Capítulo 9
JACK EN LA PLANTA NEPENTE
1
Unas sesenta horas después, un Jack Sawyer cuyo estado de ánimo era muy diferente de aquel en que se encontraba el Jack Sawyer que se había aventurado el miércoles en el túnel de Oatley, estaba en la helada trastienda del bar Oatley, escondiendo su mochila tras los pequeños barriles de Busch colocados al fondo de la habitación, que parecían bolos de aluminio en un callejón gigante. Dentro de dos horas escasas, cuando el bar cerrase por fin para la noche, Jack tenía intención de huir. El hecho de que pensara en ello de esta manera —no marcharse o seguir su camino, sino huir— era una prueba de lo desesperada que consideraba su situación.
Tenía seis años, seis, John B. Sawyer tenía seis años, Jacky tenia seis años. Seis.
Esta idea, al parecer sin sentido, se había insinuado en su mente aquella tarde y empezado a reiterarse. Suponía que era una clara muestra de lo asustado que estaba, de su completa seguridad de que la situación empezaba a ser insostenible. No tenía la menor noción del significado de aquella idea, que se limitaba a describir círculos y más círculos, como un caballo de madera clavado a un carrusel.
Seis. Tenía seis años. Jack Sawyer tenía seis años. Una y otra vez, describiendo un círculo tras otro. El almacén compartía una pared con el bar y esta noche aquella pared vibraba de tanto ruido, latiendo como un tambor. Veinte minutos antes era la noche del viernes y tanto Textiles y Tejidos Oatley como Cauchos Dogtown pagaban los viernes. Ahora el bar Oatley estaba lleno a rebosar. Un gran cartel a la izquierda de la barra proclamaba: LA OCUPACIÓN POR MÁS DE 220 PERSONAS VIOLA EL ARTÍCULO 331 DE LA LEY DE INCENDIOS DEL CONDADO DE GENESEE. Por lo visto, el artículo 331 quedaba sin efecto los fines de semana, porque Jack calculaba que se apiñaban ahora en él más de trescientas personas, bailando al son de los boogies de una orquesta country del oeste que se autodenominaba The Genny Valley Boys. Era una orquesta pésima, pero poseía una guitarra de pedal de acero.
—Hay chicos por aquí que joderían con un pedal de acero, Jack —había dicho Smokey.
—¡Jack! —gritó Lori por encima del muro de sonido. Lori era la compañera de Smokey. Jack desconocía su apellido. Apenas podía oírla por encima del tocadiscos automático, que tocaba a todo volumen cuando la orquesta descansaba. Jack sabía que sus cinco miembros estaban en un extremo de la barra, atiborrándose de «rusos negros» a mitad de precio. Lori asomó la cabeza a la puerta de la trastienda. Cabellos rubios sin vida, sujetos con infantiles barritas de plástico, centelleaban bajo el fluorescente del techo.
—Jack, si no sacas ese cuñete al instante, te retorcerá el brazo.
—Está bien —dijo Jack—. Dile que ahora mismo voy.
Tenía la carne de gallina y no era sólo por el frío húmedo de la trastienda. Con Smokey Updike no se podía jugar, el Smokey que llevaba sobre la estrecha cabeza una serie de gorros de cocinero de papel, el Smokey que usaba una gran dentadura de plástico encargada por correo, horrible y a veces fúnebre en su perfecta regularidad, el Smokey de violentos ojos castaños que tenían el blanco de un tono amarillo sucio, el Smokey Updike que en cierto modo era todavía un desconocido para Jack —por lo cual le inspiraba mucho más miedo— y que había logrado hacer de él un cautivo.
El tocadiscos automático enmudeció temporalmente, pero el ruido constante de la clientela pareció aumentar unos decibelios para compensarlo. Un vaquero del lago Ontario levantó la voz en una atronadora exclamación de borracho: «YIIIII-JOOOO». Se oyó el grito de una mujer. Rompieron un cristal. Entonces el tocadiscos volvió a empezar, sonando un poco como un cohete de Saturno a velocidad de escape.
Una especie de lugar donde se comen lo que atropellan en la carretera.
Crudo.
Jack se inclinó sobre uno de los cuñetes de aluminio y lo sacó de la hilera arrastrándolo más o menos un metro, con los labios apretados en una mueca de dolor, la frente perlada de sudor pese al ambiente de aire acondicionado y la espalda resentida. El cuñete rechinó y rascó el cemento desnudo. Jack se detuvo, respirando con fuerza, sintiendo zumbidos en los oídos.
Acercó la carretilla al cuñete de Busch, la puso derecha y dio la vuelta al cuñete. Cuando logró inclinarlo sobre el borde, lo hizo girar hasta la pequeña plataforma de la carretilla, pero al ir a dejarlo sobre ella, perdió el control (el gran cuñete de bar sólo pesaba unas libras menos que él mismo) y lo dejó caer con fuerza sobre el borde de la carretilla, forrado con un trozo de alfombra para suavizar aquella clase de maniobras. Jack intentó dirigirlo al mismo tiempo que retiraba a tiempo las manos, pero fue demasiado lento y el cuñete aplastó sus dedos contra la carretilla. Después del golpe sordo y muy doloroso, consiguió de algún modo extraer los dedos, que le latían por la presión. Se los metió todos en la boca y los chupó, con lágrimas en los ojos.
Peor aún que pillarse los dedos era oír el lento suspiro de los gases que escapaban a través del tapón de la parte superior del cuñete. Si Smokey colgaba el cuñete y salía espuma… o aún peor, si lo destapaba y un surtidor le empapaba la cara…
Era mejor no pensar en ninguna de estas cosas.
La noche anterior, la del jueves, mientras intentaba «sacar un cuñete para Smokey», el pequeño barril se había volcado sobre el costado y el tapón había saltado hasta el otro lado de la trastienda, rociando el suelo de espuma dorada y blanca, que fluyó por el desagüe. Jack, horrorizado, se quedó inmóvil, escuchando los gritos de Smokey. No era Busch, sino Kingsland. No era cerveza corriente, sino la clase especial espesa y amarga, la cerveza de la Reina.
Fue la primera vez que Smokey le pegó: una bofetada rápida que envió a Jack contra una de las paredes resquebrajadas de la trastienda.
—Por ahí se escapa tu paga del día —había dicho Smokey—. Y espero que no vuelvas a hacer esto nunca, Jack.
Lo que más alarmó a Jack de la frase espero que no vuelvas a hacer esto nunca fue su implicación: que habría muchas oportunidades para que volviera a hacerlo; como si Smokey Updike pensara retenerle por un período muy largo.
—¡Jack, date prisa!
—Ya voy —resopló Jack. Tiró de la carretilla hasta la puerta, buscó el pomo a sus espaldas, lo hizo girar y abrió la puerta de un empujón, chocando con algo blando y de gran tamaño.
—¡Cuidado, imbécil!
—Oh, lo siento —dijo Jack.
—Ya me encargaré de que lo sientas, maricón —replicó la voz. Jack esperó hasta que oyó alejarse unos pasos pesados por el pasillo que conducía a la trastienda y entonces volvió a abrir.
El pasillo era estrecho y estaba pintado de verde bilioso. Apestaba a mierda, orina y Waterlimp. Tanto el yeso como el enlistonado de la pared tenían agujeros y por doquier podían leerse inscripciones escritas por borrachos aburridos que esperaban para usar el cubículo marcado POINTERS o SETTBRS. La más larga estaba escrita sobre la pintura verde con un rotulador negro y parecía expresar toda la furia sorda y ciega de Oatley. ENVIAD A TODOS LOS NEGROS Y JUDÍOS AMERICANOS A IRÁN, decía.
El ruido del bar se oía con fuerza en la trastienda, pero aquí era una gran oleada de sonido que parecía no tener fin. Jack echó una ojeada al almacén por encima del cuñete colocado en posición vertical sobre la carretilla, para cerciorarse de que su mochila no era visible.
Tenía que salir de aquí; era preciso. El teléfono mudo que al final había hablado, como si le encerrara en una cápsula de hielo negro… aquello había sido malo, pero Randolph Scott era peor. El individuo no era en realidad Randolph Scott, sólo tenía su aspecto cuando hacía películas en los años cincuenta. Smokey Updike debía ser aún peor… aunque Jack ya no estaba seguro de ello desde que había visto (o creía haber visto) cambiar de color los ojos del hombre que se parecía a Randolph Scott.
Sin embargo, estaba seguro de que Oatley era lo peor de todo.
Oatley, Nueva York, en el corazón del condado de Genny, le parecía ahora una horrible trampa que le habían tendido… una especie de planta nepente municipal. La planta nepente era una de las verdaderas maravillas de la naturaleza. Resultaba fácil entrar. Y casi imposible salir.
2
Un hombre alto, con un gran miembro oscilante delante de él, esperaba para entrar en el lavabo de hombres. Se paseaba un mondadientes de plástico de un lado a otro de la boca y clavaba en Jack una mirada furibunda. Jack supuso que era el miembro del hombre lo que había golpeado al abrir la puerta.
—Maricón —repitió el hombre y en aquel momento se abrió de golpe la puerta del lavabo y salió otro tipo. Durante un segundo estremecedor, su mirada se cruzó con la de Jack. Era el hombre que se parecía a Randolph Scott, sólo que éste no era actor de cine, sino un obrero textil de Oatley que se gastaba en bebida el sueldo de la semana. Más tarde se marcharía en un Mustang a medio pagar o quizá en una moto pagada en sus tres cuartas partes, probablemente una Harley grande y vieja con una pegatina de COMPRE AMERICANO en el sillín.
Sus ojos se volvieron amarillos. No, es pura imaginación, Jack, pura imaginación. No es más que…
… un obrero textil que le miraba porque era nuevo. Lo más probable era que hubiese asistido a la escuela de segunda enseñanza de la localidad, que jugara al fútbol, que hubiese preñado a una hincha católica y contraído matrimonio con ella y que la hincha hubiese engordado de tanto comer chocolate y platos congelados; sólo un palurdo más de Oatley, sólo…
Pero sus ojos se habían vuelto amarillos. ¡Basta! ¡No es cierto!
Sin embargo, había algo en él que recordó a Jack lo sucedido cuando se dirigía a la ciudad… lo sucedido en las tinieblas.
El hombre gordo que había llamado maricón a Jack retrocedió ante el hombre delgado de los Levis y la camiseta blanca y limpia. Randolph Scott se acercó a Jack con las grandes y venosas manos colgando a los lados.
Sus ojos de un azul brillante y glacial empezaron a cambiar, a humedecerse e iluminarse.
—Chico —dijo y Jack huyó con torpe apresuramiento, abriendo la puerta giratoria con el trasero, sin importarle a quien golpeaba.
El ruido le aturdió. Kenny Rogers cantaba a grito pelado un entusiasta himno sureño dedicado a alguien llamado Reuben James. «Siempre volviste la otra mejilla —entonó ante el auditorio de borrachos hoscos e indolentes— ¡diciendo que un mundo mejor espera a los humildes!». Jack no vio a nadie que pareciera especialmente humilde. Los Genny Valley Boys estaban volviendo al estrado y cogiendo sus instrumentos. Todos menos el de la guitarra de pedal parecían ebrios y confusos… quizá nada seguros de dónde se encontraban. El de la guitarra sólo tenía aspecto de aburrido.
A la izquierda de Jack, una mujer hablaba en tono muy serio por el teléfono público del bar, un teléfono que Jack no volvería a tocar, si podía evitarlo, ni por mil dólares. Mientras la mujer hablaba, su compañero borracho le metía la mano por el escote de la camisa de vaquero medio desabrochada. En la gran pista de baile se manoseaban y arrastraban los pies unas setenta parejas, indiferentes al ritmo acrecentado de la última canción, simplemente arrimándose y meneando las caderas, con las manos en las nalgas y los labios pegados a los de la pareja, mientras el sudor les bajaba por las mejillas y formaba grandes círculos bajo sus axilas.
—Bueno, gracias a Diooos —exclamó Lori, levantando para Jack la barra lateral. Smokey se hallaba en el centro de la barra, llenando la bandeja de Gloria con gin-tonics, cócteles de vodka y lo que parecía ser el único rival de la cerveza como bebida popular de Oatley: «rusos negros».
Jack vio entrar a Randolph Scott por la puerta giratoria. El hombre le buscó con la mirada y sus ojos se clavaron al instante en los suyos. Asintió un poco con la cabeza, como diciendo: Ya hablaremos. Ya lo creo que sí. Quizá hablaremos de lo que podio, o no podía haber en el túnel de Oatley. O sobre látigos. O madres enfermas. Quizá hablaremos de que vas a quedarte en el condado de Genny durante mucho, mucho tiempo… tal vez hasta que seas un viejo que llore empujando un carrito de la compra. ¿Qué crees tú, Jack?
Jack se estremeció.
Randolph Scott sonrió, como si le hubiera visto estremecerse… o lo hubiera adivinado. Entonces se mezcló con la gente en el aire viciado.
Un momento después los dedos delgados pero fuertes de Smokey agarraron el hombro de Jack, buscando el lugar más doloroso y encontrándolo, como siempre. Eran dedos educados, expertos en buscar las fibras nerviosas.
—Jack, tienes que moverte más de prisa —dijo Smokey. Su voz sonó casi comprensiva, pero sus dedos se hundían, hurgaban y apretaban. El aliento le olía a las pastillas rosas de menta que chupaba casi constantemente. Su dentadura postiza enviada por correo castañeteaba. A veces sorbía de un modo obsceno cuando se le desplazaba y tenía que succionar para colocarla de nuevo en su sitio—. Has de moverte más de prisa o tendré que encender fuego bajo tu culo. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí —respondió Jack, tratando de no gemir.
—Bien. Entendidos, entonces.
Durante un penosísimo momento, los dedos de Smokey se hundieron aún más, apretando con acerbo entusiasmo un pequeño núcleo de nervios. Jack gimió por fin y esto fue suficiente para Smokey, que le soltó.
—Ayúdame a colgar este cuñete, Jack. Y hagámoslo rápido. Es viernes por la noche y la gente quiere beber.
—Sábado por la mañana —dijo estúpidamente Jack.
—Eso también. Rápido.
Jack logró ayudar a Smokey a levantar el cuñete hasta el compartimiento cuadrado de debajo de la barra. Los músculos finos y resistentes de Smokey abultaban y se retorcían bajo su camiseta del bar Oatley. El sombrero de papel no se le cayó de la cabeza de comadreja; el borde casi le rozaba la ceja izquierda, en aparente desafío a la ley de la gravedad. Jack miró, conteniendo el aliento, cómo Smokey quitó con un golpecito el tapón de plástico rojo del cuñete. Éste respiró con más fuerza de la debida, pero no salió espuma. Jack expelió el aire en silencio. Smokey hizo girar hacia él el cuñete vacío.
—Llévatelo al almacén y luego recoge la porquería del lavabo. Recuerda lo que te he dicho esta tarde.
Jack lo recordaba. A las tres había sonado un silbido semejante a una sirena de alarma de bombardeo que le había causado un tremendo sobresalto. Lori se había reído y había dicho: Cachea a Jack, Smokey… creo que acaba de mearse en los vaqueros. Smokey la había mirado con los ojos entornados, sin sonreír, haciendo una seña a Jack para que se acercara. Le explicó que el silbido significaba que era el día de paga en la fábrica textil de Oatley y que se parecía mucho al silbido que sonaba en Cauchos Dogtown, una compañía que fabricaba juguetes de playa, muñecas hinchables y preservativos con nombres como Fundas de Placer. Añadió que el bar de Oatley no tardaría en llenarse.
—Y tú y yo y Lori y Gloria vamos a movernos con la rapidez del rayo —agregó Smokey— porque cuando el águila grita el viernes, hemos de resarcirnos de lo que no gana este lugar los domingos, lunes, martes, miércoles y jueves. Cuando te diga que me mandes un cuñete, tienes que haberlo sacado antes de que yo acabe de gritar. Y vas al lavabo de hombres cada media hora con la fregona. Los viernes por la noche, un tipo vacía el estómago cada quince minutos más o menos.
—A mí me toca el de las mujeres —dijo Lori, acercándose. Tenía los cabellos finos, rizados y rubios y la tez blanca como la de un vampiro de tira cómica. O bien estaba resfriada o solía aspirar droga, porque no paraba de sorber aire por la nariz. Jack adivinó que era un resfriado; dudaba de que alguien pudiera permitirse en Oatley el lujo de aficionarse a la droga—. El de las mujeres no está tan mal como el de los hombres. Casi, pero no tanto.
—Cierra el pico, Lori.
—Ciérralo tú —replicó ella y la mano de Smokey salió disparada. Se oyó un chasquido y de pronto la huella de la palma de Smokey quedó grabada en color rojo en una de las pálidas mejillas de Lori, como una calcomanía infantil. Lori empezó a gimotear… pero Jack sintió asco y perplejidad al ver que la expresión de sus ojos era casi feliz. Era la mirada de una mujer convencida de que semejante tratamiento es una muestra de afecto.
—No dejes de trabajar y no habrá problemas —continuó Smokey—. Acuérdate de moverte de prisa cuando te pida un cuñete a gritos y de entrar en el lavabo de hombres con la fregona cada media hora para limpiar los vómitos.
Y entonces él había repetido a Smokey que quería marcharse y Smokey había reiterado su falsa promesa sobre el domingo por la tarde… pero, ¿de qué servía pensar en aquello?
Ahora sonaron gritos más fuertes y estentóreas carcajadas, el crujido de una silla al romperse y un prolongado alarido de dolor. Una pelea —la tercera de la noche— acababa de empezar en la pista de baile. Smokey profirió una maldición y empujó a Jack para pasar.
—Llévate ese cuñete —ordenó.
Jack puso el cuñete vacío en la carretilla y la empujó hasta la puerta giratoria, mirando con inquietud a su alrededor en busca de Randolph Scott. Le vio entre el grupo que contemplaba la pelea y se relajó un poco.
En el almacén, colocó el cuñete vacío junto a los demás en el compartimiento de carga y descarga; en el bar Oatley de Updike ya se habían vaciado seis cuñetes esta noche. Una vez hecho esto, volvió a comprobar si su mochila estaba en su sitio. Por un momento de pánico temió que hubiera desaparecido y el corazón se le desbocó en el pecho… Dentro de ella tenía el zumo mágico y también la moneda de los Territorios que en este mundo se había convertido en un dólar de plata. Se movió hacia la derecha y contó dos cuñetes más, con la frente empapada de sudor. Allí estaba… palpó la curva de la botella de Speedy a través del nailon verde de la mochila. El corazón empezó a latirle menos de prisa, pero aún se sentía nervioso y débil de piernas… como uno se siente después de salvarse de algo por los pelos.
El lavabo de hombres era un horror. Hacía unas horas habría vomitado al verlo, pero ahora parecía haberse acostumbrado al hedor… y esto era, en cierto modo, lo peor de todo. Llenó el cubo de agua caliente, le echó lejía y empezó a pasar la fregona enjabonada por la espantosa suciedad del suelo. Recordó los dos últimos días, preocupado como un animal caído en una trampa se preocupa por el miembro que ha quedado atrapado.
3
El bar Oatley estaba oscuro, desordenado y al parecer totalmente vacío cuando Jack entró en él por primera vez. El tocadiscos, el billar romano y el juego de los Invasores del Espacio estaban desenchufados. La única luz provenía de los estantes llenos de Busch que había encima de la barra: un reloj digital entre los picos de dos montañas, que se antojaba el OVNI más fantasmagórico imaginable.
Jack se acercó a la barra con una leve sonrisa. Casi la había alcanzado cuando una voz sin inflexiones dijo detrás de él:
—Esto es un bar. No se admite a menores. ¿Qué eres tú, estúpido? Largo de aquí.
Jack se sobresaltó. Acababa de tocar el dinero que llevaba en el bolsillo, pensando que todo se desarrollaría como en el Golden Spoon: se sentaría en un taburete, pediría algo y entonces solicitaría el empleo. Naturalmente, era ilegal contratar a un chico como él —por lo menos sin una autorización para trabajar firmada por sus padres o un tutor—, lo cual significaba que podían emplearle por el salario mínimo o aún menos, así que comenzarían las negociaciones, generalmente con la historia número 2: Jack y el Padrastro Malvado.
Dio media vuelta y vio a un hombre sentado solo a una de las mesas, mirándole con una atención glacial y desdeñosa. Era delgado, pero bajo la camiseta blanca y en los lados del cuello tenía unos potentes músculos. Llevaba anchos pantalones blancos de cocinero y un gorro de papel ladeado sobre la ceja izquierda. Su cabeza era estrecha, parecida a la de una comadreja, y sus cabellos cortos y con hebras grises en las sienes. Sostenía en sus grandes manos un fajo de facturas y la calculadora de Texas Instruments.
—He visto el anuncio de que se necesita un empleado —explicó Jack, pero ya sin muchas esperanzas. Este hombre no iba a contratarle y además Jack no estaba seguro de querer trabajar para él. Tenía aspecto de ser un tipo de malas pulgas.
—Conque si, ¿eh? —contestó el hombre de la mesa—. Debes haber aprendido a leer uno de los días que no hacías novillos. —Agitó un paquete de cigarrillos baratos que había sobre la mesa para sacar uno.
—Bueno, no sabía que fuera un bar —dijo Jack, dando un paso hacia la puerta. La luz del sol parecía atravesar el cristal sucio y caer muerta en el suelo, como si el bar Oatley existiera en una dimensión algo diferente—. Creo que lo he tomado por… bueno, ya me entiende, un bar de bocadillos. Algo así. Ya me voy.
—Ven aquí. —Ahora los ojos del hombre le miraban con fijeza.
—No, escuche, no importa —respondió Jack, nervioso—. Sólo…
—Ven aquí y siéntate. —El hombre prendió una cerilla con la uña del pulgar y encendió el cigarro. Una mosca que se había detenido sobre los papeles se alejó zumbando en la oscuridad. Los ojos del hombre siguieron fijos en Jack—. No voy a morderte.
Jack se acercó despacio a la mesa y al cabo de un momento se sentó en el banco de enfrente del hombre y entrelazó las manos. Alrededor de sesenta horas después, mientras fregaba el lavabo de hombres a las doce y media de la noche, con el cabello sudoroso cayéndole sobre los ojos, Jack pensó —no, supo— que su estúpida confianza había sido la causante de que el resorte de la trampa se cerrara (y se había cerrado en el mismo momento en que se sentó frente a Smokey Updike, aunque entonces no lo supiera). La atrapamoscas es capaz de cerrarse sobre sus indefensas víctimas, los insectos; la planta nepente, con su aroma delicioso y sus mortíferos costados, suaves como el cristal, sólo tiene que esperar a que cualquier insecto cretino entre zumbando en su interior… donde termina ahogándose en el agua de lluvia recogida por la nepente. En Oatley, la nepente estaba llena de cerveza en lugar de agua de lluvia… ésta era la única diferencia.
Si hubiera echado a correr…
Pero no lo había hecho. Y quizá, pensó Jack, haciendo lo posible para no rehuir aquella mirada fría, aquí encontraría un empleo, después de todo. Minette Banberry, la mujer que poseía y regentaba el Golden Spoon de Auburn, había sido bastante simpática con Jack, dándole incluso un corto abrazo y un beso además de tres grandes bocadillos cuando se marchó, aunque Jack no se había dejado engañar. La simpatía e incluso una vaga clase de bondad no excluía un frío interés en los beneficios, ni siquiera algo muy próximo a una franca codicia.
El salario mínimo era en Nueva York de tres dólares y cuarenta centavos la hora, información impuesta por la ley que podía leerse en la cocina del Golden Spoon impresa sobre un pedazo de papel rosa vivo que casi tenía el tamaño de un cartel de cine. Sin embargo, el cocinero interino era de Haití, hablaba muy poco inglés y, pensó Jack, era casi seguro que estaba en el país ilegalmente, pero cocinaba a la velocidad del rayo y nunca permitía que las patatas o las almejas pasaran un segundo más de lo debido en las freidoras. La chica que ayudaba a la señora Banberry en el servicio de las mesas era bonita pero inexpresiva y se beneficiaba de un programa de permiso semanal para los retrasados de Rome. En semejantes casos, el salario mínimo no se aplicaba y la chica retrasada, que ceceaba, contó a Jack con ingenuo asombro que ganaba un dólar y veinticinco centavos la hora, y todo para ella.
El propio Jack ganaba un dólar cincuenta. Había regateado hasta conseguirlo y sabía que si a la señora Banberry no la hubieran dejado plantada —su viejo lavador de platos había desaparecido aquella misma mañana, durante la pausa del café—, se habría negado a aceptar tal regateo, diciéndole simplemente: confórmate con el dólar y cuarto, chico, o prueba suerte en otro lugar. Éste es un país libre.
Ahora pensó, con el cinismo ignorante que también era parte de su nueva confianza en sí mismo, que tenía delante a otra señora Banberry. Macho en vez de hembra, flaco en vez de gruesa y maternal, ceñudo en lugar de sonriente, pero casi con seguridad una señora Banberry calcada.
—Conque buscas trabajo, ¿eh? —El hombre de los pantalones blancos y el gorro de papel puso el cigarro en un viejo cenicero de hojalata en el fondo del cual estaba grabada la palabra CAMELS. La mosca terminó de lavarse las patas y alzó el vuelo.
—Sí, señor, pero, como usted ha dicho, esto es un bar y… La inquietud volvió a dominarle. Aquellos ojos castaños con el blanco amarillento le turbaban… Eran los ojos de un gato viejo y cazador que había visto en su vida muchos ratones perdidos como él.
—Sí, es mío —dijo—. Soy Smokey Updike. —Extendió la mano. Sorprendido, Jack la estrechó. La mano apretó la de Jack con dureza, hasta el punto de hacerle daño. Entonces aflojó la presión… pero Smokey no la retiró—. ¿Y bien?
—¿Cómo? —preguntó Jack, consciente de que parecía tonto y un poco asustado; el hecho era que se sentía tonto y un poco asustado. Y quería que Updike le soltara la mano.
—¿Es que en tu casa no te han enseñado a presentarte? Esto fue tan inesperado que Jack estuvo a punto de soltar su verdadero nombre en vez del que había usado en el Golden Spoon, el nombre que daba también cuando los automovilistas que le recogían se lo preguntaban. Aquel nombre —que ya empezaba a considerar su «nombre de carretera»— era Lewis Farren.
—Jack Saw… ejem Sawtelle —farfulló. Updike retuvo su mano un momento más, sin desviar ni un ápice los ojos castaños.
—Jack-Saw-ejem-Sawtelle —repitió—. Debe ser el maldito nombre más largo de toda la guía telefónica, ¿no, chico? Jack se sonrojó pero guardó silencio.
—No eres muy grande —observó Updike—. ¿Crees que serías capaz de inclinar un cuñete de cerveza de cuarenta kilos y colocarlo en una carretilla?
—Creo que sí —contestó Jack, sin saber si sería o no capaz. De todos modos, no le parecía representar un gran problema; en un lugar tan vacío como éste, era probable que sólo hubiera que cambiar el cuñete cuando se vaciaba el que estaba colgado. Como si le leyera los pensamientos, Updike comentó:
—Sí, ahora no hay nadie, pero tenemos bastante trabajo a las cuatro o las cinco y nos llenamos los fines de semana. Entonces será cuando ganarás tu paga, Jack.
—Bueno, no lo sé —dijo Jack—. ¿Cuánto me pagaría?
—Un dólar la hora —respondió Updike—. Ojalá pudiera pagarte más pero… —Se encogió de hombros y dio una palmada al montón de facturas. Incluso sonrió un poco, como diciendo: Ya ves cómo están las cosas, chico, todo Oatley se está deteniendo como un viejo reloj de bolsillo al que alguien olvidó dar cuerda… Se está deteniendo desde 1971. Pero sus ojos no sonreían; sus ojos observaban la cara de Jack con la silenciosa concentración de un gato.
—Caramba, esto no es mucho —dijo Jack. Habló despacio, pero estaba pensando con la mayor rapidez posible.
El bar Oatley era una tumba; no había ni un solo borrachín en la barra viendo con una cerveza en la mano Hospital general por la televisión. Al parecer, en Oatley se bebía dentro del propio coche, al que se daba el nombre de club. Un dólar cincuenta la hora era un salario mezquino cuando se trabajaba a fondo, pero en un lugar como éste, un dólar podía ser casi un regalo.
—No —convino Updike, volviendo a la calculadora—, no es mucho. —Su voz insinuaba que Jack podía tomarlo o dejarlo; no habría negociaciones.
—Podría convenirme —dijo Jack.
—Está bien —contestó Updike—, pero ante todo hemos de dejar sentada otra cosa. ¿De quién huyes y quién te persigue? —Los ojos castaños volvían a estar fijos en él, interrogantes—. Si alguien te sigue la pista, no quiero que me amargue la existencia.
Esto no minó mucho la confianza de Jack. Quizá no era el chico más listo del mundo, pero sí lo bastante para saber que no duraría mucho en la carretera sin una segunda historia para patronos en potencia. Se trataba de la historia número 2: el Padrastro Malvado.
—Soy de una pequeña ciudad de Vermont —explicó—, Fenderville. Mis padres se divorciaron hace dos años. Mi padre intentó obtener mi custodia, pero el juez se la dio a mi madre, como hacen casi siempre.
—Así es, malditos sean. —Había vuelto a sus facturas y estaba tan inclinado sobre la calculadora de bolsillo que la nariz casi tocaba las teclas. Sin embargo, Jack creía que también le escuchaba.
—Pues bien, mi padre se fue a Chicago y encontró un empleo en una fábrica —continuó Jack—. Me escribe casi todas las semanas, pero el año pasado dejó de venir, porque Audrey le dio una paliza. Audrey…
—Es tu padrastro —dijo Updike y por un momento Jack entornó los ojos y experimentó la antigua suspicacia. No había comprensión en la voz de Updike; por el contrario, parecía reírse de él, como si supiera que toda aquella historia era pura invención.
—Sí —contestó Jack—. Mi madre se casó con él hace un año y medio. No para de golpearme.
—Triste, Jack, muy triste. —Updike levantó unos ojos sarcásticos e incrédulos—. De manera que ahora te encaminas hacia Shytown, donde vivirás feliz para siempre con tu papá.
—Bueno, así lo espero —dijo Jack y tuvo una súbita inspiración—. Por lo menos, mi verdadero padre nunca me colgó del cuello dentro de mi armario. —Se bajó el escote de la camiseta y enseñó la marca del cuello. Ya empezaba a palidecer; mientras estuvo trabajando en el Golden Spoon, todavía era bien visible, de un feo color morado, como una quemadura, pero allí no había tenido ocasión de enseñarla. Era, naturalmente, la marca dejada por la raíz que casi le había estrangulado en el otro mundo.
Fue gratificante ver la sorpresa y hasta el sobresalto en los ojos agrandados de Smokey Updike. Se inclinó hacia delante, desordenando las facturas rosas y amarillas.
—Cielo santo, muchacho. ¿Eso te hizo tu padrastro?
—Fue cuando decidí marcharme.
—¿Va a presentarse aquí, buscando su coche o su moto o la cartera o la droga escondida?
Jack meneó la cabeza.
Smokey miró a Jack un momento más y apretó la tecla de off de su calculadora.
—Ven a la trastienda conmigo, chico —dijo.
—¿Por qué?
—Quiero ver si puedes inclinar uno de esos cuñetes. Si eres capaz de sacar un cuñete cuando yo lo necesite, el empleo es tuyo.
4
Jack demostró a plena satisfacción de Smokey Updike que era capaz de inclinar uno de los grandes cuñetes de aluminio y hacerlo girar hasta la carretilla. Incluso logró que la operación pareciese fácil; aún faltaba un día para que dejase caer un cuñete al suelo y recibiera un puñetazo en la nariz.
—Bueno, no está mal —sentenció Updike—. No tienes edad para el empleo y es probable que te rompas un hueso, pero eso es asunto tuyo.
Dijo a Jack que empezaría a mediodía y trabajaría hasta la una de la madrugada («O hasta que puedas aguantar») y que le pagaría todas las noches al cerrar. Puntualmente y en efectivo.
Volvieron al bar y allí estaba Lori, vestida con unos pantalones de baloncesto de color azul marino, tan cortos que se veían asomar las bragas de rayón, y una blusa sin mangas que procedía seguramente de unos almacenes baratos de Batavia. Sujetaba sus finos cabellos rubios con unas barritas de plástico y fumaba un Pall Malí cuya punta estaba muy manchada de lápiz de labios. Un gran crucifijo de plata oscilaba entre sus pechos.
—Éste es Jack —dijo Smokey—. Ya puedes quitar de la ventana el letrero de Se necesita empleado.
—Echa a correr, chico —recomendó Lori—. Aún estás a tiempo.
—Cierra tu maldito pico.
—Oblígame.
Updike le propinó una palmada en el trasero, sin cariño y con tanta fuerza que la envió contra la barra acolchada. Jack parpadeó y recordó el sonido del látigo de Osmond.
—Un hombre fuerte —dijo Lori, con los ojos anegados en lágrimas pero con una expresión satisfecha, como si todo fuese como tenía que ser.
La anterior inquietud de Jack era ahora más clara y más intensa… casi puro terror.
—Mejor será no mezclarte en esto, chico —dijo Lori, pasando por su lado para ir a quitar el letrero de la ventana—. Estarás bien.
—Se llama Jack, no chico —observó Smokey, que había vuelto a la mesa donde había entrevistado a Jack y recogía las facturas—. Un chico es una maldita cría de cabra. ¿No te lo enseñaron en la escuela? Hazle un par de hamburguesas; tiene que empezar el trabajo a las cuatro.
Ella quitó de la ventana el letrero de Se necesita empleado y lo guardó detrás del tocadiscos automático con el aire de quien ha hecho lo mismo muchas veces. Al pasar junto a Jack, le guiñó un ojo. Sonó el teléfono.
Los tres lo miraron, sobresaltados por el repentino timbrazo. Jack tuvo la impresión momentánea de que era una babosa adherida a la pared. Fue un momento extraño, casi intemporal, que le dio tiempo para ver lo pálida que estaba Lori; el único color de sus mejillas provenía de las huellas rojizas de un reciente acné juvenil. También tuvo tiempo de estudiar los planos crueles y bastante secretos del rostro de Smokey Updike y de ver las venas abultadas de sus largas manos. Y tiempo de ver el letrero amarillento que había sobre el teléfono: POR FAVOR, LIMITE SUS LLAMADAS A TRES MINUTOS.
El teléfono sonó y sonó en el silencio. Jack pensó, aterrado de improviso: es para mí. Larga distancia… larga LARGA distancia.
—Contéstalo, Lori —ordenó Updike—. ¿Es que estás atontada? Lori fue al teléfono.
—Bar Oatley —dijo con voz débil y temblorosa. Escuchó—. ¡Diga! ¡Diga!… Oh, idos a la mierda. Colgó con un golpe.
—No han dicho nada. Niños. A veces quieren saber si tenemos al Príncipe Albert en una lata. ¿Cómo te gustan las hamburguesas, chico?
—¡Jack! —vociferó Updike.
—Jack, está bien. Jack. ¿Cómo te gustan las hamburguesas, Jack?
Jack se lo dijo y salieron en su punto justo, medio hechas, muy calientes, con mostaza oscura y cebollas moradas. Las devoró y bebió un vaso de leche y su inquietud remitió junto con el hambre. Niños, había dicho ella. No obstante, miraba el teléfono de vez en cuando, sin saber qué pensar.
5
A las cuatro, como si el vacío total del bar hubiera sido una decoración levantada para atraerle —como la planta nepente con su aspecto de inocencia y olor agradable—, la puerta se abrió y casi una docena de hombres con ropa de trabajo entraron uno detrás de otro. Lori enchufó el tocadiscos, la máquina de billar romano y el juego de los Invasores del Espacio. Varios de los hombres saludaron a gritos a Smokey, quien sonrió con los labios semicerrados, dejando entrever su dentadura encargada por correo. La mayoría pidieron cerveza. Dos o tres optaron por «rusos negros». Uno de ellos —miembro del Club Buen Tiempo, Jack estaba casi seguro— introdujo monedas de veinticinco centavos en el tocadiscos, conjurando las voces de Mickey Gilley, Eddie Rabbit, Waylon Jennings y otros. Smokey ordenó a Jack que sacara de la trastienda el cubo y la fregona y limpiara la pista de baile, frente al estrado de la orquesta, que esperaban, ambos vacíos, la llegada del viernes por la noche y los Genny Valley Boys. Añadió que cuando estuviera seca, la encerase bien.
—Sabrás que está bien cuando puedas ver tu cara sonriente reflejada en ella —dijo Smokey.
6
Así empezó su servicio en el bar Oatley de Updike.
Tenemos bastante trabajo a las cuatro o a las cinco.
Bueno, no podía decir que Smokey le hubiera mentido. Hasta el momento en que Jack apartó su plato y se puso a trabajar, el local estuvo desierto, pero a las seis se reunieron tal vez cincuenta personas y la corpulenta camarera —Gloria— empezó a atenderlas reclamada por los gritos y alaridos de algunos clientes. Gloria ayudó a Lori a servir unas cuantas garrafas de vino, muchos «rusos negros» y océanos de cerveza.
Además de los cuñetes de Busch, Jack sacó caja tras caja de cerveza embotellada: Budweiser, por supuesto, pero también marcas locales favoritas como Genesee, Utica Club y Rolling Rock. Sus manos empezaron a llenarse de ampollas y la espalda empezó a dolerle.
Entre viajes a la trastienda a buscar cajas de cerveza embotellada y a «sacar un cuñete para Smokey» (frase por la que ya sentía un temor elemental), iba a buscar el cubo y la fregona y la gran botella de cera para abrillantar la pista de baile. En un momento dado, una botella vacía de cerveza pasó volando a pocos milímetros de su cabeza. Se agachó, con el corazón palpitante, y la vio estrellarse contra la pared. Smokey echó del local al borracho que la había lanzado, enseñándole la dentadura con una gran sonrisa falsa de caimán. Jack miró por la ventana y vio al borracho aterrizar contra un parquímetro con la fuerza suficiente para disparar la bandera roja de VIOLACIÓN.
—Vamos, Jack —llamó Smokey desde la barra con impaciencia—, no te ha acertado, ¿verdad? ¡Friega esa porquería!
Smokey le envió al lavabo de hombres media hora más tarde. Un tipo de mediana edad con un corte de pelo a lo John Pyne se encontraba de pie ante uno de los orinales llenos de hielo, con una mano apoyada en la pared y blandiendo en la otra un enorme pene sin circuncidar. Un charco de vómito humeaba entre sus botas de trabajo.
—Límpialo, chico —dijo el hombre, tambaleándose hacia la puerta y dando a Jack una palmada en la espalda que casi le hizo caer—. Uno tiene que vaciarse como puede, ¿no es verdad?
Jack pudo esperar a que cerrara la puerta y entonces fue incapaz de seguir controlando la garganta.
Consiguió vomitar en el único retrete del bar, donde se enfrentó a los excrementos flotantes y hediondos del último cliente. Vomitó todo lo que quedaba de su cena, respiró dos veces entrecortadamente y vomitó otra vez. Buscó a tientas la cadena con dedos trémulos y la estiró. A través de las paredes se filtraban sordamente las voces de Waylon y Willie, cantando sobre Luckenbach, Texas.
De pronto vio ante sí la cara de su madre, más hermosa que en cualquier pantalla de cine, con ojos grandes, oscuros y tristes. La vio sola en sus habitaciones del Alhambra, con un cigarrillo consumiéndose olvidado en un cenicero que había cerca de ella. Estaba llorando, llorando por él. A Jack se le rompió el corazón de tal forma que temió morir de nostalgia y amor por ella, por una vida en la que no hubiera cosas en los túneles ni mujeres que desearan ser pegadas y obligadas a llorar ni hombres que vomitaran entre sus pies mientras meaban. Quería estar con ella y odió a Speedy Parker con fuerza reconcentrada por haberle inducido a poner los pies en este horrible viaje hacia el oeste.
En aquel momento se desintegraron los últimos restos de su confianza en sí mismo… por completo y para siempre. El pensamiento consciente fue dominado por un gemido infantil, profundo y elemental: Necesito a mi madre. Dios mío, necesito a mi madre…
Salió del retrete con piernas temblorosas, pensando: Está bien, se acabó, hay que salir de este charco, maldito Speedy, este chico vuelve a su casa. O como quieras llamarla. En aquel momento no le importaba que su madre se estuviera muriendo. En aquel momento de dolor inarticulado fue únicamente Jack, egoísta de un modo tan inconsciente como un animal que puede ser devorado por cualquier carnívoro: ciervo, conejo, ardilla. En aquel momento se habría sentido perfectamente dispuesto a dejarla morir del cáncer que se extendía sin control desde sus pulmones con tal de que ella le abrazara y besara para desearle buenas noches y le dijera que no escuchara su maldito transistor en la cama o leyera con una linterna bajo las sábanas durante media noche.
Apoyó la mano en la pared y poco a poco logró sobreponerse. Este acto de disciplina no fue consciente, sino una simple rectificación mental, algo muy propio de Phil Sawyer y Lily Cavanaugh. Había cometido un error, un gran error, sí, pero no se volvería atrás. Los Territorios eran reales, así que el Talismán también podía ser real y no iba a asesinar a su madre por cobardía.
Llenó el cubo con agua caliente que salía del grifo de la trastienda y fregó toda la porquería del suelo.
Cuando salió eran las diez y media y la gente del bar había empezado a dispersarse; Oatley era una ciudad de trabajadores y éstos bebían pero volvían a casa temprano los días laborables.
—Estás pálido como la cera, Jack —observó Lori—. ¿Te encuentras bien?
—¿Crees que podría tomar una gaseosa de jengibre? —preguntó él.
Lori se la llevó y Jack la fue bebiendo mientras terminaba de encerar la pista de baile. A las doce menos cuarto Smokey le ordenó que volviera a la trastienda a «sacarle un cuñete». Jack consiguió hacerlo… a duras penas. A la una menos cuarto Smokey empezó a apremiar a los clientes para que terminasen sus bebidas. Lori desenchufó el tocadiscos —Dick Curless dejó de cantar con un largo y lento gemido— ante varios débiles gritos de protesta. Gloria desenchufó los juegos, se puso el suéter (tan rosa como las pastillas de menta que Smokey chupaba con regularidad, tan rosa como las falsas encías de su dentadura postiza) y se marchó. Smokey empezó a apagar las luces y a empujar hacia la puerta a los últimos cuatro o cinco clientes.
—Está bien, Jack —dijo cuando se hubieron ido—. Lo has hecho bien. Puedes mejorar, pero no está mal como principio. Puedes dormir en la trastienda.
En vez de pedir su paga (que, por otra parte, Smokey no le ofreció), Jack se dirigió a trompicones a la trastienda, tan cansado que parecía una versión en miniatura de los borrachos expulsados a hora tan tardía.
En la trastienda vio a Lori en cuclillas en un rincón —posición que hacía subir sus pantalones cortos de baloncesto hasta un punto casi alarmante— y por un momento Jack pensó lleno de pánico que le estaba registrando la mochila. Entonces vio que había extendido un par de mantas sobre un lecho de sacos de manzanas, además de colocar en la cabecera un pequeño almohadón de satén marcado con las palabras: FERIA MUNDIAL DE NUEVA YORK.
—Te he preparado un pequeño nido, chico —explicó.
—Gracias —dijo Jack. Era un acto de bondad sencillo y casi indiferente, pero se sorprendió a sí mismo luchando para contener las lágrimas. Esbozó una sonrisa—. Muchas gracias, Lori.
—No hay problema. Estarás bien aquí, Jack. Smokey no es tan malo. Cuando le conoces mejor, no es ni la mitad de lo que parece. —Lo dijo con una ansiedad inconsciente, como si deseara que fuera así.
—Probablemente no —contestó Jack, y añadió en un impulso—:
Pero yo me iré mañana. Creo que Oatley no es para mí.
—Puede que te vayas, Jack —dijo ella—… y puede que decidas quedarte un poco más. ¿Por qué no lo consultas con la almohada? —Hubo algo forzado y nada natural en este pequeño discurso… que no tenía nada de la autenticidad de la sonrisa cuando le había dicho: Te he preparado un pequeño nido. Jack lo advirtió, pero estaba demasiado cansado para seguir pensando.
—Bueno, ya veremos —dijo.
—Claro que sí —contestó ella, yendo hacia la puerta. Le sopló un beso desde la palma de su mano sucia—. Buenas noches, Jack.
—Buenas noches.
Empezó a quitarse la camiseta… y al final decidió dejársela puesta y quitarse sólo las zapatillas. La trastienda estaba fría. Se sentó sobre los sacos, deshizo los nudos y se quitó una zapatilla y luego la otra. Ya iba a posar la cabeza sobre el recuerdo de Lori de la Feria Mundial de Nueva York —y podría haberse quedado profundamente dormido antes de tocarla— cuando el teléfono empezó a sonar en el bar, estridente en el silencio, como perforándolo, recordándole raíces grises y pastosas, látigos y caballos bicéfalos.
Ring, ring, ring en el silencio, en el absoluto silencio.
Ring, ring, ring, mucho después de que se hubieran ido a la cama los niños que llaman para preguntar si el Príncipe Alberto está en una lata. Ring, ring, ring. Hola, Jacky, soy Margan y te presentí en el bosque, astuto sinvergüenza. Te OLÍ en el bosque. ¿Cómo tuviste la idea de que estabas seguro en tu mundo? Aquí también están mis bosques. Es tu última oportunidad, Jacky. Vete a casa o enviaremos a las tropas. No tienes escapatoria. No podrás…
Jack se levantó y cruzó descalzo la trastienda. Un sudor ligero pero helado parecía cubrirle todo el cuerpo.
Abrió sólo una rendija de la puerta.
Ring, ring, ring, ring.
Y por fin:
—¡Diga! Aquí el bar Oatley. Y será mejor que conteste. —Era la voz de Smokey. Una pausa—. ¿Diga? —Otra pausa—. ¡Vete al diablo! —Smokey colgó de golpe y Jack le oyó cruzar de nuevo el bar y subir las escaleras hacia el pequeño apartamento del ático que compartía con Lori.
7
Jack miró con incredulidad del trozo de papel verde que tenía en la mano izquierda al pequeño fajo de billetes —todos de un dólar— y algunas monedas que sostenía en la derecha. Eran las once de la mañana siguiente, jueves, y acababa de pedir su paga.
—¿Qué es esto? —preguntó, todavía incapaz de creerlo.
—Sabes leer —replicó Smokey— y sabes contar. No te has movido con la rapidez que a mí me gusta, Jack, al menos, aún no, pero no eres tonto del todo.
Ahora estaba sentado con el papel verde en una mano y el dinero en la otra. Una ira sorda empezó a latirle como una vena en mitad de la frente. CUENTA DEL CLIENTE, decía en el papel. Era exactamente el mismo que utilizaba la señora Banberry en el Galden Spoon. Leyó:
1 hmburgsa $1,35 1 hmburgsa $1,35 1 leche .55 1 gas. jeng. .55 Imp. .30
La cifra $4,10 figuraba al final en números grandes rodeados de un círculo. Jack había ganado nueve dólares con su trabajo de cuatro a una y Smokey le cobraba casi la mitad; lo que tenía en la mano derecha eran cuatro dólares y noventa centavos.
Levantó la vista, furioso, y miró primero a Lori, que desvió los ojos como si estuviera algo confundida, y luego a Smokey, que sostuvo su mirada.
—Esto es una estafa —dijo Jack con voz débil.
—Jack, no es verdad. Mira los precios del menú…
—¡No me refiero a eso y usted lo sabe!
Lori retrocedió un poco, como esperando que Smokey le largara una bofetada… pero Smokey se limitó a mirar a Jack con una especie de terrible paciencia.
—No te cobro la cama, ¿verdad?
—¡La cama! —gritó Jack, sintiendo que la sangre le afluía a las mejillas—. ¡Vaya cama! ¡Sacos de arpillera sobre un suelo de cemento! ¡Vaya cama! ¡Me gustaría que se atreviera a cobrármela, sucio tramposo!
Lori profirió una exclamación asustada y miró a Smokey… pero éste permaneció sentado enfrente de Jack, expeliendo el humo denso y azul de su cigarro, que se enroscaba entre ambos. Un sombrero de papel limpio se inclinaba sobre su estrecha cabeza.
—Hablamos de que dormirías ahí atrás —dijo Smokey—. Preguntaste si iba incluido en el empleo y yo asentí. No hablamos de las comidas. Si hubiéramos tocado el tema, quizá habríamos llegado a un acuerdo. O quizá no. El caso es que no lo hablamos así que ahora tienes que conformarte.
Jack temblaba y lágrimas de ira humedecían sus ojos. Intentó hablar y sólo pudo proferir un gemido ahogado. Estaba literalmente demasiado furioso para hablar.
—Claro que si quieres discutir ahora un descuento de empleado en tus comidas…
—¡Vayase al infierno! —logró decir por fin Jack, cogiendo con rabia los cuatro billetes de dólar y las escasas monedas—. ¡Enseñe al siguiente chico que se presente a vigilar sus intereses! ¡Yo me voy!
Cruzó el local hacia la puerta, sabiendo, a pesar de la cólera —no sólo creyendo, sino sabiendo seguro— que no llegaría a la acera.
—Jack.
Tocó el pomo de la puerta, pensó en cogerlo y hacerlo girar… pero no cabía duda de que aquella voz contenía una amenaza auténtica. Dejó caer la mano y dio media vuelta, mientras la cólera le abandonaba. Se sintió de repente encogido y viejo. Lori estaba detrás de la barra, donde barría y tatareaba. AI parecer había decidido que Smokey no iba a dar ningún puñetazo a Jack, y como en realidad lo demás no le importaba, consideraba que todo iba bien.
—No irás a dejarme plantado ahora que llega el fin de semana.
—Quiero marcharme de aquí. Usted me ha estafado.
—No, señor —negó Smokey—, ya te he explicado este punto. El único que se ha hecho un lio eres tú, Jack. Ahora podríamos hablar de tus comidas; acordar tal vez un cincuenta por ciento de descuento e incluso gaseosas gratis. Nunca he hecho tantas concesiones con los empleados jóvenes que contrato de vez en cuando, pero este fin de semana será especialmente movido porque vendrán muchos emigrantes para la cosecha de la manzana. Y además, tú me gustas, Jack. Por eso no te he dejado sin sentido cuando me has levantado la voz, aunque quizá hubiera debido hacerlo. El caso es que te necesito este fin de semana.
Jack sintió renacer su cólera y volver a extinguirse casi en seguida.
—¿Y si me marcho, de todos modos? —preguntó—. Tengo cinco dólares y alejarme de esta mierda de ciudad sería como recibir una prima.
Mirando a Jack y sin dejar de sonreír, Smokey preguntó:
—¿Recuerdas al tipo que vomitó anoche en el lavabo justo antes de que entraras a limpiarlo? Jack asintió.
—¿Recuerdas su aspecto?
—Corte de pelo militar. Caquis. ¿Por qué?
—Es Digger Arwell. Su verdadero nombre es Carlton, pero pasó diez años al cuidado de los cementerios municipales y por eso todos empezaron a llamarle Digger[1]. Esto fue… oh, hace veinte o treinta años. Ingresó en la policía municipal más o menos cuando Nixon fue elegido presidente. Ahora es jefe de policía.
Smokey cogió su cigarro, lo chupó y miró a Jack.
—Digger y yo somos amigos —continuó—. Y si tú te marcharas de aquí ahora, Jack, no podría garantizarte que no tuvieras dificultades con Digger. Podría acabar enviándote a casa. Podría acabar obligándote a recoger manzanas en los terrenos del ayuntamiento… Creo que el ayuntamiento de Oatley posee unas dieciséis hectáreas de árboles frutales. Podría acabar dándote una buena paliza. O… he oído decir que al viejo Digger le gustan los chicos que viajan por la carretera. Más que las chicas, quiero decir.
Jack pensó en aquel pene parecido a una porra y sintió asco y frío.
—Aquí estás bajo mi protección, por así decirlo —prosiguió Smokey—. En cuanto pises la calle, ¿quién sabe? Digger suele aparecer donde menos se le espera. Podrías cruzar los límites de la ciudad impunemente y, por otro lado, podrías verle acercarse a ti en su gran Plymouth. Digger no es muy inteligente, pero a veces tiene muy buen olfato. O… alguien podría avisarle por teléfono.
Detrás de la barra, Lori lavaba platos. Se secó las manos, conectó la radio y empezó a cantar una vieja melodía de Steppenwolf.
—Haremos una cosa —dijo Smokey—. Quédate un poco más, Jack. Trabaja este fin de semana, luego te subiré a mi camioneta y yo mismo te sacaré de la ciudad. ¿Qué te parece? Saldrás de aquí el domingo a mediodía con casi treinta dólares en el bolsillo, una cantidad que no pensabas ganar. Te marcharás pensando que Oatley no es un lugar tan malo, después de todo. ¿Qué dices a esto?
Jack miró los ojos castaños, se fijó en los blancos amarillentos y los pequeños puntos rojos; observó la grande y sincera sonrisa de Smokey y sus dientes postizos; vio incluso con una extraña y aterradora sensación de déjà vu que la mosca volvía a estar en el sombrero de cocinero de papel, atildándose y lavando sus endebles patas delanteras.
Sospechaba que Smokey sabía que él sabía que todas sus palabras eran un embuste y ni siquiera le importaba. Después de trabajar hasta la madrugada del sábado y la madrugada del domingo, Jack dormiría tal vez hasta las dos de la tarde del domingo. Smokey le diría que no podía llevarle en la camioneta porque Jack se había levantado demasiado tarde; ahora él, Smokey, estaba demasiado ocupado viendo los Colts y los Patriotas. Y Jack no sólo estaría demasiado cansado para andar, sino también demasiado asustado porque Smokey podía perder interés por los Colts y los Patriotas el rato suficiente para llamar a su buen amigo Digger Atwell y decirle:
—En este momento está bajando por Mill Road, Digger, viejo amigo. ¿Por qué no le recoges? Luego vuelve aquí y tendrás cerveza gratis, pero no vomites en mis orinales hasta que me hayas devuelto al chico.
Éste era un escenario. Se le ocurrían otros, cada uno algo diferente, pero todos iguales en el fondo.
La sonrisa de Smokey Updike se ensanchó un poco.