Capítulo 47
FIN DEL VIAJE
1
Cuando llegaron a su destino, el largo viaje desde California a Nueva Inglaterra pareció haberse desarrollado en una sola y dilatada tarde. Una tarde que duró días enteros, un atardecer que tal vez duró toda una vida, rebosante de crepúsculos, emociones y música. Grandes y rodantes bolas de fuego… —pensó Jack—; las he dejado realmente atrás. Miró por segunda vez en media hora, según calculó, el pequeño y discreto reloj del salpicadero… y descubrió que habían transcurrido tres horas. ¿Sería siquiera el mismo día? Corre a través de la jungla resonaba en el aire; Lobo movía la cabeza al ritmo de la canción, sonriendo sin cesar, encontrando de modo infalible las mejores carreteras; por la ventanilla posterior se veía todo el cielo dividido en grandes franjas del color del crepúsculo, púrpura, azul y el rojo especial, profundo e intenso del sol poniente. Jack podía recordar todos los pormenores de este larguísimo viaje, cada palabra, cada comida, cada tono de la música de Zoot Sims o John Fogerty, o sencillamente a Lobo deleitándose con los ruidos del aire, pero el verdadero lapso de tiempo se reducía en su mente a una concentración parecida a la de un diamante. Dormía en el blando asiento trasero y abría los ojos a la luz o la oscuridad, al sol o a las estrellas. Entre las cosas que recordaba con nitidez especial cuando hubieron entrado en New Hampshire y el Talismán volvió a resplandecer, señalando el regreso del tiempo normal —o quizá el regreso del tiempo en sí para Jack Sawyer— figuraban los rostros de la gente que miraba hacia el asiento posterior del El Dorado (en aparcamientos, un marinero y una chica de cara redonda sentados en un descapotable ante un semáforo en una soleada localidad de lowa, un flaco muchacho de Ohio vestido de ciclista) para ver si a lo mejor Mick Jagger o Frank Sinatra había decidido visitarles. Pues, no, sólo somos nosotros, amigos. El sueño le vencía una y otra vez. En una ocasión le despertó (¿en Colorado? ¿Illinois?) el sonido de música rock y vio a Lobo haciendo chasquear los dedos mientras conducía con pericia bajo un cielo anaranjado, púrpura y azul, y a Richard leyendo a la luz atenuada del El Dorado un libro sacado de Dios sabía dónde y que era El cerebro de Broca. Richard siempre sabía qué hora era. Jack levantó la vista y se dejó invadir por la música y los colores del ocaso. Lo habían conseguido, lo habían conseguido todo… todo menos lo que deberían hacer en un pequeño pueblo turístico de New Hampshire.
¿Cinco días o una larga tarde de ensueño? Corre a través de la jungla. El saxófono tenor de Zoot Sim diciendo: Escucha una historia para ti. ¿Te gusta, esta historia? Richard era su hermano, era su hermano.
El tiempo volvió para él cuando el Talismán revivió durante el mágico atardecer del quinto día Oatley —pensó Jack el sexto día—, podría haber enseñado a Richard el túnel de Oatley y lo que ha quedado del Bar. Podría haber indicado el camino a Lobo… pero no quería volver a ver Oatley, no había satisfacción ni placer en ello. Y ahora era consciente de lo cerca que estaban y de lo mucho que habían viajado mientras él se deslizaba a través del tiempo como una pluma. Lobo les había conducido a la ancha arteria de la I-95, que cruzaba Connecticut, y Playa de Arcadia se hallaba a pocos estados de distancia, en la dentellada costa de Nueva Inglaterra. A partir de ahora Jack contaría los kilómetros y también los minutos.
2
A las cinco y cuarto de la tarde del 21 de diciembre, unos tres meses después de que Jack Sawyer encaminara sus pasos —y sus esperanzas— hacia el oeste, un Cadillac negro, modelo El Dorado, entró en la avenida de grava del hotel Jardines de la Alhambra en el pueblo llamado Playa de Arcadia, New Hampshire. En el oeste, la puesta de sol era una suave despedida de rojos y naranjas que se tornaban amarillos… azules… y púrpuras intensos. En los jardines, las ramas desnudas entrechocaban bajo un fuerte viento invernal. Entre ellas, aún no hacía una semana, se había erguido un árbol que atrapaba y comía animales pequeños: ardillas listadas, pájaros, el gato hambriento del conserje del hotel. Este pequeño árbol había muerto de repente. Las otras cosas que crecían en el jardín, aunque parecían esqueletos, aún conservaban una vida aletargada.
Los neumáticos del El Dorado hacían crujir la grava. Del interior del coche se filtraba, atenuado por los cristales tintados, el sonido del Creedence Clearwater Revival. «La gente que conoce mi magia —cantaba John Fogerty— ha llenado el país de humo».
El Cadillac se detuvo ante la ancha puerta de doble batiente. Al otro lado del umbral sólo había oscuridad. Los faros dobles se apagaron y el largo vehículo se quedó en la sombra; sólo las luces de posición anaranjadas proyectaban un débil resplandor y por el tubo de escape salía un gas blanquecino.
Aquí, al final del día; aquí al atardecer, bajo un cielo resplandeciente de colores en el oeste. Aquí:
Aquí y ahora mismo.
3
La parte posterior del Cadillac estaba iluminada por una luz difusa. El Talismán parpadeaba… pero su resplandor era débil, poco más que el resplandor de una luciérnaga moribunda.
Richard se volvió lentamente hacia Jack. Tenía la cara pálida y asustada. Agarraba el libro de Cari Sagan con ambas manos, estrujando las tapas blandas como una lavandera escurre la ropa.
El Talismán de Richard, pensó Jack, sonriendo.
—Jack, ¿quieres…?
—No —dijo Jack—. Espera hasta que te llame. Abrió la puerta trasera y, cuando ya se apeaba, se volvió a mirar a Richard. Éste permanecía acurrucado en el asiento, estrujando el libro de bolsillo. Parecía deprimido.
Sin pensarlo, Jack volvió a subir al coche y besó a Richard en la mejilla. Richard le echó un momento los brazos al cuello y le abrazó con fuerza. Luego le soltó. Ninguno de los dos dijo nada.
4
Jack se detuvo ante las escaleras que conducían al vestíbulo… y de pronto se volvió hacia la derecha y se acercó un momento al borde de la avenida, donde había una barandilla de hierro. Al otro lado, una pared de rocas agrietadas y escarpadas descendía hasta la playa. Más lejos se perfilaba contra el cielo oscuro la montaña rusa del Divertimundo de Arcadia.
Jack miró hacia el este. El viento que soplaba en los jardines le apartó los cabellos de la frente, echándolos hacia atrás.
Levantó el globo que sostenía, como en una ofrenda al océano.
5
El 21 de diciembre de 1981, un muchacho llamado Jack Sawyer se hallaba donde convergen el agua y la tierra, sosteniendo en las manos un objeto de cierto valor y contemplando el sereno Atlántico nocturno. Aquel día cumplía trece años y, aunque él lo ignoraba, era extraordinariamente guapo. Llevaba los cabellos castaños bastante largos —demasiado largos, quizá—, pero la brisa marina los apartaba de su frente noble y despejada. Permaneció allí pensando en su madre y en las habitaciones de este lugar que habían compartido. ¿Encendería ella una luz allí arriba? Estaba casi seguro de ello.
Jack se volvió; los ojos le centelleaban a la luz del Talismán.
6
Lily deslizó la mano temblorosa y esquelética a lo largo de la pared, buscando el interruptor. Lo encontró y encendió la luz. Cualquiera que la hubiese visto en aquel momento, no la habría reconocido. En la última semana el cáncer había empezado a ganar terreno en su interior, como intuyendo que se aproximaba algo que podía robarle su diversión. Lily Cavanaugh pesaba ahora treinta y cinco kilos. Su piel opaca se había apergaminado. Las oscuras ojeras eran ya de color negro y los ojos miraban desde el fondo de las órbitas con una inteligencia exhausta y febril. Se había quedado sin pechos y sin carne en los brazos. Sus nalgas y la parte posterior de sus muslos habían empezado a llagarse.
Y esto no era todo. En el curso de la última semana había contraído una grave pulmonía.
En su estado de debilidad era, por supuesto, muy propensa a aquella o a cualquier otra enfermedad respiratoria. Podría haberla contraído incluso en las mejores circunstancias… las cuales no concurrían ahora precisamente. Hacía algún tiempo que los radiadores del Alhambra no emitían sus ruidos nocturnos. No estaba segura de cuánto tiempo, porque éste se había convertido para ella en un concepto tan confuso e indefinible como para Jack en el El Dorado. Sólo sabía que el calor había cesado la misma noche que había roto de un puñetazo el cristal de la ventana, ahuyentando a la gaviota que se parecía a Sloat.
Desde aquella noche, el Alhambra se había convertido en una nevera. Una cripta en la que no tardaría en morir.
Si Sloat era responsable de lo ocurrido en el Alhambra, había hecho un buen trabajo. Todos se habían ido. Todos. Ninguna camarera empujaba los desvencijados carritos por los pasillos. Ningún empleado de la limpieza silbaba por las habitaciones. El conserje de voz obsequiosa tampoco estaba; Sloat se los había metido en el bolsillo y llevado con él.
Cuatro días antes —cuando no pudo encontrar en su habitación lo suficiente para satisfacer su exiguo apetito— había bajado de la cama y caminado a duras penas por el pasillo hasta el ascensor. Se llevó una silla en esta expedición para sentarse en ella de vez en cuando, exhausta, con la cabeza colgando sobre el pecho, o para usarla como punto de apoyo. Tardó cuarenta minutos en recorrer doce metros de pasillo hasta el ascensor.
Pulsó repetidamente el botón de llamada, pero el ascensor no acudió. La luz del botón no se encendió siquiera.
—Maldita sea —murmuró Lily con voz ronca, antes de recorrer otros siete metros hasta las escaleras—. ¡Eh! —gritó y entonces tuvo un ataque de tos y se agachó sobre el respaldo de la silla.
Quizá no han oído el grito, pero los malditos tienen que haberme oído toser hasta vomitar lo que me queda de mis pulmones, pensó.
Pero nadie acudió.
Gritó dos veces más, sufrió otro ataque de tos y volvió a enfilar el pasillo, que parecía largo como una autopista de Nebraska en un día despejado. No se atrevía a bajar aquellas escaleras; jamás sería capaz de volver a subirlas. Y no había nadie allí abajo, ni en el vestíbulo, ni en el comedor, ni en la cafetería; no había nadie en ninguna parte. Y los teléfonos no funcionaban. Por lo menos, el teléfono de su habitación no funcionaba y no había oído el timbre de ningún otro en todo aquel gran mausoleo. No merecía la pena arriesgarse. No quería morir congelada en el vestíbulo.
—Jack-O —murmuró—, ¿dónde diablos estás…?
Entonces empezó a toser otra vez y con tanta violencia, que se desplomó de lado, desmayada, arrastrando consigo la fea silla de salón, y yació en el frío suelo durante casi una hora y fue seguramente durante aquella hora cuando el cuerpo debilitado de Lily Cavanaugh contrajo la pulmonía. ¡Eh, tú, gran C! ¡Soy el nuevo chico de la manzana! ¡Puedes llamarme gran P! ¡Te desafío hasta la meta!
Consiguió llegar de algún modo a su habitación y desde entonces existió en una espiral de fiebre ascendente, escuchando el sonido cada vez más fuerte de la propia respiración hasta que su mente febril empezó a imaginar sus pulmones como dos acuarios orgánicos en los que traqueteaba una serie de cadenas sumergidas. Y a pesar de todo resistía… resistía porque parte de su cerebro insistía con absurda convicción en que Jack ya había emprendido el camino de regreso a casa.
7
El principio del último coma fue como un hoyo en la arena, un hoyo que empieza a girar como un remolino. El sonido de cadenas sumergidas dentro de su pecho se convirtió en una larga y seca exhalación: jahhhhhhh…
Entonces algo la sacó de aquella espiral ascendente y la impulsó a palpar la pared en la fría oscuridad para buscar el interruptor de la luz. Bajó de la cama. No le quedaban las fuerzas suficientes para hacerlo; un médico se habría reído de semejante idea. Y no obstante, lo hizo. Cayó dos veces sobre la cama, pero al final se puso en pie, con una mueca provocada por el esfuerzo. Buscó a tientas una silla, la encontró y empezó a cruzar con ella la habitación hacia la ventana.
Lily Cavanaugh, Reina de las B, había desaparecido. Ésta era un cadáver viviente, devorado por el cáncer, abrasado por la creciente fiebre.
Llegó a la ventana y se asomó.
Vio allí abajo una figura humana… y un globo resplandeciente.
—¡Jack! —intentó gritar, pero sólo consiguió proferir un ronco murmullo. Levantó la mano e intentó agitarla. La debilidad
(jaaaaahhhhhh…)
se apoderó de ella y tuvo que agarrarse al antepecho de la ventana.
—¡Jack!
De repente, la bola iluminada que sostenía la figura proyectó un brillante destello, iluminando su rostro, y era el rostro de Jack, era Jack, oh, gracias, Dios mío, era Jack. Jack había vuelto a casa.
La figura echó a correr. ¡Jack!
Los ojos hundidos y moribundos brillaron todavía más y unas lágrimas rodaron por las mejillas tirantes y amarillentas.
8
—¡Mamá!
Jack cruzó corriendo el vestíbulo y, al ver la anticuada centralita de teléfonos quemada y negra como por un cortocircuito, la desechó al instante. Había visto a su madre y su aspecto era terrible, como un espantapájaros asomado a la ventana.
—¡Mamá!
Subió a saltos las escaleras, primero de dos en dos escalones y luego de tres en tres, mientras el Talismán despedía un rayo de luz rosada y se apagaba en sus manos.
—¡Mamá!
Corrió por el pasillo hacia sus habitaciones, con los pies volando, y entonces, por fin, oyó su voz, que ahora no era un grito arrogante ni una risa gutural, sino el ronco estertor de un ser que ya está al borde de la muerte.
—¿Jacky?
—¡Mamá!
Jack irrumpió en la habitación.
9
Abajo, en el coche, Richard Sloat miraba muy nervioso por la ventanilla tintada. ¿Qué hacía él aquí, qué hacía Jack aquí? Los ojos le dolían. Forzó la vista para ver las ventanas superiores en el oscuro atardecer. Al inclinarse para mirar hacia arriba, un cegador destello blanco salió de varias ventanas del piso superior, desparramando por toda la fachada del hotel una sábana de luz deslumbrante, momentánea y casi palpable. Richard escondió la cabeza entre las rodillas y gimió.
10
Yacía en el suelo, bajo la ventana… Por fin la vio allí. La cama deshecha, de aspecto polvoriento, estaba vacía, todo el dormitorio, desordenado como el de un niño, parecía vacío… A Jack se le encogió el estómago y se le atascaron las palabras en la garganta. Entonces el Talismán lanzó uno de sus grandes destellos luminosos, convirtiendo toda la habitación durante un segundo en un espacio blanco, puro e incoloro. Ella suspiró: «¿Jacky?» una vez más y él gritó: «¡MAMA!», al verla arrugada bajo la ventana como una envoltura de caramelo. Finos y lacios sus cabellos se desparramaban sobre la sucia alfombra del dormitorio. Sus manos parecían diminutas garras de animal, pálidas y temblorosas.
—¡Oh, Dios mío, mamá, oh, cielos, oh, no! —farfulló Jack, cruzando la habitación sin dar ningún paso, flotando, nadando a través del revuelto y helado dormitorio en un instante que se le antojó nítido como la imagen de una placa fotográfica. Los cabellos de su madre se extendían sobre la mugrienta alfombra, así como sus pequeñas manos nudosas.
Respiró el denso olor de la enfermedad, de la muerte cercana. Jack no era médico y desconocía casi todas las dolencias que aquejaban al cuerpo de Lily, pero sabía una cosa: su madre estaba moribunda, la vida se le escapaba por rendijas invisibles y le quedaba muy poco tiempo. Había murmurado dos veces su nombre y esto era todo lo que le permitiría la vida que aún conservaba. Empezando a llorar, Jack puso la mano sobre su cabeza desmayada y colocó el Talismán en el suelo, junto a ella.
Sus cabellos estaban llenos de arena y su cabeza ardía.
—Oh, mamá, mamá —dijo Jack, pasando las manos por debajo de su cuerpo. Aún no podía verle la cara. A través del fino camisón, la cadera quemaba al tacto como la puerta de una estufa y, bajo la otra mano de Jack, el hombro izquierdo latía con el mismo calor. Ya no tenía cómodas almohadillas de carne sobre los huesos… y por un loco instante de tiempo en suspenso la vio como una niña pequeña y sucia, abandonada inexplicablemente en su enfermedad. Lágrimas repentinas brotaron de los ojos de Jack. La levantó y fue como recoger un montón de ropa. Jack gimió. Los brazos de Lily cayeron exánimes, sin gracia.
(Richard)
Richard no le había parecido… tan enfermo, ni siquiera cuando lo llevaba a cuestas como una cascara vacía al bajar por la última colina hacia el envenenado Point Venuti. En aquellos momentos estaba lleno de granos y ronchas y también él ardía de fiebre. Sin embargo, Jack comprendió con una especie de terror irracional que en Richard había habido más vida, más sustancia de la que poseía ahora su madre. Aun así, le había llamado por su nombre.
(y Richard había estado a punto de morir)
Le había llamado por su nombre; Jack se aferraba a esto. Había conseguido llegar a la ventana y llamarle dos veces. Era imposible, inconcebible, inmoral imaginar que podía morirse. Uno de sus brazos colgaba como un alga a punto de ser segada por una hoz… el anillo de boda se le había caído del dedo. Jack lloraba de un modo continuo, irrefrenable, inconsciente.
—Todo irá bien, mamá —dijo—, todo irá bien ahora, todo irá bien.
Del cuerpo exánime que llevaba en brazos emanó una vibración que podía ser de asentimiento.
La colocó suavemente sobre la cama y ella rodó hacia un lado, ingrávida. Jack apoyó una rodilla en el lecho y se inclinó sobre ella. Los cabellos lacios se habían apartado de la cara.
11
En una ocasión, al principio de su viaje, había visto durante un vergonzoso momento a su madre como una mujer vieja, una anciana decrépita y exhausta en un salón de té. En cuanto la hubo reconocido, la ilusión se desvaneció y Lily Cavanaugh Sawyer recobró su identidad intemporal. Porque la Lily Cavanaugh verdadera y real no podía envejecer nunca… sería eternamente una rubia con una sonrisa irónica y una expresión temeraria en el rostro. Ésta era la Lily Cavanaugh cuya imagen en la valla publicitaria había fortalecido el corazón de su hijo.
La mujer que yacía en el lecho no se parecía apenas a la del anuncio. Las lágrimas cegaron momentáneamente a Jack.
—Oh, no, no, no —murmuró, poniendo la palma sobre la mejilla amarillenta de su madre.
No daba la impresión de tener la fuerza suficiente para levantar la mano y Jack le cogió la pobre mano parecida a una garra diminuta, tirante, seca y descolorida.
—Por favor, por favor, no, no… —Ni siquiera podía permitirse decirlo.
Y entonces comprendió el gran esfuerzo que había realizado esta mujer agotada. Comprendió con una sobrecogedora oleada de intuición que le había buscado. Su madre había presentido su llegada, confiado en su regreso y, de un modo que debía estar relacionado con el propio Talismán, conocido el momento de este regreso.
—Estoy aquí, mamá —susurró. Un coágulo húmedo taponó la nariz de Jack, que se la limpió sin ceremonia con la manga de la chaqueta.
Comprendió por primera vez que todo su cuerpo temblaba.
—Lo he traído —dijo. Experimentó un segundo de orgullo absoluto y radiante, de puro triunfo—. He traído el Talismán —añadió.
Dejó con suavidad su mano minúscula sobre la colcha.
En el suelo, junto a la silla, donde lo había posado (con la máxima dulzura), el Talismán continuaba emitiendo su resplandor, pero éste era débil, vacilante, turbio. Había curado a Richard haciendo rodar simplemente el globo a lo largo del cuerpo de su amigo y hecho lo mismo con Speedy. Pero esta vez sería distinto, lo sabía, aunque ignoraba cómo iba a ser… a menos que lo supiera y no quisiera creerlo.
No podía en modo alguno romper el Talismán, ni siquiera para salvar la vida de su madre… esto sí que lo sabía.
Ahora el interior del Talismán se fue llenando lentamente de una blancura lechosa. Los reflejos se fundieron en uno y se convirtieron en una sola luz continua. Jack puso las manos sobre él y el Talismán despidió un muro de luz cegadora, ¡un arco iris!, que casi pareció hablar. ¡POR FIN!
Jack cruzó de nuevo la habitación hasta la cama, mientras el Talismán proyectaba una luz danzante que enfocaba el suelo, la pared y el techo e iluminaba la cama a intervalos deslumbradores.
En cuanto Jack se detuvo junto al lecho de su madre, la textura del Talismán pareció cambiar sutilmente bajo sus dedos: Su dureza cristalina cambió de algún modo, volviéndose menos resbaladiza, más porosa. Las yemas de sus dedos casi parecían hundirse en el Talismán. Su turbio interior burbujeó y se oscureció.
Y en este momento Jack experimentó un sentimiento fuerte —apasionado, en realidad— que hubiese considerado imposible el día en que realizó su primera excursión a los Territorios. Supo que de una forma imprevista el Talismán, el objeto de tanta sangre y aventura, iba a sufrir una alteración. Iba a cambiar para siempre y él iba a perderlo. El Talismán ya no sería suyo. Su piel clara se enturbiaba también y toda su bella superficie estriada y grávida se estaba ablandando. Al tacto ya no era cristal, sino plástico caliente.
Jack se apresuró a poner el cambiante Talismán en manos de su madre. El Talismán conocía su misión; había sido hecho para este momento; había sido creado en una fabulosa herrería para satisfacer los requisitos de este momento determinado y de ninguno más.
No sabía qué esperar. ¿Qué ocurriría? ¿Una explosión de luz? ¿Un olor de medicina? ¿El estallido de la creación?
No sucedió nada; su madre continuó nutriéndose, visiblemente, aunque inmóvil.
—Oh, te lo ruego —farfulló Jack—, te lo ruego… mamá… te lo ruego…
El aliento de Jack se solidificó en mitad de su pecho. Una costura, antes una de las estrías verticales del Talismán, se había abierto sin ruido, y por ella salió lentamente una luz que se desparramó por las manos de su madre. Desde el turbio interior de la bola rajada se fue derramando luz a través de la costura abierta.
Fuera sonó la alta y repentina música de los pájaros celebrando su existencia.
12
Sin embargo, Jack tuvo apenas conciencia de ello. Se inclinó, conteniendo el aliento, y observó cómo el Talismán se vaciaba sobre el lecho de su madre. Un resplandor difuso brotaba de su interior. Grietas y chispas de luz le prestaban vida. Los ojos de su madre se movieron.
—Oh, mamá —murmuró Jack—, oh…
Una luz dorada y gris salía a raudales por la abertura del Talismán y se extendía por los brazos de su madre. El rostro amarillento y marchito frunció ligeramente el ceño.
Jack inspiró sin darse cuenta.
(¿Qué?) (¿Música?)
La nube dorada y gris que brotaba del corazón del Talismán se esparcía por el cuerpo de su madre, cubriéndolo con una membrana traslúcida, un poco opaca, que se movía delicadamente. Jack vio deslizarse esta trama líquida por el hundido pecho de Lily y por sus piernas huesudas. Por la costura abierta del Talismán salía un maravilloso aroma junto con la nube dorada y gris, un aroma dulce y no dulce de flores y tierra, espléndido, exuberante; un olor de nacimiento, pensó Jack, aunque nunca había asistido a ninguno. Jack lo inspiró para llenarse de él los pulmones y en medio de este milagro fue visitado por la idea de que él mismo, Jack-O Sawyer, nacía en este minuto… y luego imaginó con un sobresalto apenas perceptible que la abertura del Talismán era como una vagina. (Él, por supuesto, no había visto nunca una vagina y sólo tenía una idea muy rudimentaria de su estructura). Miró directamente la abertura del distendido y deshinchado Talismán.
Ahora adquirió conciencia por primera vez de la increíble algarabía, mezclada en cierto modo con una música tenue, de los pájaros que estaban al otro lado de las ventanas.
(¿Música? ¿Qué…?)
Una pequeña bola coloreada, llena de luz, pasó como una exhalación ante sus ojos, centelleando un momento en la costura abierta y continuando bajo la superficie turbia del Talismán, en el interior gaseoso, inquieto y cambiante donde se sumergió. Jack parpadeó; le había parecido… Le siguió otra y esta vez tuvo tiempo de ver en el globo diminuto las demarcaciones de azul, marrón y verde, las lineas de las costas y minúsculas cordilleras de montañas. Se le ocurrió pensar que en aquel mundo diminuto se hallaba un paralizado Jack Sawyer contemplando una mota coloreada aún más diminuta en la cual un Jack-O de la altura de una mota de polvo miraba fijamente un pequeño mundo del tamaño de un átomo. Otro mundo siguió a los dos primeros, girando hacia dentro, hacia fuera, hacia dentro y hacia fuera de la nube creciente del interior en el Talismán.
Su madre movió la mano derecha y gimió.
Jack empezó a llorar a lágrima viva. Viviría; ahora ya lo sabía seguro. Todo había salido como Speedy le dijera y el Talismán volvía a infundir vida al cuerpo exhausto y devorado por la enfermedad de su madre, matando el mal que lo consumía. Se inclinó, casi ofreciendo por un instante la imagen de sí mismo besando al Talismán que llenaba su mente. Los aromas de jazmín, hibisco y tierra removida invadieron su nariz. Una lágrima cayó de la punta de su nariz y refulgió como una joya en los rayos de luz del Talismán. Vio un cinturón de estrellas deslizarse frente a la costura abierta, un sol resplandeciente flotando en un vasto espacio negro. Una música parecía llenar el Talismán, la habitación y todo el mundo exterior. El rostro de una mujer, una desconocida, pasó por delante de la costura abierta. También rostros de niños y luego los rostros de otras mujeres… Gruesas lágrimas rodaron por sus mejillas, porque había visto nadar en el Talismán el rostro de su propia madre, las facciones tiernas, confiadas e irónicas de la Reina de medio centenar de películas frívolas. Cuando vio su propia cara flotando entre todos los mundos y vidas que acudían a su nacimiento dentro del Talismán, pensó que estallaría por un exceso de emociones. Se expandió. Respiró luz. Y al final fue consciente de los asombrados ruidos que se producían a su alrededor cuando vio mantenerse abiertos los ojos de su madre durante por lo menos dos benditos segundos…
(porque, vivos como pájaros, vivos como los mundos contenidos en el Talismán, llegaron hasta él los sonidos de trombones y trompetas, los gritos de saxófonos, las voces a coro de ranas, tortugas y tórtolas cantando «La gente que conoce mi magia ha llenado la tierra de humo»; y las voces de Lobos cantando música de Lobo a la luna. El agua azotaba la proa de un buque y un pez azotaba la superficie de un lago con un costado de su cuerpo y un arco iris azotaba el suelo y un muchacho viajero azotaba una gota de saliva para que le indicara la dirección y un niño pequeño azotado fruncía la cara y abría la garganta; y la inmensa voz de una orquesta cantaba con todo su gran corazón macizo; y la habitación se llenó del jirón de humo de una voz única levantándose, levantándose y levantándose por encima de todas estas incursiones sonoras. Los camiones hacían chirriar los frenos y los silbatos de las fábricas resonaban y en alguna parte explotó un neumático y en otra parte se disparó un cohete y un amante susurró: otra vez, y un niño chilló y la voz continuó levantándose y levantándose y durante un rato Jack no se dio cuenta de que no podía ver; pero en seguida recuperó la vista).
Los ojos de Lily se abrieron de par en par. Los fijó en el rostro de Jack con la atónita expresión de quien pregunta: ¿Dónde estoy? Era la expresión de un recién nacido que acaba de entrar en el mundo tras un azote. Entonces se movió con una sacudida y una respiración asombrada…
… y un río de mundos y galaxias y universos inclinados brotó del Talismán en un torrente de colores del arco iris que se metieron en la boca y la nariz de Lily… y permanecieron sobre su piel amarillenta como pequeñas gotas de rocío hasta que la penetraron, fundidos. Por un momento, su madre quedó revestida de una luz radiante…
… por un momento, su madre fue el Talismán.
Toda la enfermedad desapareció de su rostro. No ocurrió como ocurre en una secuencia cinematográfica, sino de repente. Ocurrió en un instante. Estaba enferma… y de pronto sanó. Un saludable tono sonrosado coloreó sus mejillas. El pelo ralo y enredado se convirtió de improviso en una cabellera espesa, suave y exuberante, del color de la miel oscura.
Jack la miró fijamente, mientras ella le contemplaba a su vez.
—¡Oh… oh… DIOS mío…! —murmuró Lily. La luz radiante de arco iris ya se estaba desvaneciendo… pero la salud persistía.
—¿Mamá? —Jack se inclinó y algo parecido al celofán se arrugó entre sus dedos. Era la cascara quebradiza del Talismán. La puso encima de la mesilla de noche, para lo cual tuvo que apartar a un lado varios frascos de medicina. Algunos se cayeron al suelo y se hicieron añicos, pero no importaba. Ya no necesitaría más medicinas.
Posó la cascara con gentil reverencia, sospechando —no, sabiendo— que incluso ella desaparecería muy pronto.
Su madre sonrió. Era una bella sonrisa, satisfecha, algo asombrada… Hola, mundo, ¡aquí estoy otra vez! ¿Qué sabes tú de esto?
—Jack, has vuelto a casa —dijo por fin y se frotó los ojos como para cerciorarse de que no era un espejismo.
—Claro —contestó él. Intentó sonreír y lo logró bastante bien, a pesar de las lágrimas que le bañaban la cara—. Claro que sí.
—Me encuentro… mucho mejor, Jack-O.
—¿De veras? —Jack sonrió, frotándose los ojos húmedos con el lado de la mano—. Me alegro, mamá. Los ojos de ella eran radiantes.
—Abrázame, Jacky.
En una habitación del cuarto piso de un hotel desierto, en la minúscula costa de New Hampshire, un muchacho de trece años llamado Jack Sawyer se inclinó, cerró los ojos y abrazó fuertemente a su madre, sonriendo. Comprendió que le había sido devuelta la vida ordinaria de escuela, amigos, juegos y música, una vida en la que existían escuelas adonde asistir y sábanas limpias entre las cuales poder dormir por las noches, la vida normal de un muchacho de trece años (si la vida de semejante criatura, con su color y plenitud, puede alguna vez considerarse ordinaria). El Talismán había conseguido también esto para él. Cuando se acordó de volverse para mirarlo, el Talismán había desaparecido.