Capítulo 11
LA MUERTE DE JERRY BLEDSOE
1
Tenía seis años… cuando todo empezó a suceder, cuando los motores que en el futuro le llevarían a Oatley y más allá se pusieron en marcha. Se oía una fuerte música de saxófono. Seis. Jacky tenía seis años. Al principio había dedicado toda su atención al juguete que le había dado su padre, un modelo a escala de un taxi londinense; el coche era pesado como un ladrillo y si se le daba un buen empujón, se deslizaba a toda velocidad por los suelos de madera de la nueva oficina. Atardecía, finalizaba el mes de agosto, un bonito coche nuevo circulaba como un tanque por el pavimento de madera, detrás del sofá, y reinaba un ambiente relajado y satisfecho en la oficina refrigerada… El trabajo había tocado a su fin, no más llamadas telefónicas que no podían esperar hasta el día siguiente. Jack empujaba el pesado taxi de juguete por el suelo de madera y oía apenas el ruido de los macizos neumáticos de goma bajo el solo del saxófono. El coche negro chocó contra una de las patas del sofá, giró hacia un lado y se detuvo. Jack se arrastró hasta el otro extremo del sofá para recuperarlo. Su padre tenía los pies sobre la mesa y tío Morgan se había instalado en uno de los sillones del otro lado del sofá. Los dos hombres tenía sendos vasos en la mano; pronto los posarían sobre la mesa, desconectarían el fonógrafo y el amplificador y bajarían para irse en sus coches.
cuando todos teníamos seis años y nadie tenia más ni menos y estábamos en California
—¿Quién toca este saxófono? —oyó preguntar a tío Morgan y, medio en sueños, oyó un nuevo matiz en aquella voz conocida: algo secreto y oculto en la voz de Morgan Sloat se introdujo en el oído de Jacky, que tocó el techo del taxi de juguete y lo encontró frío como si fuera de hielo y no de acero inglés.
—Dexter Gordon, nada menos —contestó su padre con la voz perezosa y cordial de siempre y Jack rodeó con la mano el pesado taxi.
—Buena grabación.
—Papá toca el cuerno. Un buen disco viejo, ¿verdad?
—Tendré que buscarlo. —Y entonces Jack creyó adivinar por qué le sonaba extraña la voz de tío Morgan: a éste no le gustaba realmente el jazz, sólo lo fingía delante del padre de Jacky. Jack conocía este hecho sobre Morgan Sloat desde su primera infancia y encontraba extraño que su padre no lo advirtiera. Tío Morgan no buscaría un disco llamado Papá toca el cuerno, sólo lo había dicho para halagar a Phil Sawyer, y quizá el motivo de que éste no lo viera fuese que, como todo el mundo, nunca dedicaba la atención suficiente a Morgan Sloat. Tío Morgan, elegante y ambicioso («elegante como un glotón, solapado como un abogado de los tribunales», decía Lily), el bueno y viejo de tío Morgan desviaba la atención; era como si la vista resbalase y le pasara de largo. Jacky tenía la impresión de que, cuando era niño, a sus maestros les costaba incluso recordar su nombre.
—Imagínate lo que sería este tipo al otro lado —observó tío Morgan, atrayendo por una vez toda la atención de Jack. La falsedad seguía presente en su voz, pero no fue la hipocresía de Sloat lo que hizo levantar la cabeza a Jacky y aumentar la presión de sus dedos sobre el macizo juguete; las palabras al otro lado penetraron directamente en su cerebro y ahora sonaban como campanillas. Porque el otro lado era el país de las Fantasías de Jack. Lo supo inmediatamente. Su padre y tío Morgan habían olvidado que él estaba detrás del sofá e iban a hablar sobre las Fantasías.
Su padre conocía la existencia del país de las Fantasías. Jack no habría mencionado jamás las Fantasías ni a su padre ni a su madre, pero su padre conocía su existencia porque no tenía más remedio, así de sencillo. Y el siguiente paso, sentido por las emociones de Jack más que expresado de manera consciente, era que su padre ayudaba a salvaguardar la seguridad de las Fantasías.
Sin embargo, por alguna razón igualmente difícil de traducir de la emoción al lenguaje, la conjunción de Morgan Sloat y las Fantasías inquietaban al niño.
—¿No crees? —dijo tío Morgan—. Este tipo causaría sensación allí. Probablemente le nombrarían duque de las Tierras Malditas o algo parecido.
—Bueno, no creo que le llamaran así —contestó Phil Sawyer—. No si les gustaba tanto como a nosotros.
Pero a tío Morgan no le gusta, papá —pensó Jack, convencido de repente de que esto era importante—. No le gusta en absoluto, en realidad piensa que la música es demasiado alta, que le roba algo… —Oh, tú sabes mucho más de eso que yo —dijo tío Morgan con una voz que sonó tranquila y relajada.
—Bueno, he estado allí con más frecuencia. De todos modos, tú estás progresando mucho. —Jack oyó que su padre sonreía.
—Oh, he aprendido unas cuantas cosas, Phil. Pero en realidad, en fin, ya sabes que siempre te estaré agradecido por enseñarme todo aquello. —Las cinco sílabas de agradecido llenas de humo y el sonido de cristal roto.
Pero todos estos pequeños avisos sólo pudieron causar una mínima mella en la satisfacción intensa, casi exaltada de Jack. Hablaban de las Fantasías. Resultaba mágico que semejante cosa fuera posible. Lo que decían escapaba a su comprensión, sus términos y vocabulario eran demasiado adultos, pero Jack volvió a experimentar a sus seis años la maravilla y el gozo de las Fantasías y era por lo menos lo bastante mayor para comprender el rumbo de la conversación. Las Fantasías eran reales y, en cierto modo, Jacky las compartía con su padre. En esto estribaba la mitad de su gozo.
2
—Déjame aclarar un par de cosas —dijo tío Morgan y Jacky vio la palabra aclarar como dos líneas enroscadas entre sí como serpientes—. Tienen magia como nosotros tenemos la física, ¿no? Hablamos de una monarquía agrícola que emplea la magia en lugar de la ciencia.
—Exacto —contestó Phil Sawyer.
—Y es de suponer que ha sido así durante siglos. Sus vidas no han cambiado mucho nunca.
—En efecto, si exceptuamos las revueltas políticas. Entonces la voz de tío Morgan se agudizó y la excitación que intentaba ocultar se tradujo en pequeños latigazos sobre las consonantes.
—Bueno, olvidemos la cuestión política y pensemos en nosotros para variar. Dirás, y yo estaré de acuerdo contigo, Phil, que nos hemos desenvuelto bastante bien fuera de los Territorios y que deberíamos tener mucho cuidado con los cambios que deseemos introducir allí. No tengo nada que objetar contra esta actitud Porque yo pienso lo mismo.
Jacky sintió el silencio de su padre.
—Muy bien —prosiguió Sloat—. Partamos de la idea de que, dentro de una situación básicamente ventajosa para nosotros, podemos extender los beneficios a todos los que estén de nuestra parte. No sacrificamos las ventajas, pero tampoco somos codiciosos con el botín que nos reportan. Se lo debemos a esta gente, Phil; piensa en lo que han hecho por nosotros. Creo que allí podríamos ponernos en una situación realmente sinergista. Nuestra energía puede alimentar su energía y obtener unos resultados que ni siquiera hemos imaginado, Phil. Y terminamos pareciendo generosos, que lo somos, lo cual tampoco nos perjudica. —Debía estar inclinado hacia delante, con el ceño fruncido y las palmas de las manos juntas—. Como es natural, no tengo una panorámica completa de la situación, ya lo sabes, pero creo, si hemos de ser francos, que sólo la sinergia ya vale el precio de admisión. Pero, Phil… ¿te imaginas todo el condenado poder que esgrimiríamos si les diéramos electricidad? ¿Si facilitáramos armas modernas a los tipos adecuados de allí? ¿Tienes una idea? Creo que sería fabuloso. Fabuloso. —El sonido húmedo, como un chapoteo, de sus palmadas—. No quiero cogerte desprevenido ni nada semejante, pero creo que ya sería hora de que pensáramos en estos términos, e incrementar nuestras actividades en los Territorios.
Phil Sawyer continuó callado. Tío Morgan dio otra palmada y por fin Phil Sawyer observó con voz neutral:
—Quieres pensar en un incremento de nuestras actividades.
—Creo que es el mejor modo de proceder y podría argumentártelo, con todo lujo de detalles, Phil, pero no es necesario. Probablemente recuerdas tan bien como yo la situación en que estábamos antes de que empezáramos a ir juntos al otro lado. Es posible que hubiésemos triunfado sin ayuda, pero en lo que a mí respecta, estoy muy agradecido de no seguir representando a un par de pobres bailarinas de strip-tease y al Pequeño Timmy Tiptoe.
—Espera un momento —dijo el padre de Jack.
—Aviones —continuó tío Morgan—. Piensa en la aviación.
—Espera un momento, Morgan. Tengo un montón de ideas que a ti por lo visto aún no se te han ocurrido.
—Siempre estoy abierto a las ideas nuevas —replicó Morgan con voz velada.
—Está bien. Creo que debemos tener cuidado con lo que hacemos allí, socio. Creo que cualquier gran innovación, cualquier cambio real que introduzcamos, podría volverse contra nosotros aquí. Todo tiene sus consecuencias y algunas de las consecuencias podrían ser un poco incómodas.
—¿Por ejemplo? —preguntó Morgan.
—Por ejemplo, la guerra.
—Esto es una tontería, Phil. Nunca hemos visto nada que… a menos que te refieras a Bledsoe…
—Me refiero a Bledsoe. ¿Acaso fue una coincidencia? ¿Bledsoe?, se preguntó Jack. Había oído el nombre antes, pero lo recordaba vagamente.
—Bueno, es algo muy diferente de la guerra, ni remotamente parecido y, de todos modos, no reconozco que exista una conexión.
—Está bien. ¿Recuerdas haber oído que un Forastero asesinó al anciano Rey de allí… hace mucho tiempo? ¿Lo has oído contar?
—Sí, supongo que sí —dijo tío Morgan y Jack volvió a oír la falsedad en su voz.
La silla de su padre crujió porque bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia delante.
—El asesinato provocó una guerra menor. Los partidarios del anciano Rey tuvieron que sofocar una rebelión conducida por un puñado de nobles descontentos, que vieron una oportunidad de hacerse con el poder y gobernarlo todo: apropiarse tierras, embargar propiedades, encarcelar a sus enemigos y enriquecerse.
—Alto, sé justo —interrumpió Morgan—. Ya oí hablar de esta cuestión y también querían introducir un determinado orden político en un sistema disparatado e ineficiente; a veces hay que ser duro al principio. Lo encuentro normal.
—Convengo en que no somos quiénes para juzgar su política, pero lo que quiero decir es lo siguiente: la pequeña guerra duró unas tres semanas. Cuando terminó, había muerto un centenar de personas, menos, probablemente. ¿Te ha dicho alguna vez alguien cuándo empezó aquella guerra? ¿En qué año? ¿En qué día?
—No —murmuró tío Morgan con voz lúgubre.
—El primero de septiembre de 1939. El mismo día en que aquí Alemania invadió Polonia. —Su padre calló y Jacky, detrás del sofá, con el taxi de juguete apretado en el puño, bostezó en silencio pero abriendo mucho la boca.
—Vaya tontería —dijo por fin tío Morgan—. ¿Su guerra inició la nuestra? ¿De verdad crees esto?
—De verdad lo creo —contestó el padre de Jack—. Creo que una batalla de tres semanas allí fue de algún modo la chispa que inició aquí una guerra de seis años que mató a millones de personas. Sí.
—Bueno… —dijo tío Morgan y Jack vio que empezaba a indignarse.
—Y hay más. He hablado sobre este tema con mucha gente de allí y tengo la impresión de que el forastero que asesinó al Rey era un Forastero auténtico, ¿comprendes? Quienes le vieron, sacaron la conclusión de que estaba incómodo con la ropa de los Territorios. Actuaba como si no conociera bien las costumbres locales… y no entendía con facilidad el sistema monetario.
—Ah.
—Sí. Si no le hubieran despedazado en cuanto hundió el cuchillo en el pecho del Rey, podríamos saber esto con seguridad, pero en cualquier caso estoy seguro de que era…
—Como nosotros.
—Exacto, como nosotros. Un visitante. Morgan, creo que no debemos cambiar demasiadas cosas allí, porque sencillamente ignoramos los efectos que podríamos provocar. A decir verdad, creo que nos vemos afectados continuamente por las cosas que ocurren en los Territorios. Y, ¿quieres que te diga otra insensatez?
—¿Por qué no? —contestó Sloat.
—Ése no es el único mundo que hay allí.
3
—Sandeces —dijo Sloat.
—Lo digo en serio. Una o dos veces, mientras estaba allí, tuve la sensación de hallarme cerca de otro lugar… los Territorios de los Territorios.
—Sí —pensó Jack—, es cierto, tiene que serlo, las Fantasías de las Fantasías, un lugar aún más hermoso, y más allá, las Fantasías de las Fantasías de las Fantasías, y más allá otro lugar, otro mundo todavía más bello… Se dio cuenta por primera vez de que estaba muy soñoliento.
Las Fantasías de las Fantasías.
Se durmió casi al instante, con el pesado taxi de juguete en la falda, y la pesadez del sueño se apoderó de su cuerpo, anclado al suelo de madera, simultáneamente con una ingravidez maravillosa.
La conversación debió continuar y Jacky debió perderse muchas cosas. Se elevó y cayó, pesado y ligero, durante toda la segunda cara de Papá toca el cuerno, y durante este tiempo Morgan Sloat debió discutir, al principio con suavidad —¡pero también con qué apretones de puños, con qué contorsiones de la frente!— en favor de su plan; luego debió fingir que podía ser persuadido y por último que se había dejado persuadir por las dudas de su socio. Al final de esta conversación, evocada por Jack Sawyer, de doce años, cuando se hallaba en la peligrosa frontera entre Oatley, Nueva York, y un pueblo anónimo de los Territorios, Morgan Sloat no sólo fingió que estaba persuadido, sino positivamente agradecido por las lecciones. Cuando Jack se despertó, lo primero que oyó fue la pregunta de su padre:
—¡Eh! ¿Es que Jack ha desaparecido?
Y lo segundo, la respuesta de tío Morgan:
—Diablos, creo que tienes razón, Phil. Te pintas solo para ver el fondo de las cosas, es fantástico cómo lo haces.
—¿Dónde se ha metido Jack? —preguntó su padre y Jack empezó a moverse detrás del sofá, despertándose de verdad esta vez. El taxi negro cayó al suelo con un golpe sordo.
—Ajá —dijo Morgan—. Por lo visto había moros en la costa.
—¿Estás ahí detrás, chico? —inquirió su padre. Se oyó ruido de sillas arrastradas por el suelo de madera y de hombres poniéndose en pie.
Con un «Ooooh», Jack cogió el taxi. Sentía una incómoda rigidez en las piernas; cuando se levantara, le hormiguearían.
Su padre rió. Unos pasos se le acercaron. La cara roja e hinchada de Morgan Sloat apareció por encima del sofá y junto a él, la de su padre, sonriente. Jack bostezó y apoyó las rodillas en el sofá. Por un momento, las dos cabezas de adulto parecieron flotar encima del respaldo.
—Vámonos a casa, dormilón —dijo su padre. Cuando el niño miró la cara de tío Morgan, vio el cálculo introducirse bajo la piel de sus mofletudas mejillas como una serpiente bajo una roca. Volvía a parecer el padre de Richard Sloat, el bueno de tío Morgan que siempre hacía regalos espectaculares por Navidad y los cumpleaños, el bueno y viejo de tío Morgan, tan fácil de pasar por alto. Pero, ¿qué aspecto tenía antes? Le había parecido un terremoto humano, un hombre hundiéndose en la falla abierta detrás de sus ojos, algo muy tenso, a punto de explotar…
—¿Qué te parecería un helado antes de llegar a casa, Jack? —le dijo tío Morgan—. ¿Te apetece?
—Ajá —contestó Jack.
—Sí, podemos parar en la tienda del vestíbulo —sugirió su padre.
—Delicioso, delicioso —asintió tío Morgan—. Ahora sí que hablamos de sinergia —y sonrió de nuevo a Jack.
Esto había ocurrido cuando él tenía seis años y volvió a ocurrir en medio de su ingrávido revolcón por el limbo… el horrible sabor morado del zumo de Speedy le subió hasta la boca, hasta los tabiques nasales y toda aquella lánguida tarde de seis años atrás se repitió en su mente. La vio como si el zumo mágico le trajera el recuerdo completo y con tal rapidez, que vivió toda aquella tarde en los escasos segundos que tardó en pensar que esta vez el zumo mágico le haría vomitar de verdad.
Los ojos de tío Morgan humeaban y en el interior de Jack humeaba también una pregunta que exigía una expresión urgente…
¿Quién producía
Qué cambios, qué cambios
Quién produce estos cambios, papá?
¿Quién
mató a Jerry Bledsoe? El zumo mágico se abrió camino hacia la boca del muchacho, vahos de su nauseabundo olor penetraron en su nariz y justo cuando Jack tocó tierra blanda bajo sus manos, renunció y vomitó para no ahogarse. ¿Qué mató a Jerry Bledsoe? Una fétida sustancia morada brotó de la boca de Jack, atragantándole, y él retrocedió a ciegas, con los pies y las piernas enredados en unos tallos altos y rígidos. Se puso de rodillas y esperó, paciente como una muía, con la boca abierta, el segundo ataque. El estómago se le contrajo y antes de que tuviera tiempo de gemir, otro chorro del repugnante zumo ascendió, ardiente, por su pecho y garganta y brotó de su boca. Jack se secó con mano débil los gruesos hilos de saliva rosa que le colgaban de los labios y luego se limpió la mano en los pantalones. Jerry Bledsoe, sí. Jerry, que siempre llevaba su nombre impreso en la camiseta, como un empleado de gasolinera. Jerry, que había muerto cuando… El muchacho agitó la cabeza y volvió a secarse los labios con las manos. Escupió sobre una mata de hierba dentada que salía como el pelo de un gigante de la tierra marrón y gris. Un vago instinto animal que no comprendió le impulsó a cubrir de tierra el charco de vómito rosado. Otro reflejo le hizo frotar las palmas de las manos contra los pantalones. Por último, levantó la vista.
Estaba de rodillas, a la luz del crepúsculo, al borde de un camino polvoriento. Ninguna cosa horrible llamada Elroy le perseguía… Supo esto inmediatamente. Unos perros encerrados en una especie de jaula le ladraban y gruñían, sacando los hocicos por entre los intersticios de su prisión. Al otro lado de los perros se levantaba una destartalada estructura de madera de la cual también se alzaban hacia el inmenso cielo sonidos perrunos muy similares a los que Jack acababa de oír desde el otro lado de una pared en el bar Oatley: los sonidos de hombres borrachos gritándose unos a otros. Un bar… Jack imaginaba que aquí sería una posada o una taberna. Ahora que ya no sentía náuseas por culpa del zumo de Speedy, pudo percibir los olores penetrantes de la malta y el lúpulo. No podía dejar que los hombres de la posada le descubrieran.
Por un momento se imaginó a sí mismo huyendo de todos aquellos perros que gruñían desde las hendiduras de la cerca y entonces se puso en pie. El cielo parecía inclinarse sobre su cabeza y oscurecerse. ¿Y en casa, en su mundo, qué ocurría? ¿Un bonito pequeño desastre en el centro de Oatley? ¿Una bonita pequeña inundación, tal vez, o un atractivo pequeño incendio? Jack se alejó sin ruido de la posada y luego empezó a caminar por la alta hierba. Quizá unos sesenta metros más allá, gruesas velas ardían en las ventanas del único edificio que podía verse. De algún lugar poco distante situado a su derecha llegaba el olor de cerdos. Cuando Jack hubo recorrido la mitad de la distancia entre la posada y la casa, los perros dejaron de ladrar y gruñir y él empezó a caminar lentamente en dirección al Camino del Oeste. La noche era oscura, sin luna.
Jerry Bledsoe.
4
Había otras casas, aunque Jack no las vio hasta que estuvo casi delante de ellas. Exceptuando a los ruidosos bebedores de la posada, la gente de los Territorios que vivía en el campo se acostaba a la puesta de sol. Ninguna vela ardía en estas pequeñas ventanas cuadradas. También cuadradas y oscuras, las casas a ambos lados del Camino del Oeste se levantaban en un aislamiento sorprendente; debía haber algún error, como en un juego visual de una revista infantil, pero Jack no sabía identificarlo. No se veía nada invertido, nada que ardiera, nada que se antojara extrañamente fuera de lugar. La mayoría de las casas tenían tejados peludos que parecían almiares recortados pero que Jack supuso eran techumbres de bálago; había oído hablar de ellas pero nunca las había visto. Morgón —pensó con repentino pánico—, Morgón de Orris y durante un momento los vio a los dos, al hombre de cabellos largos y bota ortopédica y al sudoroso e intrigante socio de su padre, Morgan Sloat con cabellos de pirata y cojeando al andar. Pero Morgan —el Morgan de este mundo— no era el Error de Esta Imagen.
Ahora Jack pasaba frente a un chato edificio de un solo piso, parecido a una jaula de conejos ampliada, absurdamente decorado con anchas X de madera negra y coronado asimismo por un techo de bálago recortado. Si estuviera saliendo de Oatley —o huyendo de Oatley, para ser más fieles a la verdad—, ¿qué esperaría ver en la única ventana oscura de esta madriguera para conejos gigantes? Lo sabía: el centelleo inquieto de una pantalla de televisión. Pero, naturalmente, las casas de los Territorios no contenían televisores y la ausencia de aquel centelleo polícromo no era lo que le extrañaba, sino otra cosa, algo que era tan corriente en cualquier agrupación de casas junto a un camino que su ausencia dejaba un hueco en el paisaje. Se notaba el hueco, aunque no pudiera identificarse lo que faltaba.
Televisión, televisores… Jack pasó de largo el pequeño edificio enmaderado a medias y vio delante de él otra construcción miniatura, cuya puerta de entrada se hallaba a pocos centímetros del borde del camino. Ésta parecía tener un tejado de hierba, no de bálago, y Jack sonrió para sus adentros… Este pueblo minúsculo le recordaba a Hobbiton. ¿Se detendría aquí un instalador de antenas de Hobbiton para decir a la dueña del… ¿cobertizo?, ¿perrera?… bueno, para decirle: «Señora, estamos tendiendo cables en su zona y por una pequeña cuota mensual, se lo arreglaría ahora mismo, podrá usted ver quince nuevos canales, el Midnight Blue, los canales de deportes y del tiempo, los…».
Y comprendió de repente que era eso. Frente a estas casas no había postes, ¡ni cables! Ninguna antena de televisión complicaba el cielo, ningún poste de madera jalonaba el Camino del Oeste, porque en los Territorios no había electricidad, lo cual era el motivo de que no hubiera identificado el elemento ausente. Jerry Bledsoe era, por lo menos parte del tiempo, el electricista y factótum de Sawyer & Sloat.
5
Cuando su padre y Morgan Sloat pronunciaron aquel nombre, Bledsoe, pensó que no lo había oído nunca antes, aunque cuando lo hubo recordado, supo que debía haber oído el apellido del factótum una o dos veces. Pero Jerry Bledsoe era casi siempre Jerry, como constaba en el bolsillo de su camiseta de trabajo. «¿No puede hacer algo Jerry con el acondicionador de aire?». «Di a Jerry que engrase los goznes de esa puerta, ¿quieres? Los chirridos me están volviendo loco». Y Jerry aparecía, con su ropa de trabajo limpia y planchada, sus escasos cabellos rojizos peinados, sus gafas redondas y atentas, y arreglaba en silencio lo que no funcionaba. Existía una señora Jerry que planchaba la raya de los pantalones del mono de color crudo y varios pequeños Jerrys a los que Sawyer & Sloat recordaba invariablemente por Navidad. Jack era lo bastante pequeño para asociar el nombre de Jerry con el eterno adversario de Tom el Gato y por ello se imaginaba que el factótum, la señora Jerry y los pequeños Jerrys vivían en una ratonera gigantesca a la que se accedía por un arco practicado en un zócalo.
¿Quién había matado a Jerry Bledsoe? ¿Su padre y Morgan Sloat, siempre tan cariñoso con los niños Bledsoe en las fiestas de Navidad?
Jack se adentró en la oscuridad del Camino del Oeste, deseando haber olvidado por completo al factótum de Sawyer & Sloat y haberse dormido en cuanto se metió detrás del sofá. Dormir era lo que necesitaba ahora… mucho más que los incómodos pensamientos suscitados por aquella conversación de seis años atrás. Se prometió a sí mismo que en cuanto estuviera seguro de encontrarse por lo menos a un par de millas de la última casa, buscaría un lugar donde dormir. Le bastaría con un campo, incluso una zanja. Sus piernas no querían seguir caminando; todos sus músculos, incluso sus huesos, parecían pesar el doble de lo normal.
Fue después de una de aquellas ocasiones cuando Jack entró en una habitación en busca de su padre y se encontró con que Phil Sawyer había desaparecido. Más adelante, su padre se las compondría para desaparecer de su dormitorio, del comedor o de la sala de conferencias de Sawyer & Sloat. En esta ocasión ejecutó su misterioso truco en el garaje adosado a la casa de Rodeo Drive.
Jack, sentado sobre un pequeño montículo de tierra que era lo más parecido a una colina en esta parte de Beverly Hills, vio a su padre salir de casa por la puerta principal, cruzar el prado rebuscando en sus bolsillos dinero o llaves y entrar en el garaje por la puerta lateral. La puerta blanca del lado derecho tendría que haberse abierto segundos después, pero continuó cerrada. Entonces Jack se dio cuenta de que el coche de su padre se encontraba donde había estado toda esta mañana de sábado: aparcado junto a la acera, delante de la casa. El coche de Lily ya no estaba; con un cigarrillo en la boca, su madre había anunciado que se marchaba a una proyección de Pista de ripio, la última película del director de La amada de la muerte, y, por Dios, que nadie tratara de detenerla… Así que el garaje estaba vacío. Jack esperó durante varios minutos a que ocurriera algo. No se abrió la puerta lateral ni tampoco las grandes puertas delanteras. Al cabo de un rato Jack bajó del montículo de hierba, fue al garaje y entró. El amplio y conocido espacio se hallaba totalmente vacío. Oscuras manchas de gasolina formaban un dibujo en el suelo de cemento gris. De los ganchos plateados de las paredes colgaban diversas herramientas. Jack gruñó, asombrado, llamó: «¡Papá!» y miró de nuevo en todas direcciones, para estar más seguro. Esta vez vio saltar un grillo hacia la oscura protección de una pared y por un segundo casi hubiera podido creer que la magia era real y algún brujo maligno había entrado y… el grillo llegó a la pared y se deslizó en el interior de un intersticio invisible. No, su padre no había sido transformado en grillo; claro que no. «¡Eh!», llamó el niño, al parecer para sus adentros. Caminó de espaldas hacia la puerta lateral y salió del garaje. El sol caía sobre los prados mullidos y exuberantes de Rodeo Drive. Le habría gustado llamar a alguien, pero ¿a quién? ¿A la policía? Papá ha entrado en el garaje y al no encontrarle allí me he asustado…
Dos horas después Phil Sawyer se acercaba andando desde el extremo de la calle donde se hallaba el Beverly Wiishire. Llevaba la chaqueta colgada del hombro y se había aflojado el nudo de la corbata… Jack tuvo la impresión de que regresaba de un viaje alrededor del mundo.
Bajó corriendo del montículo y se precipitó hacia su padre.
—Vaya manera de correr —dijo éste, sonriendo, y Jack se abrazó con fuerza a sus piernas—. Creía que estabas haciendo la siesta, Viajero Jack.
Cuando subían por el camino oyeron sonar el teléfono y un instinto —quizá el instinto de querer cerca a su padre— hizo desear a Jack que hubiera estado sonando durante mucho rato y que quien llamaba colgara antes de que ellos llegasen a la puerta. Su padre le despeinó la coronilla, le puso la mano grande y cálida sobre la nuca, abrió la puerta y alcanzó el teléfono en cinco grandes zancadas.
—Sí, Morgan —oyó Jacky decir a su padre—. ¿Ah, sí? ¿Malas noticias? Será mejor que me las digas, sí. —Al cabo de un largo momento de silencio durante el cual el chico pudo oír el sonido agudo y áspero de la voz de Morgan Sloat a través del hilo telefónico—: Oh, Jerry. Dios mío. Pobre Jerry. Voy en seguida. —Entonces su padre le miró a la cara, sin sonreír ni guiñar el ojo, sólo observándole—. Ya voy, Morgan. Tendré que traer a Jack, pero puede esperar en el coche. —Jack sintió que sus músculos se relajaban y experimentó tanto alivio que no preguntó por qué tenía que esperar en el coche, como hubiera hecho en cualquier otra ocasión.
Phil tomó Rodeo Drive hasta el hotel Beverly Hills, giró a la izquierda hacia Sunset y dirigió el coche al edificio de oficinas sin decir una palabra.
Sorteó los vehículos que venían en dirección contraria y entró en la zona de aparcamiento del edificio, donde ya habían llegado dos coches de policía, un coche de bomberos, el pequeño Mercedes descapotable blanco de tío Morgan y el viejo y herrumbroso Ply-mouth de dos puertas que había pertenecido al factótum. Tío Morgan hablaba en el vestíbulo con un policía que meneaba la cabeza lentamente, con clara conmiseración. El brazo derecho de Morgan Sloat apretaba los hombros de una mujer joven y esbelta que llevaba un vestido demasiado grande para ella y retorcía la cara contra el pecho de Sloat. Jack sabía que era la señora Jerry, aunque tenía casi toda la cara tapada por un pañuelo blanco con que se secaba los ojos. Un bombero con casco e impermeable amontonaba en un extremo del vestíbulo trozos de metal retorcido y plástico, ceniza y cristales rotos. Phil, dijo:
—Quédate aquí sentado unos minutos, ¿quieres? —y corrió hacia la entrada. Una joven china hablaba con un policía en un extremo del aparcamiento, ambos sentados en un poyete de cemento. Delante de ella había un objeto doblado que Jack reconoció casi en seguida como una bicicleta. Cuando respiraba, olía a humo acre.
Veinte minutos después, su padre y tío Morgan salieron del edificio. Sosteniendo todavía a la señora Jerry, tío Morgan dijo adiós con la mano a los Sawyer y luego condujo a la mujer hacia el lado derecho de su diminuto automóvil. El padre de Jack sacó su coche del aparcamiento y volvió a) tráfico de Sunset.
—¿Se ha hecho daño Jerry? —preguntó Jack.
—Ha ocurrido una especie de extraño accidente con la electricidad —contestó su padre—. El edificio entero podría haber ardido.
—¿Se ha hecho daño Jerry? —repitió Jack.
—El pobre hijo de perra se ha hecho tanto daño que está muerto —dijo su padre.
Jack y Richard Sloat necesitaron dos meses para reconstruir la historia por medio de las conversaciones que pudieron escuchar. La madre de Jack y el ama de llaves de Richard suministraron otros detalles… el ama de llaves, los más espeluznantes.
Jerry Bledsoe había entrado el sábado para tratar de arreglar algunos defectos en el sistema de seguridad del edificio. Si manipulaba el delicado sistema en un día de trabajo, estaba seguro de que confundiría o irritaría a los inquilinos disparando la alarma accidentalmente. El sistema de seguridad estaba conectado al tablero central de conexiones eléctricas del edificio, situado detrás de dos paneles desmontables de madera de nogal en la planta baja. Jerry dejó sus herramientas en el suelo y quitó los paneles, después de comprobar que el lugar estaba vacío y nadie se sobresaltaría cuando sonara la alarma. Entonces bajó al teléfono de su cubículo del sótano y avisó a la comisaría del distrito que no hiciera caso de ninguna señal de Sawyer & Sloat hasta su próxima llamada telefónica. Cuando volvió arriba para manipular el revoltijo de cables que convergían en el tablero desde todos los empalmes, una mujer de veintitrés años llamada Lorette Chang entró en el recinto del edificio montada en su bicicleta; estaba distribuyendo un folleto que anunciaba la inauguración de un restaurante en aquella calle dentro de quince días.
La señorita Chang dijo más tarde a la policía que miró hacia la puerta principal de cristal y vio entrar en el vestíbulo a un operario que subía del sótano. Justo antes de que el operario cogiera el destornillador y tocara el panel de cables, ella sintió moverse bajo sus pies el suelo del aparcamiento. Supuso que sería un miniterremoto; habiendo residido toda su vida en Los Angeles, a Lorette Chang no le inquietaba ningún movimiento sísmico que no llegase a derribar algo. Vio a Jerry Bledsoe afianzar los pies (así que él también lo notó, aunque nadie más lo hiciera), menear la cabeza y luego insertar con suavidad el destornillador en la colmena de cables.
Y entonces la entrada y el pasillo de la planta baja del edificio de Sawyer & Sloat se convirtieron en un holocausto.
Todo el tablero de conexiones se tomó instantáneamente en un sólido rectángulo de llamas; arcos amarillos y azules que parecían rayos brotaron de él y rodearon al operario. Las sirenas eléctricas, chillaron una y otra vez: ¡KA-JAAAM! ¡KA-JAAAM! Una bola de fuego de dos metros cayó de la pared, apartó a un lado al ya muerto Jerry Bledsoe y rodó por el pasillo en dirección al vestíbulo. Las puertas transparentes volaron hechas añicos, así como trozos del marco, humeantes y retorcidos. Lorette Chang soltó la bicicleta y corrió hacia el teléfono público del otro lado de la calle. Mientras daba al cuartel de bomberos la dirección del edificio y se fijaba en que su bicicleta había sido partida casi en dos por la fuerza expansiva surgida de la puerta, el cadáver quemado de Jerry Bledsoe seguía balanceándose frente al destrozado panel. Miles de voltios pasaban por su cuerpo, estremeciéndolo con sacudidas regulares, lanzándolo de un lado a otro en un latido continuo. Todo el pelo del electricista y la mayor parte de su ropa había desaparecido y su piel era gris y moteada. Las gafas, un grumo sólido de plástico marrón, cubrían su nariz como una cataplasma.
Jerry Bledsoe. ¿Quién toca estos cambios, papa? Jack se obligó a seguir caminando hasta que hubo pasado media hora sin ver más casitas con techumbre de bálago. Estrellas desconocidas formaban dibujos desconocidos en el firmamento… Mensajes en una lengua que no sabía leer.