8
Bella se despertó con el pegajoso calor del mediodía, apenas filtrado por las cortinas púrpura. Permaneció boca arriba en la cama, sudando a chorros, observando como el resol danzaba a través del techo y pensando que éste necesitaba una buena mano de pintura, lo mismo que las paredes, cuyo primitivo color rosa pastel había degenerado en un ocre tiznado. Veinte años atrás la casa era como una minúscula bombonera, un hogar coqueto y recargado que Bella forró pacientemente en raso, con bonitas cortinas de abalorios y cojines de seda carmesí. Pero eso era cuando Bella todavía creía que ser artista consistía en otra cosa, cuando solía pasearse por el barrio residencial mirando los chalés y escogiendo mentalmente el palacete al que se mudaría cuando llegara el éxito. Desde entonces, las cortinas habían perdido muchas de sus cuentas de cristal y el terciopelo de las butacas se había llenado de polvo y peladuras. Bella ni siquiera se molestaba ya en recoger la cama, que originariamente se convertía en primoroso canapé y que ahora permanecía todo el día destripada, luciendo las sábanas deshechas. El hombre rebulló a su lado, sin despertarse. Bella extendió un brazo con sigilo y cogió un cigarrillo de la mesa.
Había dormido mal. Por el calor, y porque se había desacostumbrado a compartir la cama. De madrugada había escuchado el silbido de los trenes. A veces pasaba, a veces el aire llevaba hasta su casa los ecos de la lejana estación. Como cuando era chica, allá en Malgorta: de noche, cuando soplaba viento del este, se oía un pitido lúgubre, el aullido del tren entre los llanos. Pero entonces ella prefería imaginar que era de un barco, la sirena de un transatlántico gigante, uno de esos buques que sólo había visto en las películas, y se adormecía así, inventándole sonidos marinos a la noche y soñando con barcos en mitad de la abrasada estepa. Eso era cuando soplaba Este. Ahora no sabía qué viento tenía que soplar para escuchar el silbido de los trenes. Ni siquiera conocía cuál era la orientación de su casa. Las ciudades no tienen puntos cardinales.
El hombre se volvió de espaldas con un gruñido y Bella le contempló con desapasionamiento: la espalda gruesa y blanca, oscurecida en los hombros por dos matas de pelo; el cogote arrugado como sobaco de tortuga; la calva, grasienta y muy morena. Dormitaba plácidamente, despatarrado, ocupando casi toda la cama. Menudo animal, pensó Bella, irritada aun por el insomnio: pobre de tu mujer, si tiene que dormir siempre contigo. Porque casado debía estar casado, eso seguro. «Quién es la otra, que besa tu boca, si no soy yo, quién es la otra, que a ti te provoca, tan honda pasión», canturreó Bella en sordina, distraídamente. No sabía quién podía ser la «otra» en este caso y el asunto le traía sin cuidado. El hombre (¿José, Julio, Juan?) había aparecido la noche anterior por el club presentándose como un honrado representante de embutidos de provincias. No se parecía a Rock Hudson, pero tampoco estaba rematadamente mal. Además tenía un aire amable e inofensivo, y eso fue lo que la convenció. Porque a Bella le daban miedo los hombres. Un miedo muy hondo, que no sabía explicar. Un miedo que se había ido acrecentando con la vida. Eran tan brutos, tan incomprensibles. Tan crueles. Eran como niños, pero como niños capaces de matar. No todos, pero nunca se podía estar segura de por donde les saldría la bicha, la locura. Ella había visto hombres de todos los colores. Los suyos propios, los de las otras. Como cuando llegó al Desiré, cuando era todavía un club de putas. Todas las chicas tenían su macarra y todos ellos eran distintos y muy iguales, con la mano larga y el cariño corto. Una no, una estaba sola. La Puri, se llamaba. Tenía dos hijos ya mayores y dos bolsas debajo de los ojos. Un día le contó su historia. Había tenido un hombre al que quería mucho. Al principio todo iba bien, pero luego él cambió y le daba achares, y la pegaba, y desaparecía durante días, y ya no hacían el amor. Y ella lloraba todo el tiempo. Una noche, él llevaba una semana sin venir, una noche ella estaba durmiendo y él llegó a la casa, y entró en el dormitorio sin encender la luz, y se metió en la cama, y la abrazó desde detrás, y la besó en la nuca, y la apretó muy fuerte, y le hizo el amor furiosamente, como nunca se lo había hecho; la apresó por la espalda, la llenó por atrás, estaba tan embravecido que parecía un extraño, un hombre distinto al que siempre fue, e incluso le hizo daño. Pero a la Puri no le importó el dolor porque el estar con él le era bastante. Luego se volvió a dormir entre sus brazos y, cuando se despertó por la mañana, él ya no estaba. Entonces llegó la Lupe, que era una amiga, y se lo dijo. Que a tu hombre le han destripado anoche, le contó. Y ella que no podía creérselo. Que sí, que ha muerto, que le rajaron como a un cerdo, que dicen que fue ese tuerto malencarado con el que tenía pendencias, ¿le conoces? Y ella que no, que no podía creérselo. No se lo creyó hasta que no vio el cadáver, todo sangre y destrozo. Hasta que le juraron veinte veces que su hombre había muerto hacia las once, que después de apuñalarle le robaron: la cartera, las llaves, el reloj de oro… Fue de madrugada ya cuando ella le recibió creyéndole su hombre. Fue de madrugada ya cuando la jodió el asesino. Desde entonces, la Puri no había vuelto a acostarse por amor. Bella se chupó la mella, estremecida. Los hombres eran capaces de joder por odio, por muerte, por venganza. Eran capaces de violar a la mujer del enemigo minutos antes de degollarla. Bella no les entendía, le asustaban.
El representante de embutidos se agitó entre sueños y dejó caer una de sus manazas sobre su vientre. Bella se retiró, asqueada del contacto. Se dejó resbalar de la cama con cuidado, para no despertarle. La verdad es que ahora casi se arrepentía de haberle traído a casa, aunque el tipo había molestado poco y en la cosa de la cama se había portado. Pero así era la vida, se dijo Bella filosóficamente mientras se duchaba con agua fría: cuando se acostaba con un hombre al que no quería se arrepentía siempre de ello a la mañana siguiente, y cuando se acostaba con un hombre al que quería de lo que se arrepentía era precisamente de quererle. Ya lo decía muy bien dicho Olga Guillot en esa canción tan preciosa, acabé por darme cuenta de que tu amor no es bueno, que hay en ti de la serpiente todo su veneno, acabé por convencerme que jamássssss podrás quererme, porque en tus venas corre arsénico en lugar de sangre, y la Guillot debía tener razón, porque todos los hombres a los que Bella había amado le habían hecho daño, todos tenían la sangre emponzoñada. Bueno, todos no, con Antonio no fue así. Pero cuando Antonio los dos eran muy niños.
Se vistió en la cocina para no despertar al intruso, que seguía resoplando en el salón-dormitorio, y almorzó unas cuantas rodajas del salchichón que el tipo le había regalado la noche anterior dando muestras de un encomiable espíritu práctico. A fin de cuentas, se dijo Bella, había hecho bien ligando con él. Era bueno darle alguna satisfacción al cuerpo de vez en cuando. Eso era lo que ella le aconsejaba a Antonia, que ahora venía a visitarla a menudo al Desiré: chica, le decía, lo tuyo no es sano, a tu edad y sin estrenarte todavía, estoy segura de que esos arrechuchos que te dan no son ni menopausias ni monsergas, que lo que a ti te pasa es que te hace falta un buen meneo. Y Antonia se ponía como la grana: qué cosas tienes, Isabelita, ay qué cosas…
El hombre se agitó y refunfuñó, ya en las fronteras del despertar, y Bella se apresuró a salir del piso, escurriéndose de puntillas, porque no tenía ningún deseo de hablar con él. De todas formas sintió cierta desazón al cerrar la puerta: una no podía estar nunca segura de que el extraño no se llevara media casa, por muy representante de embutidos que se dijese. Se encogió de hombros: la verdad es que no había nada que llevarse, porque todo lo valioso ya se lo había quitado aquel chorizo, el hombrón de ojos grises que una noche llevó a casa para descubrir al día siguiente que el tipo había madrugado más que ella, que se había ido con el peso superfluo de 2.000 pesetas, su medalla de la primera comunión, un reloj de acero y otro contrachapado, una sortija de aguamarina y oro, la radio a transistores que le habían traído de Andorra, una gruesa cadena plateada que debió tomar por buena, y un pendiente impar, herencia de su madre, con un brillante antiguo engarzado en filigrana. Esto último fue lo que más le dolió, por el recuerdo.
Se detuvo un momento en el portal, dudosa. Caía un sol abrasador y era aún demasiado pronto para ir al club, pero no se le ocurría ningún otro sitio a donde dirigirse: en los últimos ocho años no había hecho más que ir de su casa al Desiré y del Desiré a su casa, y carecía de rutinas diferentes. Echó a andar sin rumbo fijo, con desgana, doblando esquinas al azar, zigzagueando de una acera a la otra para perseguir la sombra. El calor la aplastaba contra el suelo, la ciudad parecía estar abandonada y Bella se miraba en los escaparates de las tiendas cerradas: una rubia gorda sudorosa, ceñida en un vestido azul, que caminaba por calles desiertas y calcinadas.
Se encontró frente al Desiré de improviso, sin haber reconocido los alrededores. La puerta estaba aún cerrada, pero Bella golpeó la chapa ardiente con la esperanza de que hubiera alguien, con la esperanza de que estuviera el Poco. Estaba. Se la quedó mirando, inexpresivo, recortado sobre la penumbra interior.
—Es que me aburría… —explicó Bella incongruentemente.
Así es que yo tenía razón, se dijo, así es que el Poco está siempre en el club. Incluso debía dormir en el Desiré. ¿En dónde? Bella miró a su alrededor, pero todo estaba igual que siempre. Un poco más triste, un poco más sucio, sin el camuflaje de la iluminación artificial. Las ventanas de la pared del fondo, normalmente ocultas por gruesas cortinas, estaban ahora abiertas; daban a un patio estrecho y oscuro sembrado de cubos de basura, y dejaban entrar una luz marchita y sin relieves. Pero por lo menos aquí se estaba fresco.
—Me he escapado de casa —dijo Bella con una sonrisita—. Por eso he venido tan pronto.
El Poco calló, impávido y ausente. Bella se desalentó: este hombre tiene sangre de horchata, se dijo. El Poco llevaba dos semanas acompañándola a su casa por las noches, amable, distante, taciturno. La víspera ella se había ido ostentosamente con el representante de embutidos, y cualquier hombre normal se habría sentido molesto y encelado. O por lo menos curioso. Cualquier hombre normal hubiera preguntado algo.
—Oye, Poco…
—¿Qué?
—Nada.
¿Por qué la acompañaba por las noches, entonces? ¿Por qué la acariciaba al despedirse? De perfil estaba bien. Tenía una nariz recta, y recia, y muy bonita. Y un cuello de toro. De joven, el Poco debía haber sido guapo. ¿Cómo habría sido de joven? Un conquistador. Tierno y duro al mismo tiempo.
—¿Qué hora es?
—Las cinco menos cuarto.
Bella sacó una pequeña lima de su bolso y se aplicó en la tarea de arreglarse las uñas: las llevaba cortas, pero acabadas en punta. Ris ras y el calor, ris ras y el soporífero silencio de la siesta. El Poco debía dormir sobre el sofá del fondo, no había otra posibilidad. Qué triste. A ella le daría miedo dormir ahí, por las noches el Desiré debía estar lleno de fantasmas. Pero el Poco no le tenía miedo a nada. Ahí estaría solo y a oscuras, solo y desnudo, con esa piel lisa y dura que tenía, con esa piel color de cobre.
—¿Quieres tomar algo, Bella?
—Bueno. Una cerveza.
Y tenía unas manos bonitas, grandes manos de hombre, de dedos muy largos, de nudillos fuertes, buenas manos para acariciar. Las suyas propias, en cambio, no le gustaban nada, ris ras, eran gruesas y cortas, no eran unas manos de artista, de pianista, no eran unas manos para llenarlas de diamantes, ni para tocar abrigos de visón, ni para coger copas de champán, ni para hacer el nudo de seda de una corbata masculina, ni para sostener el micrófono como lo sostenía la Eydie Gorme, el micrófono parecía una flor, una pluma, una joya entre sus manos, como conseguiría la Gorme que no se le rompieran las uñazas, ris ras. Qué aburrimiento. Guardó la lima y se llevó el vaso a los labios. El cristal estaba helado y la cerveza amarga y deliciosa. Hay muchos que están peor, se dijo Bella. Ella podía permitirse el lujo de estar tranquilamente sentada en el fresco interior del club, charlando amigablemente con el Poco y bebiendo una riquísima cerveza. Bien mirado, era lo que se dice feliz.
—Bella…
—¿Sí?
El Poco se cambió la colilla apagada de una esquina a otra de la boca con un experto lengüetazo.
—Cuando yo estaba en Cuba… Cuando yo estaba en Cuba era el hombre más feliz del mundo, y era tan bestia que no me daba cuenta, Bella, no me daba cuenta.
Bella sintió deseos de tocarle, de acariciar el cobre fuerte y duro de su cuello, su piel seca y tibia, su cuerpo solitario, pobrecito. Pero no lo hizo.
—Hay playas de arena blanca como azúcar, y palmeras tan altas como casas. Las mujeres son como de madera barnizada, y van vestidas siempre de blanco, blanca la ropa y las carnes como de caramelo. Y cómo andan… Todo en Cuba es blanco, y verde, y azul. Yo era joven y las mulatas eran tan fáciles de abrir como las naranjas, jugosas como las naranjas, perfumadas. El hombre más feliz del mundo y no me daba cuenta, maldita sea mi estampa… Me levantaba muy tarde, porque allí la vida es al revés. Me levantaba muy tarde y desayunaba los zumos de unas frutas que ni siquiera conoces. Después me iba al Tropicana. El mejor cabaret del mundo, Bella, y yo trabajaba allí y no me daba cuenta, ¿qué te parece? El Tropicana es un jardín, es como el paraíso, todo lujo, lleno de plantas que ni siquiera conoces, y una pista que se sube y que se baja, y allí sólo actúan los mejores, y los camareros son tan elegantes que parecen duques…
Y ella en la pista de sube y baja, bajo los focos, con ustedes nuestra gran estrella Bella Isa, un aplauso, un descorrerse de cortinas, ella deslumbrante en un traje de azabache negro, bordado a mano, con amplio escote a la espalda y manga larga, y en los puños un remate de boa también negra, o blanca, o roja, unos plumones espumosos como los que lleva Elena Burke en la foto de contraportada de su disco, y el Poco vestido de blanco, más joven, muy moreno, la chaqueta cruzada y un ramo de flores en la mano, un ramo que le subiría al escenario, y ella cogería las rosas entre aplausos, y al mover los brazos el marabú se estremecería acariciando suavemente sus muñecas.
—Bella…
—Qué.
—Vámonos.
—¿A dónde?
—A Cuba.
—Ay qué risa.
No hay más palmeras que las de cartón. No hay más mulatas que las del faldellín de paja dibujadas en la pared. No hay más playa tropical que la del despintado y despellejado mar del Desiré.
—Además el Fidel ése debe haber acabado con todas esas cosas. ¿No fue en Cuba en donde hicieron una revolución o algo así?
—El Tropicana sigue igual, Bella. El Tropicana sigue siendo lo mismo que era antes. Lo sé, tengo amigos, me lo han dicho.
—Bah.
El Poco escupió la colilla al suelo y la aplastó concienzudamente con la punta del pie, hasta desmenuzarla y untarla en la moqueta. Después esbozó una sonrisa inusual que dejó al descubierto el brillo de un diente de oro.
—Vámonos a Cuba, Bella. Tengo buenos amigos.
—Estás más guapo cuando te ríes.
—Vámonos a Cuba. Escribiré a mi compadre del Tropicana y él lo arreglará todo.
—¿Tú crees?
—Tú de cantante. Cantas muy bien. Tú de cantante y yo volveré a escribir boleros y tú los cantarás. Tengo buenas relaciones. Viviremos en La Habana, que es una ciudad donde hay que dormir de día y vivir de noche. Mi compadre me debe muchos favores y mandará los contratos.
Bella sintió un vértigo, un encogimiento en el estómago, como cuando, de pequeña, se tiraba al agua desde el borde de la alberca. Llena de libélulas, estaba el agua. Pero no era eso lo que le daba miedo.
—¿Y si no sale, Poco, y si tu amigo se ha muerto, o si se ha ido del Tropicana, o si no te hace caso? ¿Y si no podemos ir?
—Iremos. Tú y yo, y Vanessa también puede venir, si quiere.
—¿Vanessa? ¿Y por qué Vanessa?
—¿Y por qué no?
Porque era una imbécil. Porque era una extraña. Porque no tenía nada que ver con ellos, con el Tropicana, con el marabú, con el traje cruzado, con las rosas. Pero Bella apretó los dientes y no dijo nada.
—Vanessa es muy joven —añadió el Poco lentamente—. Y anda perdida, es como un pajarito al borde de una trampa. Me da pena. ¿Por qué no?
Le recuerda a aquella mujer que tuvo. Quiere salvarla, porque no salvó a aquélla. Es como si Vanessa fuera su hija, pensó Bella. Encendió un cigarrillo. Rompió un par de cerillas antes de conseguir la llama.
—Y si tienes tanta facilidad para volver a Cuba —preguntó de pronto con cierta irritación—. ¿Por qué no lo has hecho antes?
—Porque antes —contestó el Poco— no tenía ganas de vivir.
Y Bella consideró que ésta era una respuesta suficiente.
—¿Qué haces aquí tan pronto, Bella? ¿Qué estabais haciendo?
Menéndez acababa de entrar en el club y había empalidecido al verles juntos.
—Estábamos hablando de ti —contestó el Poco amablemente, mientras se retiraba con paso cansino a sus cuarteles de la guardarropía.
—¿Qué le has dicho? ¿De qué hablabais? —chillaba Menéndez, descompuesto.
Pero el Poco callaba y se guarecía entre las sombras, sonriente: su diente dorado agujereaba de chispas las tinieblas.
A Menéndez ya no se le quitó el nerviosismo en toda la noche. Escudriñaba a Bella con ferocidad, tomo intentando adivinar sus pensamientos. Se peleó con un quinceañero y le echó del club, porque traía un magnetofón portátil y puso una cinta de rock a todo trapo mientras Bella actuaba.
—Carrozas, que sois unos carrozas, fascistas, que sois unos fascistas —protestaba el chico cuando le echaban; tenía una cara de mala salud insólita para su edad y que le debía de haber costado mucha dedicación y esfuerzo.
Fue una mala tarde, en suma, con Menéndez refunfuñante y mosqueado. «Luna en La Habana, milisiana», comenzó a cantar Bella al filo de la medianoche, «claro de luna, en La Habana, sobre tus playas quiero, quiero yo soñar», playas de verdad, de azúcar, de arena calentita entre los dedos. En la playa del mural había teléfonos y direcciones apuntadas a bolígrafo, de cuando el club era de chicas. Todo lo demás se había despintado, menos eso. «Claro de luna, milisiana.» Lo de miliciana era por lo de Fidel, seguramente. Había interpretado muchas veces este bolero, pero ahora le parecía diferente. ¿Sería posible? ¿Sería posible de verdad? A fin de cuentas el Poco debía poseer buenos contactos y amigos poderosos. ¿Sería posible? Echó una ojeada al local: el inspector García, un par de borrachos solitarios, la vieja de las acelgas, dos parejas de novios sobadores. No era precisamente un público exquisito. A decir verdad ni siquiera era lo que se dice un público. Así reventaran todos, Menéndez incluido. Se iba a quedar con un palmo de narices, cuando le dijera que se iba. «Luna en La Habana, milisiana», y a Bella se le llenaba la boca de sabor a mar, y se ablandaba toda de melancolía venidera, de la nostalgia de lo no vivido, tibia nostalgia del futuro, «luna cubana quiero yo también», como si recordara las playas que aún no conocía, esas playas estrelladas en las que la felicidad maduraría como un coco, «luna en La Habana, milisianaaaaaa…».
Estaba descargando sus pulmones en el pletórico «naaaaaa» final del bolero, cuando empezó a oír los primeros ruidos. Venían de la calle, del otro lado de la puerta: era un barullo de pequeños golpes, de risas sofocadas, de gañidos. Bella aplastó el último acorde de la canción contra el teclado del órgano, distraída, y se quedó contemplando el portón acolchado atentamente, como si su nivel de audición pudiera incrementarse al mirar mucho. El Poco, que estaba cerca de la entrada, se había dado cuenta también del alboroto: Bella le vio girar la cabeza y escudriñar la puerta. El ruido se detuvo; hubo un instante de silencio que pareció muy largo. Y, de pronto, la hoja acolchada se entreabrió y algo irrumpió en el Desiré como un relámpago: era un fulgor, una sombra oscura y movediza; era, sobre todo, un alarido atroz, tan infrahumano que Bella sintió que la sangre se le escapaba de las venas y por un instante cerró los ojos del espanto. La sombra cayó primero sobre los hombros del Poco, rozándole con sus gemidos y sus garras, y después continuó su enloquecida carrera sin destino. Era un gato, un gato enorme y negro que arrastraba tras de sí su rabo incendiado y crepitante, antorcha en carne y pelo, olor a piel quemada, a gasolina, y ese bramar de tortura, sobre todo. Volaba el gato por debajo de las sillas, saltaba por encima de las mesas, las llamas avanzaban, mordían ya su lomo, su barriga, cuanto más corría más se avivaba el fuego, cuanto más se abrasaba más corría, huyendo inexorable hacia la muerte. Se prendió entero en cosa de segundos, todo él era un ascua en carne viva. Comenzó a chocar contra los muros, sin duda ciego ya, sin cesar en sus quejidos bestiales, tan humanos; al fin cayó en una esquina convertido en un amasijo ardiente y tembloroso. El Poco se precipitó hacia él: había cogido el martillo de la caja de herramientas y comenzó a golpear furiosamente, golpeaba la masa achicharrada, golpeaba allá donde creía que estaba la cabeza, golpeaba con el fuego lamiéndole la mano. Al cabo se detuvo, sin resuello. El gato estaba inmóvil, las llamas se apagaban.
El inspector García pareció recuperar la movilidad de repente y se lanzó hacia la puerta, a la búsqueda de los autores del hecho. Uno de los novios se había desmayado: yacía sobre el sofá cabeza abajo. Una de las chicas chillaba intermitentemente con un ataque histérico. Uno de los borrachos vomitaba con discreción en la moqueta. El inspector volvió a entrar, pistola en mano:
—¡Se han escapado! ¡Se han escapado los muy hijos de perra! ¡Pero yo sé quienes son esos cabrones! ¡Ya os daré yo lo vuestro, maricones! ¡Hijos de la gran puta, desgraciados!
Y blandía el arma, excitadísimo.
Se calmaron algo después de que el Poco hiciera desaparecer lo que quedaba del gato. Todos bebieron coñac, incluso Menéndez, saltándose su costumbre abstemia. Menéndez se aferraba a su copa, lívido y desfalleciente: «Dios mío, dios mío», mascullaba, «que les he hecho yo, qué les he hecho yo, qué quieren de mí esos gamberros, qué quieren de mí esos gamberros, dios mío, dios mío»; por alguna extraña razón el pavor le hacía repetir todo dos veces. El inspector García, que había recuperado parte de su aplomo, intentaba tranquilizarle y le decía que no, que el gato estaba dirigido contra él, que eran los de la banda del Torcido, seguro que era cosa de esos chulos, se los había encontrado antes en el barrio chino y debieron seguirle al Desiré. Pero Menéndez meneaba la cabeza no acabando de creerle, y el inspector terminó por impacientarse y se marchó del club con su furor de autoridad burlada a cuestas.
Los clientes se habían ido —uno de ellos sin pagar la consumición— y el Poco apagó las luces del luminoso y se dispuso a cerrar: estaba muy pálido y se acariciaba de cuando en cuando un rasgón de sangre que el gato le había dejado en la mejilla. Si pudiera decirle que me abrazara, pensó Bella. Que me rodeara con sus brazos, y hundir mi cara en su cuello, y respirar su calor, y cerrar los ojos, y recuperar las playas de arena como azúcar. El Poco no le daba miedo, el Poco no le haría nunca ningún daño.
—Luna en La Habana, milisiana… —canturreó Bella, más que nada para romper el silencio. Pero el ruido de su voz le asustó más y se calló. Bebió el coñac de un trago, la copa chocó contra sus dientes, sintió náuseas. Peste de aire, olor dulzón a chamusquina, y un temor supersticioso, un barrunto de brutalidad y de desdicha.