20
El verdadero terror comenzó en la sala de espera del aeropuerto, cuando se encontró definitivamente abocado a la aventura, definitivamente solo ante Vanessa, cómo se me puede haber ocurrido esta locura, cómo he podido meterme en esta historia. Estaban sentados el uno junto al otro y sin rozarse, Antonio muy tieso y asustado, Vanessa canturreando deshilachadamente un tema de Julio Iglesias. Llevaban largo rato sin hablarse: en la primera media hora la chica le había vuelto a contar todos sus sueños de estrellato y después la conversación se había ido secando irremediablemente. Y eso que el viaje propiamente dicho todavía no había empezado. Madre de Dios. Ante Antonio se abrían tres días de silencio, un desierto de aburrimiento que él debería llenar como fuese, so pena de sufrir una derrota colosal. Contempló con ansiedad el panel de vuelo, a la espera de que se detuviese el aleteo electrónico y saliese al fin el embarque de su avión; eso le proporcionaría por lo menos unos minutos de tregua, tendrían que levantarse, recoger los bultos, dirigirse a la puerta, subirse al avión, buscar un sitio; tendría algo concreto que hacer y eso sería más digno que permanecer mudo e inmóvil como un pasmarote, consumido por el arrepentimiento. Lo que le preocupaba a Antonio no era la posibilidad de divertirse o de aburrirse en este viaje: en sus consideraciones no entraba su propio placer. Su única y tremenda inquietud consistía en el fracaso, es decir, en que fuera Vanessa la que se aburriera; en que, al cabo de los tres días, la muchacha no quedase convencida de que él era el varón más maravilloso de la tierra.
Cómo podía haberse arriesgado tanto. Qué estúpido, qué insensato había sido al proponer a Vanessa la aventura de un fin de semana en la costa, al que él, rumboso, le invitaba, para que la muchacha conociera el mar. La noche en que hizo la propuesta la cosa le pareció muy fácil. A fin de cuentas él pagaba todo: gracias a él la chica viajaría por primera vez en avión, gracias a él pisaría una playa. La llevaría a restaurantes buenos y a hoteles de tres estrellas, de esos que ella no había frecuentado. Deslumbraría a la joven pueblerina con su experiencia de hombre maduro y su dinero (porque estaba dispuesto a gastarse la paga en los tres días) y la chica no tendría más remedio que adorarle. El asunto era diáfano.
Pero su seguridad se había hecho trizas en los primeros momentos del encuentro. Vanessa no parecía en absoluto impresionada por el hecho de viajar en avión, ni, lo que era peor, por su persona. Antonio hizo dos o tres conatos de conversación inteligente y empezó a explicarle el apasionante mundo del olfato, pero la chica le había oído sin escuchar, con impaciencia, esperando la primera pausa en sus palabras para cambiar de tema y lanzarse a cotorrear sobre sus tontas aspiraciones artísticas, que era lo único que parecía interesarle. Para colmo del desastre Antonio desconocía este mundillo, y la chica se sorprendía a cada momento de su ignorancia y le espetaba escandalizados «¡Cómo! ¿Pero no sabes quién es Bo Derek?», mientras le miraba reprobatoriamente como quien mira a un asno.
—Antonio, chico, pero ¿en qué estás pensando? Venga, que ya va a salir nuestro avión, vámonos…
—¿Eh? Ah, sí…
Y encima esto, se dijo Antonio amargamente, encima despístate y que se te pase el embarque y que sea ella, la novata, quien te tenga que avisar. El fin de semana empezaba fatal.
El vuelo fue breve pero desastroso. Vanessa no miró ni una sola vez por la ventanilla y no mostró ningún temor, comportándose con el aburrido desinterés de quien se ha pasado media vida en un avión. Además la chica se enfrascó en una estúpida conversación con el tercer vecino de asiento, casualmente marica y peluquero, que estaba impuesto en cortes capilares a la moda y que sí sabía quién era esa Bo Derek, monísima monísima. Terminaron tan amigos que Vanessa se empeñó en compartir con él el taxi, no te preocupes, querido, te acercamos, y cruzaron los tres juntos la ciudad, que olía a crema bronceadora y sal marina, hasta apear al peluquero lejísimos, a setecientas pesetas de taxímetro de distancia, entre remolinos de besos y promesas de cortes de pelo fascinantes. Solos ya, y de nuevo tiesos y callados, Antonio empezó a sentirse enfermo. A medida que se iban aproximando a su destino, un enorme y descuidado hotel frente a la playa, la tortura de Antonio se concretaba en torno al inminente desastre, es decir, en torno al previsible e inevitable encuentro sexual que el viaje suponía. Él siempre había sentido un natural recelo hacia las mujeres y un lógico temor a los polvos primerizos, que ya se sabe que son una dura prueba para el hombre. Pero ahora, a sus 49 años, había empezado además a desconfiar de su potencia amatoria: su frágil constitución le predisponía a un envejecimiento prematuro, y sus exuberancias no eran ya tan exuberantes ni asiduas como antes. Claro que con los años había aprendido técnicas, recursos colaterales y otras virtudes táctiles que compensaban en parte lo decaído de la arboladura. Con estas artimañas se las había podido arreglar siempre honrosamente, sobre todo teniendo en cuenta que se había especializado en relaciones esporádicas con mujeres adultas y ya calmadas por los desengaños de la vida. Pero ahora, en cambio, se tenía que enfrentar con la legendaria e inagotable voracidad de una criatura de dieciocho años, voracidad que él debería satisfacer durante el interminable período de tres días. Horroroso. Era necesario encontrar una estrategia adecuada, una táctica amatoria de emergencia. Tras hacer un apresurado recuento de sus tropas, Antonio sacó la amarga conclusión de que sólo podía intentar tres asaltos en tres días, es decir, un envite por noche como mucho, porque la cosa, su cosa, no daba para más elasticismos. De modo que el primer peligro le esperaba a pie de taxi, en cuanto que llegaran al hotel. Porque eran las cinco de la tarde del viernes, con un calor y un sol insoportables, y lo normal, lo lógico, lo exigido, era que Vanessa y él se guarecieran en la habitación y gozaran de una siesta ajetreada. Pero ay de su hombría si despilfarraba tan pronto las enjundias: luego, por la noche, carecería de resuello y se convertiría en el hazmerreír de la muchacha. Ya le parecía estar oyéndola, en el Desiré, días más tarde: pues no os lo podréis creer, pero no se le empinaba… Qué espanto. La frente se le cubrió de sudor frío y se le escapó un gemido.
—¿Te pasa algo? —preguntó Vanessa, traqueteando en el taxi junto a él.
—No, nada… Carraspeaba.
Tengo que sacarla rápidamente del hotel, se decía Antonio febrilmente. Tengo que sacarla del hotel y mantenerla muy ocupada todo el tiempo, excursiones, bailes, paseos, natación… La cosa es que por las noches acabe reventada de cansancio. Tres días. Tres terroríficos e inacabables días. Cómo podía haber sido tan insensato, cómo se había dejado atolondrar así por el deseo de Vanessa (cuerpo joven, largas piernas), hasta el punto de salir de sus rutinas y de descuidar las más elementales normas de seguridad. Veinte años atrás el asunto no hubiera tenido ninguna importancia: habría encerrado a la muchacha en el hotel durante los tres días y la habría devuelto a la ciudad ahíta, satisfecha y traspasada. Pero ahora, con el caudal disminuido por la edad, la aventura podía terminar trágicamente.
Así es que llegaron fatalmente al hotel, se inscribieron en el registro, recibieron las llaves, y por mucho que quiso Antonio entretenerse en estas cosas, antes de diez minutos se encontraron solos, frente a frente, en una habitación del tercer piso, con cuadros de sirenas en las paredes, ceniceros imitando caracolas y un mareante olor a ozonopino.
—¡Al fin solos! —exclamó Vanessa, que era todavía lo suficientemente joven como para creerse original al decir esto.
Antonio se precipitó hacia la ventana y corrió las cortinas floreadas: el océano apareció al fondo con todo su esplendor de sol y de agua.
—El mar —dijo Antonio solemnemente, acompañando sus palabras con un vago gesto de mano, como quien presenta a un caballero honorable con quien se tiene poca confianza.
—Ah —contestó Vanessa desapasionadamente—. Es grande.
Dicho lo cual se desentendió del paisaje y se tumbó boca arriba de una de las camas gemelas, estirándose voluptuosamente.
—Hummmmmmmmm… —maulló—. Qué bien se está aquí, tan fresquito… Ahí fuera hace un calor horrible.
Y sonrió coquetona y hecha mieles. Antonio estaba tan empapado en sudor que le pareció que podía oler su propia transpiración.
—No te tumbes, no te tumbes que nos vamos —se apresuró a decir, dando un paso atrás. Chocó contra la pared y apoyó inadvertidamente la nuca en la barriga escamosa de una sirena.
—¿Ahora? ¿A dónde? Pero si hace un calor espantoso, hombre…
Vanessa se levantó con gran revuelo de faldas y vislumbre de braguitas, y se abrazó a él zalameramente. Ñac, ñac, gruñía el cuadro de las sirenas, balanceándose peligrosamente en la pared con los empujones de la chica.
—Podríamos echarnos una siestecita… —bisbiseó Vanessa refrotándose contra él.
—No, no, tenemos que irnos. Hay que… Hay que ver el mar.
—Pero, hombre, si no nos lo van a quitar, podemos ir luego… Además, ya lo he visto por la ventana.
—No, no, es que ahora es mucho más bonito, con todo el sol, y el agua brillando, y la…
La muchacha le había metido la lengua entre los dientes y ahora le escarbaba concienzudamente el paladar. Antonio sintió que se le alborotaba la entrepierna y estuvo a punto de ceder. Pero en un supremo esfuerzo la apartó de sí y atinó con un argumento convincente.
—Espera, escucha: ¿qué te parece si nos ponemos el traje de baño y nos vamos a la playa? Hace una tarde estupenda y deberíamos aprovechar para tomar el sol, me han dicho que va a cambiar el tiempo y que a lo mejor llueve… ¿Qué te parece?
Le pareció bien. Vanessa era una adicta del bronceado y además la maldita diarrea la había dejado bastante paliducha. De modo que bajaron a la playa, chapotearon en ese mar deshidratado y saturado de sal, se embadurnaron con los pringues solares que había traído Vanessa, se pellizcaron, se llenaron de arena, se quemaron la nariz y perdieron un reloj —el reloj de Antonio: una prueba más de mala suerte.
Al atardecer regresaron al hotel para cambiarse y salieron a tomar un aperitivo, y luego a cenar, y luego a bailar, todo ante la atonía de Vanessa, que no parecía sorprenderse de nada, que no se mostraba lo debidamente admirada y agradecida, que pidió una pizza en la marisquería de lujo a la que él le llevó a cenar. Horrible. Al filo de las tres de la madrugada, Antonio, con jaqueca y la espalda abrasada por el sol, regresó al hotel con una Vanessa inagotable y fresca como una rosa.
Se inició entonces la impostergable escaramuza, a la que Antonio se enfrentó con ciertas dificultades de perduración, porque Vanessa tenía un cuerpo tibio y caramelo y porque el día había sido pródigo en tentaciones. Intentó esmerarse, realizó variadas acrobacias, recurrió más a la anchura de su experiencia que a la hondura de su vigor, y, en lo más álgido del encuentro, se puso a contar las flores del cortinaje para durar más. Logró cubrir el objetivo de un modo que él consideró satisfactorio, y después de un ratito de charla se cambió a su cama alegando que estaba muy cansado. La verdad era que se encontraba fatal: le dolía terriblemente la cabeza, a su nariz llegaba el desquiciante olor a sexo de Vanessa y la sábana hería sus hombros quemados. Pero sobre todo le espantaba la idea de que la chica le exigiera un doblete, cosa natural en ella y a sus años, pero imposible para él a estas alturas y flaccideces de su vida. Así que fingió un sueño rápido y pesado, atisbando entre pestañas a Vanessa, que permanecía boca arriba en la cama, desnuda, sin apagar la luz de su mesilla. El aire acondicionado ronroneaba tapando el ruido de las olas y Vanessa se contemplaba el cuerpo, cosa que era uno de sus pasatiempos favoritos. Hay que ver qué mundo tiene Antonio, qué elegancia, se decía la chica mientras se apretaba un muslo para comprobar que no tenía celulitis. Ahí estaba, durmiendo en su cama, tan señor, y no como los hombres que ella había conocido, unos animales que no pensaban en otra cosa que en follar y que después de una noche entera de trajín la dejaban escocida y dolorida de entrepierna y de por dentro, como de alma. Esto era lo que le convenía a ella, un caballero que la cuidase. Se volvió a contemplarle, encantada de sus canas, de su fría y paternal seguridad. Pero Antonio confundió esa mirada filial con la de gula, y se estremeció. Simuló un ronquido para dar más veracidad a su dormir y se dijo, torturado con la secreta visión del cuerpo rubio y canela de la chica, que esto no hubiera sucedido hace veinte años, que entonces no la habría dejado salir de la cama en los tres días.