, Davey…

—Bueno, si tu amigo Speedy etuviera aquí —dijo el negro—, sea quien sea y dondequiera que eté en ete viejo mundo, quisa te diría que no pué lleva el mundo sobre tu hombro, hijo. No pué haserlo, nadie puede. Si intenta lleva el mundo sobre tu hombro, primero te romperá la epalda y depué té romperá el ánimo.

—Yo maté…

—Pusite una pitóla contra su cabesa y lo mataste, ¿eso hisiste?

—No… el terremoto… salté…

—No sé na de eso —dijo el negro. Jack se había apartado un poco de él y miraba fijamente el arrugado rostro del viejo con asombro y curiosidad, pero entonces el negro volvió la cabeza hacia el aparcamiento. Si de verdad era ciego, había distinguido entre todos los demás el ruido más suave y un poco más potente del motor del coche patrulla, porque parecía mirarlo directamente—. No má sé que tiés una idea muy amplia del asesinato. Si un tipo cae muerto de un ataque al corasón ahora, aquí mismo, tú diría que lo ha matao tú. «¡Oh, mira, he asesinao a ese tipo porque estaba sentao aquí, oh, qué horró, oh, qué mala suerte, o esto, o aquello!». —Mientras decía esto y aquello, el ciego lo subrayaba con un rápido cambio del do al sol y otra vez al do. Rió, satisfecho de sí mismo.

—Speedy…

—No hay ningún Speedy aquí —repitió el negro y enseñó unos dientes amarillos en una sonrisa torcida— si no é la rapidés[3] con que alguna persona se da la culpa de cosa que otro han empesao. Quisa huye, mushasho, o quisa te persiguen.

Un acorde en sol.

—Quisa está sólo un poquito desorientao. Acorde en do, con un pequeño y excelente sostenido en la mitad que hizo sonreír a Jack a pesar de sí mismo.

—Quisa alguien ha intervenío en tu caso.

Volvió de nuevo al sol y entonces apartó la guitarra (mientras los dos policías del coche patrulla echaban una moneda al aire para decidir cuál de los dos tendría que tocar al Viejo Bola de Nieve si se resistía a subir al vehículo).

—Quisa un horró o quisa la mala suerte o quisa esto o quisa aquello… —Se rió otra vez, como si los temores de Jack fuesen lo más divertido que había oído en su vida.

—Pero no sé qué ocurriría si yo…

—Nadie sabe nunca qué ocurriría si hisiera algo, ¿no? —interrumpió el negro que podía ser o no ser Speedy Parker—. No. No lo sabe nadie. Si lo pensáramo, no quedaríamo en casa tó el dia, ¡temeroso de salí! No conosco tu problema, mushasho, ni quiero conoserlo. Sería una locura habla de terremoto y cosa así. Pero como me has ayudao a recoge el dinero y no has robao na, conté todos los plinks, de modo que lo sé, te daré un consejo. Hay cosa que no pues evita. A veses la gente se muere porque alguien hase algo… pero si nadie hisiera na, se moriría musha má gente. ¿Comprende lo que quiero desí, hijo?

Las gafas sucias se inclinaron hacia él.

Jack sintió un alivio profundo y trémulo. Lo comprendía muy bien. El ciego hablaba de las opciones difíciles y sugería que tal vez, existía una diferencia entre una opción difícil y un acto criminal. Y que quizá el criminal no se encontraba aquí.

El criminal podía ser el individuo que cinco minutos antes le había dicho que se fuera a su casa.

—Hasta podría sé —observó el ciego, pulsando una cuerda en re menor— que toda la cosa sirvieran al Señó, como me desía mi madre y quisa te dijo la tuya si era una mujé cristiana. Podría sé que nosotro pensemos haser una cosa y en realidad hagamo otra. El Buen Libro dise que toda la cosa, hasta la que paresen mala, sirven al Señó. ¿Qué opinas tú, mushasho?

—No lo se —contestó Jack, fiel a la verdad. Estaba confundido. Sólo tenía que cerrar los ojos para ver el teléfono desprendiéndose de la pared y colgando de los cables como un títere fantasmagórico.

—Bueno, huele como si la duda te empujara a la bebida.

—¿Qué? —preguntó Jack, atónito. Entonces pensó: Creí que Speedy se pareció, a Mississippi John Hurt y este tipo se ha puesto a tocar blues de John Hurt… y ahora habla del zumo mágico. Va con cuidado, pero juraría que habla de esto… ¡tiene que ser esto!

—Sabes leer los pensamientos —dijo Jack en voz alta—, ¿verdad? ¿Lo aprendiste en los Territorios, Speedy?

—No sé na sobre lee lo pensamiento —replicó el ciego—, pero mi lámpara se apagaron hará cuarenta y do año en noviembre, y en cuarenta y do año la naris y la oreja se encargan de sustituirla. Huele a vino barato, hijo, puedo olerlo en toa tu persona. ¡Hasta párese que te ha bañao en él!

Jack sintió una culpabilidad extraña y difusa, la que sentía siempre que le acusaban de hacer algo malo cuando en realidad era inocente; por lo menos, inocente en la mayoría de los casos. Sólo había tocado la botella casi vacía desde que había saltado a este mundo. Sólo tocarla le llenaba de temor; había llegado a pensar en ella como un campesino europeo del siglo XIV debía pensar en una astilla de la Cruz Única y Verdadera o un hueso santo. Era magia, sin duda. Una magia poderosa. Y a veces mataba a la gente.

—No he bebido, de verdad —balbució por fin—. El contenido casi se ha acabado. Se… yo, ¡bueno, si ni siquiera me gusta! —El estómago había empezado a encogérsele nerviosamente; sólo pensar en el zumo mágico le daba náuseas—. Pero necesito un poco más. Por si acaso.

—¿Má mejunje morao? ¿Un shico de tu edá? —El ciego rió e hizo un ademán de rechazo con una mano—. Diablo, no nesesita eso. Ningún mushasho nesesita ese veneno para viaja.

—Pero…

—Vamo. Te cantaré una cansión para animarte. Me párese que te hase falta.

Empezó a cantar y su voz era muy distinta de cuando hablaba, profunda, potente y armoniosa, sin las cadencias propias del lenguaje de los negros. Jack pensó con admiración que era casi la voz entrenada y cultivada de un cantante de ópera que ahora se divertía con una pieza de música popular. Una voz llena y rica que le erizó los pelos de los brazos. Muchas cabezas se volvían en la acera de la monótona fachada ocre de las galerías.

«Cuando el petirrojo se mece, se mece VOLANDO, no hay más sollozos al oír la dulzura con que vibra, vibra, CANTANDO…».

A Jack le invadió una dulce y terrible familiaridad, la sensación de que había oído esto antes, o algo muy parecido, y cuando el ciego hizo una pausa, esbozando su sonrisa torcida y amarilla, Jack comprendió de dónde procedía, supo qué era lo que había hecho volver todas aquellas cabezas, como se hubieran vuelto de haber visto a un unicornio galopando por el aparcamiento de las galerías. En la voz del hombre había una claridad hermosa y diferente, la claridad, por ejemplo, de un aire tan puro que se podía oler un rábano recién arrancado de la tierra a un kilómetro de distancia. Era una buena y vieja canción del Tin Pan Alley… pero la voz sólo podía ser de los Territorios.

«Levántate… levántate, dormilón… salta, salta, salta del colchón… vive, ama, ríe y sé fe…».

Tanto la guitarra como la voz enmudecieron bruscamente. Jack, que estaba absorto en la contemplación del rostro del ciego (quizá intentando en su subconsciente penetrar a través de aquellas gafas oscuras y ver si detrás de ellas se ocultaban los ojos de Speedy Parker), amplió su ángulo de visión y vio a dos policías al lado del negro.

—Sabe, no oigo na —dijo con timidez el guitarrista ciego—, pero creo que huelo a algo azul.

—¡Maldita sea. Bola de Nieve, sabes que no debes trabajar en las galerías! —exclamó uno de los agentes—. ¿Qué te dijo el juez Hallas la última vez que estuviste ante el tribunal? En el barrio comercial, entre Center Street y Mural Street. Y en ningún otro lugar. ¡Maldita sea, hombre! ¿Tan senil te has vuelto? ¿Se te ha podrido la verga desde que tu mujer te la vapuleó antes de largarse? Ya está bien, no compren…

Su compañero le puso una mano en el brazo y señaló a Jack con la cabeza como diciendo que había moros en la costa.

—Ve a decir a tu madre que cuide de ti, chico —ordenó en tono brusco el primer policía.

Jack empezó a andar por la acera. No podía quedarse. Incluso aunque pudiera hacer algo, no podía quedarse. Tenía suerte de que los agentes dedicaran toda su atención al hombre a quien llamaban Bola de Nieve. Si le hubiesen mirado dos veces, Jack estaba seguro de que le habrían pedido la documentación. Con zapatillas nuevas o sin ellas, el resto de su persona se veía usado y raído. Los polis no tardan en husmear a los chicos vagabundos y Jack era un chico vagabundo con todas las de la ley.

Se imaginó a sí mismo en chirona en Zanesville mientras los polis de la localidad, apuestos y excelentes muchachos de azul que escuchaban a Paul Harvey todos los días y apoyaban al presidente Reagan, intentaban averiguar quién era su madre.

No, no quería que los polis de Zanesville le echaran una segunda ojeada.

Un motor se acercaba a marcha lenta a sus espaldas.

Jack se subió un poco más la mochila y miró hacia sus zapatillas nuevas como si le interesaran muchísimo. Por el rabillo del ojo vio pasar muy despacio el coche patrulla.

El ciego iba en el asiento posterior y el cuello de su guitarra sobresalía a su lado.

Cuando el coche torció hacia una calle transversal, el ciego volvió de repente la cabeza y miró por la ventanilla trasera, directamente a Jack…

… y aunque Jack no podía verle a través de los sucios y oscuros cristales de sus gafas, sabía muy bien que Lester «Speedy» Parker le había guiñado un ojo.

2

Jack logró frenar todo pensamiento ulterior hasta que llegó a las rampas que conducían a la barrera del peaje. Se quedó mirando los letreros, que parecían lo único concreto en un mundo

(¿o mundos?)

donde todo lo demás era un torbellino enloquecedor. Se sintió rodeado de una depresión oscura que le penetraba, intentando destruir su determinación. Reconocía que la nostalgia del hogar formaba parte de esta depresión, aunque su antiguo afloramiento parecía ingenuo e infantil en comparación con el sentimiento actual. Tenía la impresión de ir totalmente a la deriva, sin ningún apoyo lo bastante firme para sujetarse.

De pie bajo los letreros, contemplando el tráfico del puesto de peaje, Jack se dio cuenta de que se hallaba en un estado casi suicida. Durante cierto tiempo había podido seguir adelante con la idea de que pronto vería a Richard Sloat (y aunque no quería confesárselo a sí mismo, la idea de que Richard se dirigiera con él al oeste había cruzado más de una vez su mente; después de todo no sería la primera vez que un Sawyer y un Sloat emprendían juntos extraños viajes, ¿verdad?), pero el duro trabajo en la granja Palamountain y los peculiares sucesos del Buckeye Mall habían convertido incluso aquello en una ilusión absurda.

Vete a casa. Jacky, estás vencido —murmuró una voz—. Si continúas, acabarás perdiendo lo que te resta de ánimo… y la próxima vez pueden ser cincuenta los que mueran. O quinientos.

N-70 Este.

N-70 Oeste.

De improviso rebuscó la moneda en el bolsillo, la moneda que en este mundo era un dólar de plata. Que los dioses, cualesquiera que fuesen, decidieran este asunto de una vez por todas. El estaba demasiado abatido para decidir por sí mismo. Aún le dolía la espalda en el punto donde mister América le había dado una palmada. Si salía cruz, bajaría por la rampa que se dirigía al este y volvería a su casa. Si salía cara, seguiría adelante… y no volvería a mirar atrás.

Plantado sobre el blando polvo del arcén, lanzó la moneda al aire fresco de octubre. La moneda se elevó y bajó dando vueltas, desparramando reflejos de sol. Jack estiró el cuello para seguir su curso.

Una familia que pasaba en una vieja camioneta paró de discutir el tiempo suficiente para observarle con curiosidad. El conductor, un contable de calva incipiente que a veces se despertaba a media noche creyendo sentir punzadas en el pecho y en el brazo izquierdo, tuvo una repentina y absurda serie de ideas: Aventura. Peligro. Persecución de un noble objetivo. Sueños de temor y de gloria. Agitó la cabeza, como para aclararla, y miró al chico por el espejo retrovisor justo cuando éste se inclinaba para ver algo. Dios mío —pensó el contable de calva incipiente—. Sácatelo de la cabeza, Larry; pareces un maldito libro de aventuras juveniles.

Larry se introdujo en el tráfico como una exhalación, rebasando pronto los cien kilómetros por hora y olvidando al chico de los vaqueros sucios, solo en el arcén. Si llegaba a casa a las tres, aún tendría tiempo de ver por televisión la última pelea del campeonato de los pesos medios.

La moneda cayó al suelo, Jack se inclinó para verla. Era cara… pero había algo más.

La mujer de la moneda no era la Dama Libertad, sino Laura DeLoessian, Reina de los Territorios. Pero Dios mío, ¡qué diferencia entre éste y el semblante pálido, quieto y dormido que viera unos instantes en el pabellón, rodeado de enfermeras ansiosas tocadas con vaporosos velos blancos! Este rostro era animado consciente, anhelante y bello. No era una belleza clásica; a la línea de la mandíbula le faltaba rotundidad y el pómulo que se veía de perfil era un poco desdibujado. Su belleza residía en el regio porte de la cabeza, unido a la clara sensación de que era tan bondadosa como capaz.

Y ¡oh, se parecía tanto al rostro de su madre!

Los ojos de Jack se anegaron en lágrimas y pestañeó con fuerza, porque no quería dejarlas caer. Ya había llorado bastante por un día. Tenía la respuesta y no arreglaría nada llorando.

Cuando volvió a abrir los ojos. Laura DeLoessian había desaparecido; la mujer de la moneda era otra vez la Dama Libertad.

De todos modos, ya tenía la respuesta.

Se agachó, recogió la moneda del polvo, se la guardó en el bolsillo y bajó por la rampa de la Interestatal 70 en dirección oeste.

3

Al día siguiente el aire dejaba un sabor de lluvia fría y la frontera de Ohio e Indiana no era desde aquí mucho más que una raya y una promesa.

«Aquí» era un soto más allá del área de descanso de Lewisburg en la I-70. Jack estaba escondido —o así lo creía— entre los árboles, esperando pacientemente a que el corpulento hombre calvo de la voz corpulenta y calva subiera de nuevo a su Chevy Nova y saliera a la carretera. Deseaba que lo hiciera pronto, antes de que empezase a llover. Ya sentía bastante frío sin estar mojado; durante toda la mañana había tenido la nariz obstruida y la voz tomada. Al final había acabado resfriándose.

El hombre corpulento y calvo de voz corpulenta y calva había dicho llamarse Emory W. Light. Había recogido a Jack alrededor de las once, al norte de Dayton y casi en seguida Jack sintió un vacío extraño en la boca del estómago. Ya había sido recogido otras veces por Emory W. Light. En Vermont, Light dijo llamarse Tom Ferguson y ser director de una zapatería; en Pennsylvania el alias había sido Bob Darrent («casi como el tipo que cantaba Splish-Splash, ja-ja-ja») y el empleo, superintendente de una Escuela Superior de Distrito; esta vez Light dijo que era presidente del Primer Banco Mercantil de Paradise Falls, Ohio. Ferguson era delgado y moreno, Darrent grueso y sonrosado como un bebé recién salido del baño y este Emory W. Light era corpulento y Parecido a una lechuza, con ojos como huevos duros detrás de las gafas sin montura.

Sin embargo, todas estas diferencias eran sólo superficiales, según había descubierto Jack. Todos escuchaban la historia con el mismo interés estupefacto y todos le preguntaban si tenía novias en su ciudad. Tarde o temprano sentía una mano (una gran mano calva) sobre su muslo y cuando miraba a Ferguson/Darrent/Light veía en sus ojos una expresión de esperanza semidemencial (mezclada con un semidemencial sentido de culpa) y el labio superior perlado de sudor (en el caso de Darrent, el sudor había brillado a través de un bigote oscuro, como ojos blancos diminutos atisbando desde un matorral poco tupido).

Ferguson le había preguntado si le gustaría ganar diez dólares.

Darrent había elevado esta cantidad a veinte.

Light, con su voz calva y corpulenta —que a pesar de ello tembló y se entrecortó a lo largo de varios registros— le preguntó si le irían bien cincuenta dólares, añadiendo que siempre ocultaba un billete de cincuenta dólares en el tacón del zapato izquierdo y que le encantaría dárselo al señorito Lewis Farren. Podían ir a un lugar próximo a Randolph. Un granero vacío.

Jack no estableció ninguna relación entre las crecientes ofertas monetarias de Light en sus diversas encarnaciones y algún cambio que pudiera producirse en él mismo en el curso de sus aventuras; no era introspectivo por naturaleza y le interesaba poco el autoanálisis.

Había aprendido muy pronto a tratar a tipos como Emory W. Light. Su primera experiencia con Light, cuando éste se llamaba Tom Ferguson, le había enseñado que la discreción era con mucho la mejor parte del valor. Cuando Ferguson le puso una mano en el muslo, Jack respondió automáticamente, gracias a una sensibilidad propia de California, donde los gays eran una mera parte del escenario:

—No, gracias, señor. Soy estrictamente C.A.[4]. Le habían tocado antes, desde luego, en cines, casi siempre, aunque una vez fue en una tienda de ropa masculina al norte de Hollywood, donde el dependiente le había ofrecido en tono alegre sodomizarlo en un probador (y cuando Jack le dijo: «No, gracias», el dependiente contestó: «Bien, entonces pruébate el blazer azul, ¿de acuerdo?»).

Había cosas desagradables que un muchacho guapo de doce años tenía que aprender a soportar en Los Angeles, del mismo modo que una mujer bonita ha de soportar que la manoseen de vez en cuando en el metro. Uno acaba por encontrar el modo de olvidarlo para que no le estropee todo el día. Las proposiciones como la que le hizo el tal Ferguson representaban un problema menor que los ataques repentinos en la oscuridad porque podían soslayarse.

Por lo menos en California. Al parecer, los gays del este —especialmente en la carretera— reaccionaban de otro modo a las negativas.

Ferguson se detuvo con gran chirrido de neumáticos, dejando cuarenta metros de caucho detrás del Pontiac y lanzando al aire surtidores de polvo.

—¿A quién llamas C.C.?[5] —gritó—. ¿A quién llamas marica? ¡No soy un marica! ¡Dios mío! ¡Recoges en el coche a un maldito chico y te llama maldito marica!

Jack le miraba, aturdido. El frenazo le cogió desprevenido y se dio un buen golpe en la cabeza contra el salpicadero acolchado. Ferguson, que un momento antes le miraba con tiernos ojos castaños, ahora parecía dispuesto a matarle.

¡Fuera! —chilló—. ¡Tú eres el marica, no yo! ¡Tú sí que eres marica! ¡Apéate, mariquita! ¡Largo de aquí! ¡Tengo esposa! ¡Tengo niños! ¡Es probable que tenga bastardos diseminados por toda Nueva Inglaterra! ¡Yo no soy marica! Tú eres el marica, no yo, así que ¡APÉATE DE MI COCHE!

Más asustado de lo que se había sentido desde su encuentro con Osmond, Jack obedeció. Ferguson salió disparado, rociándole de grava, hecho una furia. Jack retrocedió hasta una pared de roca, se sentó y empezó a reír por lo bajo. Pronto la risa se convirtió en grandes carcajadas y decidió inmediatamente desarrollar una política, por lo menos hasta que saliera de las regiones poco pobladas. «Cualquier problema serio exige una política», había dicho una vez su padre. Morgan había asentido con energía, pero Jack decidió que esto no le haría cambiar de idea.

Su política funcionó muy bien con Bob Darrent y no tenía ningún motivo para creer que no funcionaría igualmente bien con Emory Light… pero ahora tenía frío y la nariz tapada. Deseaba que Light se decidiese y reemprendiera el viaje de una vez. Desde su puesto entre los árboles, le veía andar arriba y abajo con las manos en los bolsillos; su gran calva brillaba tenuemente bajo la luz del cielo blanco. Voluminosos camiones pasaban por el peaje con gran estruendo, llenando el aire del hedor del diesel quemado. El bosque estaba muy sucio, como solían estarlo los bosques próximos a cualquier área de descanso de la carretera. Bolsas vacías y arrugadas. Grandes cajas de cartón. Latas aplastadas de Pepsi y Budweiser con el abridor de hojalata en el interior, que tintineaba cuando se les daba un puntapié. Botellas rotas de bourbon y ginebra. Un par de destrozadas bragas de nailon, con una compresa adherida al centro. Un preservativo de goma colgando de una rama partida. Mucho erotismo diseminado y muchas inscripciones en las paredes del lavabo de hombres, casi todas relacionadas con lo que un sujeto como Emory W. Light podría haber escrito: ME GUSTA CHUPAR UNA POLLA GORDA. VEN A LAS 4 PARA LA MEJOR MAMADA QUE HAS CONOCIDO. LÁMEME EL CULO. Hasta había un poeta con grandes aspiraciones: QUE TODA LA RAZA HUMANA / SE LA PELE ANTE MI CARA. Añoro los Territorios, pensó Jack y no se sorprendió nada de este pensamiento. Aquí se hallaba entre dos edificios de ladrillo junto a la I-70 en alguna parte de Ohio occidental, temblando dentro de un tosco suéter que había comprado en unas rebajas por un dólar y medio, esperando que aquel hombre corpulento y calvo le llevara en su coche.

La política de Jack era la sencillez misma: no provoques el antagonismo de un hombre de manos grandes y calvas y voz calva y corpulenta.

Suspiró, aliviado. Ya empezaba a funcionar. Una expresión mitad de ira, mitad de asco podía leerse en la cara grande y calva de Emory W. Light, que volvió a su coche, subió a él, dio marcha atrás a tal velocidad que casi chocó con el camión de reparto que pasaba detrás de él (hubo una breve serie de bocinazos y el pasajero del camión enseñó el dedo a Emory W. Light) y salió.

Ahora sólo era cuestión de situarse en la rampa donde el tráfico del área de descanso se unía con el del peaje y sacar el pulgar… y, esperaba, ser recogido antes de que empezara a llover.

Jack echó otra mirada a su alrededor. Feo, mísero. Estas palabras acudieron a su mente con toda naturalidad al contemplar el entorno lleno de basura del área de descanso. Se le ocurrió que había una sensación de muerte aquí, no sólo en este área o las carreteras interestatales, sino en toda la región por la que había viajado. Jack pensó que a veces incluso podía verla, un matiz desesperado de tono marrón oscuro, como los gases de escape de un viejo camión.

La nueva añoranza volvió… el deseo de ir a los Territorios y ver aquel cielo azul oscuro, la ligera curva en el borde del horizonte…

Pero se producen esos cambios de Jerry Bledsoe. No sé na de eso… Sólo sé que párese tené una idea muy amplia del asesinato…

Mientras bajaba al área de descanso —ahora sí que tenía necesidad de orinar—, Jack estornudó tres veces seguidas. Tragó e hizo una mueca porque le dolía la garganta. Estaría enfermo, seguro. Qué bien, ni siquiera había llegado a Indiana, la temperatura era de doce grados, se avecinaba lluvia, no le recogía nadie y ahora se res…

Dejó de pensar, bruscamente, y se quedó mirando la zona de aparcamiento con la boca abierta. Durante un momento terrible le pareció que iba a mojarse los pantalones mientras sentía una gran rigidez bajo el esternón.

En uno de los veinte espacios para aparcar en batería estaba el BMW de tío Morgan, con la carrocería verde sucia por el polvo de la carretera. No había posibilidad de error, ninguna en absoluto. Tenía la matrícula personal de California, MLS, Morgan Luther Sloat, y parecía haber recorrido una gran distancia a gran velocidad.

Peso si ha volado a New Hampshire, ¿cómo puede estar aquí su coche? —se preguntó Jack para sus adentros—. Es una coincidencia, Jack, sólo una…

Entonces vio al hombre de espaldas a él, ante un teléfono público, y supo que no era una coincidencia. Llevaba un voluminoso anorak del ejército, forrado de piel, una prenda más apropiada para diez grados bajo cero que para doce sobre cero. Aunque estuviera de espaldas, no había modo de confundir sus hombros anchos y su constitución maciza, grande y elástica.

El hombre que estaba ante el teléfono dio media vuelta, apoyando el auricular entre la oreja y el hombro.

Jack se aplanó contra la pared de ladrillo del lavabo de hombres.

¿Me habrá visto?

No —se contestó a sí mismo—, no, no lo creo. Pero… Pero el capitán Farren había dicho que Morgan —aquel otro Morgan— le olería como un gato huele a una rata y así había sido. Desde su escondite en aquel bosque peligroso, Jack había visto cambiar la horrible cara blanca en la ventanilla de la diligencia.

Este Morgan también le olería, si le daba tiempo.

Unos pasos se acercaban a la esquina.

Con la cara insensible y contraída por el miedo, Jack intentó quitarse la mochila con dedos torpes y una vez lo hubo conseguido, la dejó caer, sabiendo que era demasiado tarde, demasiado lento, que Morgan doblaría la esquina y le agarraría por el cuello, sonriendo:

¡Hola, Jacky! ¡Ya te tengo! El juego ha terminado, ¿verdad, pequeño granuja?

Un hombre alto que vestía una chaqueta de pata de gallo dobló la esquina del lavabo, dedicó a Jack una mirada indiferente y se dirigió al surtidor de agua.

Volvería. Tenía que volver. No se sentía culpable, al menos ahora no; sólo aquel terrible miedo de estar acorralado, junto con sensaciones de alivio y placer. Abrió la mochila con manos temblorosas. Aquí estaba la botella de Speedy, con sólo tres centímetros de líquido morado

(ningún mushasho nesesita ese veneno para viaja pero ¡yo sí, Speedy, yo si!)

oscilando en el fondo. No importaba. Tenía que volver. Su corazón saltó al pensarlo. Una gran sonrisa festiva iluminó su rostro, desmintiendo el día gris y el temor de su corazón. Volvía, oh, si, claro que sí.

Se acercaban más pasos y esta vez era tío Morgan, no cabía la menor duda sobre aquel paso resuelto y en cierto modo, remilgado. Pero el miedo había desaparecido. Tío Morgan había olfateado algo, pero cuando doblara la esquina sólo vería las bolsas vacías y arrugadas y las latas aplastadas de cerveza.

Jack inspiró, inspiró el grasiento hedor de los gases de diesel y gasolina y el frío aire otoñal. Inclinó la botella sobre sus labios y tomó uno de los dos tragos que quedaban. E incluso con los ojos cerrados, bizqueó cuando…