Capítulo 29

RICHARD EN THAYER

1

A las once de la mañana siguiente un Jack Sawyer exhausto se quitó la mochila de la espalda en el extremo de un largo campo de deportes cubierto por una hierba tiesa, parda y muerta. Lejos, dos hombres vestidos con chaquetas de cuadros escoceses y tocados con gorras de béisbol trabajaban con un succionador de hojas y un rastrillo en un prado que rodeaba el grupo de edificios más distante. A la izquierda de Jack, directamente detrás de la fachada posterior de ladrillo rojo de la biblioteca Thayer, estaba el aparcamiento de la facultad. Frente a la escuela Thayer, una gran verja se abría a la avenida flanqueada de árboles que daba la vuelta a un gran cuadrángulo de césped cruzado por estrechos senderos. Si algo descollaba en el campus era la biblioteca, una estructura estilo Bauhaus de cristal, acero y ladrillo.

Jack había visto que una verja secundaria daba acceso a otra avenida que llevaba a la biblioteca; pasaba frente a las dos terceras partes de la escuela y terminaba en el espacio destinado a los cubos de basura, que era un pasaje sin salida bajo el terraplén sobre el cual se encontraba el campo de fútbol.

Jack empezó a cruzar el campo por la parte superior, en dirección a la fachada posterior de los edificios de las aulas. Cuando los estudiantes se dirigieran al comedor, encontraría la habitación de Richard: Entrada 5, Nelson House.

La seca hierba de invierno crujía bajo sus pies. Jack se arrebujó en él excelente abrigo de Myles P. Kiger; por lo menos el abrigo se veía elegante, ya que él no. Pasó entre Thayer Hall y un dormitorio de la Escuela Superior llamado Spence House, en dirección al cuadrángulo. Por las ventanas de Spence House salían las lánguidas voces de antes del almuerzo.

2

Jack miró hacia el cuadrángulo y vio a un hombre entrado en años, un poco encorvado, de color bronce verdoso, en pie sobre un pedestal de la altura de un banco de carpintero, examinando la cubierta de un pesado libro. Llevaba levita y el cuello duro y la corbata larga de un trascendentalista de Nueva Inglaterra. Eider Thayer, dedujo Jack. La cabeza de bronce inclinada sobre el volumen estaba vuelta hacia los edificios de las aulas.

Jack torció a la derecha cuando llegó al final del camino. Una algarabía repentina se inició en una ventana del piso superior; unos chicos gritaban las sílabas de un nombre que sonaba como «¡Etheridge! ¡Etheridge!». Siguió una serie de gritos inarticulados, acompañados por el ruido de muebles arrastrados por un pavimento de madera. «¡Etheridge!».

Jack oyó cerrarse una puerta a sus espaldas y al mirar por encima del hombro vio a un chico alto y rubio bajar a toda prisa los escalones de Spence House. Llevaba una chaqueta deportiva de tweed, corbata y unas botas de caza. Sólo le protegía del frío una larga bufanda amarilla y azul enrollada varias veces alrededor de su cuello. Su rostro alargado era a la vez demacrado y arrogante y en aquel momento parecía el de un estudiante de último curso presa de una justa cólera. Jack se cubrió la cabeza con la capucha del abrigo de loden y siguió bajando por el camino.

—¡No quiero que se mueva nadie! —gritó el chico alto hacia la ventana cerrada—. ¡Los de primer curso no pueden salir! Jack se dirigió hacia el edificio siguiente.

—¡Estáis moviendo las sillas! —gritó a sus espaldas el chico alto—. ¡Os oigo! ¡Tú! —Jack oyó que el furioso estudiante de último curso le gritaba a él y dio media vuelta, con el corazón palpitante.

—Dirígete a Nelson House inmediatamente, quienquiera que seas, a todo correr, sin pérdida de tiempo, o iré a ver al rector de tu dormitorio.

—Sí, señor —dijo Jack, moviéndose con rapidez en la dirección indicada por el prefecto.

¡Llegas con siete minutos de retraso como mínimo! —gritó Etheridge y Jack aceleró el paso—. ¡Te he dicho a todo correr!

Jack obedeció.

Cuando empezó a ir colina abajo (esperaba que fuese la dirección correcta; por lo menos Etheridge había dado la impresión de mirar hacia allí), vio un coche negro y largo —una limusina— cruzando la verja principal y deslizándose por la larga avenida hacia el cuadrángulo. Pensó que la persona sentada tras los cristales tintados de la limusina no podía ser algo tan corriente como el padre un alumno de segundo curso de la escuela Trayer.

El largo coche negro continuó subiendo con una lentitud insolente.

No, pensó Jack, me estoy alarmando sin razón.

Sin embargo, no podía moverse. Observó la limusina cuando se detuvo en el borde superior del cuadrángulo y permaneció allí con el motor en marcha. Un chófer negro con hombros de atleta se apeó y abrió la puerta trasera, por la que salió ágilmente un anciano de cabellos blancos que llevaba un gabán negro sobre una inmaculada camisa blanca y una gruesa corbata oscura. Hizo una seña con la cabeza a su chófer y empezó a cruzar el patio en dirección al edificio principal. No miró siquiera hacia donde se encontraba Jack. El chófer inclinó la cabeza con exageración y luego miró hacia arriba, como especulando sobre la posibilidad de que nevara. Jack retrocedió y siguió observando al anciano mientras éste subía los escalones de Thayer Hall. El chófer continuó examinando el cielo. Jack se escabulló por el camino hasta que el lado del edificio le ocultó y entonces dio media vuelta y empezó a correr.

Nelson House era un edificio de ladrillo de tres pisos, situado al otro lado del patio cuadrangular. Por dos ventanas de la planta baja pudo ver a una docena de estudiantes de último curso ejerciendo sus privilegios: leyendo acostados en sofás, jugando lánguidamente a cartas en una mesa de café o contemplando sin interés lo que debía ser una pantalla de televisión colocada bajo las ventanas.

Una puerta invisible se cerró de golpe un poco más arriba de la colina y Jack atisbó al estudiante alto y rubio, Etheridge, volviendo a su propio edificio después de ocuparse de los delitos de los muchachos de primer curso.

Jack pasó ante la fachada del edificio y una ráfaga de viento frío le azotó en cuanto llegó a la esquina. Un poco más allá había una puerta estrecha y una placa (esta vez de madera, blanca con letras góticas negras) que decía: ENTRADA 5. Una serie de ventanas se sucedían hasta la otra esquina.

Y aquí, junto a la tercera ventana… alivio, porque aquí estaba Richard Sloat, con las gafas firmemente colocadas sobre las orejas, la corbata anudada, las manos sólo un poco manchadas de tinta, sentado muy derecho ante su mesa y leyendo un libro grueso como si su vida dependiera de ello. Estaba de perfil y Jack tuvo mucho tiempo de contemplar sus queridas y bien conocidas facciones antes de golpear el cristal con los nudillos.

Richard levantó la cabeza del libro con un respingo. Miró desorientado a su alrededor, asustado y sorprendido por el súbito ruido.

—Richard —dijo Jack en voz baja y fue recompensado por la vista del semblante atónito de su amigo, vuelto hacia él. Richard parecía casi atontado por la sorpresa.

—Abre la ventana —dijo Jack, pronunciando las palabras con una lentitud exagerada para que su amigo pudiera leerle los labios.

Richard se levantó de la mesa, moviéndose todavía con la parsimonia de una persona aturdida. Cuando llegó a la ventana, puso las manos en el marco y miró a Jack con severidad durante un momento y con una breve mirada hizo un juicio crítico del rostro sucio de Jack, de sus cabellos lacios sin lavar, de su llegada poco ortodoxa y de muchas más cosas. ¿Qué diablos tramas ahora? Por fin subió la ventana.

—Bueno —dijo Richard—, la mayoría usa la puerta.

—Magnífico —respondió Jack, casi riendo—. Cuando sea como la mayoría, es probable que yo también la use. Apártate, ¿quieres?

Casi con la expresión de haber sido cogido en falta, Richard retrocedió varios pasos.

Jack se izó hasta el alféizar y entró por la ventana con la cabeza por delante.

—Uf.

—Hola —dijo Richard—. Supongo que es agradable verte. Pero he de irme a almorzar dentro de poco rato. Podrías ducharte, supongo. Todos los demás estarán en el comedor. —Se interrumpió, como temiendo haber hablado demasiado.

Jack vio que Richard requería un tratamiento delicado.

—¿Podrías traerme algo de comer cuando vuelvas? Tengo un hambre atroz.

—Estupendo —contestó Richard—. Primero vuelves loco a todo el mundo, incluyendo a mi padre, escapándote, luego entras aquí como un ladrón y ahora quieres que robe comida para ti. Claro que sí. Muy bien. Magnífico.

—Tenemos mucho de que hablar —dijo Jack.

—Si me prometes —respondió Richard, inclinándose un poco hacia delante y con las manos en los bolsillos— que hoy mismo regresarás a New Hampshire o que me permitirás telefonear a mi padre para que venga a buscarte, accederé a traerte algo de comer.

—Estoy dispuesto a hablar contigo de cualquier cosa, Richie, muchacho. Incluso acerca de mi regreso, ¿por qué no? Richard asintió.

—A propósito, ¿dónde diablos te has metido? —Sus ojos ardían tras las gruesas lentes. De improviso, un sorprendente centelleo—. ¿Y cómo puedes justificar la actitud de tu madre y la tuya hacia mi padre? Mierda, Jack, creo de verdad que deberías volver a ese lugar de New Hampshire.

—Volveré —dijo Jack—, te lo prometo. Pero antes debo ir a buscar algo. ¿Puedo sentarme en alguna parte? Estoy muerto de cansancio.

Richard indicó su cama con la cabeza y entonces —típicamente— dio una palmada a la silla de la mesa escritorio, que estaba más cerca de Jack.

En el pasillo se abrieron puertas. Voces fuertes sonaron por delante de la puerta de Richard, y también muchos pasos.

—¿Has leído algo sobre el Hogar del Sol? —preguntó Jack—. He estado allí. Dos amigos míos han muerto en el Hogar del Sol y escucha bien esto, Richard: el segundo era un hombre lobo.

La cara de Richard se contrajo.

—Vaya, es una coincidencia asombrosa porque…

—He estado de verdad en el Hogar del Sol, Richard.

—Ya lo he oído —dijo Richard—. Está bien. Volveré con algo de comida dentro de media hora. Entonces tendré que decirte quién vive en la casa de al lado. Pero esto son fantasías de Seabrook Island, ¿verdad? Sé sincero.

—Sí, supongo que sí. —Jack se despojó del abrigo de Myies P. Kiger y lo dejó caer sobre el respaldo de la silla.

—Vuelvo en seguida —dijo Richard, agitando la mano a Jack con ademán vacilante mientras se dirigía a la puerta. Jack tiró los zapatos al aire y cerró lo sojos.

3

La conversación a que Richard había aludido como «fantasías de Seabrook Island» y que Jack recordaba tan bien como su amigo, la habían mantenido durante la semana final de su última visita a dicha isla turística.

Las dos familias habían pasado las vacaciones juntas casi todos los años mientras vivió Phil Sawyer. El verano después de su muerte, Morgan Sloat y Lily Sawyer intentaron conservar la tradición y reservaron habitaciones para los cuatro en el enorme y viejo hotel de Seabrook Island, Carolina del Sur, que había sido escenario de algunos de sus veranos más felices. Sin embargo, el experimento no funcionó.

Los chicos estaban acostumbrados a la mutua compañía y también a lugares como Seabrook Island; Richard Sloat y Jack Sawyer habían jugado en hoteles turísticos y por vastas playas de arena dorada durante toda su niñez… pero ahora el clima se había alterado misteriosamente. Una seriedad inesperada, cierta turbación se había introducido en sus vidas.

La muerte de Phil Sawyer cambió hasta el color del futuro. Aquel último verano en Seabrook, Jack empezó a sentir que tal vez no deseaba sentarse ante la mesa de su padre algún día, que aspiraba a más cosas en la vida. ¿Qué cosas? Sabia —era una de las pocas cosas que sabía con certeza— que sus aspiraciones estaban relacionadas con las fantasías. Cuando empezó a ver esto en sí mismo, descubrió algo más: que su amigo Richard no sólo era incapaz de sentir esta necesidad de «más cosas», sino que en realidad quería exactamente lo contrario. Richard no deseaba nada que no pudiera respetar.

Jack y Richard salían juntos a aquella hora lánguida que en los buenos lugares turísticos se compone del tiempo que transcurre entre el almuerzo y el aperitivo de la tarde. No se iban muy lejos, sólo a la ladera cubierta de pinos de una colina que se erguía detrás del hotel. A sus pies centelleaba el agua de la enorme piscina rectangular del establecimiento, en la cual Lily Cavanaugh Sawyer nadaba con suavidad y eficiencia largo tras largo. Ante una de los mesas que rodeaban la piscina se sentaba el padre de Richard, envuelto en un grande y esponjoso albornoz, con aletas en los pies y comiendo un enorme bocadillo a la vez que hablaba por un teléfono enchufado bajo la mesa.

—¿Es esto lo que quieres? —preguntó un día a Richard, que estaba instalado junto a él bajo un árbol con un libro en las manos (lo cual no era ninguna sorpresa): La vida de Thomas Edison.

—¿Lo que quiero? ¿Cuando sea mayor, quieres decir? —Richard parecía un poco asombrado por la pregunta—. Supongo que es bastante interesante, pero no sé si lo quiero o no.

—¿Sabes lo que quieres, Richard? Siempre dices que quieres ser químico investigador —observó Jack—. ¿Por qué lo dices? ¿Qué significa?

—Significa que quiero ser químico investigador —sonrió Richard.

—Sabes a qué me refiero, ¿verdad? ¿Qué incentivo tiene ser químico investigador? ¿Crees que sería divertido? ¿Crees que curarás el cáncer y salvarás millones de vidas?

Richard le miró de un modo muy directo, con los ojos un poco agrandados por las gafas que había empezado a llevar hacía cuatro meses.

—No, no creo que llegue a curar jamás el cáncer, pero éste no es el incentivo. El incentivo es descubrir cómo funcionan las cosas, comprobar que funcionan de un modo ordenado, a pesar de las apariencias, y averiguar por qué.

—El orden.

—Sí, ¿por qué sonríes?

—Vas a pensar que estoy loco —sonrió Jack—, pero a mí me gustaría descubrir por qué todo esto, todos estos tipos ricos persiguiendo pelotas de golf y gritando a un teléfono, da la impresión de ser malsano.

—Porque es malsano —dijo Richard, sin intención de ser gracioso.

—¿No piensas a veces que en la vida hay algo más, aparte del orden? —Miró la cara de Richard, inocente y escéptica—. ¿No te gustaría un poco de magia, Richard?

—¿Sabes? A veces pienso que te gusta el caos —observó Richard, sonrojándose un poco— y que te burlas de mí. Si te gusta la magia, destruyes completamente todo aquello en lo que creo. De hecho, destruyes la realidad.

—Tal vez haya más de una realidad.

—¡En Alicia en el país de las maravillas, sí, desde luego! —Richard empezaba a enfadarse.

Se alejó por entre los pinos y Jack comprendió de improviso que la charla inspirada por sus sentimientos sobre las fantasías había enfurecido a su amigo. Como tenía las piernas más largas, alcanzó a Richard en pocos segundos.

—No me burlo de ti —dijo—, es sólo que despierta mi curiosidad oírte decir siempre que quieres ser químico. Richard se detuvo y miró con seriedad a Jack.

—Deja de volverme loco con estas tonterías —dijo—. No son más que fantasías de Seabrook Island. Ya es bastante difícil ser una de las seis o siete personas sensatas que hay en América para que encima mi mejor amigo no haga más que disparatar.

Desde aquel día, Richard Sloat se enfadaba al menor signo de extravagancia en Jack y lo descartaba inmediatamente como «fantasías de Seabrook Island».

4

Cuando Richard volvió del comedor, Jack, recién duchado y con el cabello húmedo pegado a la cabeza, hojeaba los libros que Richard tenía sobre la mesa y en el momento en que Richard entró por la puerta con una servilleta de papel manchada de grasa, que parecía contener una espléndida cantidad de comida, se preguntaba si la inminente conversación no sería más fácil de ser los libros de encima de la mesa El señor de los anillos y Submarino sumergido en lugar de Química orgánica y Problemas matemáticos.

—¿Qué había para almorzar? —preguntó.

—Has tenido suerte. Pollo frito a la sureña, una de las pocas cosas servidas aquí que no te hacen sentir lástima del animal que murió para formar parte de la cadena alimentaria. —Alargó a Jack la grasienta servilleta. Cuatro trozos de pollo bien untados y guisados despedían un aroma casi increíble por su excelencia y densidad. Jack se lanzó al ataque.

—¿Desde cuándo comes como un cerdo? —Richard se subió las gafas y se sentó en la estrecha cama. Bajo la chaqueta de tweed llevaba un pullóver de dibujos marrones con el borde inferior metido bajo el cinturón.

Jack sintió una inquietud momentánea al preguntarse si sería posible hablar de los Territorios con alguien tan formal que incluso se metía los suéters dentro de los pantalones.

—La última vez que comí —respondió— fue ayer al mediodía. Estoy un poco hambriento, Richard. Gracias por traerme el pollo. Es estupendo, el mejor que he comido en mi vida. Eres un gran tipo, exponiéndote de este modo a la expulsión.

—Crees que es una broma, ¿verdad? —Richard se estiró el pullóver y frunció el ceño—. Si alguien te encontrase aquí, es muy probable que me expulsaran, así que no te hagas el gracioso. Tenemos que hablar de cómo regresarás a New Hampshire.

Un momento de silencio: una mirada tentativa de Jack y una mirada severa de Richard.

—Sé que deseas saber qué estoy haciendo, Richard —dijo Jack, masticando un bocado de pollo— y, créeme, no va a ser fácil explicártelo.

—No pareces el mismo, ¿sabes? —dijo Richard—. Pareces… mayor. Pero esto no es todo. Has cambiado.

—Sé que he cambiado. Tú también parecerías diferente si hubieras estado conmigo desde septiembre. —Jack sonrió al mirar al ceñudo Richard con su ropa de buen chico y comprendió que nunca sería capaz de hablar de su padre a Richard. Sencillamente, no podía hacerlo. Si los acontecimientos lo hacían por él, bien estaba, pero él no poseía el corazón de asesino necesario para aquella revelación determinada.

Su amigo continuó mirándole con el ceño fruncido, por lo visto esperando que comenzara la historia.

Quizá para posponer el momento en que tendría que convencer de lo increíble al racional Richard, Jack preguntó:

—¿Se marcha de la escuela el chico de la habitación de al lado? Desde fuera he visto sus maletas encima de la cama.

—Pues, sí, y es interesante —explicó Richard—. Quiero decir, interesante a la luz de lo que has dicho hace un rato… Se va… de hecho, ya se ha ido. Supongo que alguien vendrá a recoger sus cosas. Dios sabe qué clase de cuento de hadas te imaginarás, pero el chico de al lado era Reuel Gardener, el hijo del predicador que dirigía el hogar del que tú dices que te has escapado. —Richard hizo caso omiso del súbito ataque de tos de Jack—. Yo diría que en muchos sentidos Reuel no era el chico normal del cuarto de al lado y es probable que nadie aquí haya lamentado mucho su marcha. Cuando se publicó la historia de aquellos chicos que murieron en el lugar regentado por su padre, recibió un telegrama ordenándole que abandonara Thayer.

Jack había conseguido tragar el trozo de pollo que se le había atragantado.

—¿El hijo de Sol Gardener? ¿Ese tipo tenía un hijo? ¿Y estaba aquí?

—Llegó al principio del curso —respondió con sencillez Richard—. Esto es lo que he intentado decirte antes.

De repente, la escuela Thayer se hizo amenazadora para Jack de un modo que Richard no podía ni empezar a comprender.

¿Cómo era?

—Un sádico —contestó Richard—. A veces oía ruidos muy peculiares en la habitación de Reuel y en una ocasión vi un gato muerto en un cubo de basura del pasaje que no tenía ojos ni orejas. Por su aspecto, nadie hubiera dudado de su capacidad para torturar a un gato. Y creo que olía a cuero inglés rancio. —Richard guardó un silencio calculado y luego preguntó—: ¿Estuviste de verdad en el Hogar del Sol?

—Durante treinta días. Era un infierno o algo muy parecido. —Respiró hondo, mirando la cara de Richard, ceñuda pero ya por lo menos medio convencida—. Esto es difícil de creer para ti, Richard, lo sé, pero mi compañero era un hombre lobo. Y si no le hubiesen matado cuando me salvó la vida, estaría aquí en este momento.

—Un hombre lobo. Con pelos en las palmas de las manos. Que se transformaba en un monstruo sediento de sangre cada vez que había luna llena. —Richard contempló la pequeña habitación con expresión pensativa.

Jack esperó a que Richard volviera a mirarle.

—¿Quieres saber qué hago? ¿Quieres que te diga por qué estoy atravesando el país haciendo autostop?

—Empezaré a gritar si no lo haces —respondió Richard.

—Bien —dijo Jack—. Estoy tratando de salvar la vida de mi madre. —Mientras la pronunciaba, esta frase pareció llena de una maravillosa claridad.

—¿Cómo demonios vas a hacerlo? —estalló Richard—. Es probable que tu madre tenga cáncer. Como ya te ha insinuado mi padre, necesita médicos y los adelantos de la ciencia… ¿y tú te vas a hacer autostop? ¿Qué vas a usar para salvar a tu madre, Jack? ¿Magia?

Los ojos de Jack empezaron a escocerle.

—Tú lo has dicho, Richard, viejo compañero. —Levantó el brazo y apretó los ojos ya húmedos contra la tela del hueco del codo.

—Oh, vamos, cálmate, vamos… —dijo Richard, tirando frenéticamente de su pullóver—. No llores, Jack, te lo ruego, sé que es algo terrible y no quería… sólo intentaba… —Richard había cruzado la habitación al instante y sin ruido daba torpes palmaditas en el brazo y el hombro de Jack.

—Estoy bien —dijo Jack, bajando el brazo—. No es una fantasía loca, Richard, por mucho que a ti te lo parezca. —Se enderezó—. Mi padre me llamaba Viajero Jack y también un viejo de Playa de Arcadia. —Jack esperaba acertar en lo de que la compasión de Richard abriría puertas interiores y, cuando miró la cara de Richar, vio que era cierto. Su amigo parecía preocupado, afectuoso y sincero.

Jack inició la historia.

5

En tomo a los dos muchachos, la vida de Nelson House prosiguió su curso, tranquila y bulliciosa al mismo tiempo, como suele pasar en los internados, puntuada con carcajadas y gritos. Muchos pasos por el pasillo, sin que ninguno se detuviera ante la puerta. Desde la habitación de arriba sonaban golpes regulares y algún retazo de música que Jack reconoció al fin como un disco de los Blue Oyster Cult. Empezó a hablar a Richard de las fantasías y de las fantasías pasó a Speedy Parker. Describió la voz que le había hablado desde el embudo giratorio de la arena. Y entonces contó a Richard que había bebido el «zumo mágico» de Speedy y saltado a los Territorios por primera vez.

—Pero creo que sólo era vino barato —aclaró Jack—. Más tarde, cuando se hubo terminado, descubrí que no lo necesitaba para saltar. Podía hacerlo por mí mismo.

—Está bien —contestó Richard sin comprometerse.

Intentó presentar fielmente los Territorios a Richard: la carreta, la vista del palacio de verano, la intemporalidad y realidad de todo ello; el capitán Farren, la Reina moribunda, a propósito de la cual introdujo el tema de los Gemelos: Osmond. La escena en el pueblo de All-Hands; el Camino de las Avanzadas, que era el Camino del Oeste. Enseñó a Richard su pequeña colección de objetos sagrados, la púa de guitarra, la canica y la moneda. Richard se limitó a darles vueltas entre los dedos y a devolverlos sin comentarios. Entonces Jack revivió sus atormentados días en Oatley. Richard escuchó la historia de Jack sobre Oatley en silencio pero con los ojos muy abiertos.

Jack omitió cuidadosamente toda mención de Morgan Sloat y Morgan de Orris durante el relato de la escena en el área de descanso de Lewisburg en la I-70 al oeste de Ohio.

Entonces tuvo que describir a Lobo tal como le había visto la primera vez, un sonriente gigante vestido con un mono Oshkosh de pechera, y sintió que las lágrimas se agolpaban nuevamente en sus ojos. Sobresaltó a Richard llorando mientras le contaba sus esfuerzos por hacer subir a Lobo a los coches y confesó su impaciencia con su compañero, pugnando por no llorar otra vez, y no lloró durante mucho rato, consiguiendo relatar la historia del primer cambio de Lobo sin lágrimas ni nudos en la garganta. No obstante, volvió a tener dificultades; la cólera le ayudó a hablar con fluidez hasta que llegó a Ferd Janklow y entonces los ojos volvieron a escocerle.

Richard guardó silencio durante largo rato. Luego se levantó de repente y fue a buscar un pañuelo limpio a un cajón de la cómoda. Jack se sonó con ruido.

—Esto es todo lo ocurrido —dijo—, o casi todo.

—¿Qué has leído últimamente? ¿Qué películas has visto?

—Maldito seas —farfulló Jack, levantándose y cruzando ta habitación para coger su mochila, pero Richard alargó la mano y agarró a Jack por la muñeca.

—No creo que te lo hayas inventado; creo que nada de lo que me has dicho es inventado.

—¿En serio?

—Si. En realidad, no sé lo que pienso, pero estoy seguro de que no me has mentido deliberadamente. —Dejó caer la mano—. Creo que estuviste en el Hogar del Sol, lo creo de verdad. Y creo que tuviste un amigo llamado Lobo, que murió allí. Lo siento, pero no puedo tomarme en serio los Territorios y no puedo aceptar que tu amigo fuera un hombre lobo.

—De modo que piensas que estoy chalado —dijo Jack.

—Creo que estás en un apuro, pero no voy a llamar a mi padre ni a echarte de aquí. Tendrás que dormir conmigo esta noche. Si oímos al señor Haywood hacer la ronda de las camas, podrás esconderte debajo de la mía.

Richard había adoptado un aire ejecutivo, con las manos en las caderas, observando el cuarto con expresión crítica.

—Tienes que descansar un poco. Estoy seguro de que esto es parte del problema. Te han hecho trabajar hasta casi matarte en ese espantoso lugar y tu mente está hecha un lío, así que ahora te conviene descansar.

—Es cierto —convino Jack. Richard miró hacia arriba.

—Tendré que irme pronto a jugar a baloncesto, pero puedes esconderte aquí y más tarde volveré a traerte comida del comedor. Lo importante es que descanses y que después regreses a casa.

—New Hampshire no es mi casa —dijo Jack.