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El sol estaba ya muy bajo y era precisamente en el atardecer cuando Antonio se sentía más seguro. Al atardecer encendía el flexo de la mesa mientras el mundo se apagaba tras las ventanas, y su universo doméstico, engrandecido por la luz eléctrica, se convertía en la única realidad existente, una realidad perfecta, sin huella de desorden, que le defendía de los horrores del exterior y del azar.

Antonio vivía en un apartamento moderno, de un solo ambiente: cocina, sala y dormitorio en una única y espaciosa habitación, y el añadido lateral de un cuarto de baño diminuto. A él le gustaba así: con una sola ojeada podía controlar la totalidad de sus dominios. Le ponían nervioso los enigmas que se ocultaban tras las puertas cerradas, por eso siempre dejaba el retrete abierto y la luz dada. Pocos muebles, todos útiles. La mesa de trabajo, limpísima, ofreciendo una simetría de bolígrafos, plumas, folios y carpetas. Un sillón de oreja provisto de flexo y de mesilla, el rincón más confortable de la casa. Una librería sin libros que albergaba un tiesto de albahaca, una colección de esencieros antiguos y un archivador de cuero en el desierto de sus baldas. Una cama castísima de estrechas dimensiones de doncella. El arcón de las fragancias, sin tapa, mostrando sus tripas de cristal, sus pomos y botellas. Y en las paredes, como único adorno, cinco calendarios del año en curso abiertos por la fecha, cuatro relojes murales puestos en hora y el organigrama de sus amores sujeto con chinchetas sobre el armario empotrado. Antonio llevaba diez años viviendo en el piso y en todo ese tiempo la casa no había sido pisada por ningún extraño. Nadie conocía su dirección, a excepción de su hermana, pero ni siquiera ella había atravesado el umbral: cuando le necesitaba le llamaba por teléfono o le dejaba una nota en el buzón. El apartamento era un refugio inexpugnable.

Atardecía, el cielo estaba púrpura y la ciudad era una mancha amenazadora y gris cobalto. Antonio contempló la librería vacía, la cama cartujana, las paredes invadidas por las sombras. Sintió un pinchazo en el bajo vientre, un dolorcillo agudo que reconoció al instante: la próstata, la próstata maldita. Se sobó las carnes de debajo del ombligo como para borrar el recuerdo del dolor, aunque ahora ya no sentía molestias: la próstata era así, de punzada breve y retirada rápida.

Atardecía y en la calle gimió la sirena de una urgencia. Antonio se estremeció y se apresuró a encender la luz eléctrica. El flexo proporcionaba una campana de luz acogedora, tan nítida que dentro de ella no cabían los equívocos. Un alivio. Cogió el archivador de cuero y se instaló en el sillón, en el centro de la protectora burbuja luminosa. Comenzó a sacar fichas al azar, por hacer algo. «Gracia García de Sach. 44419668. Rotonda de Fresno, 4. Del 14 al 19 de enero de 1978. Nombre utilizado: Juan Olarra. Dulce como el bálsamo de Perú: demasiado dulce.» Gracia fue una de las primeras. La recordaba menuda, rolliza, algo cursi, la sonrisa blanda y confitada. «Gracia abre sus ojos azules y redondos, me acaricia una mano en silencio durante horas», ponía en la ficha. Qué distinta a Carmen Lezma, aquella mujer fea pero eléctrica, la barbilla puntiaguda y una boca apretada, de viciosa. O de aquella otra Carmen, la Romá, con su opulencia de matrona, «hunde mi cara entre sus pechos y me envuelve de ella, olor a mirra». Mujeres altas, mujeres bajas. Púdicas o coquetas, indecisas o enérgicas, todas muy distintas y sin embargo todas en apariencia desdichadas. Decenas de historias de amor perfectas. Decenas de fichas almacenadas, para apoyo de su memoria, en ese archivador antiguo que heredó del lúgubre despacho de su padre. Una colección soberbia, capaz de justificar la vida de cualquier hombre. Pero él quería más, quería mucho más. Cerró el archivador con un suspiro de aburrimiento. Si él no tuviera su don, si careciera de su olfato, no se diferenciaría de los demás, de todos esos miserables que existían sin saber por qué, como animales. Si a él no le sostuviera su ambición, su lucha por conseguir un olor nuevo y perfecto, entonces no sería nadie. Sin esta pasión su vida se apagaría. Le sucedería lo que a Benigno, que por las noches no sería capaz de encontrar algo en qué pensar, antes de dormirse. Los instantes previos al sueño son cruciales: es necesario tender un puente de proyectos por encima de esa pequeña muerte que es dormir. Un puente que te permita pasar al día siguiente, un puente que te demuestre que estás vivo. Pero sin pasión no hay norte, no hay futuro, no hay destino. Sin pasión es la mediocridad y el caos.

La próstata gruñó de nuevo en su barriga: era un achaque de viejo, desde luego. Ni siquiera se trataba de una enfermedad propiamente dicha, sino de un deterioro irreversible. Una especie de pereza en las entrañas. Suspiró de nuevo: tenía 49 años y dentro de poco sería un sesentón, y después un anciano marchito y acabado. Era algo obvio y, sin embargo, jamás lo había visto tan de cerca, jamás lo había pensado tan fríamente. La idea le asaltó por primera vez en aquel fin de semana atroz que había pasado con Vanessa. Nunca había estado tan próximo al desastre, pero, para su sorpresa, la chica parecía haber quedado satisfecha. Antonio no lo entendía. No entendía por qué Vanessa le esperaba en el Desiré, por qué se acercaba a él sumisa y zalamera. Su lucimiento como amante había sido modesto, y, por otra parte, la muchacha no estaba impresionada por su personalidad o por su arte. Esto era lo más desazonante, que despreciara su olfato. Porque su olfato era el cogollo de su vida, era su riqueza, su sustancia, lo mejor de él. Y Vanessa parecía ignorar esta faceta y aun así, incomprensiblemente, amarle. Le esperaba en el club, le sonreía con mirada húmeda, boca húmeda, con toda una promesa de diversas y secretas humedades. Y él, Antonio, hacía ojos, y piel, y oídos sordos; huía de ella, temeroso de decepcionarla y de desencantarla, puesto que no sabía de qué estaba encantada la muchacha. Había sido un loco, un insensato. Se había arriesgado demasiado. Qué torpeza: sin duda se estaba haciendo viejo.

Se levantó del sillón, irritado consigo mismo. Atravesó la habitación varias veces, de pared a pared, durante un rato. Solía darse estas caminatas interiores para desfogar los nervios. Siempre por la misma vereda imaginaria, y contando los pasos del trayecto, hasta contabilizar unos cuantos cientos de zancadas. Un día acumuló 1.400 pasos. Era su récord.

Pero hoy se cansó pronto: estaba demasiado nervioso incluso para eso. Se acercó al arcón de las fragancias, repentinamente necesitado de trabajo. Preparó los útiles, la fina varilla de cristal y los dos recipientes, con agua y con alcohol, para limpiarla. Como estaba de un humor cerrado y taciturno decidió construir un perfume denso, crispado en el esplendor de sus olores. Hundió la varilla en un pomo de hesperidio: ésa sería la base del triángulo esencial. Antonio carraspeó: tenía la boca seca. Siempre se emocionaba con la inmensidad de esta aventura. Los aromas básicos eran muchos y sus combinaciones infinitas: una sola nota equivocada le haría fracasar de nuevo en su búsqueda. El mundo de las fragancias era implacable, exacto, matemático. Los perfumes se hacían y deshacían en estructuras de triángulos equiláteros perfectos: una nota aromática poco volátil en la base, fragancias medias formando los lados, y, en la cúspide, la nota de salida, la esencia, la armonía. Triángulos simples o compuestos. Triángulos sobre triángulos hasta construir el aroma de la eternidad. Porque en el corazón geométrico de los perfumes no cabía el desorden: era como atisbar la perfección inmutable de lo creado. Aterrador, pero también reconfortante.

De modo que, para la base, hesperidio. Tras un instante de duda decidió utilizar fragancias cálidas, amaderadas y un poco animales para los laterales. Hundió la varilla en ciste, en almizcle, en ciprés y pachulí, tejiendo en el aire una trenza de triángulos. Transpiraba de pura excitación. Quién sabe, quizá hoy, quizá ahora, puede que éste fuera el instante de triunfo, puede que atinara al fin con el olor definitivo. Le temblaban las manos cuando coronó el conjunto añadiendo las notas de salida: una armonía refinada, una sofisticación floral, jazmín, rosa, jacintos. Ya está. Olisqueó la varilla con ansiedad. Era un aroma tibio y áspero, demasiado brutal. Un aroma conocido, oh, sí, se parecía al Opium de Saint-Laurent, un perfume clásico que ni siquiera formaba parte de los preferidos de Antonio. Y su mezcla era mucho peor, con un trasfondo apelmazado. Mojó la varilla en alcohol, deshaciendo el triángulo aromático, matando su obra. Qué desesperación. No lo conseguiría nunca, no le quedaba tiempo suficiente. A veces, en estos momentos de derrota, llegaba a dudar incluso de su vocación. Llegaba a pensar que su nariz no tenía la importancia que le daba, que su pasión era un truco, una excusa, una manera de engañarse.

El mundo exterior se había derretido en la noche, que era muy negra ya y que se pegaba al cristal de la ventana. Si se pusiera enfermo, si le pasara algo, la gente tardaría en enterarse. Benigno llamaría a su hermana al ver que no acudía a la oficina, pero esperaría varios días, el muy bestia. Y al principio Antonia no se atrevería a entrar en casa. Una semana. Por lo menos tardarían una semana en descubrirle. Le encontrarían hediendo, descompuesto.

Las luces parpadearon, como si fueran a apagarse. Antonio sintió un golpe de terror. Calma, se dijo, calma, calma. El flexo se estabilizó de nuevo. Se levantó y corrió hacia el cuarto de baño: lo hacía algunas veces, se acercaba y miraba a ver si ahí dentro todo seguía igual, si no había nadie agazapado tras la puerta. Se apoyó en el quicio con alivio: el pequeño cuarto estaba en orden. La vieja moqueta impermeable, los conocidos azulejos, el grifo del baño goteando. Como siempre. Había intentado arreglar ese grifo roto muchas veces, pero los fontaneros no venían y él no encontró modo de ajustarlo. El agua se seguía escapando blandamente, un chop chop chop suave y en apariencia inocuo y que, sin embargo, había dejado una marca amarillenta en la bañera, una llaga de herrumbre en el esmalte. Con el tiempo, la porcelana sería triturada por ese lamido corrosivo. Chop chop chop chop, amenazaba el grifo, y Antonio pensó que el goteo era la representación del caos, de la decrepitud inexorable, del espanto. El desorden triunfando sobre la voluntad individual. La victoria final de la entropía. Como cuando él construía una combinación de fragancias exquisita, sin posibilidad de error, y que, sin embargo, le fallaba: tras la nota saliente asomaba un olor residual mezquino, un desecho aromático, una contradicción de las esencias que arruinaba la obra maestra, que asesinaba lo creado. Los ojos se le llenaron de lágrimas: se sentía a punto de claudicar, al borde del abismo. Si daba un paso atrás, él lo sabía, el caos le acabaría devorando, del mismo modo que la bañera iba ulcerándose bajo los besos del agua.

Volvió a la sala dando tumbos. Los relojes tictaqueaban en el silencio. Agazapados en la pared, moviendo indiferentemente sus manillas, peligrosos. El sillón, el flexo, la luz del flexo, la mesa de trabajo, la librería. Todo estaba igual pero parecía diferente. Todo le era extraño. O quizá el único extraño en el mundo fuera él. La realidad temblaba y se resquebrajaba, a punto de romperse de nuevo en mil pedazos. Antonio se sintió asustado y solo. Rebuscó febrilmente en el cajón de su mesa, sacó un papel con un número anotado, cogió el teléfono.

—¿Oiga?… Sí, quisiera hablar con Vanessa, por favor… ¿Vanessa? Soy Antonio… Bien, sí… Escucha… Sí, sí… Pero espera, escucha un momento, es muy importante… Que quiero casarme contigo… Como lo oyes… Sí, claro que lo digo en serio… Que sí, que quiero casarme contigo… Sí… Sí… Me alegro… ¿Estás segura?… Me alegro… Sí… Como quieras… Cuando quieras, cuanto antes, el mes que viene, por ejemplo… Claro que da tiempo… Qué tontería, ni banquete ni familia ni nada de eso… Que no… Ya hablaremos… No, hoy no… Mañana, en el Desiré… Que no, que no puedo, sólo quería decírtelo cuanto antes… Mañana… Muy bien… Sí… Yo también soy muy feliz… Adiós, Vanessa… Otro para ti… Adiós… Que te digo que ya hablaremos de eso… Que sí, mujer… Adiós… Sí… Adiós… Díselo a quien quieras… Adiós, adiós… Sí, claro que te quiero, no seas absurda… Un beso… Adiós.

Colgó el auricular y se aflojó el nudo de la corbata, porque se sentía asfixiado. Alrededor de él la realidad se aposentaba de nuevo y la casa iba perdiendo su extrañeza. No era bueno estar tan solo, porque a veces se desbocaban los fantasmas. Había hecho lo mejor que podía hacer, quizá lo único. Vanessa apenas tenía los dieciocho años, era lo suficientemente niña como para poder conformarla a la medida de sus deseos: sería dócil y cariñosa. Además, al convertirla en su mujer, Antonio volvía a sentirse seguro frente a ella: le ofrecía su apellido, su posición, la dignidad matrimonial, mucho más de lo que nunca pudo aspirar la chica, que iba por un evidente mal camino. Vanessa tendría que mostrarse agradecida, la cosa estaba clara. Frunció el ceño, repentinamente preocupado. Quizá estuviera demasiado clara. La muchacha era de una notoria vulgaridad, una cabeza loca. Temió haberse precipitado, temió haber cometido un error imperdonable, y las sienes se le cubrieron de sudor, y le pinchó la próstata. Pero no, no podía ser, qué tontería. Vanessa era una perla en bruto, un buen trofeo. Joven y espléndida de cuerpo. Todos andaban locos por Vanessa, todos la deseaban. Pero Vanessa era suya y solo suya, y ya se encargaría él de enderezarla. Sonrió con orgullo: se sentía fuerte, amado y amante, generoso. Iba a hacer feliz a la chica, se dijo, muy feliz, Vanessa caramelo de piel suave.