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Era una noche de barcos, o sea, de trenes, y Bella no podía dormir. La ventana daba a un patio interior, pero arriba del todo se veía un cuadradito de cielo y se notaba que ya estaba amaneciendo. Era un amanecer plomizo y bajo, de esos que preceden a los días de mucho calor. Bella dio una patada a la sábana y se despatarró sobre la cama. Qué terrible cosa es el insomnio.

Pitaban y pitaban, a lo lejos, las locomotoras de la estación, como un quejido. Igual que sus barcos de Malgorta, que sus infantiles naves de secano. Qué tristes eran, ululando en busca de agua entre las piedras. Bella se lamió la mella, pensativa. Ahora el mundo había crecido y ella también, y ya no tenía más remedio que saber que los trenes eran sólo trenes y los silbidos, silbidos, traídos a lomos del aire urbano, que es un viento sin norte que recorre desordenadamente las ciudades.

Esa noche, es decir, hacía unas horas, el Poco la había acompañado a su casa, como siempre. Al cruzar de acera, cuando doblaron por la plaza, el Poco la había agarrado de un hombro. Tenía la palma ardiente y seca, como de fiebre. Entonces ella le cogió la mano y le apretó suavemente los ásperos dedos contra su cuello. Anduvieron así un buen rato, quietos, sin hablarse, como disimulando su contacto. Pero cuando llegaron al portal el Poco se desasió bruscamente y se marchó sin añadir palabra. Bella intuyó entonces que la noche iba a ser larga, una noche de insomnio y muchos trenes.

Cuando Bella dormía sola, en la habitación siempre había un rincón habitado por el miedo. A veces se quedaba ahí quieto, sin salir, sin atacarla, pero aún así ella sabía que existía, que permanecía allí agazapado. A veces el miedo aprovechaba los chirridos de la oscuridad, los crujidos del silencio, y entonces salía de su rincón y caía sobre ella como un rayo. Era su propio miedo, la conocía bien, y no había manera de defenderse de él. En esos casos Bella se limitaba a encogerse en la cama, a arrimar la espalda a la pared y a esperar que amaneciera. Era un miedo muy pertinaz.

¿Por qué la acompañaba el Poco cada noche? Y además hablaba con ella, hablaba mucho, ella era su única amiga y confidente. Se sentaba junto a la barra y le contaba cosas del Tropicana, o de África, asuntos íntimos, historias de tierras lejanas y de tiempos pasados. En ocasiones le brillaban los ojos como si quisiera llorar, aunque el Poco, claro, no lloraba; y acariciaba la mejilla de Bella, o le rozaba el pelo suavemente. En esos momentos Bella tenía la certeza de que el Poco la quería. Pero después el hombre se apagaba, como si se le secase algo por dentro, y parecía estar tan lejos de ella como sus recuerdos africanos. Entre unas cosas y otras Bella andaba inquieta y melancólica.

Se escuchó un nuevo pitido ferroviario. Bella se incorporó en la cama y encendió un cigarrillo. ¿Por qué la abandonaba el Poco cada noche? Y, sin embargo, quería llevarla a Cuba. Con él. Quería llevarla a Cuba y unirse a ella atravesando un océano, que era cosa que sacramentaba más que un cura. Esta vez todo podría ser distinto. Los dos eran mayores, los dos habían sufrido. Podían ser amigos, compañeros, algo que ella había creído imposible de conseguir con un varón. Sin celos, sin pasión, sin sufrimientos. Allí, en Cuba, se conocerían mutuamente hasta en los más pequeños entresijos, y se adivinarían, y se consolarían, y envejecerían juntos lentamente, muy lentamente, porque dicen que en los trópicos la vida es larga y la vejez tardía. Necesito un corazón que me acompañe, que sienta todo, que sea muy grande, que sienta sobre todo lo que siento. Los boleros habían nacido en Cuba porque allí la vida era verdad. Aquí las palmeras eran de cartón y los mares de neón y todo parecía el reflejo de un reflejo. Pero allí las playas eran playas, y el éxito era éxito, y el amor, amor. Cuba era el mundo y ella había vivido siempre en una esquina. Pero Cuba estaba muy lejos, demasiado. Bella hubiera preferido que el Poco no hubiese dicho nada. Hubiera preferido no recordar que Cuba existe, porque se sufre menos sin deseos.

De pequeña Bella tenía un remedio contra el miedo. De pequeña se metía en la cama y escuchaba trastear a su madre en la cocina, tintineo de peroles, gorgoteo del agua de los cubos, el raspar de la escoba contra el suelo. Después, cuando todos los ruidos se apagaban, oía los pasos de su padre: atravesaba la pieza delantera, cerraba bien la puerta y cruzaba la tranca de madera. Y entonces, cuando reconocía el golpe del tablón contra los travesaños, Bella sabía que ya podía dormir tranquila, que los peligros se habían quedado fuera y el mundo estaba en calma. Pero ahora no había tranca, ni pasos paternales, ni chapoteo de platos en la pila. Sólo había las brumosas sirenas de los barcos, que ya no eran ni barcos, que ya no era ni bruma.