25

Bella llegó al Desiré un poco tarde, como casi siempre, y, sin embargo, encontró el local cerrado. Era la primera vez que le sucedía esto, y lo excepcional del hecho la intranquilizó. La verdad es que tenía un vago presentimiento de desgracia, la sensación de que estaba sucediendo algo malo, aunque no alcanzaba a imaginar el qué. El día anterior el Poco había desaparecido a media tarde y por lo visto aún no había regresado: una extraña ausencia, si se tenía en cuenta que el ex legionario permanecía siempre en el Desiré como un caracol dentro de su concha. Bella volvió a aporrear la puerta, más a modo de protesta que por la esperanza de que le abrieran, y después encendió un cigarrillo y se apoyó en el quicio, sudando a mares, aburrida, a la espera de que llegara alguien.

Estaba dando las últimas caladas a la colilla cuando vio venir, calle abajo, a dos hombres que le llamaron la atención. En realidad no tenían un físico peculiar: eran morenos y cuarentones, y no había nada en sus rasgos o envergadura que se saliera de la media. Pese a los tardíos calores septembrinos ambos vestían unos estrictos y sofocantes trajes oscuros, con camisa blanca y rígidas corbatas. No se parecían en nada el uno al otro, y, sin embargo, había una extraña similitud entre los dos, hasta el punto de parecer gemelos pese a sus diferencias. Eran como los integrantes de un cortejo fúnebre, iguales en su rictus de duelo y en sus lutos, o como vendedores de una marca de electrodomésticos, dispuestos a recitar al unísono las excelencias del producto. Bella les siguió con la mirada con la tibia curiosidad de quien no tiene cosa mejor que hacer, y hasta que no les tuvo encima no se dio cuenta de que se dirigían hacia ella.

—Buenas tardes, señora —dijo cortésmente uno de ellos tras echar una ojeada al apagado letrero del club—. ¿Conoce usted a Vicente Menéndez Rato?

—Pues sí —se sorprendió ella—. Es el dueño de esto. Precisamente le estoy esperando. ¿Qué desean de él?

Los gemelos distintos se intercambiaron una mirada idéntica, de rápida y comprensiva complicidad.

—Mire, señora… —habló de nuevo el hombre, amable y circunspecto—. No espere usted más. Somos policías. Ha sucedido algo muy desagradable. ¿Es usted familia?

—No, soy empleada suya, trabajo aquí… ¿Qué pasa?

—Que Vicente Menéndez ha muerto —terció el otro solemnemente, más funeral que nunca.

—¿Muerto?

—Sí, señora. Destrozado —puntualizó eficientemente el tipo—. Se tiró o se cayó al metro anoche, no se sabe. El convoy le aplastó la cabeza y le amputó un brazo y una…

—Bueno, Tomás, déjalo, no des tanto detalle… —intervino el compañero en un murmullo.

Bella les escuchaba boquiabierta y atónita, más estremecida por la cercanía del horror que por el horror mismo sufrido por Menéndez, a quien no estimaba en absoluto. Pobre hombre, se dijo en un espasmo culpable; pobre hombre, pese a todo…

—Afortunadamente el tipo llevaba carnet de identidad, aunque caducado desde hace un montón de años. Pero se pudo comprobar que era él por las huellas digitales, porque lo que es la cara, oiga…

El otro le dio un codazo disimulado y el hombre prosiguió:

—Mire, la autopsia señala grandes cantidades de alcohol en la sangre. Debía estar muy borracho. Seguramente no se dio cuenta de nada.

—¿Menéndez borracho? No bebía jamás —se asombró ella.

—Pues estaba como una cuba, oiga —insistió el policía, sacando un pequeño cuaderno del bolsillo—. ¿Cuándo fue la última vez que usted le vio?

—¿Yo? No sé, anoche, a las dos y media de la madrugada, cuando cerramos.

—¿A las dos y media? —exclamaron los hombres al unísono, como en un dúo, mirándose entre sí con extrañeza.

—No puede ser —afirmó uno, categórico.

—A ver, enséñeme usted su documentación —dijo el otro, repentinamente suspicaz.

Fue ése el momento que escogió Menéndez para aparecer por la esquina de la calle. Entero, caminando por su propio pie. Tan amarillo y deslucido como siempre, pero indubitablemente vivo.

—¡Menéndez! —chilló Bella—. ¡Estos señores dicen que estás muerto!

—¿Qué?

La alelada expresión de Menéndez se correspondía con la de los dos hombres. Pero los agentes reaccionaron antes, quizá por prurito profesional.

—¿Quién es usted? —preguntó imperativamente uno de ellos.

—¿Y ustedes? —se mosqueó Menéndez.

—Policía. ¿Quién es usted? —repitió el hombre con empaque.

—Vicente Menéndez, señor agente.

—A ver, documentación.

Menéndez se apresuró a facilitársela, solícito y temblón.

—Pero claro, usted no es Menéndez Rato, usted es Menéndez Gómez… El muerto es Vicente Menéndez Rato, señora —concluyó el policía volviéndose hacia Bella con cierta irritación.

—¿Muerto? —musitó Menéndez empalideciendo dos tonos de amarillo. Se apoyó con una mano en la pared, como si fuera a desmayarse.

—Sí, señor. Le pasó el metro por encima, anoche. ¿Conocía usted al susodicho?

Menéndez tragó saliva, boqueó dos o tres veces sin producir sonido alguno y al fin dijo, estrangulado:

—Sí… Era mi padre.

—¿Tu padre? —exclamó Bella sin entender nada.

—Su padre —repitió uno de los agentes, apuntando algo en el cuaderno.

—Pues su padre de usted se tiró o se cayó cuando entraba el tren en el andén. Chaffffffff… —el gráfico ademán aplanador que iniciaba el hombre fue interrumpido nuevamente por un codazo de su compañero—. No se sabe si fue suicidio o no. Por un lado iba muy borracho, o sea, que pudo caerse. Pero por otro lado está lo de la chica, así es que a lo mejor fue intencionado.

—¿La chica? ¿Qué chica? —preguntó Bella; Menéndez estaba tan demudado que parecía un cadáver.

—Lo de Juana Castillo, alias Vanessa —leyó el otro agente en su cuaderno.

—¡Vanessa! ¿Qué…?

—Resulta que la dirección que aparecía en el carnet de identidad del muerto era falsa o muy antigua, porque allí no le conocía nadie. Afortunadamente llevaba también una tarjeta de este club, y por eso estamos aquí. Pero en la tarjeta estaba escrita a mano otra dirección, que correspondía a una pensión no lejos de aquí. Y resulta que cuando llegamos a la comisaría nos enteramos de que, por la tarde, nos habían llamado de esa pensión porque un tipo le había dado una paliza de muerte a una chavala y luego había escapado. Así es que vino la dueña de la pensión y reconoció al muerto o lo que queda de él, y dice la vieja que es el mismo que pegó a la chica, claro que es difícil reconocerle y además la vieja está cegata y a lo mejor no…

—¡Pero Vanessa! ¿Por qué? ¿Ha muerto Vanessa? —se desesperó Bella, mareada de pura confusión.

—Ah, ¿la conocen ustedes? Pues no, no ha muerto. La chica se pondrá bien. Ha sido una paliza tremenda, de estas a conciencia, y tiene la mandíbula y la nariz rota y no sé cuántas cosas rotas más y no sé qué le pasa en un riñón, pero se pondrá bien, eso dicen los médicos, por lo visto. Está en la UVI del Hospital Provincial.

—Qué vergüenza, qué vergüenza, qué vergüenza… —musitó Menéndez, como desvariando.

Todos le miraron: ofrecía un aspecto exangüe y lamentable.

—Yo… Yo no tengo la culpa de tener un padre así, señores agentes —empezó a farfullar, desencajado—. Uno no puede elegir a los padres, por desgracia. Él… Él nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo era muy pequeño. Siempre fue un sinvergüenza, un perdido. Y luego… Luego apareció aquí de repente, hace diez meses. Yo no había vuelto a saber de él en treinta años y de pronto aparece aquí pidiendo ayuda, pidiendo ayuda a su hijo, a mí, que me dejó tirado, que nunca se ocupó de mí, que mató de pena a mi pobre madre. Yo no sé si debería haberle echado. Pero estaba viejo y sin un duro y era mi padre…

Y además amenazó con armarme un escándalo y… Le dejé que se quedara en el club.

—Poco, Dios mío, Poco —tartamudeó Bella, la boca amarga, el corazón en la garganta y un vaivén de desmayo entre las sienes.

—Dormía aquí y yo le mantenía… Era un borracho. Todo el día estaba borracho. Siempre fue un borracho, le recuerdo así desde pequeño, por eso yo me juré no probar el alcohol. Señor, Señor, lo que yo he pasado con él, ustedes me comprenderán, señores agentes, uno no tiene la culpa de que su padre sea así…

—Claro, claro.

—Por supuesto, usted tranquilo.

—No me malinterpreten, pero casi me alegro. Me alegro de que esto haya terminado. Dios sabe lo que ese degenerado era capaz de hacer. Hoy ha sido una paliza a esa chica, mañana… No quiero ni pensarlo. Resulta espantoso de decir de un padre, pero me alegro, que Dios me perdone, me alegro, me alegro. Claro que ese hombre nunca fue un padre para mí. Cuando nos abandonó yo no tenía más de cinco años, y él debía andar por los veinticinco. Era ya un vaina, un golfo, un perdido. No les quiero contar los sufrimientos de mi pobre madre por hacerme un hombre de bien. Nunca volvimos a saber de él, nunca nos ayudó en nada. Era un mal hombre… —Menéndez hablaba con una locuacidad en él extraña, y su rostro había pasado del amarillo cadavérico al carmesí.

—Y después, cuando crees que ya te has librado de él y de su recuerdo, aparece un buen día como un fantasma. Como una condena de la que no te puedes escapar. Me amenazó, Dios sabe que me amenazó. Me dijo que se presentaría en mi casa, que hablaría con mi mujer y mis hijos. Imagínense, señores agentes, qué ejemplo para mis hijos… Qué vergüenza tener un padre así…

—Qué nos va a contar usted a nosotros —contestó uno de los agentes, palmeando el hombro de Menéndez con simpatía—. ¿No ve usted que nosotros ya estamos hechos a esas cosas? Si supiera usted las cosas que ve la policía… Como ese chico, el destripador de Cabrerillo, seguro que lo han leído ustedes en los periódicos… Pues fíjese, era un muchacho de muy buena familia, buenísima, y luego resultó que había asesinado a cuatro sirvientas de la casa. Un tarado, se las beneficiaba primero y luego… La señora se extrañaba de que el servicio le durase tan poco, pero como el chico era un loco listo y quemaba las ropas y dejaba notas falsas, pues… Hasta que descubrieron los cadáveres enterrados en el jardín de la casa. Imagínese usted que papelón para esa pobre madre…

—Así es la vida —terció el otro, filosófico—. Son cosas que pasan en las mejores familias. Cuanto más arriba están, más trapos sucios, que se lo digo yo. Si usted viera lo que vemos nosotros… Fiuuuuuu, se quedaría aterrado.

Callaron todos. Fue un breve silencio embarazoso en el transcurso del cual los tres hombres bascularon el peso de su cuerpo de un pie a otro. Bella contaba los latidos de sus sienes: uno, dos, cuatro, siete. Hacía calor y el mundo parecía de gelatina. El agente escribidor guardó su cuadernillo y carraspeó:

—Ejem, pues bueno, si a usted no le importa le ruego que nos acompañe ahora a comisaría. Hay que firmar los papeles, recoger las pertenencias del muerto, todo eso.

—Sí, sí, claro, cómo no.

Menéndez sacó un pañuelo de dudosa blancura y se sonó estruendosamente.

—Cuando ustedes gusten. Bella, por favor, ten las llaves y vete abriendo.

Bella les contempló alejarse, acera abajo, hasta que doblaron la esquina y la calle quedó desierta. El edificio que hacía chaflán estaba rematado por una mujer semidesnuda tallada en piedra: era la primera vez que Bella se fijaba en su existencia, pese a haberla tenido de vecina durante años. Ahora descubría el vuelo petrificado de la túnica, sus gruesas carnes de granito. Toda la calle parecía distinta, repentinamente llena de detalles que antes jamás había advertido: la pintura descascarillada y azul de la fachada de la panadería, los caprichosos hierros forjados del balcón de enfrente, los cristales esmerilados del portal de al lado. Permanecía así Bella, sola, plantada en mitad de la tarde, descubriendo menudencias, sumida en un extraño estado de estupor. De la conversación con los agentes recordaba pequeños detalles anecdóticos (el rubor de Menéndez, o el corte que mostraba la mejilla de un policía, causado sin duda por un afeitado presuroso, o el chirrido del lápiz desmochado sobre el cuadernillo) como si tales nimiedades hubieran constituido la sustancia del encuentro. Pero por debajo de todo esto —en el forro de sí misma, al final de su conciencia— soplaba un polvoriento vendaval en el que revoloteaban y entrechocaban las imágenes: el Poco sonriendo con su diente de oro; Vanessa de perfil, desplazándose eternamente en el recuerdo desde ningún sitio a ningún lado; de nuevo el Poco, aún riendo pero con el cuello sangrante y degollado; las palmeras de la escenografía cubana abatidas por el furor del huracán; la voz de Elena Burke cantando muy dentro de su oído, luna en La Habana, milisiana; un tren entrando en un túnel, negrura atronadora amenazante; un grifo —el grifo roto de su casa— goteando, chop, chop, chop, en una penumbra interminable.

Dio media vuelta y entró en el club. Estaba a oscuras y le costó encontrar las luces. Miró el reloj: las ocho menos cuarto. Qué pronto atardecía ya. Se quedó de pie en medio del local, contemplando los cojines desteñidos, el raído terciopelo. Las palmeras de cartón estaban muertas, las palmeras de cartón le daban miedo. Dentro de su memoria seguía soplando el ventarrón y Bella agitó la cabeza con agobio: era como tener una tormenta en el cerebro. Se sirvió una copa de coñac. Poco aplastado y triturado. El licor prendió fuego a su estómago. Siete, ocho, nueve, diez: los latidos de sus sienes. Entraron los primeros clientes de la tarde, dos muchachos con el pelo rapado de la mili.

Pasaron así las horas, ni deprisa ni despacio, incoloras, en un sofoco sin conciencia. Bella se acabó la botella de coñac. Menéndez no volvía.

—Estás muy callada, mujer.

Alguien la llamaba mujer. Se estremeció. Poco deshecho, ensangrentado. Bella se esforzó en detener el mundo y en reconocer la sombra que tenía ante ella. Unos labios hinchados como heridas. Unos ojos muy negros, pequeños, tiesas las pestañas, los párpados rojizos.

—Estás muy rara, tía, ¿qué te pasa?

El macarra. El macarrita del retrete. El adolescente tocón y sinvergüenza. Bella se sorbió la mella y no contestó. Cogió las copas sucias, las metió en el fregadero y abrió el grifo. Se quedó mirando cómo rebotaba el chorro, cómo se salpicaba todo.

—¡Pero tía, que se te está saliendo el agua, estás chalá!

Era verdad. El fregadero rebosaba y el agua caía sobre los pies de Bella. El macarra entró detrás del mostrador y cerró el grifo.

—¿Estás ida, o qué?

Bella era voluminosa y el espacio tras la barra era estrecho. El muchacho estaba plantado junto a ella, rozándola, la entrepierna abultada, oliendo a sudor joven. Bella sintió una arcada.

—Estoy mareada —dijo, y apretó los dientes para aguantar el vómito.

Salió corriendo del mostrador, tambaleándose, chocando con las paredes, y se metió en el servicio. No le dio tiempo ni a alcanzar la taza: se vació contra el quicio de la puerta.

—Qué tajada tienes, tía, qué tajada —reía el macarra, que la había seguido.

—Qué vergüenza —se atragantó Bella.

—No seas tonta, mujer, no pasa nada.

El muchacho la condujo al retrete, le sujetó suavemente la cabeza. Bella vomitó y vomitó hasta que sólo le quedaron bilis y un dolor de estómago imponente.

—Anda, suénate —dijo el chico, ofreciéndole un trozo de papel higiénico.

—Qué vergüenza.

—Te voy a preparar café, y como nueva.

En el club ya no quedaba nadie. Bella se sentó en el sofá, agotada. El macarra trasteaba con la cafetera express.

—¿Sabes cómo funciona?

—Yo lo sé todo, tía.

La lengua espesa, y la cabeza como partida en dos, y un mareo interior, en la memoria. Pero el mundo exterior se iba parando, ya no daba vueltas como antes.

—¿No vas a cerrar hoy?

—¿Cerrar?

—Sí, tía, son las tres de la madrugada, ¿no vas a cerrar el club?

—¿Las tres?

Las tres de la madrugada. Las tres venían después de las dos, las dos venían después de la una. Daban igual las horas, daban igual las noches y los días. Pero sí, tendría que cerrar. Y marcharse a su casa. Calle sola, cama oscura.

—Hala, tía, bébetelo.

Bella sorbió el café. El chico estaba en cuclillas junto a ella, los codos apoyados en los muslos, los músculos reventando el pantalón.

—¿Te sientes mejor?

El macarra extendió el brazo y acarició su cabeza, su oreja, su mejilla. Bella se quedó muy quieta, cobijando su cara en la palma del muchacho.

—Venga, que nos abrimos. Te voy a acompañar a casa —dijo el chico.

Y ella ni siquiera contestó.

Recorrieron el trayecto sin hablar, el muchacho enlazado a su cintura y ella desfalleciendo por momentos. No hubo ni la sombra de una duda: cuando llegaron al portal, el macarra subió con ella con naturalidad de propietario.

—Me gustas, tía —dijo el chico nada más entrar en la casa, sin perder tiempo.

Y comenzó a desnudarse. Lentamente, mirándola a los ojos, como acariciando su propio cuerpo mientras se despojaba de las ropas. Se quitó la camiseta y los pelos de su cabeza se quedaron tiesos y arremolinados. Tenía el torso limpio, pálido, lampiño: bíceps de adulto y costillas de muchacho. El macarra sonrió y se desabrochó el vaquero, y se lo dejó un instante así, medio entreabierto, y se sobó la tensa tripa, y se hurgó suavemente en el ombligo.

—¿Te gusta? —preguntó.

Se había bajado el pantalón y no llevaba calzoncillos. Tenía un sexo hinchado y rosa y enredado en vellos negros, un sexo desmesuradamente grande para lo desmedrado de su cuerpo.

—¿Te gusta? —repitió.

Bella salió de su sopor y sintió miedo. Miedo y ganas de vivir, miedo y un mocoso que podía ser su hijo, miedo y ansias de carne, y vergüenza, y soledad, y aún más miedo.

El chico era experto y eficiente. La tocó toda y era como un pecado. Como algo sucio y horrible y delicioso. Un niño, un niño apenas. Un niño para llenarla, para acompañarla, para comprenderla. El chico sabía complacer, pero, cuando terminaron, Bella se quedó con hambre de hombre. Porque el cuerpo del muchacho se le escurría entre los brazos. Porque se le escapaba su turbia adolescencia. Porque no podía poseerle. El macarra se apartó a un lado, sudando y resoplando, y ella se quedó muy quieta, a la espera de que el chico la quisiera. Le acarició tímidamente los flacos costados, le pasó un dedo por la peluda vereda del ombligo. El muchacho se echó a reír.

—Qué, tía, da buti, ¿eh?

Y se desternillaba, golpeándola juguetonamente en los nudillos.

—Que me haces cosquillas, titi, hay, que no puedo…

Manoteaba y pataleaba como un bebé y Bella rió también, y le besó en la mejilla, y él la besó a ella, y se revolcaron por la cama peleándose.

—Bueno, pues yo me abro —dijo el chico secándose las lágrimas y sorbiéndose las risas.

—¿Qué te vas?

—Sí, tía —dijo él poniéndose de pie—. Me tengo que ir. Soy un hombre muy ocupado.

Estalló de nuevo en carcajadas y se tuvo que sentar en el borde de la cama.

—Ha estado bien, ¿eh? Nos hemos divertido.

—Sí —dijo Bella—. Es una pena que te marches. —Todavía se sentía algo borracha.

—Es muy tarde, titi. Son casi las seis. Tengo que atender los negocios.

Se vistió en un abrir y cerrar de ojos y se peinó el flequillo con la mano. Luego se acercó a la cama y la besó en los labios.

—¿Te ha gustado? —preguntó.

—Sí.

—¿Quieres que nos veamos más veces?

Bella dudó.

—Creo que sí.

El muchacho volvió a besarla y luego hizo un guiño bufo y amistoso.

—Oye, tía, me podías hacer un regalito…

—¿Qué?

—Un regalito. ¿No me vas a regalar nada, con lo bueno que he sido? —sonrió, zalamero.

Bella se incorporó en la cama. El chico estaba muy cerca de ella y le empujó suavemente, para apartarle.

—Un regalo… —murmuró.

—¿No me pensabas dar nada? Pero tía, ¿en qué mundo vives? —zumbó el muchacho.

Bella se levantó. Se sintió repentinamente ridícula estando así, gorda y en cueros, y se echó la bata por encima. Estaba tranquila, muy tranquila. Congelada de calma.

—¿Qué quieres? ¿Dinero? —preguntó fríamente.

—No me vendría mal algo de pela. Estoy seco.

Bella sacó su monedero del bolso. Lo abrió y lo volcó sobre la cama. Había 3.000 pesetas en billetes y monedas sueltas.

—¿Es suficiente?

—De sobras.

El chico recogió todo, hasta la última peseta. Después la miró burlón:

—No te mosquees, tía, no pongas esa cara. No sé por qué te pones así. Yo soy un tío legal. Te he tratado bien, ¿no? He sido cariñoso contigo, y te lo has pasado bien, ¿no? No sé de qué te mosqueas, tía, esto es lo justo.

—Fuera.

—Bueno —dijo el chico, encogiéndose de hombros—. A mí me la trae floja…

Se guardó el dinero en el bolsillo del pantalón, se dio otro manotazo en el flequillo y se marchó. Bella esperó a verle cerrar la puerta y luego se tumbó sobre la cama, tal como estaba, con la bata puesta. Se sentía muy cansada y le dolía la cabeza. Se durmió casi inmediatamente, con un sueño sin sueños, sólido y oscuro, como de muerte.