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Desde que le descubrió agazapado en la azotea, Antonia había evitado a Damián del mismo modo que el muchacho la evitaba a ella. El recuerdo de aquellos ojos bizcos, fijos en su pecado y en sus carnes, había perseguido a Antonia a través de muchas noches de insomnio, embargándola de una zozobra insoportable, dejándola tan envenenada de vergüenza que su mayor deseo era el de desaparecer sin dejar rastro. Tres días permaneció Antonia encerrada en casa y sin salir, por miedo a enfrentarse con el chico. Tres días con las persianas bajadas, licuándose lentamente en la penumbra. Al cuarto día había agotado todas las provisiones de la casa, y, aunque ella hubiera preferido dejarse morir de santa inanición, no tuvo más remedio que vencer su pudor y echarse a la calle, porque Antonio había anunciado que vendría a almorzar y era necesario comprar algo. No se cruzó con Damián aquel día, sin embargo, ni al otro, ni en toda la semana. Se encontraron al fin un martes cualquiera, de sopetón, frente a frente, al doblar la esquina de un descansillo oscuro. A Antonia se le paralizó el pulso en un latido y Damián farfulló unos cuantos ruidos inconexos. Después cada cual prosiguió su camino sin añadir palabra; pero Antonia, aunque sumida en un aturullado patatús, había advertido que el muchacho se había puesto rojo como un cangrejo, y que en su mirada no había rastro de malicia, sino un susto, un sobresalto, un desvalimiento que le dejó enternecida.
A partir de entonces Antonia comenzó a masturbarse en horas fijas, siempre sobre la colcha rosa de su cama, siempre bajo la ventana abierta, humedeciendo el lomo de peluche de Lulú con fantasías nuevas, con la ensoñación de que unos ojos de varón espiaban su estremecida desnudez. Eran unos ojos un poco estrábicos, idénticos a los del muchacho que estaba unos metros más arriba, en la azotea, meneando su inexperiencia y mojando de soledad las abrasadas baldosas del terrado.