23
Cuando Damián se corría, solía agarrarse con una mano a los barrotes metálicos del antiguo cabezal. Antes le acometía una especie de tiritera de electrocutado. Luego se agarraba al barrote de latón de la cama y gemía roncamente, como si sufriese mucho. Pero no sufría, Antonia lo sabía bien. El día anterior, sin ir más lejos, Damián se lo había explicado.
—Ay, Antonia, cuando me voy me deshago, cuando me corro me pierdo, es como si me chuparas todo, me das miedo.
A Antonia le asombraba esa capacidad suya de provocar unos vértigos semejantes en el chico. Ella se limitaba a permanecer muy quieta y patiabierta, sumida en el arrobo de tenerle entre sus brazos. Antonia, en la cama, era tranquila y profunda, se entregaba entera, toda ella. Damián, en cambio, batallaba contra su propio sexo como si se tratase de un enemigo peligroso, y cuando éste ganaba, el derrotado Damián se agarraba a los barrotes de la cama, para no diluirse en Antonia, para no caerse dentro de ella.
—Me deshago, me pierdo, es como si me chuparas todo, me das miedo.
Ésas fueron sus palabras, mismamente. Antonia las repasaba una y otra vez en la memoria, intentando extraer de ellas algún alivio a su inquietud.
—Damián, mi vida, ¿qué te pasa?
Habían salido a pasear porque a Damián se le había quedado chica la casa. Anochecía, el aire de agosto estaba quieto y la contaminación atmosférica ponía un olor a incendio en el ambiente. Caminaron durante largo rato sobre el asfalto aún caliente y blando, juntos y sin tocarse, juntos pero en silencio. Rehuyeron tácitamente las calles más pobladas; bordearon el Barrio Chino, que comenzaba a despertar para la noche; avivaron la marcha al pasar el Desiré, cuyos neones parpadeaban desde la acera de enfrente. Al fin se internaron en el pequeño parque de detrás de la iglesia, casi vacío a esas horas. Se sentaron en una loma reseca, discretamente resguardada por arbustos. Antonia se atrevió entonces a acariciarle el cogote, punzante en su drástico corte de pelo militar.
—Damián, mi vida, ¿qué te pasa? El chico arrancaba los ralos hierbajos de la loma con la misma furia reconcentrada con que tiraría de las barbas de un enemigo. Antonia suspiró, resignada al silencio, y se estiró las faldas sobre las rodillas con pulcritud: no estaba acostumbrada a sentarse sobre el suelo y se sentía incómoda.
—Estoy harto —dijo Damián.
—¿De qué?
El chico se encogió de hombros.
—No sé. De todo.
Arrancó un nuevo puñado de hierbas indefensas. Antonia calló: el miedo siempre la paralizaba.
—Me gustaría… Me gustaría irme, Antonia. Irme muy lejos.
—¿Irte? ¿A dónde? —preguntó ella, desfallecida.
—No sé. Muy lejos. Me gustaría… Mira, me gustaría ir al aeropuerto y coger el primer avión que salga. El que sea. Vaya a donde vaya. Coger el primer avión y terminar muy lejos, en Japón, o en Persia, o en China, o en alguna isla tropical como Hawai o la Patagonia o donde sea. Eso me gustaría. Pero no puedo hacerlo.
Lo decía mohíno y rabioso, como si la estuviera insultando. De hecho Antonia se sentía algo así como insultada. Damián masticó el tallo de una hierba, lo hizo trizas, lo escupió.
—Estoy harto.
Los hombres eran otra cosa, claro, más valientes. Qué ocurrencia, qué coraje: subirse a un avión y aparecer en la esquina opuesta del mundo, Dios sabe en qué tierra de infieles y salvajes. Ella no sería nunca capaz de hacer una cosa semejante. Ella no sería nunca capaz de abandonarle. Lo que pasa es que Damián ya no me quiere, se dijo. Le entraron ganas de llorar y se contuvo.
—¿Estás… Estás también harto de mí?
Damián no dijo que no. Tampoco asintió. Permaneció con la cabeza gacha durante siglos, indescifrable, inmóvil. Sin acariciarla, sin sonreírle, sin disuadirle de sus temores, sin burlarse de lo extravagante de su idea.
—Estás harto de mí —repitió Antonia fatalmente.
¿Cómo podría arreglárselas para sobrevivir sin él? El futuro era una inmensidad incolora, insoportable. Apenas llevaba tres meses con Damián, pero su vida previa, antes del chico, le parecía lejanísima. Como una pesadilla. Como el recuerdo de una enfermedad. Días sin color, noches sin sueños, un vértigo de años iguales y vacíos que se mezclaban sin distinción en la memoria. Si Damián la dejaba ya no tendría en qué pensar. Si Damián la dejaba prefería morirse.
—Te quiero mucho, Antonia —dijo el chico bruscamente.
La estaba mirando y tenía los ojos llenos de lágrimas. Antonia pensó que en realidad quien debería estar llorando era ella.
—Te quiero mucho, te quiero mucho… No quiero hacerte ningún daño, Antonia, no quiero, no quiero… Pero no puedo… Y se echó a sollozar abiertamente. Si Damián se va, ¿quién me va a rascar la espalda por las noches? Había aprendido tantas cosas Antonia, en estos meses. Le cogió por los hombros y recostó la cabeza del chico en su abundante pecho maternal.
—Mi niño, niño mío, no llores, criatura, que yo te cuidaré…
—No puedo, no puedo, no sé qué quiero, no sé nada, pero no puedo, ¿me comprendes?
—Sí, mi niño, cálmate.
Antonia le mecía y no comprendía nada.
—Estoy muy mal. Estoy muy mal, Antonia, no sé qué pasa, soy muy desgraciado. No puedo seguir contigo. Me ahogo. Te quiero, te quiero y me ahogo, no sé qué pasa…
Antonia le mecía y miraba al infinito. Es como el niño que se ha caído en el campo y que al principio llora pero luego se le pasa, se decía. Es como el niño que se ha asustado de la noche y luego se le pasa. Antonia le mecía y no escuchaba.
—Antonia, por Dios, déjame que me vaya, déjame… Me quiero morir… Soy muy desgraciado… Tenemos que dejarlo, ¿entiendes?
—¿Tenemos que dejarlo?
Damián se separó, sorbiéndose los mocos. Ahora, se dijo Antonia, seré además como una zorra, una zorra que se acuesta durante tres meses con cualquiera. A Antonia le parecía mucho más emputecedor el hecho de tener una aventura carnal en el pasado que el de vivir una relación sexual en el presente. El gran amor de la vida de una mujer era pecado provisto de indulgencias, con tal de que fuera grande y con tal de que fuera uno, sobre todo. Cuando Antonia se acostó con Damián lo hizo convencida de que ese amor duraría para siempre: la perdurabilidad sacramentaba la unión, convertía su desliz en algo cercano al matrimonio. Pero si la relación se rompía apenas tres meses después de sus inicios, la historia amorosa se reducía a una anecdótica lujuria y Antonia se quedaba sola ante su remordimiento y su conciencia; sola ante el ojo justiciero de Dios, inquisitivo y triangular; sola ante la sospecha de que ella era un poco puta, qué deshonra, qué pensaría padre si viviese.
—No puedo seguir contigo, no puedo seguir contigo —gimoteaba Damián—. Perdóname, perdóname, di que me perdonas… Esto que hacemos no está bien, yo no soy yo, soy muy desgraciado. No es culpa tuya, tú eres muy buena, pero yo no puedo seguir contigo, ¿entiendes? Te quiero mucho, te quiero muchísimo, no quiero que pienses mal de mí, no soporto que pienses mal de mí, dime que me entiendes…
—Sí, mi niño, tranquilo, calma…
Antonia le consolaba y no entendía. Damián se sonó estruendosamente con uno de los impecables pañuelos que le lavaba y le planchaba ella. El chico iba antes como un pobre y ahora estaba siempre limpio y bien cosido, ¿qué más podía querer, a dónde iba a marcharse?
—Te diré lo que vamos a hacer: vamos a dejar de vernos durante unas semanas, ¿eh, Antonia? Durante unas semanas, a ver qué pasa.
—Pero, ¿tú me quieres?
—Claro que sí.
—Entonces no veo ningún problema, ¿por qué tenemos que dejarlo?
—No entiendes nada —se exasperó Damián—. Ya te lo he dicho, te lo he explicado, no puedo seguir así, quiero morirme, desde que estoy contigo quiero morirme.
—Pero me quieres…
—¡Sí! Dios mío, Antonia…
Debe de estar enfermo. Eso es lo que pasa. El chico tiene anemia. O se ha agarrado unas anginas. Debe de estar muy malo.
—¡Qué haces! —esquivó Damián.
—Miraba a ver si tenías fiebre… —balbució Antonia, retirando la mano de la frente del muchacho.
—Antonia, por Dios… No podemos seguir así… Me ahogo… Yo no soy yo… No hago nada de lo que quiero hacer…
—¿Y qué quieres hacer?
Damián bajó la cabeza, abatido.
—No sé. No lo sé, pero no es esto.
Cuando me corro me pierdo, es como si me chuparas todo. Eso le había dicho Damián. Los hombres eran otra cosa, los hombres parecían pensar con la bragueta, que Dios la perdonara, ella lo sabía bien de oírselo contar a su madre, y a las más avispadas de entre sus antiguas compañeras del colegio, y a las comadres de la plaza, allá en Malgorta. Los hombres parecían pensar con la bragueta, y, en un arranque de intuición, Antonia depositó su mano gordezuela en la entrepierna del muchacho, sobre la cremallera y lo prohibido.
—¿Qué haces? ¡Déjame, Antonia, que no estoy de humor!
Pero ella pasaba y repasaba sus dedazos por la dorada culebra de mercería, Damián, mi vida, mi tesoro.
—Oh, oh.
La noche estaba tibia y el chico desfallecía por momentos. La mano de Antonia triscaba, buceaba, hurgaba, sacaba, sacudía. Damián convirtió su forcejeo en un abrazo y apretó a la mujer contra él, jadeando oh, oh en tono consternado. Rodaron sin ruido por la loma en un revuelo de piernas y de brazos, hasta que les detuvo un aligustre. Tan enfrascados estaban en sus manejos que no advirtieron que no estaban solos. A pocos metros, semiescondido por un chopo, se agazapaba el inspector García, testigo casual y boquiabierto.
El inspector García era hombre de costumbres y solía comenzar sus rondas por el parque. Atravesaba la pequeña zona ajardinada al venteo de rateros improbables o de parejas en actitud «maníaca», como él decía chistosamente para referirse a los sobones.
—Ayer pillé a dos maníacos —solía comentar García chungonamente, y ya se sabía que se trataba de una pareja de novios calentones y pazguatos.
Al inspector García, que tenía hijas quinceañeras, le parecía cumplir un deber moral cuando interrumpía los torpes estrujones de los adolescentes, los restregones y besuqueos a que se entregaban los jóvenes al amparo de la oscuridad del parque. Pero además le divertía la tarea, disfrutaba cuando atrapaba a un chaval en plena faena, cuando le cogía sobando la dura tetita de su novia-niña. A veces se quedaba escondido durante un rato, observándoles, e incluso calificaba mentalmente al muchacho de turno en cuanto a dotes de convicción y capacidad maníaca. Pero después se acordaba de sus hijas adolescentes y entonces descargaba en ellos el peso de la Ley. Aparecía sobre sus cabezas pecadoras como un emisario del Juicio Final, les fulminaba con su escándalo y su desprecio, zarandeaba a los mocitos, hacía llorar a las chiquillas y, tras la conveniente admonición y la advertencia de que, de reincidir, acabarían con sus huesos en la cárcel, les dejaba ir, atribulados y temblorosos.
Pero en esta ocasión la situación era distinta, la transgresión era tremenda. No se trataba de un par de mocosos, sino de gente adulta, y la cosa iba mucho más allá de un toqueteo: rodaban sobre la hierba entre gemidos, las ropas se alzaban, las cremalleras se descorrían, los botones se desabrochaban, las zonas pudendas emergían a la superficie sin pudor. El pálido brillo de la farola se reflejaba en un seno tembloroso y colosal, en las carnes medio desnudas de una mujer tremenda, qué abundancia de muslos, de vientre, de repliegues. El inspector Garría sufría una especial debilidad por las hembras opulentas y estas lorzas obscenas, trémulas y afaroladas, le eran verdaderamente irresistibles. Qué mareo, qué sudor, qué calentura. La noche era un sofoco de humedad, la pareja pecaba ruidosamente ante sus ojos y García empezaba a sentirse muy maníaco. Ñac, ñac, gruñía el joven chopo, soportando los restregones de García; oh, oh, exclamaba el infractor, clavado en la blanca inmensidad de su objetivo.
Y al inspector se le concentraba el hambre en las ingles, y le pesaban los bajos, y le hormigueaban los dedos, y pasaba ya a la acción directa, al bombeo de sus humores interiores, manoseo, manipulación y desenfreno, maníaco total sin duda alguna.
García regó el chopo y se ensució los pantalones. Peor era la suciedad de su conciencia, una blanca vergüenza pegajosa. No había sido un papel muy airoso el suyo, cascársela así detrás de un árbol. Eran unos provocadores, esos tipos. Un peligro público, realmente. García se limpió con un puñado de hojas, a falta de pañuelo. Ahí, en mitad de la calle, los muy guarros. Afortunadamente era él quién les había pillado, pero podía haberles visto cualquier otra persona menos preparada. Un escándalo. Atisbo a los transgresores: permanecían abrazados, ahora muy quietos, las ropas aún deshechas, el rostro de ella, único visible, ojiabierto e inmóvil hacia el cielo. Había que actuar con decisión. El inspector García salió de detrás del árbol revestido de toda su dignidad.
—¿No os da vergüenza, marranos? —atronó—. Policía. Quedáis detenidos por escándalo público.
Los delincuentes le miraron con expresión atónita, paralizados. Ni siquiera intentaron defenderse. La mujer, se arrebujó en sus ropas, las carnes blancas, blandas, las carnes abundantes aún al aire. La indignación de García crecía por momentos. Les puso de pie a empellones.
—Se os va a caer el pelo, puta, guarros —bramó, fuera de sí—. Se os va a caer el pelo, zorra. Andando.