5

Vanessa era una de esas mujeres de cuerpo omnipresente que parece que siempre se están dejando acariciar por el aire. Culigorda y patirrecia. Ahora, que era disparatadamente joven, tenía en las carnes ese lustre de la adolescencia. Pero pronto se pondría hecha una foca, y si no al tiempo. Gorjeaba y se removía en su banqueta, inconsciente de todo lo que no fuera su propio pavoneo, con los ojos encendidos por la lumbre aguada de la ginebra, vestida y maquillada como si fuera un zorrón. A Bella nunca le gustó la chica: le parecía tonta, impertinente y sin sustancia.

—Anda, ricura, dame otro cubata, bien cargado… —arrulló Vanessa.

—Estás borracha —contestó Menéndez despreciativamente—. Se acabó la bebida.

Vanessa abrió mucho los ojos y parpadeó furiosamente, en parte a causa de la perplejidad y en parte como arma seductora, y una de sus pestañas postizas se le pegó al párpado de abajo. A su lado Había 130 kilos de cliente, un hombrón silencioso que desparramaba su envergadura animal sobre el mostrador y que se afanaba en construir ingenios saltadores a base de palillos de dientes. Vanessa se chupó la yema del dedo índice y luego la aplicó, con pulso incierto, sobre el punto corrido de una media.

—Anda, cielo, estoy seca, dame un cubatita… —insistió, melosa, con la pestaña despegada rubricando su ojo izquierdo a modo de felpudo.

—Tú vas a acabar muy mal, niña —contestó Menéndez, desabrido—. Mejor harías en irte a lavar esa cara llena de potingues.

—Uh, bueno, hombre, chico, hijo, vaya, oye, cómo te pones…

—Si yo fuera tu padre ya verías lo que te hacía —añadió Menéndez, con una vehemencia y un relumbre en la mirada decididamente incestuosos.

—Dale la copa a la chica, Menéndez —restalló la rota voz del Poco.

Había salido de las sombras, tan turbio y secreto como siempre. Menéndez se mordió el labio inferior y amarilleó un poco más.

—Dale la copa —repitió el Poco con dulzura.

Plinc, hicieron los mondadientes del hombrón, saliendo disparados en todas direcciones.

—Oiga usted, deje de hacer esas cosas, que me está poniendo esto perdido —bramó Menéndez. Tenía las orejas como carbones encendidos.

El tipo le contempló un instante con su espesa mirada de carnero. Después bajó la cabeza y se concentró en la construcción de una nueva traca de palillos.

—Sirve a ésa, Bella —musitó Menéndez, agarrando su libro trucado y hundiéndose sombríamente en su lectura.

Bella llenó el vaso con una generosa dosis de ginebra: a ver si revienta la boba esta. El barquito-zapato del mural navegaba interminablemente por su mar de neón. Vanessa se puso en pie y se deslizó hasta el extremo de la barra, lo más lejos posible del Poco. Le tiene miedo, se dijo Bella con satisfacción. Ella misma, que tenía muchos más años que la muchacha, años de mover el culo por el mundo procurando que no se lo tocaran más que las manos que ella deseara; ella misma, pese a su experiencia, había sentido ante el Poco, al principio, una alarma semejante. Ahora ya no. Ahora había entre ellos una especie de complicidad. Todos temían al Poco, menos ella: era una sensación agradable, como de poder, de fuerza. Le sirvió una copa de coñac.

—Gracias, Bella.

El Poco estaba liándose uno de sus cigarrillos de picadura, que luego colgaría pegado a sus labios, apagado, a medio consumir, hasta que se deshiciera por la acción conjunta de la saliva y la rumiadura. Estaba medio vuelto de espaldas, como siempre que se dedicaba a estos manejos. Con el tiempo, Bella había comprendido que se ocultaba para que nadie viera que le temblaban las manos, que el papel de fumar se agitaba entre los dedos derramando las tiesas hebras del tabaco. El Poco lamió el borde engomado y se acercó a la barra. En el dedo anular de la mano derecha tenía tatuadas las armas de la Legión: era un trabajo tan fino y menudo que desde lejos parecía una sortija.

—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó el Poco, haciendo bailar el coñac y escudriñando el fondo de su copa, como si no le interesara la respuesta.

—Vanessa.

—Cómo te llamas de verdad.

—Jua… Juana.

El Poco se tomó el coñac de un trago y se sirvió más mientras hacía restallar la lengua entre los labios. En los tres meses que llevaba en el club, Bella no le había visto comer nada sólido: sólo bebía, bebía copa tras copa sin que el alcohol pareciera emborracharle.

—¿Dónde vives?

—¿Yo?

Vanessa se asustó: no quería que ese viejo raro se enterase de su dirección. Dio un sorbo al cubata, arrugando la nariz, y tironeó de su estrecha y corta falda, como si de repente hubiera descubierto la incomodidad de vestir demasiado provocativamente.

—Vivo en… en una pensión.

—¿Y tu familia?

—En el pueblo.

Por fortuna el viejo no le preguntó más. Se acodó en el mostrador, junto a ella. La copa en la mano, la mirada perdida, como si se hubiese olvidado de su existencia. Pero estaba demasiado cerca. Su brazo desnudo y tatuado la rozaba. Vanessa se estremeció y retiró el codo con disimulo para evitar el contacto con esa piel áspera y fría. Le repugnaban los hombres tatuados. En el pueblo no había visto a nadie así, y, por otra parte, ni Robert Redford ni Julio Iglesias ni nadie verdaderamente fino y decente se tatuaba. «Este hombre es un patán», se dijo, utilizando una palabra nueva que le encantaba y que acababa de enseñarle un amigo suyo, un abogado maduro, todo un señor, que tenía muchas influencias y había prometido introducirla en el mundo del espectáculo. «No es más que un patán», se repitió con delectación. Y comenzó a perderle miedo.

—Bella, te toca —gruñó Menéndez.

—Ya va, ya va.

Bella se quitó el guardapolvos y salió al estrado. El Poco seguía allí, en la barra, pegado a la chica. Qué raros eran los hombres. Vanessa se apretaba contra las palmeras de cartón que le impedían el retroceso, atrapada como un pajarito. O como un tordo, cara flaca y culo gordo. Bella se chupó la mella y encendió el melotrón.

—Tanto tiempo disfrutamos este amor, nuestras almas se asercaron tanto a sí, que yo guardo tu sabor, pero tú llevas también, sabor a mí…

El Poco se volvió y apoyó la espalda en el mostrador, para escucharla.

—Bella canta muy bien —dijo.

Vanessa se encogió de hombros: estaba empezando a sentirse mareada.

—Y tú, niña, quieres ser cantante —añadió el Poco de repente.

—¿Cómo lo sabes?

—Quieres ser cantante —repitió con suavidad—. ¿Cantante de qué?

—Pues de canción folklórica, y moderna, y de todo. Yo canto de todo. También canto boleros, si quiero. Y además soy actriz.

—Bueno, niña, bueno… Mira, niña, todo el mundo tiene que aprender. Puedes aprender mucho de Bella. Y a lo mejor yo todavía puedo enseñarte algo. A colocar la voz, a interpretar. Los boleros no se cantan, niña, se interpretan. Tienes que sentir lo que estás cantando, tienes que haberlo vivido. Pero tú eres muy joven todavía.

Tú lo que quieres es enseñarme lo que yo me sé, so marrano, pensó Vanessa; empiezan arrimando el brazo y terminan metiendo el codo y lo que tercie, ya conocía ella ese percal. Conque muy joven, habrase visto… Había cumplido ya los dieciocho años y había corrido mucho por el mundo, estaba de vuelta de la vida, de modo que esa gorda inmunda y ese patán no tenían nada que enseñarle. Mordió el vaso, furiosa, sin atreverse a decir nada, porque de todas formas el viejo tenía algo extraño y asustante.

—Si negaras mi presencia en tu vivir, bastaría con abrasarte y conversar, tanta vida yo te di, que por fuersa tienes ya, sabor a mííííí…

Bella se alegró cuando vio entrar al inspector García. No es que apreciara particularmente su presencia, pero sabía que, con su llegada, el Poco se retiraría, como siempre, hacia un rincón discreto, porque parecían no gustarle las vecindades con la ley. Contempló cómo se cumplían sus previsiones, como el Poco se despegaba del mostrador y de Vanessa y se refugiaba en el sombrío chiscón del guardarropa. Los hombres eran a veces como niños, se derretían ante cualquier culo empingorotado y provocativo, se ponían tontísimos. Incluso un hombre tan hombre como el Poco. Bella saludó desde el estrado al inspector con un vaivén de mano: siempre fue bueno llevarse bien con las autoridades. El inspector era un asiduo, más que cliente gorrón, porque Menéndez nunca le cobraba. Iba siempre de paisano, como disimulando, como si pudiera haber alguien lo suficientemente imbécil como para no darse cuenta de su pestazo a policía, de su tufo a comisario.

—Buenas noches, inspector, ¿qué tal la ronda? —trinó Menéndez, poniéndose con premura al servicio del recién llegado.

—Bien, bien, Menéndez. ¿Y cómo andan las cosas por aquí?

—Bien. Ya sabe usted que éste es un local tranquilo.

—Sí que lo sé, sí —resopló García—. Afortunadamente esto es otra cosa. Pero si usted supiera, Menéndez, lo que hay a cuatro calles de aquí, allá donde empieza el barrio chino… Tremendo.

—Calle, calle, que me lo imagino.

—Muchachitas haciendo la carrera, casi de la edad de mis hijas o de las suyas, oiga, que es que se me abren las carnes. Y peleas, y navajas, y hasta hombres vestidos de mujer, oiga, hombres vestidos de mujer, con unas… —y García dibujaba con sus manos en el aire unas disparatadas opulencias pectorales—… que para qué le cuento. No sé a dónde vamos a llegar.

—Una vergüenza.

El inspector García era cuarentón, sanguíneo y narigudo, y tenía el tic de tocarse el costado cada dos segundos, como para verificar que la pistola seguía ahí, anidando en la sudada sobaquera. Se llevaba bien con Menéndez: compartían los dos la sensación de estar más abajo en la escala social de lo que correspondía a sus méritos, y disfrutaban tratándose de usted mutuamente con ampulosa deferencia. Claro que García siempre marcaba las distancias y hacía alarde de su condescendencia, porque al fin y al cabo él era un hombre ilustrado, que estudió para maestro nacional antes de ingresar en el Cuerpo, y además era inspector, aunque por pasajeros reveses de la vida (un quinqui de corazón débil, una torta mal dada, mala suerte) estuviera ahora destinado en este hoyo miserable, en este barrio sin promoción, en esta mierda.

—Y luego va uno y se juega el tipo por detener a un chorizo y, ¿quién te lo agradece? Dígame, Menéndez, ¿quién te lo agradece?

—Nadie, señor inspector.

—Nadie. Y cuidadito con sacar la pistola, ¿eh? el chorizo puede ir armado, puede pegarte dos tiros, puede rajarte la tripa, pero eso sí, tú no puedes defenderte, porque, pobrecito chorizo, pobrecito asesino, el desalmado policía le ha pegado un coscorrón… Esto es que no hay quien lo aguante, oiga.

—Y que usted lo diga.

—Y luego juégate el tipo para meter a la canalla en la cárcel, y después llegan los jueces y, hala, los ponen a todos en libertad al día siguiente. Ya no hay orden, ni ley, ni nada. Este país va cada vez peor, es la anarquía.

—Qué razón tiene. Su chinchón, señor inspector.

García se tomó la copa a sorbitos mientras escudriñaba a la parroquia, para ver si alguno asentía o disentía de sus palabras. Pero nadie parecía prestarle atención: el hombrón se aplicaba ahora a la laboriosa construcción de una torre Eiffel de mondadientes, y Vanessa buceaba en las entrañas de su bolso buscando algo indeterminado. Al cabo la chica volvió a meter sus heterogéneas pertenencias en la bandolera de plástico, se secó delicadamente las aletas de la nariz con una servilleta de papel y se puso en pie, trastabillante y dispuesta a irse.

—Eh, tú… —gruñó Menéndez—. Me debes el cubalibre.

—Al cubalibre invito yo —dijo el Poco desde el guardarropa, en un susurro.

—¿Tú? ¿Con qué dinero?

—Al cubalibre invito yo —repitió el Poco sosegadamente.

Menéndez enrojeció hasta la caspa.

—Está bien, vete —logró farfullar al fin en tono estrangulado.

Vanessa se apresuró a desaparecer bamboleándose sobre los altos tacones.

—¿Y ésta? —preguntó García.

Menéndez se encogió de hombros, furioso y cabizbajo. El inspector miró al Poco de arriba abajo con fría curiosidad profesional y después chasqueó la lengua, despectivo.

—Buenas noches, Menéndez. Hasta mañana.

—Buenas noches, señor inspector.

Bella pulsó el último acorde del último bolero de la noche y se rompió una uña contra las teclas. Mala leche. Bajó del estrado y se acercó a la barra.

—A ver si limpias un poco esto, Bella, que está todo hecho un asco.

—Olvídame, Menéndez.

Se puso la bata y empezó a fregar los vasos. El Poco seguía en el guardarropa, escribiendo algo sobre una servilleta de papel. Qué dentera: la uña rota escocía al contacto con el detergente. De pequeña, Bella había visto una película en la que unos chinos perversos metían palillos debajo de las uñas del protagonista. La vio allá en el pueblo, en el cine al aire libre que ponían en los veranos. Los sábados su madre le daba un bocadillo de chorizo o de tocino y un duro, que era lo que costaba la entrada, y ella se iba al cine y cenaba allí, sentada en esas sillas de tijera que dejaban el culo a rayas. Se acordaba muy bien de la película de los chinos porque era muy bonita, porque se había enamorado de ese protagonista que no parpadeaba cuando le hacían salvajadas y porque se había dejado meter mano por Antonio, sí, que fue entonces cuando empezaron a tontear, ella enamoradísima del protagonista y con todo el cuerpo raro, así como revuelto, y Antonio tocándole los muslos. Entonces, aún lo recordaba, ella sintió una emoción y una melancolía muy grandes, como si estuviera a punto de descubrir algo maravilloso, algo inmenso que todavía no sabía lo que era, pero que estaba ahí, rozándola, esperándola, tan cerca que le entraron ganas de llorar.

—Toma, léete esto.

Bella dio un respingo. Cerró el grifo, se secó las manos con un trapo y cogió la servilleta escrita que el Poco le tendía:

«Te pierdes en la noche, tan bonita,

sin saber los peligros que te acechan.

Te pierdes en la noche, tan sólita,

sin saber todavía que estás sola.

Si yo pudiera explicarte

que la noche no está hecha para niñas.

Si yo pudiera contarte

toda mi vida, para que tú supieras.

Ahora piensas que cambiarás el mundo

y será el mundo el que te cambiará.

Ahora eres alegre y joven pero en lo profundo

ya llevas la semilla de tu soledad.»

A Bella se le atragantó una lágrima.

—Es… Es preciosa —balbució.

Era la poesía más bonita que Bella había visto en su vida. Claro que ella no leía nunca poesías.

—No sabía que escribías versos.

—Oh, sí, desde hace mucho tiempo —contestó el Poco blandamente—. En realidad las letras de los boleros también son poesías.

Se detuvo para lamer la colilla amarillenta y apagada de su cigarro, que se deshacía por momentos.

—¿De verdad que te gusta?

—Muchísimo. Me recuerda cuando… O sea, que es como la verdad, como la vida de verdad. Yo era así. Bueno, a lo mejor no era tan bonita, pero… Me hubiera gustado que alguien me hubiera hecho unos versos así, de joven.

—Tú eres bonita también por dentro, mujer —dijo el Poco. Y rozó la barbilla de Bella con un dedo que abrasaba.

—¿Sabes una cosa? —añadió el Poco. Y se calló.

Bella guardó silencio, expectante, sintiendo aun en la cara la huella de su mano.

—¿Sabes que esta chica, esta Vanessa, se parece mucho a…?

Bella sacó un cigarrillo, lo encendió nerviosamente.

—¿Sabes por qué arruiné yo mi vida, por qué me convertí en lo que soy?

El Poco hablaba sin mirarla, los ojos perdidos en el aire.

—¿Por qué?

—Pues por una mujer. Arruiné mi vida por una mujer, ¿qué te parece?

A Bella no le parecía nada. Le dolía la cabeza.

—Era la mujer más hermosa del mundo. Casi una niña. Yo también era muy joven. Me vine de Cuba con un contrato de tres meses para una sala de fiestas. Maldito sea el día en que cogí aquel barco. Yo en Cuba era un señor, ¿sabes? Allí, en el Tropicana, con mi traje cruzado y mi sombrero, con mulatas hermosas, con dinero. Y aquí perdí el seso. Me quedé un año, dando tumbos, sin trabajo, sólo por ella. Yo quería hacerla mi mujer pero ella huía de mí. No, no fue así: a veces me quería mucho y a veces me huía. Yo andaba como loco. Una noche me la encontré con uno, un viejo gordo y rico, de putón. Ya me lo habían dicho, pero yo no les creía. Yo le hubiera dado mi nombre, habría hecho de ella una mujer decente, pero llevaba el puterío en la sangre. Le partí la cara al viejo, pero a ella no me atreví a tocarla, no pude, no tuve coraje, fui un cobarde… Era la mujer más hermosa del mundo, y Vanessa se parece un poco a ella. Pero era un demonio. Me apunté a la Legión, no sé por qué. No tenía ganas de vivir. Hicieron una bandera de lo peor, de la canalla, y me tocó a mí. Yo he matado muchos moros con estas manos, ¿qué te parece? Nos metieron en un barco y no sabíamos ni a dónde íbamos. Cuando ya estábamos llegando a África nos dijeron que nosotros éramos los únicos que podíamos salvar a la patria, nosotros, la canalla, aunque muriéramos… Y yo he visto morir a muchos, a muchos…

Se calló durante unos segundos. Cogió la servilleta del poema y la hizo trizas lentamente.

—Luchábamos contra los rebeldes, que eran argelinos mandados por mercenarios. Yo tenía un coronel alemán y peleábamos junto con los franceses, bueno, era una tropa senegalesa con mandos franceses, que son los mejores mandos del mundo. Yo he visto matar a un hombre de la manera más cruel. De la manera más cruel. Había cinco pozos de agua en el desierto, echamos a suertes y le tocó ir a uno, a morir. Le mataron los rebeldes y entonces nosotros les cogimos a todos sin disparar un tiro. Eran 67, me acuerdo bien. Nuestros senegaleses pidieron permiso para matar al que había matado. Entonces le ataron y empezaron cortándole la punta de la nariz, y luego las orejas, y los labios, y los dedos uno a uno, y la lengua, y le sacaron los ojos. Le cortaron a cachitos para hacerle sufrir, tardaron cinco horas en matarle, ¿qué te parece? Escucha, estuve diez años en la Legión, diez años. No quiero acordarme. A veces me viene todo a la memoria por las noches y me parece que me vuelvo loco… Era la mujer más hermosa del mundo, Bella, la más hermosa. Me la volví a encontrar, después de mucho tiempo. Estaba hecha un pingo, pintarrajeada y seca como dice el tango. Pero yo todavía la quería, ¿qué te parece? Yo todavía la quería y me acerqué. Entonces ella se puso como loca, no lo entiendo, no lo entiendo todavía, ella se puso a gritarme y a insultarme como loca, dijo las cosas más sucias que pueden salir de la boca de una persona, ¿qué te parece?, me insultaba a mí, a mí que nunca le hice ningún daño, que lo único que hice fue quererla, me insultaba… A partir de entonces…

Se detuvo. Aventó los desgarrados restos de la servilleta, que estaban sobre el mostrador, y los tiró al suelo. Cuando levantó de nuevo la cabeza tenía la cara color gris.

—A partir de entonces pasaron muchas cosas, pero no merece la pena que las cuente. Vanessa se parece un poco a ella, sabes.

El neón del mural pedorreaba y a veces se apagaba. Luego se volvía a encender con gran esfuerzo y el barco resurgía entre las sombras, lívido y quieto, sin costa a la que llegar, sin puerto de partida, atrapado para siempre en su horizonte de mentira.