Capítulo 14

BUDDY PARKINS

1

Vomitó una baba fluida de color morado, con la cara a pocos centímetros de la hierba que cubría la larga pendiente bajo la cual discurría una autopista de cuatro carriles; agitó la cabeza y se arrodilló, quedando de espaldas al cielo nublado y gris. El mundo, este mundo, apestaba. Jack se movió hacia atrás, para alejarse de los hilos de vómito que pendían de las briznas de hierba, y el hedor cambió pero no disminuyó. Gasolina y otros venenos sin nombre flotaban en el aire; y el mismo aire apestaba a agotamiento y fatiga; incluso los ruidos procedentes de la autopista castigaban este aire moribundo. El dorso de una señal de tráfico se elevaba sobre su cabeza como una pantalla de televisión gigantesca. Jack se levantó, tambaleándose. Lejos, al otro lado de la autopista, centelleaba una inmensa extensión de agua sólo un poco menos gris que el cielo. Una especie de resplandor maligno cubría la superficie. También desde allí venía un olor de limaduras de metal y aliento cansado. Era el lago Ontario y la pequeña y coquetona ciudad de allí abajo debía ser Olcott o Kendall. Se había apartado mucho de su ruta, más de ciento cincuenta kilómetros y cuatro días y medio como mínimo. Jack pasó la señal, esperando que no anunciara algo peor que esto. Levantó la vista para leer las letras negras y se secó los labios. ANGOLA. ¿Angola? ¿Dónde estaba? Miró hacia la humareda de la pequeña ciudad a través del aire ya sólo tolerable a medias.

Y Rand McNally, el inestimable compañero, le dijo que las hectáreas de agua eran el lago Erie… en vez de haber perdido días de viaje, los había ganado.

Sin embargo, antes de que el muchacho pudiese decidir si sería más inteligente, después de todo, volver a saltar a los Territorios en cuanto lo creyera seguro —es decir, en cuanto la diligencia de Morgan hubiera pasado de largo el lugar donde él había estado—, antes de que pudiera decidir esto, antes incluso de que pudiera empezar a pensarlo, tenía que bajar a la contaminada ciudad de Angola para ver si esta vez Jack Sawyer, Jack-O, había causado alguno de aquellos cambios, papá. Se dispuso a bajar por la pendiente, un chico de doce años con pantalones tejanos y camisa a cuadros, alto para su edad, que ya empezaba a tener un aspecto descuidado y demasiada preocupación en el rostro.

A media pendiente, se dio cuenta de que ya volvía a pensar en inglés.

2

Muchos días después y bastante más hacia el oeste, un hombre llamado Buddy Parkins recogió en su coche en la autopista N40, justo en las afueras de Cambridge, Ohio, a un chico alto que decía llamarse Lewis Farren y vio su mirada de preocupación… una preocupación que parecía estar a punto de quedar grabada para siempre en su cara. Anímate, hijo, por tu bien, si no por el de los demás, quiso decirle Buddy. Pero el chico tenía problemas para diez, si había que creer su historia. La madre enferma, el padre muerto y él, enviado a casa de una tía que era maestra en Buckeye Lake… Lewis Farren tenía razones para estar preocupado. Daba la impresión de no haber visto cinco dólares juntos desde la Navidad pasada. No obstante… a Buddy le parecía que este chico Farren le tomaba el pelo en ciertos detalles.

Para empezar, olía a granja, no a ciudad. Buddy Parkins y sus hermanos llevaban una granja de ciento veinte hectáreas cerca de Amanda, a unos cincuenta kilómetros al sudeste de Columbus, y Buddy sabía que en esto no podía equivocarse. Este muchacho olía a Cambridge, y Cambridge estaba en el campo. Buddy había crecido con el olor de tierra labrada y granero, de abono, trigo y arvejas, y la ropa sin lavar del muchacho que tenía a su lado había absorbido todos aquellos olores familiares.

Además, se trataba de la propia ropa. La señora Farren debía estar muy enferma, pensó Buddy, para mandar al muchacho a la carretera con unos vaqueros tan rígidos por la suciedad que las arrugas parecían de color bronce. ¡Y las zapatillas! Casi se le caían, los cordones estaban rotos y la lona agujereada en los dos pies.

—De modo que se llevaron el coche de tu papá, ¿eh, Lewis? —preguntó Buddy.

—Tal como le he dicho, sí, señor, los asquerosos cobardes se presentaron después de medianoche y lo sacaron del garaje. Creo que no deberían permitirles hacer una cosa así y menos a unas personas que trabajan mucho y piensan pagar los plazos en cuanto puedan. ¿Qué opina usted? ¿Qué le parece?

El muchacho tenía vuelto hacia él su rostro honesto y tostado por el sol como si se tratara de la cuestión más grave desde el indulto de Nixon o tal vez la Bahía Cochinos y todos los instintos de Buddy le inducían a expresar su conformidad; en general se habría mostrado conforme con cualquier opinión franca ofrecida por un chico de tan evidente origen campesino.

—Pensándolo bien, supongo que siempre hay dos maneras de ver las cosas —contestó Buddy Parkins, no muy satisfecho. El chico parpadeó y volvió la cabeza para mirar de nuevo hacia delante. Buddy sintió una vez más su ansiedad, la nube de preocupación que parecía cernerse sobre él y casi lamentó no haber otorgado a Lewis Farren el asentimiento que necesitaba.

—Supongo que tu tía enseña en la escuela primaria de Buckeye Lake —dijo, esperando aliviar por lo menos en parte la tristeza del chico. Siempre era mejor señalar al futuro que al pasado.

—Sí, señor, así es. Enseña en la escuela primaria. Helen Vaughan. —Su expresión no cambió.

Pero Buddy había vuelto a oírlo. No se consideraba ningún Henry Higgins, el profesor de aquella comedia musical, pero sabía con toda seguridad que el joven Lewis Farren no hablaba como los nativos de Ohio. La voz del muchacho era muy distinta, demasiado compacta, y estaba llena de unas tonalidades altas y bajas que no se parecían en nada a las de Ohio y menos aún del Ohio rural. Tenía un acento.

¿O era posible que un chico de Cambridge, Ohio, aprendiera a hablar así, cualquiera que fuese la disparatada razón? Buddy suponía que era posible.

Por otra parte, el periódico que el tal Lewis Farren no había soltado ni una vez de debajo del codo izquierdo parecía corroborar la peor y más profunda sospecha de Buddy Parkins: que su joven y fragante compañero era un prófugo y todas sus palabras una mentira. El nombre del periódico, visible para Buddy con sólo una ligera inclinación de cabeza, era The Angola Herald. Había una Angola en África, adonde un montón de ingleses habían acudido como mercenarios, y había otra Angola, Nueva York… muy cerca del lago Erie. No hacía mucho que había visto fotografías del lago en el telediario, pero no podía recordar por qué.

—Me gustaría hacerte una pregunta, Lewis —dijo y carraspeó.

—Adelante —contestó el muchacho.

—¿Cómo es que un muchacho de una bonita ciudad próxima a la Nacional Cuarenta viaja con un periódico de Angola, Nueva York, que está muy lejos de aquí? Lo pregunto por curiosidad, hijo.

El muchacho miró el periódico doblado bajo su brazo y lo apretó aún más contra sí, como temeroso de que pudiera escapar.

—Oh —respondió—, lo encontré.

—No me digas —observó Buddy.

—Sí, señor. Estaba en un banco de la estación de autobuses de mi ciudad.

—¿Has ido a la estación de autobuses esta mañana?

—Justo antes de decidir que ahorraría el dinero y haría autostop. Señor Parkins, si puede dejarme en el desvío de Zanesville, ya estaré muy cerca y es probable que pueda llegar a casa de mi tía antes de la cena.

—Es probable —asintió Buddy, y condujo en un silencio incómodo durante varios kilómetros. Por fin no pudo soportarlo más tiempo y preguntó en voz muy baja y sin desviar la vista de la carretera:

—Hijo, ¿te has escapado de tu casa?

Lewis Farren le sorprendió porque esbozó una sonrisa, no forzada ni falsa, sino sincera. Pensaba que la idea de escaparse de casa era graciosa. Le divertía. El muchacho le miró una fracción de segundo después de que Buddy se volviera para mirarle, y los ojos de ambos se encontraron.

Durante un segundo, dos segundos, tres… durante el tiempo que duró aquel segundo, Buddy Parkins vio que este chico sin lavar que estaba sentado a su lado era bello. Se habría considerado incapaz de usar esta palabra para describir a cualquier varón de más de nueve meses, pero bajo la suciedad de los caminos, el tal Lewis Farren era bello. Su sentido del humor había vencido momentáneamente sus preocupaciones y lo que irradiaba de él hacia Buddy —que tenía cincuenta y dos años y tres hijos adolescentes— era una especie de bondad sincera que sólo había sufrido el impacto de una serie de experiencias poco corrientes. El tal Lewis Farren, a sus doce años, había ido en cierto modo más lejos y visto más cosas que Buddy Parkins y lo que había visto y hecho le había conferido belleza.

—No, no soy un fugitivo, señor Parkins —contestó el muchacho.

Entonces parpadeó y su mirada se volvió de nuevo hacia dentro y perdió su brillo y su luz y el chico se repantigó otra vez en el asiento. Levantó una rodilla, la apoyó en el salpicadero y ajustó el periódico bajo su bíceps.

—No, supongo que no —dijo Buddy Parkins, forzándose a mirar de nuevo la carretera. Sintió alivio, aunque no sabia muy bien por qué—. Supongo que no eres un fugitivo, Lewis, pero sí otra cosa.

El muchacho no respondió.

—Has trabajado en un granja, ¿verdad? —Lewis le miró, sorprendido.

—Sí, en efecto. Los tres últimos días. A dos dólares la hora. Y tu madre no ha dejado ni un momento de estar enferma para lavarte la ropa antes de enviarte a casa de su hermana, ¿verdad?, pensó Buddy, pero lo que dijo fue:

—Lewis, me gustaría que pensaras en ir a mi casa conmigo. No digo que te hayas fugado ni nada de eso, pero si eres de los alrededores de Cambridge, me comeré este coche destartalado, neumáticos incluidos. Yo tengo tres chicos y el más joven, Billy, sólo es unos tres años mayor que tú y en mi casa sabemos cómo alimentar a los muchachos. Puedes quedarte todo el tiempo que quieras, según las preguntas que estés dispuesto a contestar. Porque te haré unas cuantas, por lo menos la primera vez que nos sentemos juntos a la mesa.

Se frotó con la palma el pelo gris, cortado al estilo militar, y echó una ojeada al asiento de su lado. Lewis Farren se parecía más a un muchacho y menos a una revelación.

—Serás bien recibido, hijo. Sonriendo, el muchacho contestó:

—Es muy amable por su parte, señor Parkins, pero no puedo. Debo ir a ver a mi tía a…

—Buckeye Lake —terminó Buddy.

El chico tragó saliva y volvió a mirar hacia delante.

—Te ayudaré, si necesitas ayuda —repitió Buddy. Lewis le dio una palmada en el antebrazo, grueso y bronceado.

—Este viaje es una gran ayuda, de verdad.

Diez silenciosos minutos después, Buddy contempló la solitaria figura del muchacho bajar por el desvío de Zanesville. Seguramente Emmie le habría roto la crisma si hubiera llegado a casa con un chico sucio y desconocido a quien alimentar, pero una vez le hubiese visto y hablado con él, habría sacado las copas y la vajilla buena que le diera su madre. Buddy Parkins no creía que existiera en Buckeye Lake una mujer llamada Helen Vaughan y ni siquiera estaba muy seguro de que este misterioso Lewis Farren tuviera una madre; el muchacho parecía un huérfano empeñado en una vasta empresa. Le contempló hasta que el chico desapareció en la curva y entonces se quedó mirando al vacío y al enorme anuncio en amarillo y morado de unas galerías comerciales.

Durante un segundo pensó en saltar del coche y correr tras el muchacho para convencerle de que volviera… y entonces recordó una escena ocurrida entre la neblina y la multitud de Angola, Nueva York, descrita durante las noticias de las seis. Un desastre demasiado pequeño para ser comunicado más de una vez. Esto es lo que había ocurrido en Angola; una de esas tragedias insignificantes que el mundo sepulta bajo una montaña de papel de periódico. Lo único que Buddy podía recordar de aquel breve y defectuoso relámpago de memoria era una imagen de vigas de hierro diseminadas como pajas gigantes sobre coches destrozados, y todo ello sobresaliendo de un humeante agujero practicado en el suelo, un agujero que tal vez conducía al infierno. Buddy Parkins miró una vez más el lugar vacío de la carretera donde había estado el muchacho y luego pisó el embrague del viejo vehículo y puso la primera marcha.

3

La memoria de Buddy Parkins era más exacta de lo que imaginaba. Si hubiera podido ver la primera plana del Angola Herald, fechado hacía un mes, que «Lewis Farren», aquel muchacho enigmático, llevaba bajo el brazo con gesto tan protector y a la vez temeroso, habría leído estas palabras:

EXTRAÑO TERREMOTO CAUSA 5 VÍCTIMAS

por el reportero del Herald, Joseph Gargan

Las obras de Rainbird Towers, la nueva urbanización más alta y lujosa de Angola, para cuya terminación aún tallaban seis meses, fueron trágicamente interrumpidas ayer cuando un temblor de tierra sin precedentes destruyó la estructura del edificio, sepultando a muchos obreros bajo los escombros. Cinco cuerpos han sido rescatados de las ruinas de la planificada urbanización y otros dos obreros aún continúan desaparecidos y se les da por muertos. Los siete eran soldadores y ajustadores de la empresa Construcciones Speiser y todos se hallaban en las vigas de los dos últimos pisos del edificio en el momento del incidente.

El temblor de tierra de ayer fue el primer terremoto registrado en toda la historia de Angola, Armin Van Pelt, del departamento de Geología de la universidad de Nueva York, ha descrito hoy por teléfono el fatal terremoto como una «burbuja sísmica». Representantes del Comité de Seguridad estatal prosiguen su examen del lugar, así como un equipo de…

Las víctimas eran Robert Heidel, veintitrés años; Thomas Thielke, treinta y cuatro; Jerome Wild, cuarenta y ocho; Michael Hagen, veintinueve y Bruce Davey, treinta y nueve. Los dos hombres desaparecidos eran Arnold Schulkamp, cincuenta y cuatro años, y Theodore Rasmussen, cuarenta y tres. Jack ya no tenía que mirar la página del periódico para recordar sus nombres. El primer terremoto de la historia de Angola, Nueva York, había ocurrido el día en que él había saltado del Camino del Oeste y aterrizado en el límite de la ciudad. Una parte de Jack Sawyer deseaba haberse ido con el corpulento y bondadoso Buddy Parkins, cenado en la mesa de la cocina con la familia Parkins —buey cocido y pastel de manzana— y luego dormido en la cama de invitados de los Parkins tapado hasta la cabeza con el edredón hecho en casa. Y sin moverse, excepto para ir a la mesa, durante cuatro o cinco días. Pero parte del problema era que veía aquella nudosa mesa de madera de pino de la cocina llena de queso desmenuzado y al otro lado de la mesa una ratonera abierta en un zócalo gigantesco; y de unos agujeros en los pantalones de los tres chicos Parkins salían largas colas. ¿Quién produce estos cambios de Jerry Bledsoe, papá? Heidel, Thielke, Wild, Hagen, Davey; Schulkamp y Rasmussen. ¿Aquellos cambios de Jerry? Sabía quién los producía.

4

El enorme letrero amarillo y morado que rezaba BUCKEYE MALL apareció flotando frente a Jack cuando éste dobló la curva final de la rampa del desvío, le pasó por encima del hombro y reapareció al otro lado, donde por fin pudo comprobar que lo sostenía un trípode de altos postes amarillos situado en el aparcamiento del centro comercial. Las galerías comerciales eran un conjunto futurista de edificios de color ocre que parecían no tener ventanas; un segundo después Jack se dio cuenta de que las galerías estaban cubiertas y lo que veía era sólo la ilusión de edificios separados. Metió la mano en el bolsillo y palpó el fajo apretado de veintitrés dólares en billetes de dólar que era toda su fortuna terrenal.

A la débil luz solar de una tarde de principios de otoño, Jack cruzó corriendo la calle hacia el aparcamiento de las galerías.

De no haber sido por su conversación con Buddy Parkins, es muy probable que Jack se hubiera quedado en la N-40 e intentado cubrir otros ochenta kilómetros; quería llegar a Illinois, donde se encontraba Richard Sloat, en los próximos dos o tres días. La idea de ver de nuevo a su amigo Richard le había mantenido durante las jornadas de trabajo ininterrumpido en la granja de Elbert Palamountain: la imagen de Richard Sloat, serio y con gafas, en su habitación de la Thayer School de Springfield, Illinois, le había alimentado tanto como las generosas comidas de la señora Palamountain. Jack seguía queriendo ver a Richard tan pronto como pudiera, pero la invitación al hogar de Buddy Parkins le había hecho comprender una cosa: no podía subir a otro coche y repetir otra vez la historia. (En cualquier caso, se recordó a sí mismo, la historia parecía estar perdiendo credibilidad). Las galerías comerciales le facilitaron la ocasión perfecta de descansar una o dos horas, en especial si había un cine en su interior; en aquel momento Jack habría sido capaz de ver la más cursi y aburrida historia de amor.

Y antes de la película —si tenía la suerte de encontrar un cine— podría dedicarse a dos cosas que estaba aplazando desde hacía por lo menos una semana. Jack había sorprendido a Buddy Parkins mirando sus zapatillas casi desintegradas. No sólo se estaban descosiendo, sino que las suelas, antes esponjosas y elásticas, eran ahora duras como el asfalto. Los días en que tenía que recorrer grandes distancias —o trabajar de pie todo el día— los pies le dolían como si se los hubiera quemado.

Lo segundo, llamar a su madre, le inspiraba tanta culpabilidad y otras temidas emociones que Jack podía apenas pensar en ello de modo consciente. Ignoraba si podría dominar las lágrimas cuando oyera la voz de su madre. ¿Y si tenía un acento débil, y si parecía realmente enferma? ¿Sería capaz de continuar su marcha hacia el Oeste si Lily le rogaba con voz ronca que volviera a New Hampshire? Así pues, no tenía ánimos para confesarse a sí mismo que debía llamar a su madre. Vio en su mente la súbita y clara imagen de una hilera de teléfonos públicos bajo sus pantallas de plástico, semejantes a secadores de pelo, y casi inmediatamente retrocedió ante ellos, como si Elroy u otro engendro de los Territorios pudiera surgir del auricular y apretarle la garganta con la mano.

En aquel momento, tres chicas que debían tener uno o dos años más que Jack saltaron de la parte posterior de un Subaru Brat que había entrado a imprudente velocidad en el aparcamiento. Durante un segundo parecieron maniquíes en torpes y elegantes poses de alegría y asombro. Cuando adoptaron posturas más convencionales, las chicas miraron sin curiosidad a Jack y empezaron a peinarse los cabellos. Las desenvueltas princesas de décimo grado, cuyas piernas se veían muy largas dentro de los vaqueros, se taparon la boca al reír, como sugiriendo que la misma risa era motivo de hilaridad. Jack retardó el paso hasta que dio la impresión de ser un sonámbulo. Una de las princesas le echó una ojeada Y murmuró algo a la chica de cabellera castaña que iba a su lado.

Ahora soy diferente —pensó Jack—, ya no soy como ellas. Este Pensamiento le hizo sentir una punzada de soledad.

Un muchacho rubio y rollizo que llevaba un chaleco de ante azul se apeó del asiento del conductor y reunió a las chicas a su alrededor por el sencillo expediente de fingir que no les hacía caso. Debía ser un estudiante del último año y por lo menos el defensa del equipo de fútbol; miró un momento a Jack y después admiró la fachada de las galerías.

—Timmy —llamó la chica alta de cabellos castaños.

—Sí, sí —respondió el muchacho—. Sólo me preguntaba qué huele a mierda por aquí. —Recompensó a las chicas con una sonrisa de superioridad. La de cabellos castaños dirigió una mirada burlona a Jack y dio media vuelta para unirse a sus amigos, que ya cruzaban el asfalto. Las tres chicas siguieron al cuerpo arrogante de Timmy y entraron en las galerías por las puertas de cristal.

Jack esperó a que las figuras de Timmy y su séquito, visibles a través del cristal, se redujeran al tamaño de títeres en el fondo de la larga galería y entonces pisó la placa de metal que abría las puertas.

Un aire frío y predigerido le envolvió.

Surtidores de agua caían desde una fuente que tenía la altura de dos pisos a un gran estanque rodeado de bancos. Tiendas abiertas daban a la fuente en ambos niveles. Un suave hilo musical, así como una peculiar iluminación de tono broncíneo, brotaba del techo color ocre; el olor de palomitas de maíz, que había salido al encuentro de Jack en cuanto las puertas de cristal se cerraron a sus espaldas, emanaba de un antiguo carrito de vendedor ambulante, pintado de rojo y colocado frente a una librería a la izquierda de la fuente, en el nivel inferior. Jack vio inmediatamente que no había ningún cine en el Buckeye Mall. Timmy y sus princesas de piernas largas flotaban hacia arriba por la escalera automática en dirección, según pensó Jack, a un restaurante de comidas rápidas llamado La Mesa del Capitán, situado frente a la escalera. Jack volvió a meter la mano en el bolsillo de los pantalones para tocar el fajo de billetes. La púa de guitarra de Speedy y la moneda del capitán Farren descansaban en el fondo del bolsillo, junto con un puñado de monedas de diez y veinticinco centavos.

En el nivel donde se hallaba Jack, una zapatería embutida entre una confitería y una tienda de licores que anunciaba NUEVAS REBAJAS en bourbon Hiram Walker y Chablis Inglebook le atrajo hacia su larga mesa giratoria repleta de zapatos. El empleado sentado ante la caja registradora se inclinó y miró a Jack tocar los zapatos como si abrigara la clara sospecha de que intentaba robar algo. Jack no conocía ninguna de las marcas exhibidas sobre la mesa, no había Nikes ni Pumas aquí, se llamaban Speedster o Bullseye o Zooms y los pares estaban atados entre sí por los cordones. Eran zapatillas, aunque no especiales para correr. Jack consideró, sin embargo, que le servían y compró el par más barato que había en su número, de lona azul con rayas rojas en zigzag a los lados. El nombre de la marca no se veía en ninguna parte pero no parecían distinguirse de la mayoría de las otras zapatillas. En la caja contó seis billetes de dólar y dijo al empleado que no necesitaba ninguna bolsa.

Se sentó en uno de los bancos de la fuente y se quitó las zapatillas viejas sin molestarse en deshacer los nudos de los cordones. Cuando se puso las nuevas, sus pies casi suspiraron de gratitud. Se levantó del banco y tiró las zapatillas viejas a una papelera negra con un letrero en blanco que decía: NO ENSUCIE LA CIUDAD y debajo, en letras más pequeñas: La tierra es nuestro único hogar.

Jack empezó a caminar sin rumbo por la larga galería inferior, buscando los teléfonos. Ante el carrito de palomitas de maíz entregó cincuenta centavos y recibió una papelina de palomitas frescas empapadas de grasa. El hombre de mediana edad con bombín, bigote de morsa y ligas en las mangas que le vendió las palomitas le dijo que los teléfonos públicos estaban arriba, en la esquina de 31 Sabores, y señaló con un gesto vago la escalera automática más próxima.

Metiéndose palomitas en la boca, Jack subió detrás de una mujer de veintitantos años y otra de más edad con caderas tan anchas que casi tapaban la escalera; ambas llevaban pantalones y chaqueta.

Si Jack saltara desde el interior del Buckeye Mall —o incluso a dos kilómetros o tres de distancia—, ¿temblarían las paredes y se derrumbaría el techo, provocando una lluvia de ladrillos, vigas, altavoces del hilo musical y focos sobre los infortunados que estuvieran dentro? ¿Y acabarían las princesas del décimo grado e incluso el arrogante Timmy, y la mayoría de los otros, con fracturas craneales, miembros cortados y pechos destrozados…? Por un segundo, antes de llegar al final de la escalera automática, Jack vio caer gigantescos trozos de yeso y vigas de metal, oyó el terrible crujido del nivel superior y los gritos que, aunque inaudibles, le parecieron grabados en el aire.

Angola. Rainbird Towers.

Jack sintió que las palmas le escocían y sudaban y se las secó contra los vaqueros.

TREINTA Y UN SABORES despedía una luz blanca e incandescente a su izquierda, y cuando se dirigió hacia allí, vio al otro lado un pasillo que describía una curva. Brillantes baldosas marrones en paredes y suelo; en cuanto la curva del pasillo le ocultó a la vista de quienes se hallaban en el nivel superior, Jack vio tres teléfonos, protegidos en efecto por pantallas de plástico transparente. Enfrente había las puertas de Damas y Caballeros.

Bajo la pantalla del centro, Jack marcó el O, seguido del código local y el número del hotel y jardines de la Alhambra. «¿A cargo de quién?», preguntó la operadora, y Jack contestó:

—Es una llamada a cobrar en destino para la señora Sawyer, habitaciones cuatro cero siete y cuatro cero ocho. De Jack.

Respondió la operadora del hotel y a Jack se le aceleró el corazón. La operadora transfirió la llamada a la suite. El teléfono sonó una, dos, tres veces. Entonces su madre exclamó:

—¡Dios mío, muchacho, qué contenta estoy de oírte! Esta situación de madre en paro es dura para una vejestoria como yo. Echo de menos tu cara taciturna y que me digas cómo debo tratar a los camareros.

—Tienes demasiada clase para la mayoría de camareros, esto es todo —dijo Jack, a punto de llorar de alivio.

—¿Estás bien, Jack? Dime la verdad.

—Claro que estoy bien, muy bien. Sólo quería asegurarme de que tú… bueno, ya sabes.

El teléfono exhaló un suspiro electrónico, una interferencia que sonó como la arena arrastrándose por la playa.

—Me encuentro bien —dijo Lily—, estupendamente. En cualquier caso, no estoy peor, si es esto lo que te preocupa. Supongo que me gustaría saber dónde estás.

Jack titubeó y la interferencia susurró y silbó un momento.

—Ahora estoy en Ohio y muy pronto podré ver a Richard.

—¿Cuándo volverás a casa, Jack-O?

—No lo sé. Ojalá lo supiera.

—No lo sabes. Te juro, muchacho, que si tu padre no te hubiese dado aquel nombre tan tonto… y si me hubieras consultado esto diez minutos antes o diez minutos después…

Una ola creciente de interferencias se llevó su voz y Jack recordó el aspecto que tenía en el salón de té, ojerosa y débil como una vieja. Cuando la interferencia se debilitó, preguntó a su madre:

—¿Tienes problemas con tío Morgan? ¿Te ha molestado?

—Saqué a tu tío Morgan de aquí con el rabo entre las piernas —contestó ella.

—¿Ha estado ahí? ¿Ha venido? ¿Sigue molestándote?

—Me libré de la comadreja dos días después de que te fueras, chiquillo. No pierdas el tiempo pensando en él.

—¿Dijo adonde iba? —le preguntó Jack, pero en cuanto hubo pronunciado las palabras, el teléfono profirió un atormentado alarido electrónico que pareció perforarle la cabeza. Jack hizo una mueca y apartó el auricular de la oreja. El horrible chirrido de la interferencia era tan fuerte que lo hubiese oído cualquiera que transitara por el pasillo. «¡MAMA!», gritó Jack, acercándose el teléfono a la cabeza todo lo que pudo. El chillido aumentó, como si hubieran dado todo el volumen a una radio entre dos estaciones.

La línea enmudeció de repente. Jack pegó el auricular a su oreja y sólo oyó el negro silencio del aire muerto. «Eh», dijo, apretando y soltando el soporte. El silencio total del teléfono parecía oprimirle el oído.

Y de repente, como si al zarandear el soporte la hubiese conjurado, volvió a oír señal para marcar, ahora un oasis de regularidad y cordura, Jack hundió la mano derecha en el bolsillo para buscar otra moneda.

Sostenía torpemente el auricular con la mano izquierda mientras hurgaba con la derecha en el bolsillo y se quedó inmóvil cuando oyó de pronto interrumpirse la señal para marcar.

La voz de Morgan Sloat le habló con tanta claridad como si el bueno de tío Morgan estuviera en el teléfono de al lado.

—Vuelve a casa, Jack, maldita sea, vuelve a casa antes de que tengamos que llevarte nosotros. —La voz de Sloat hendía el aire como un bisturí.

—Espera —dijo Jack, como queriendo ganar tiempo; de hecho, estaba demasiado asustado para saber lo que decía.

—No puedo esperar más, pequeño amigo. Ahora eres un homicida, ¿verdad? Eres un asesino, así que no podemos ofrecerte más oportunidades. Regresa inmediatamente a ese pueblo de New Hampshire. Ahora mismo, o volverás a casa dentro de una bolsa.

Jack oyó el clic del auricular y lo soltó. El teléfono que había usado se estremeció y se desprendió de la pared; durante un segundo colgó de un revoltijo de cables y luego cayó pesadamente al suelo.

La puerta del lavabo de hombres se abrió con un golpe detrás de Jack y una voz chilló: «¡CONDENADA MIERDA!».

Jack se volvió y vio a un muchacho delgado, de unos veinte años, y pelo muy corto, mirar con fijeza uno de los teléfonos. Llevaba un delantal blanco y una corbata de lazo; el dependiente de una de las tiendas.

—Yo no lo he hecho —dijo Jack—. Ha ocurrido, sin más.

—Condenada mierda. —El empleado contempló a Jack durante una fracción de segundo, hizo ademán de echar a correr y se pasó las manos por la coronilla.

Jack retrocedió hasta el pasillo. Cuando estuvo en mitad de la escalera automática, oyó finalmente gritar al empleado:

—¡Señor Olafson! ¡El teléfono, señor Olafson!

Jack huyó.

Fuera, el aire era luminoso y sorprendentemente húmedo. Aturdido, Jack caminó por la acera. A casi un kilómetro del aparcamiento, un coche de policía blanco y negro torció hacia las galerías. Jack tomó una calle lateral y siguió caminando por la acera. Delante de él, una familia de seis miembros pugnaba por hacer pasar una silla de jardín por la siguiente entrada a las galerías. Jack aflojó el paso y observó al marido y la mujer inclinar diagonalmente la larga silla, obstaculizados por los esfuerzos de los niños más pequeños para sentarse en la silla o ayudarles. Por fin, casi en la posición de los izadores de bandera de la famosa fotografía de Iwo Jima, la familia consiguió pasar por la puerta. El coche de policía daba perezosas vueltas por el aparcamiento.

Justo después de la puerta por la que la familia desorganizada había logrado introducir la silla, un hombre negro y viejo estaba sentado en una caja de madera con una guitarra en la falda. Al acercarse Jack lentamente, vio una taza de metal a los pies del hombre. Tenía la cara oculta tras unas grandes y sucias gafas de sol y el ala de un manchado sombrero de fieltro. Las mangas de su chaqueta de algodón estaban tan arrugadas como la piel de un elefante.

Jack caminó hasta el borde de la acera para sortear al hombre y se fijó en un cartel colgado de su cuello en el que había algo escrito en letras mayúsculas, grandes y temblorosas. Unos pasos más allá pudo leerlas.

CIEGO DE NACIMIENTO

SÉ TOCAR CUALQUIER CANCIÓN

DIOS LE BENDIGA

Casi había pasado de largo al hombre de la vieja guitarra cuando le oyó musitar con voz destemplada y jugosa:

—Una moneda.