21
Los tipos le desagradaron desde el primer momento. El uno era alto, fanfarrón, de piel pulida y aceituna; la camisa se le entreabría en el pescuezo, mostrando un generoso trozo de pelambre pectoral y un dorado enredo de cadenas; estaba muy calvo, pero por detrás, a la altura del cogote, llevaba unos pelos largos y ondulados, domesticados a golpe de brillantina. El otro era bajo y robusto, un canallita fondón vestido en negros, con una palidez atravesada y una masa de rizos que nacía apenas un centímetro por encima de las cejas, como para compensar la escasez pilosa de su amigo. Rondaban ambos la treintena y procedían, sin duda, del otro lado de la frontera: eran dos guapos del Barrio Chino, gente profesional de la camorra. Bella se lamió la mella con disgusto: Vanessa se pavoneaba ante los chulos, lanzaba carcajadas de opereta, coqueteaba con una inconsciencia peligrosa. Esta chica se va a meter un día en un buen lío, pensó Bella. Y luego miró al Poco, satisfecha de tenerle ahí, sintiéndose segura en su presencia: estaba al fondo, en su rincón, leyendo atentamente algo en un papel. El Poco alzó la cara y sus ojos se encontraron. A veces los ojos del Poco eran un pozo, como ahora: unas pupilas de vértigo, agujeros. El hombre sonrió y cruzó el Desiré evitando con amplio margen a Vanessa y a sus dos macarras retadores. Llegó junto a Bella y depositó el papel sobre la tapa del órgano.
—A ver qué te parece.
Era una poesía. No, un bolero, corrigió el Poco. Y comenzó a tararearlo con su voz ronca, a ver si tú coges el tono, Bella, que yo no sé nada de solfeos. No sé cómo contarte, la profunda finura de mi amor, que quisiera rodearte, de un cariño que te libre del dolor, canturreaba el Poco, raspando guturalmente las palabras. Envolver tu cuerpo con mis besos, inventar un mundo sólo para ti, comprender el más profundo de tus sueños, casi me da miedo el quererte así… Bella se esforzaba en traducir los resoplidos al teclado y en aprenderse la canción, y al cabo de un rato se atrevió a interpretarla entera y sola.
—No sé cómo contarte, la profunda finura de mi amor, que quisiera rodearte, de un cariño que te libre del dolorrrrr… Envolver tu cuerpo con mis besosss, inventar un mundo para ti, comprender el más profundo de tus sueños, casi me da miedo el querertea-siiiiii… Tengo para ti tantos regalos, de amor ternura y compasión, que no sé ni cómo puedo darlos, que no sé desirte mi pasiooooon… Sería imposible el explicar, el ansia de ti que mi alma peina, por eso, por eso en mi locura, sólo sé jurar, que te trataré como a una reina… Por eeeeeso, por eeeeeso, por eso en mi locura, sólo sé jurar, que te trataré… como a una reinaaaaaa…
Bella improvisó unos compases, inventando un bonito cierre a la canción. Qué hermosura de bolero. Así era el Poco por dentro, así de hermoso. Un hombre de una pieza. La cáscara dura y el corazón jugoso, como una nuez. Se lamió la mella, emocionada, a punto casi de llorar. Últimamente Bella tenía la lágrima fácil, como si se le hubieran pelado los nervios de la conciencia.
—Es maravilloso. Maravilloso, de verdad, me gusta mucho.
—¿Sí? ¿Tú crees? Hacía mucho que no escribía un bolero. ¿Te gusta? Dímelo de verdad, mujer.
Cuando el Poco le llamaba «mujer», Bella se derretía. Entonces se sentía toda ella mujer, la única mujer del mundo, mujer de arriba abajo. «Comprender el más profundo de tus sueños», decía la canción. Era exactamente lo que ella pensaba, exactamente lo que ella buscaba. Eran tan iguales, el Poco y ella. Tan parecidos. Idénticos en sus arrugas interiores. Ella le podría hacer feliz. Tenía tanto para darle.
—Es precioso, Poco. Yo siento lo mismo, lo mismo que tú sientes. Lo mismo que tú dices en el bolero. Gracias, Poco, muchas gracias.
Las gracias le salieron automáticamente, sin pensarlo. Porque el bolero era suyo. Tenía que ser suyo. Tenía que referirse a ella.
¿Por qué, si no, el Poco la acompañaba cada noche? ¿Por qué se lo había dado a leer, por qué la llamaba mujer, por qué la miraba de ese modo? Tenía que ser ella. Pero, ¿y si no era? De pronto a Bella le entró miedo, temió haberse puesto en evidencia. El Poco la estaba escudriñando con una expresión impenetrable. Después hizo una mueca rara, como si se le hubiera paralizado la sonrisa.
—Bueno, Bella, si de verdad te gusta tanto el bolero, te lo regalo… Para ti.
A Bella se le achicó algo por dentro y se sintió empapada de vergüenza, aun sin saber muy bien por qué. Algo funcionaba mal, algo no era. Apretó las mandíbulas, furiosa consigo misma, y guardó silencio. Una carcajada estridente de Vanessa les hizo volverse a contemplarla: la chica se apoyaba en el hombro del macarra alto y reía y tosía a la vez, la boca desmesuradamente abierta, enseñando la campanilla y dos hileras de dientes sanísimos, blancos y apretados. Estaban los tres bastante borrachos.
—Pobre Vanessa —dijo el Poco en tono neutro, sin emoción. Y luego, volviéndose a Bella—: Canta otra vez el bolero, anda…
—No, no —contestó ésta, malhumorada—. Ahora no tengo ganas. Además es un bolero para hombres. Habría que cambiar la letra para cantarlo yo.
El Poco se encogió de hombros y se retiró sin añadir palabra. Bueno. Que se fuera. A ella le daba igual. Que se metiera en su chiscón y se pusiera mustio y triste, como siempre. Allá él. Que le reventase su secreto dentro, como un grano. Bella había intentado ayudarle. Ella tenía la conciencia bien tranquila. Ella, en realidad, era lo que se dice feliz estando sola. Vanessa daba tumbos en mitad del club y relumbraba, el cuerpo tostado, el traje rojo bien ceñido. Una chica muy vulgar, se dijo Bella. Una trotona de culo respingado, como tantas. Ni siquiera guapa, sólo joven. Cuando llegara a su edad estaría hecha unos zorros. Y sin embargo Antonio se la había llevado de viaje, había invitado a esa tontita. Los hombres eran así, superficiales. Se les llenaban los ojos con las carnes y no iban más allá. Ella, en cambio, se fijaba en lo de abajo. En el fruto de la nuez y no en la cáscara. Injusto. Era injusto que los hombres se portaran así. Ella era por dentro mucho más hermosa que Vanessa, pero no se paraban a mirarla.
Vanessa trastabilleaba, y se ufanaba, y agitaba el aire a pestañazos, y lucía el relieve carente de sostén de sus pezones, de los que era consciente todo el rato. Cuchicheaba estruendosamente con el más alto, mientras el de negro sonreía turbiamente, resignado a su condición de segundón. Bella decidió, con intuición nacida de la experiencia, que éste era el más peligroso de los dos, porque al ser feo y subalterno debería demostrar que al menos era un canalla aventajado. Se estremeció, repentinamente medrosa: el más bajo le recordaba a aquel animal que le partió el colmillo de un guantazo, doce años atrás. Se tocó la mella con la punta de la lengua, desasosegada, y buscó con la mirada al Poco: estaba en el guardarropa y los ojos le brillaban mientras seguía, atento y calmoso, las evoluciones de los chulos. Menéndez tampoco estaba tranquilo: había dejado a un lado su novela de tapas pringosas y se refrotaba las manos como si amasara una bola de pan entre las palmas.
Vanessa y los dos tipos habían estado bebiendo sucesivos cubalibres que el más alto pagaba con desplante generoso. La bebida producía en él un curioso efecto multiplicador de extremidades, porque ahora parecía disponer de más brazos que antes, brazos con los que pellizcar a Vanessa, brazos con los que apretujarla contra él, brazos que sobaban, palpaban, rozaban, exploraban, toqueteaban, apresaban. La chica forcejeaba y le esquivaba entre coqueteos y chillidos, como jugando. Pero el hombre empezaba a ponerse exigente y suspicaz y Vanessa se estaba enfurruñando:
—Ay, tío, qué pesado eres, suéltame, tú, que no puedo beber…
El tipo se rascó la punta de la nariz, sorprendido y beodo. Luego frunció el ceño y pareció quitársele la borrachera de repente.
—Vámonos, guapa —dijo secamente.
Ahora, ahora llega el lío, se veía venir, estaba claro, tembló Bella. Cuando aquel animal le partió el diente nadie había intervenido, no la habían ayudado. Bella miró al Poco. Éste sonrió, tranquilo y quieto.
—¿Que nos vamos? ¿A dónde? —preguntó Vanessa, torpe de lengua y de entendederas.
—Nos vamos y basta, guapa. Coge el bolso.
—Uy, no —se alertó tardíamente ella, esforzándose en comprender a través de las brumas del alcohol—. No, querido, no, encanto, yo me quedo aquí, ¿verdad que no te importa, tesoro? Estoy muy cansada, me quedo aquí y luego me voy a casa, ¿vale? Eres un cielo y he pasado una noche estupenda y los dos sois unos cielos y nos tenemos que ver otro día y…
El tipo la agarró por la muñeca. Se tambaleaba un poco, pero su voz era clara y firme.
—Tú te vienes con nosotros —silabeó.
—Tú te vienes con nosotros —repitió el de negro, como un eco.
—Ay, no, suelta —se retorció Vanessa. Déjame, anda, sé bueno, estoy cansada, déjame… Suelta, ay, suéltame, me haces daño, bruto… ¡Déjame! ¡No quiero ir!
—Mocosa de mierda, tú te crees que nos vas a torear, tú te crees que puedes reírte de nosotros, zorra… —bramaba el hombre tirando de ella.
—Tú te crees que puedes reírte de nosotros, puta, puta —repitió el energúmeno de negro, dando dos pasos para colocarse estratégicamente entre su amigo y la barra, piernas abiertas en compás, brazos despegados flojamente junto al cuerpo, como un vaquero de película.
Ya está, ya se armó, ya empezamos, pensó Bella, y miró al Poco. Seguía acodado en el mostrador, rígido como un busto de escayola, los labios apretados, la expresión vacía. Los dos únicos clientes que había en el local se escurrieron a la calle sin hacer ruido. Vanessa pataleaba como una niña pequeña y tironeaba del brazo capturado, más furiosa que asustada: déjame, bruto, animal, no quiero ir, te digo que no quiero ir, no voy. Zorra puta guarra zorra, mascullaba el tipo, ahora verás lo que yo hago con las putas que intentan reírse de mí, ahora verás lo que son risas. El hombre tiró de ella, la atrapó con ambos brazos y la levantó del suelo fácilmente. Vanessa le golpeaba el pecho con sus puños, e intentaba patearle, y chillaba, ahora toda susto y ya sin furia, socorro, no quiero ir, socorro.
Ahora, se decía Bella. Ahora va a intervenir el Poco, ahora va a ser. Pero no era. Pasaban los segundos y todos permanecían inmóviles y mudos, el tipo blasfemando, Vanessa retorciéndose, anda, guapo, sé bueno y no me asustes. Pasaban los segundos y Bella esperaba y esperaba. Menéndez empezó a graznar en falsete, muy nervioso: váyanse de aquí los tres, váyanse de aquí, no quiero broncas en el club. Y el Poco no hacía nada.
Estaba el chulo ya junto a la puerta, acarreando a Vanessa como a un fardo, cuando Bella se puso de pie, sin poderlo evitar y sin pensarlo.
—No os metáis en un lío —gritó; o creyó que gritaba, pero la voz le había salido tan débil que tuvo que repetirlo—. No os metáis en un lío. Dejad a la chica. Os juro que como os la llevéis os denuncio. Tengo muchos amigos en la policía. El inspector García es muy amigo mío. Os juro que lo vais a sentir.
Hubo un interminable instante de silencio. El matón de negro miró a su amigo con ojos vacíos y animales. Cuando se volvió de nuevo hacia Bella tenía en la mano una navaja abierta.
—A que te rajo… —dijo suavemente.
Piernas de lana, muslos de gelatina, sudor frío. Con el rabillo del ojo, Bella advirtió la presencia mortalmente quieta del Poco. Ahora no se podía echar atrás, ahora cualquier vacilación sería peor. Volvió a hablar, dirigiéndose exclusivamente al hombre alto, por encima del retaco y su navaja.
—No compliquéis más las cosas. Tú sabes lo que os puede caer por esto. No merece la pena, por esa chica. Ya le habéis dado un buen susto, dejadla en paz y marcharos y aquí no ha pasado nada.
El tipo de la puerta titubeó: de nuevo se advertía claramente en él la borrachera. Arrojó a Vanessa al suelo: la chica cayó como un pelele sobre los escalones de la entrada.
—Déjalo, Maco. Por esta vez les perdonamos.
—A que te rajo… —repitió el otro, estúpidamente.
—Déjalo, te digo. Nos abrimos. ¿No me oyes? ¡Venga, vamos!
El enlutado se guardó el hierro con renuencia y se dirigió a la puerta contoneándose. Se detuvieron un momento en el quicio, chulapones.
—Y vosotras dos, acordaros bien de nuestras caras, porque vais a verlas muchas más veces… —amenazó burlonamente el alto.
—Acordaros, acordaros —coreó el otro, dándose cachetes en su propia mejilla como un memo.
Y desaparecieron en la noche. Bella fue la primera en reaccionar: se lanzó hacia la puerta para atrancarla, y cuando fue a correr el cerrojo se dio cuenta de que en su mano derecha tenía una botella, cogida defensivamente quien sabe en qué momento. Dios mío, qué estupidez, arriesgarse así por esa necia. Parecía como si todo el miedo se le hubiese bajado de golpe a las rodillas: le tiritaban tanto que apenas podía sostenerse.
—Ahora van a tomarle rabia al Desiré, ahora van a volver, ya lo verás —gemía Menéndez, aterrado.
Vanessa se había desplomado en el sofá, enrojecida, balbuciente:
—Oh, oh, mira cómo me ha dejado el traje ese bruto, oh, mi traje nuevo tan bonito…
—Eres una idiota —gruñó Bella—. Tú has tenido toda la culpa. La próxima vez te las arreglas sola.
El Poco escupió sobre la moqueta y luego aplastó el lapo con la punta del pie como quien entierra algo en la arena de una playa; estaba liando un cigarrillo y el papel temblaba entre sus dedos. En realidad, el Poco había hecho bien, pensó Bella. Debería haber dejado que Vanessa se las compusiera sola, que aprendiera la lección, que espabilara. Se chupó la mella y sintió un escalofrío: sus rodillas trepidaban todavía.
—Cobarde, cobarde… —lloriqueaba ahora Vanessa, para sí.
Bella se echó a reír con carcajadas secas como toses. Rió y rió hasta que las tripas le dolieron. Rió sin saber por qué, sin gana alguna.