Capítulo 25
JACK Y LOBO VAN AL INFIERNO
1
Tendrían que saltar desde la planta baja. Jack se concentró en esta idea y no en la cuestión de si podrían saltar o no. Sería más sencillo marcharse desde el dormitorio, pero el exiguo cubículo que compartían él y Lobo se hallaba en el tercer piso, a doce metros del suelo; Jack ignoraba cómo correspondían exactamente la geografía y topografía de los Territorios con la geografía y topografía de Indiana y no quería arriesgarse a romperse la cabeza. Explicó a Lobo lo que harían.
—¿Lo has entendido?
—Sí —contestó Lobo con indiferencia.
—Repítemelo por si acaso, compañero.
—Después del desayuno, cruzo la sala y me meto en el lavabo. Entro en el primer retrete. Si nadie advierte mi ausencia, entrarás tú. Y regresaremos a los Territorios. ¿Esto esto, Jacky?
—Sí, muy bien —dijo Jack, poniendo una mano sobre el hombro de Lobo y apretándolo. Lobo sonrió débilmente. Jack titubeó antes de añadir—: Siento haberte metido en esto. Todo ha sido culpa mía.
—No, Jack —protestó, generoso. Lobo—. Probaremos esto… Quizá… —Un fugaz destello de esperanza pareció brillar en los ojos de Lobo.
—Sí —dijo Jack—, quizá.
2
Jack estaba demasiado asustado y excitado para desayunar, pero pensó que si no comía podía llamar la atención, así que se atiborró de huevos y patatas, que sabían a serrín, e incluso engulló un grasiento trozo de tocino ahumado.
Por fin el tiempo había aclarado, después de helar la noche anterior; las piedras del Campo Lejano serian como pedazos de escoria incrustadas en plástico endurecido.
Llevaron los platos a la cocina.
Se permitió a los muchachos volver a la sala mientras Sonny Singer, Héctor Bast y Andy Warwick iban a buscar la orden del día.
Se sentaron, sin saber qué hacer. Pedersen tenía un ejemplar nuevo de la revista publicada por la organización de Gardener, El sol de Jesús, y empezó a hojearla mientras vigilaba de vez en cuando a los chicos.
Lobo dirigió a Jack una mirada inquisitiva y éste asintió. Lobo se levantó y salió a paso lento de la habitación. Pedersen alzó la vista, vio a Lobo cruzar la sala y entrar en los lavabos y volvió a su revista.
Jack contó hasta sesenta y entonces se obligó a contar hasta sesenta una vez más. Fueron los dos minutos más largos de su vida. Tenía un miedo terrible de que Sonny y Heck volvieran a la sala y dieran a todos los chicos la orden de ir hacia los camiones, ya que quería ir al lavabo antes de que esto ocurriera. Pero Pedersen no era tonto y si Jack seguía a Lobo demasiado de cerca, podía sospechar algo.
Por fin se levantó y se encaminó hacia la puerta, que se le antojaba muy distante; sus pesados pies no parecían avanzar; era como una ilusión óptica.
Pedersen levantó la vista.
—¿Adonde vas, mocoso?
—Al lavabo —contestó Jack. Tenía la lengua seca. Había oído decir que a la gente se le secaba la boca por el miedo, pero no la lengua.
—Llegarán dentro de un minuto —dijo Pedersen, indicando con la cabeza el final del pasillo, donde estaban las escaleras que bajaban a la capilla, el estudio y el despacho de Gardener—. Será mejor que esperes y riegues el Campo Lejano.
—Tengo que cagar —contestó Jack, a la desesperada. Claro. Y quizá tú y el idiota de tu amigo os meneáis un poco las colitas antes de empezar el día. Sólo para animaros. Vuelve a sentarte.
—Bueno, pues ve de una vez —contestó Pedersen de mal humor—. No te quedes ahí gimoteando.
Volvió a su revista y Jack cruzó la sala y entró en el lavabo.
3
Lobo había escogido el retrete equivocado, el del centro de la hilera; sus zapatos eran inconfundibles bajo la puerta. Jack la empujó y entró. Apenas cabían y Jack percibió el fuerte olor animal de Lobo.
—Está bien —dijo—. Intentémoslo.
—Jack, tengo miedo. Jack rió con nerviosismo.
—Yo también.
—¿Cómo lo haré…?
—No lo sé. Dame las manos. —Esto parecía un buen comienzo.
Lobo puso sus manos peludas —garras, casi— en las manos de Jack y éste sintió fluir hacia sí una extraña fuerza. Por lo visto, la fuerza de Lobo aún no se había extinguido, sino sólo ocultado, como se oculta bajo tierra un manantial en una estación de calor extraordinario.
Jack cerró los ojos.
—Quiero volver —dijo—. Quiero volver. Lobo. ¡Ayúdame!
—Ya lo hago —jadeó Lobo—. ¡Ojalá pudiera! ¡Lobo!
—Aquí y ahora.
—¡Aquí y ahora mismo!
Jack apretó más las manos —garras— de Lobo. Se olía a lejía. Oyó pasar un coche por alguna parte. Sonó un teléfono. Pensó: Estoy bebiendo el zumo mágico. Lo bebo en mi imaginación, aquí y ahora mismo lo estoy bebiendo, puedo percibir su olor, su color morado, su densidad y rareza; noto su sabor, noto que se me contrae la garganta…
Cuando el sabor le llegó a la garganta, el mundo osciló bajo sus pies y a su alrededor. Lobo exclamó:
—¡Jacky, funciona!
Esto le distrajo de su profunda concentración y por un momento fue consciente de que era sólo un truco, como tratar de conciliar el sueño contando ovejas, y el mundo volvió a inmovilizarse. Olió de nuevo a lejía. Oyó una voz plañidera contestando al teléfono: «Sí, diga, ¿quién es?».
No importa, no es un truco, no lo es en absoluto… Es magia. Es magia y lo hice cuando era pequeño y puedo volver a hacerlo, Speedy lo dijo, aquel cantante ciego Bola de Nieve lo dijo también, EL ZUMO MÁGICO ESTA EN MI MENTE…
Ejerció presión hacia abajo con todas sus fuerzas, con toda la fuerza de su voluntad… y la facilidad con que saltaron fue increíble, como si un puñetazo dirigido contra algo que parecía granito diera contra un decorado de cartón piedra y el golpe con que uno temía romperse todos los nudillos no encontraba la menor resistencia.
4
Jack, con los ojos muy cerrados, sintió que el suelo se resquebrajaba bajo sus pies… y luego desaparecía completamente.
Oh, mierda, al final vamos a caer en el vacío, pensó con desaliento.
Pero no fue una caída, sino un resbalón sin importancia. Un momento después él y Lobo se hallaban de pie sobre una superficie firme: tierra en vez de las duras baldosas del retrete.
Un tufo de azufre se mezclaba con el hedor de una cloaca. Era un vaho mortífero y Jack pensó que significaba el final de toda esperanza.
—¡Jason! ¿Qué es este olor? —gimió Lobo—. ¡Oh, Jason, este olor, no puedo quedarme aquí, Jacky, no puedo…!
Jack abrió los ojos de par en par. En el mismo instante Lobo le soltó las manos y avanzó a tientas, con los ojos todavía bien cerrados. Jack vio que los pantalones anchos de Lobo y su camisa a cuadros habían sido reemplazados por el mono Oshkosh con que Jack había conocido al corpulento pastor. Las gafas de John Lennon habían desaparecido. Y…
… y Lobo avanzaba a tientas hacia el borde de un precipicio que estaba a menos de un metro.
—¡Lobo! —Se abalanzó sobre él y le abrazó por la cintura—. ¡Lobo, no!
—Jacky, no puedo quedarme —gimió Lobo—, es el Pozo, uno de los Pozos, Morgan hizo estos lugares, oh, oí decir que Morgan los había hecho, puedo olerlo…
—¡Lobo, hay un precipicio, vas a caerte!
Lobo abrió los ojos y quedó horrorizado al ver el humeante abismo que se extendía a sus pies. En sus profundidades, un fuego rojo parpadeaba como ojos infectados.
—Un Pozo —gimió Lobo—. Oh, Jacky, es un Pozo. Ahí abajo hay hornos del Corazón Negro. El Corazón Negro en el centro del mundo. No puedo quedarme, Jacky, es lo peor que puede haber.
El primer pensamiento coherente de Jack mientras él y Lobo permanecían en el borde del Pozo, mirando hacia el infierno o el Corazón Negro en el centro del mundo, fue que la geografía de los Territorios y la de Indiana no era la misma. No había en el Hogar del Sol ningún lugar correspondiente a este abismo, a este horrible Pozo.
Un metro más a la derecha —pensó Jack con súbito terror—. Sólo habría bastado esto, un metro más a la derecha. Y si Lobo hubiera hecho lo que yo le dije…
Si Lobo hubiera hecho lo que Jack le había indicado, habrían saltado desde el primer retrete. Y si hubieran saltado desde allí, habrían caído en este abismo de los Territorios.
Las piernas le flaquearon. Alargó la mano hacia Lobo, esta vez para apoyarse en él.
Lobo le sujetó con expresión ausente y los ojos, que ardían con reflejos anaranjados, muy abiertos. Su mueca revelaba desconcierto y miedo.
—Es un Pozo, Jacky.
Se parecía a la enorme mina abierta de molibdeno que había visitado con su madre durante unas vacaciones en Colorado tres inviernos atrás; habían ido a esquiar a Vail, pero un día hizo demasiado frío para practicar el esquí y habían hecho un recorrido en autobús de la mina de molibdeno de Continental Minerals, en las afueras de la pequeña localidad de Sidewinder.
—Para mí es como el infierno, Jacky-O —le dijo ella, con la cara, soñadora y triste, vuelta hacia la ventanilla enmarcada de escarcha del autobús—. Me gustaría que cerrasen todos estos lugares. Extraen fuego y destrucción de la tierra. Es el infierno, no cabe duda.
Gruesas y tortuosas enredaderas de humo se elevaban desde el fondo del Pozo, cuyos lados estaban veteados por gruesos filones de un metal verde y venenoso. Quizá medía un kilómetro y medio de diámetro. Un camino descendente dibujaba una espiral en su circunferencia interior. Jack podía ver figuras subiendo y bajando trabajosamente por este camino.
Era una especie de prisión, del mismo modo que e] Hogar del Sol era una prisión, y éstos eran los prisioneros y sus guardianes. Los primeros iban desnudos y tiraban por parejas de unos carros llenos de enormes trozos de aquel minera] verde y grasiento. Sus rostros estaban marcados por hondos surcos de dolor, ennegrecidos por el hollín y salpicados de llagas rojas y profundas.
Los guardianes subían o bajaban a su lado y Jack vio con sorda estupefacción que no eran humanos; en ningún sentido podían llamarse así. Sus cuerpos eran retorcidos y gibosos, tenían garras en vez de manos y las orejas puntiagudas como las de mister Spock. ¡Pero si son gárgolas! —pensó—. Todos esos monstruos espantosos de las catedrales francesas (mamá tenía un libro y yo temí que tuviéramos que ver a las de todo el país, pero lo dejó cuando sufrí una pesadilla y mojé la cama…) ¿procedían de aquí? ¿Les había visto alguien aquí? ¿Alguien de la Edad Media que saltó, vio este lugar y pensó que había tenido una visión del infierno?
Pero esto no era una visión.
Las gárgolas empuñaban látigos y Jack oyó los restallidos por encima del ruido de las ruedas y el fragor de las rocas que se resquebrajaban continuamente bajo un calor tremendo y constante. Mientras él y Lobo los observaban, una yunta de hombres se detuvo cerca del fin del camino en espiral, con las cabezas bajas, los tendones de sus cuellos en fuerte relieve y las piernas trémulas por el agotamiento.
El monstruo que los vigilaba —un ser retorcido con un taparrabos en tomo a las piernas y una línea de pelos tiesos y ralos que le crecía en la enjuta columna vertebral— descargó el látigo primero sobre uno y luego sobre el otro, chillándoles en una lengua estridente que pareció martillear clavos plateados de dolor en la cabeza de Jack. Vio las mismas bolas de metal plateado que decoraban el látigo de Osmond y antes de que pudiera parpadear, el brazo de un prisionero quedó abierto por una herida y el cuello del otro, convertido en jirones de piel.
Los hombres gimieron y se inclinaron todavía más hacia delante, mientras su sangre se oscurecía en las tinieblas amarillentas. El monstruo chillaba y farfullaba, con el brazo derecho, de un gris metálico, arqueado para descargar el látigo sobre las cabezas de los esclavos. Con una temblorosa sacudida final, arrastraron el carro hasta el borde del camino, llegando a terreno plano. Uno de ellos cayó de rodillas, exhausto, y el movimiento del carro hacia delante le derribó y una de las ruedas le pasó por encima de la espalda. Jack oyó el crujido de la columna vertebral del prisionero al romperse, un sonido semejante al pistoletazo del arbitro al iniciarse una carrera.
La gárgola gritó de rabia cuando el carro se tambaleó y cayó de costado, vaciando su carga en el árido y resquebrajado terreno del borde del Pozo. Llegó en dos grandes zancadas hasta donde yacía el prisionero caído y levantó el látigo. Entonces el hombre moribundo volvió la cabeza y miró a los ojos de Jack Sawyer.
Era Ferd Janklow.
Lobo también le vio.
Se buscaron las manos.
Y saltaron de nuevo.
5
Estaban en un lugar pequeño y cerrado —de hecho era un retrete— y Jack apenas podía respirar porque los brazos de Lobo le rodeaban en un asfixiante abrazo. Y tenía un pie empapado; de algún modo, al saltar había metido un pie en la taza del retrete. Oh, fantástico. Cosas como ésta no suceden nunca a Conan el Bárbaro, pensó Jack con desaliento.
—Jack, no, Jack, no, el Pozo, era el Pozo, no, Jack…
—¡Basta! ¡Basta, Lobo! ¡Ya hemos vuelto!
—No, no, n…
Lobo se interrumpió y abrió lentamente los ojos.
—¿Vuelto?
—En efecto, aquí y ahora mismo, así que suéltame, me estás rompiendo las costillas y, además, tengo el pie metido en el maldito…
La puerta del pasillo que daba al lavabo se abrió con tanta fuerza que golpeó la pared de azulejos y el panel de cristal escarchado cayó y se hizo trizas.
Se abrió de improviso la puerta del retrete. Andy Warwick echó una ojeada y pronunció dos palabras llenas de furia y desprecio:
—Condenados maricas.
Agarró al aturdido Lobo por la pechera de la camisa a cuadros y lo sacó afuera. Los pantalones de Lobo se engancharon al portarrollos de acero y lo arrancaron de la pared. El rollo de papel se desprendió y rodó por el suelo. Warwick lanzó a Lobo contra los lavabos, cuya altura era la justa para golpearle los genitales. Lobo cayó al suelo, con las manos en la parte dolorida.
Warwick se volvió hacia Jack y Sonny Singer apareció en la puerta del retrete. Alargó la mano y cogió a Jack por la camisa.
—Ven aquí, maric… —empezó Sonny y ya no pudo continuar. Desde que él y Lobo habían sido encarcelados en este lugar, Jack tenía siempre delante de los ojos a Sonny Singer. Sonny Singer, cuyo rostro oscuro y taimado quería parecerse lo más posible a Sol Gardener (y cuanto antes, mejor), Sonny Singer, que había acuñado el encantador epíteto de mocoso, Sonny Singer, de quien había surgido sin duda la idea de mear en sus camas.
Jack lanzó un derechazo, no describiendo un arco al azar, al estilo de Heck Bast, sino simple y directamente desde el codo. Su puño se estrelló contra la nariz de Sonny. Se oyó un crujido y Jack sintió un momento de satisfacción tan perfecta que le pareció sublime.
—Ahí tienes —gritó. Sacó el pie del retrete y, con una gran sonrisa, habló en su mente a Lobo con toda la intensidad de que fue capaz:
No nos van tan mal las cosas, Lobo… Tú rompiste la mano de un bastardo y yo he fracturado la nariz, de otro.
Sonny se tambaleó hacia atrás, chillando, con sangre chorreándole entre los dedos.
Jack salió del retrete con los puños por delante en una imitación bastante ajustada de John L. Sullivan.
—Ya te dije que te guardaras de mí, Sonny. Ahora voy a enseñarte a decir aleluya.
—¡Heck! —gritó Sonny—. ¡Andy! ¡Casey! ¡Quien sea!
—Sonny, pareces asustado —dijo Jack—. No sé por qué…
Y entonces algo —algo semejante a un montón de ladrillos— le cayó sobre la nuca, lanzándole contra uno de los espejos que había encima de los lavabos. Si hubiera sido de cristal, se habría roto e infligido graves cortes a Jack, pero todos los espejos eran de acero bruñido. No podía haber suicidios en el Hogar del Sol.
Jack pudo levantar un brazo y amortiguar un poco el golpe, pero aún estaba aturdido cuando se volvió y vio a Heck Bast sonriéndole. Le había golpeado con el vendaje enyesado de su mano derecha.
Mientras miraba a Heck, Jack tuvo una súbita y espantosa intuición. ¡Eras tú!
—Me ha dolido mucho —dijo Heck, sosteniendo con su mano izquierda la derecha enyesada—, pero ha merecido la pena, mocoso. —Dio un paso hacia delante.¡Eras tú! Tú estabas con Ferd en el otro mundo, dándole latigazos hasta matarlo. ¡Tú eras la gárgola, era tu Gemelo!
Una rabia tan caliente como la vergüenza invadió a Jack. Cuando Heck se puso a su alcance, Jack se apoyó en el lavabo, agarró fuertemente el borde con ambas manos y levantó los dos pies, que fueron a parar directamente contra el pecho de Heck Bast y lo lanzaron, tambaleándose, contra el retrete abierto. El zapato que había regresado a Indiana metido en una taza de water dejó una marca muy clara en el suéter blanco de Heck. Éste cayó sentado en el retrete con un chapoteo, y una expresión de total aturdimiento se reflejó en su rostro. El brazo enyesado chocó con un ruido sordo contra la porcelana.
Ahora irrumpían otros muchachos. Lobo intentaba levantarse; los pelos le colgaban sobre la cara. Sonny, con la mano todavía sobre la nariz ensangrentada, se acercaba a él para derribarle con un puntapié.
—Sí, atrévete a tocarle, Sonny —dijo Jack en voz baja y Sonny se apartó.
Jack cogió a Lobo por los brazos y le ayudó a ponerse en pie. Vio como en un sueño que Lobo había regresado más peludo que antes. Todo esto le ha sometido a una tensión demasiado fuerte. Está provocando el cambio en él y por Dios que no parece que vaya a terminar nunca… nunca…
Él y Lobo retrocedieron ante los demás —Warwick, Casey, Pedersen, Peabody, Singer— hacia el fondo de los lavabos. Heck ya salía del retrete al que Jack le había lanzado con los pies y Jack se fijó en otro detalle: habían saltado desde el cuarto retrete de la hilera y Heck Bast estaba saliendo del quinto. En el otro mundo se habían movido lo justo para volver al retrete contiguo.
—¡Estaban jodiendo ahí dentro! —chilló Sonny, con voz ahogada y nasal—. ¡El retrasado y el guapito! ¡Warwick y yo les hemos sorprendido con las pollas fuera!
Las nalgas de Jack tocaron las frías baldosas. No había lugar hacia donde huir. Soltó a Lobo, que se desplomó, y levantó los puños.
—Venga —dijo—, ¿quién es el primero?
—¿Vas a pelear con todos nosotros? —preguntó Pedersen.
—Si tengo que hacerlo, lo haré —replicó Jack—. ¿Cuál es vuestro propósito? ¿Atarme a una yunta por amor a Jesús? ¡Adelante!
Un destello de inquietud en la cara de Pedersen; una mueca de auténtico temor en la de Casey. Se detuvieron… se detuvieron de verdad. Jack sintió un momento de esperanza loca e irracional. Los chicos le miraban fijamente con la alarma de los hombres que miran a un perro rabioso al que pueden matar… pero que antes puede morder a alguien.
—Apartaos, muchachos —dijo una voz potente y serena y todos se apartaron de buena gana, con los rostros iluminados por el alivio. Era el reverendo Gardener. El reverendo Gardener sabría cómo solucionar esto.
Se acercó a los muchachos acorralados, vestido esta mañana con pantalones grises y una camisa de satén blanco y mangas amplias, casi byronianas. En la mano sostenía la funda negra de la aguja hipodérmica.
Miró a Jack y suspiró.
—¿Sabes lo que dice la Biblia sobre la homosexualidad, Jack? Jack le enseñó los dientes.
Gardener asintió con tristeza, como si no hubiera esperado otra cosa.
—En fin, todos los chicos son malos —dijo—. Es un axioma. Abrió la funda. La aguja centelleó.
—Creo, sin embargo, que tú y tu amigo habéis hecho algo aún peor que la sodomía —continuó Gardener con voz apesadumbrada—. Quizá ir a lugares reservados para vuestros superiores.
Sonny Singer y Heck Bast intercambiaron una mirada de inquietud y sobresalto.
—Creo que algo de esta maldad… de esta perversidad… ha sido culpa mía. —Sacó la aguja, la miró y luego extrajo del bolsillo una ampolla. Dio la funda a Warwick y llenó la ampolla—. Nunca he creído en obligar a confesar a mis muchachos, pero sin confesión no puede haber decisión para Cristo y sin ninguna decisión para Cristo, el mal continúa creciendo. Así pues, aunque lo lamento mucho, creo que ha concluido la hora de preguntar y llegado la hora de exigir en nombre de Dios. Pedersen. Peabody. Warwick. Casey. ¡Sujetadles!
Los muchachos se abalanzaron como perros amaestrados al oír la orden. Jack consiguió dar un puñetazo a Peabody antes de que le cogieran y sujetaran las manos.
—¡.Dé-je-me pe-gar-le! —gritó Sonny con su voz nueva y apagada. Se abrió paso a codazos entre sus compañeros; los ojos le brillaban de odio—. ¡Quie-ro pe-gar-le!
—Ahora no —dijo Gardener—. Más tarde, quizá. Rezaremos por ello, ¿eh, Sonny?
—Si. —El brillo de los ojos de Sonny era ahora positivamente febril—. Re-za-ré por ello to-do el día.
Como un hombre que por fin se despierta de un sueño muy largo, Lobo gruñó y miró a su alrededor. Vio a Jack sujeto por unos brazos, vio la aguja hipodérmica y apartó de Jack el brazo de Pedersen como si se tratara del brazo de un niño. Un rugido de fuerza sorprendente irrumpió de su garganta.
—¡No! ¡SOLTADLE!
Gardener bailó hacia la espalda de Lobo con una gracia alada que recordó a Jack los movimientos de Osmond cuando se encaró con el carretero en aquella fangosa era. La aguja centelleó y se hundió. Lobo se volvió en redondo, gritando como si le hubieran pinchado… y esto era exactamente lo que acababa de ocurrirle. Hizo un ademán para apoderarse de la aguja, pero Gardener esquivó su mano con agilidad.
Los chicos, que habían contemplado la escena con el aturdimiento propio del Hogar del Sol, empezaron a correr hacia la puerta, alarmados. No querían estar cerca de Lobo en este momento de furia.
—¡SOLTADLE! Sol… sol… soltad…
—¡Lobo!
—Jack… Jacky…
Lobo le miraba con ojos perplejos que, como extraños caleidoscopios, cambiaron del avellana al anaranjado y por fin a un rojizo turbio. Alargó hacia Jack las manos peludas y entonces Héctor Bast se le aproximó por la espalda y le derribó de un golpe.
—¡Lobo! ¡Lobo! —Jack le miró fijamente con ojos húmedos y furiosos—. Sí le has matado, hijo de perra…
—Shhhh, señor Jack Parker —murmuró Gardener a su oído y Jack sintió el pinchazo de la aguja en la parte superior del brazo—. Tranquilo ahora. Vamos a llevar algo de sol a tu alma. Y quizá entonces veremos si te gusta arrastrar un pesado carro por el camino en espiral. ¿Puedes decir aleluya?
Aquella palabra le acompañó hasta el abismo oscuro de la inconsciencia.
Aleluya… aleluya… aleluya…