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—Está muerto —se asustó Bella.
El chico se sonrió de medio lado, burlón y despectivo. Tenía los labios tan pálidos y abultados que parecían los rebordes de una vieja cicatriz.
—Bah. Ni eso —dijo, arrastrando la ese.
—¿Tú crees?
—Está ciego, está tirado. Es un pringao.
El bulto del suelo rebulló y gruñó, como quejándose.
—Pero está enfermo —insistió ella.
El chico echó la cabeza para atrás, entrecerró los ojos y dejó resbalar la mirada por las mejillas. Era de menor estatura que Bella y no debía gustarle el tener que mirar de abajo arriba.
—Sí, enfermo… Enfermo de mierda —contestó.
Se inclinó y recogió algo del suelo, junto a la taza del retrete. Se lo mostró a Bella abriendo mucho la palma de la mano. Era una jeringuilla sucia.
—Mira, tía, ¿sabes lo que es esto? El biberón de los niños malos.
—Qué asco. Sois todos unos degenerados.
—Menos rollos, tía, menos rollos —rió el chico—. No es peor que otras maneras de matarse. Además a mí me la trae floja, ¿entiendes? Yo he venido a mear. Pasando del asunto.
Se agarró los huevos con ambas manos con gesto provocativo. Llevaba unos pantalones vaqueros muy ajustados y dos tallas más pequeñas que la envergadura de su sexo, o quizá tenía un sexo dos veces más grande de lo que correspondería a su cuerpo adolescente, o a lo mejor es que se metía trapos para aumentar el volumen del paquete. Dio media vuelta, se dirigió a una de las bacinillas de pared y se puso a orinar. Bella desvió la vista, un poco turbada a su pesar. Una tontería, porque el macarrita tendría diecisiete o dieciocho años, era un aprendiz de chulo, un niño, nadie. Podría ser su hijo, si ella hubiera tenido hijos. Se sintió furiosa y con ganas de darle un bofetón en esa cara blanda y a medio hacer. Si ni siquiera había acabado de crecer, el desgraciado.
—Oye, tú, ya está bien. Hay que sacar a éste de aquí —gruñó.
—Y a mí qué —contestó el chico sin volverse.
—Es amigo tuyo.
—Yo no tengo amigos.
Qué asco de lugar, se dijo Bella. Una bombilla pelada en el techo, los azulejos amarillentos y pringosos, olor a meadas rancias. Qué asco de club, qué asco de vida, qué asco de trabajo.
—Pero le conoces.
—Eso sí. Es bueno conocer a todo el mundo. Para saber con quien te andas —dijo el chico subiéndose la cremallera.
El bulto abrió los ojos y dejó escapar una mirada vidriosa y ciega. Era también muy joven, apenas unos años más que el macarrita. O quizá pareciera mayor por lo deteriorado de su aspecto. Estaba lívido, consumido, muy delgado. Se doblaba sobre sí mismo con encogimiento animal y su cabeza rozaba la apestosa aureola oscura que, con el tiempo, se había ido formando en torno a la taza del retrete.
—Éste es un julai —explicó el chico apaciblemente, acercándose a ella—. Un soplón. Consigue el caballo soplando a los maderos. Y le dan mierda, mierda cortada con bicarbonato, mierda en las venas, mierda en el coco. Hace falta ser imbécil. Por eso yo, de picarme, nada. Además el caballo estropea mucho. Chupa los músculos. Como un vampiro.
Y reía y se palpaba los bíceps, escasos e infantiles, que se dibujaban bajo la ajustada camiseta negra.
Estoy harta de todos, pensó Bella. De todos estos chicos impertinentes, y derrengados, y dañinos. Qué generación.
—¿Sabes dónde vive?
—A lo mejor. Pero tendría que refrescarme la memoria.
—Mil pesetas si te lo llevas de aquí.
—Que sea talego y medio. Hay que coger un taxi.
—Está bien. Date prisa.
El chico agarró al otro por los sobacos y lo levantó como un pelele.
—Venga, tío, que nos vamos a casita.
El soplón sonreía y babeaba y decía «sí, sí, sí». Se escurrió de entre los brazos del macarra y cayó al suelo como un saco de patatas.
—Ay va, qué hostión se ha dado —se desternillaba el chico con sus labios como heridas.
—Sí, sí, sí —farfullaba el otro.
Al fin, medio a rastras, medio en volandas, lo sacaron del retrete. Menéndez se asomó sobre la barra y les miró con gesto avinagrado.
—¿Qué pasa?
—Nada —contestó Bella—. Dame 1.500 pesetas.
—¿Para qué?
—¿Prefieres que avisemos a la policía?
Menéndez calló y rebuscó el dinero en la caja, refunfuñando:
—Parásitos, gentuza…
El chico cogió los billetes sin dejar de reír y salió del club acarreando su destrozo.
—Y tú, Bella, ¿aún estás así? A ver si te pones a actuar de una vez —barbotó Menéndez.
—Entré en los servicios a cambiarme de traje. Si arreglaras el servicio de mujeres no tendría que perder el tiempo con estas cosas.
Así iba todo en el Desiré. Lo que se rompía ya no se recomponía. El club se deshacía en el olvido, se pudría como un cadáver gigantesco. Las bombillas rotas, la moqueta alternando peladuras y costras de añejas vomitonas, el retrete femenino atrancado con mierdas milenarias. Y esas palmeras de la decoración, anémicas de color, con el cartón despellejado y despuntado.
—Señorassss, señoresssss, distinguido público, muy buenas noches, bienvenidos al Desiré Club. Y hoy con un saludo muy espesial a todos los Luises, en su día. Y a las Luisas también, naturalmente, no nos olvidemos de las señoras. Para ellos, muchas felisidades, y para todos ustedes mi deseo de que pasen una velada muy, muy agradable. Con unas copas, con amigos, y con un poquito de música. Vamos a empesar con ese conosido bolero que inmortalisó Olga Guillot y que se titula… «Lo nuestro es vida.»
Cuando actuaba, y sólo entonces, Bella Isa siempre salpicaba de eses su castellano, porque consideraba que eso le daba al asunto un toque chic y tropical. Se subió el tirante del vestido, que se escurría por encima del hombro izquierdo y atrancaba su brazo a la altura de la vacuna. «Éste es el contraste de calidad, nena, como la plata», le había dicho años atrás Macario, uno de sus primeros novios, refiriéndose a la hundida cicatriz virólica. «Es la marca de la ganadería, todas las terneras tenéis que llevar hierro para que cuando os escapéis no se os confunda», le chuleó otro tipo mucho tiempo después, aquel bruto de quien no quería acordarse.
—Buf, los hombres… —murmuró Bella para sí con el tono definitivo de quien lo dice todo.
Se lamió la pequeña mella del diente con gesto mecánico: le producía cierto placer apretar las mandíbulas y dejar pasar saliva a presión por el agujero, empujándola con la lengua. Ajustó el ritmo en el melotrón y el aparato comenzó a palpitar con su chis-pún chis-pún chis-pún de batería artificial, como un animalito dócil. Lo nuestro es vida, espasio y tiempo, un sol que brilla y un firmamento, un río que canta, es mar y es playa, es brisa y viento. En la penumbra del local no debía haber más de una docena de clientes. Viejos nostálgicos, jóvenes drogados, adultos solitarios y borrachos. Lo que se dice un público selecto, el sueño dorado de toda artista. Lo nuestro es alma, es risa y llanto, confiansa y selos, es noche y luna, es lluvia y fuego, porque lo nuestro es amor, amoooooor.
—T’iba yo dar a ti amor, tía buena, te se iba a chorrear por las orejas —barbotó desde la sala un animal empapado en ginebra.
—Pero, encanto —zumbó Bella—, ¿tan pocas roscas te has comido que todavía no sabes que no es por las orejas por donde se hace eso?
Menéndez seguía agazapado tras el mostrador, allá a lo lejos, devorando su eterno libro, las novelas pornográficas que él camuflaba entre tapas falsas, con tan poca pericia que llevaba siete años con las mismas cubiertas, siete años sospechosamente embebido en un Los tres mosqueteros inacabable, pasando hojas a toda velocidad y mostrando cierta tendencia a refrotarse frontalmente contra el fregadero, el muy cochino. Junto a él, un neón parpadeante iluminaba dos hileras de botellas llenas de polvo y el mural de detrás de la barra: una playa, cocoteros, tres negras desnudas de pechos descomunales y borrosos. Con el tiempo, la pintura había engordado y se descascarillaba fácilmente. De todas maneras nunca fue un buen dibujo: las gaviotas parecían bombarderos y el barquito que se perdía en el horizonte tenía el inconfundible aspecto de un zapato. Lo nuestro es vida, minuto eterno, es primavera, también invierno, lo nuestro es todo y todo es nuestro, porque es amooooor, amoooooor, aaaa-moooooooor.
Sonaron unas palmas solitarias a lo lejos, apagadas por el ruido de las conversaciones, y Bella, adivinando al Poco tras el aplauso único, envió una sonrisa agradecida y ciega hacia las sombras.
—Grasias, grasias, distinguido público, por su cariñosa ovasión —añadió vengativamente a la alcachofa del micro—: Ahora voy a tener el plaser de interpretarles una bonita cansión que se titula… «Nesesito un corasón que me acompañe.»
Éste era un tema que le gustaba especialmente.
Y también le gustaba cantar, aunque a veces lo olvidara. Pero interpretar boleros en el Desiré era como hacer juegos de manos en un asilo de ciegos: nadie hacía caso. Con el tiempo, Bella había aprendido que ser artista era algo muy distinto a lo que imaginaba siendo niña. Y eso que ahora, por lo menos, estaba el Poco, que era un tipo muy raro pero que de boleros sabía más que nadie. Era un espectador de lujo, experto y entrenado.
—Necesito un corasón que me acompañe, que sienta todo, que sea muy grande, que sienta sobre todo lo que siento, no importa del color que lo hayan hecho, yo quiero un corasón que me acompañe, que meá-compañeeee…
Qué letra tan bonita: un corazón que sienta sobre todo lo que siento, ésa era la cosa, el meollo, el intríngulis de la vida. Eso era lo que ella echaba de menos cuando se despertaba a las tres de la tarde, con la sábana sudada y enrollada a las caderas: en el patio reverberaba el ruido de platos de las comidas familiares y ella extendía el brazo a tientas hacia la mesilla, para desayunarse con el humo del primer cigarrillo. O cuando salía del club de madrugada y la calle olía a basuras, a la huella de los pasos diurnos, a miedo de hembra sola en calle oscura. Entonces atravesaba la noche en un trote, perseguida por un barrunto de amenazas, y su portal, de día tan próximo al Desiré, parecía a esas horas lejanísimo. El mundo no estaba hecho para mujeres solas, reflexionó Bella, a pesar de todo lo que dijeran las feministas esas. Y, sin embargo, pese a estar convencida de esa verdad tan grande, ella llevaba largo tiempo sin varón. Porque, sí, tu hombre puede esperarte a la salida del trabajo y defenderte de los peligros callejeros, pero, ¿quién te defiende luego de tu hombre? Mejor sola que mal acompañada. En realidad ella no se podía quejar: estaba sana, tenía casa y trabajo, disfrutaba cantando. Que más quisieran muchas de las que empezaron con ella y acabaron quien sabe cómo. Ahora mismo, por ejemplo, ella era lo que se dice feliz interpretando este bolero tan bonito, yo quiero un corazón que me acompañe.
—Que me acompañe hasta el final de nuestra vida original y que me quiera de verdá, que me quiera como yo también lo quiera, que dé su vida por mi vida entera, que llene de carisias mi ternura, que diga que me quiere con locura, yo quiero un corasón que me acompañe, que me acompañeeeeeee. Chin-pún. Se bajó del estrado y se enfundó en su guardapolvos color ciclamen, para proteger el traje de estrella mientras atendía la barra.
—Estás muy callada hoy, Bella —dijo el viudo de los ultramarinos de la esquina, que era asiduo.
—Para lo que hay que decir…
Menéndez se sirvió un agua tónica y se retiró a un extremo del mostrador agarrado a su libro. Era un hombre menudo y esquelético, con la incongruencia de una barriguilla puntiaguda, más propia de desnutrición que de filetes. Tenía una piel amarillenta que dejaba entrever la pereza de su hígado, y la boca torcida y perennemente apretada de quien padece mala dentadura o mala leche. Tenía también una mujer y tres hijos pequeños que jamás habían aparecido por el local, y un desmedido afán de probidad que le hacía sulfurarse cada vez que oía un taco, empalidecer ante el estallido de una blasfemia y regir el mortecino Desiré con las mismas ínfulas con que dirigiría el baile de Principiantas de la Ópera de Viena. Bajo su mano, el Desiré, un antiguo y sólido bar de putas, se había ido deslizando a tierra de nadie, hasta convertirse en un club fronterizo de barrio fronterizo, un local carente de ubicación y de color, de cuyos escasos y heterogéneos clientes siempre podía caber la sospecha de que hubiesen entrado por azar, en una urgencia urinaria o a la captura de un teléfono. Bella llevaba en el Desiré ocho años, entró con la antigua dueña justo poco antes del traspaso, y Menéndez siempre había sospechado que ella era algo puta.
—Mejor me hubiera ido si lo fuera.
Entonces, al principio, las palmeras estaban repintadas y el cartón relucía muy verde y vegetal. Entonces era un local decente, y no como ahora. Ahora los chulitos grababan a punta de navaja las patas de las mesas, y los viejos mojaban de incontinencia los sillones, y los quintos llenaban el aire con un pestazo a sudor de soldadesca, y un día dos adolescentes se pusieron a hacer el amor en el servicio en desuso de mujeres, y últimamente empezaban a venir drogadictos desperdigados y silenciosos a inyectarse veneno en el retrete. Un asco.
—Dame un paquete de uíston, tía.
Era el macarra que antes se había llevado al tipo enfermo.
—Son 140 —dijo Bella, poniendo la cajetilla sobre el mostrador.
—¿Y para los amigos? —contestó el chico sujetándola por la muñeca. El muchacho tenía la mano morena y caliente.
Bella se soltó con desabrimiento.
—Creí que no tenías amigos. Son 140 pesetas.
¿Qué pintaba ella allí, por qué seguía Menéndez contratándola? Cantante de boleros en un mundo en el que ya no se llevaban los boleros. Ni ella ni el Desiré tenían futuro. El club iba cada vez peor y de continuar así pronto tendrían que cerrarlo.
—Has cantado muy bien hoy, Bella.
—Ay, Poco. Me has asustado. Gracias.
Le ponía nerviosa la costumbre que tenía el Poco de desplazarse como una sombra, sin hacer el menor ruido: de repente aparecía encima de ella, con su voz rasposa y su fría e inexpresiva cara de lagarto. El Poco encendió uno de sus apestosos cigarrillos de picadura: protegía meticulosamente la llama del mechero con la mano, como si en el interior del Desiré soplara un huracán.
—¿Quieres un trago? —preguntó Bella.
—Gracias.
Le sirvió una copa de coñac y dejó la botella en el mostrador.
—Pues sí señor, has cantado muy bien. Como Eydie Gorme en sus mejores tiempos.
—Oye, Poco, ¿es verdad eso de que has trabajado en el Tropicana?
—¿Te extraña? —preguntó él con una sonrisa aguada.
Bella se sonrojó. Sí, le extrañaba. No podía creer que ese hombrecillo hubiera estado en el Tropicana, de La Habana, de Cuba. En el Tropicana que era el mejor cabaret del mundo, el palacio del bolero, la meta de sus sueños. Cuando aún tenía sueños, hace años.
—Pues sí. Es verdad. He trabajado allí. Pero hace mucho tiempo de todo esto.
Era un tipo raro, el Poco. Un día había llegado al Desiré acarreando una bolsa negra de plástico, como salido de la noche y de la nada. De eso hacía tres meses y la bolsa seguía en el guardarropa y el Poco seguía en el local. Se quedó, así de simple. A veces servía copas, pero en general no hacía nada, sólo beber y estar ahí. Bella suponía que Menéndez le había contratado como portero o como guardaespaldas, aunque en el club había pocas espaldas que guardar.
—¿Y qué hacías allí? —preguntó Bella.
—Era feliz.
—Quiero decir que de qué trabajabas.
—Escribía boleros. Y era jefe de sala. O sea, jefe de matones. Siempre se me ha dado bien eso, ser matarife. Lo único que he hecho bien en mi vida ha sido matar. No tiene ningún mérito, es la cosa más fácil del mundo.
—Qué cosas dices, hombre… —bromeó Bella.
Pero se estremeció. El Poco tenía algo secreto e inquietante. No era alto, pero poseía un cuerpo correoso, de músculos duros, como abrasados. La edad indefinida y la cabeza grande, con el pelo cano cortado a cepillo, el cogote bestial y un rostro de piel roja y maltrecha, vacío de expresión, aletargado. Vestía una sucia camiseta marrón de manga corta; sobre el bíceps tenía tatuada, en bicolor, la frase «Poco ruido muchas nueces» a la que debía el sobrenombre, y la leyenda se encogía y estiraba en su orla, retorciéndose como una cosa viva al compás del movimiento del músculo.
—Aquello fue hace muchos años —dijo el Poco lentamente con su voz de estrangulado.
Apuró el coñac de un trago y se sirvió otra copa. El cigarrillo se había apagado y ahora colgaba pegado a la cascarilla de sus labios, ensalivado y amarillento.
—Hace muchos años. Era cuando yo tenía tiempo todavía. Ahora ya no tengo tiempo, se me ha acabado. Ya no hay horas, ni días, ni mañanas, ni noches. Todo es lo mismo. Esto es lo más difícil de soportar. A veces me parece que me vuelvo loco.
—Qué gran verdad es ésa, Poco.
Qué gran verdad. Bella nunca lo había pensado así, así de bonito y de bien dicho, pero lo sentía como suyo. También a ella se le había acabado el tiempo. Ni se dio cuenta de cuándo fue, de cómo. Pero hacía años que no tenía recuerdos, hacía años que todos los días eran el mismo día, que las semanas se confundían las unas con las otras. Hacía años que había dejado de esperar que sucediera algo. Y ahora el Poco lo había expresado tan bien. Como si la hubiera visto por dentro. Ese Poco extraño, y viejo, y feo, y algo repugnante. Como si la conociera toda. Sintió un hormigueo en la boca del estómago, una blandura en las rodillas.
—Nesesito un corasón que me acompañe, que sienta todo, que sea muy grande, que sienta sobre todo lo que siento… —canturreó Bella para sí.
El Poco se había retirado a su territorio habitual, al chiscón del guardarropa: solía acabar las conversaciones abruptamente, sin avisar. Los últimos clientes se estaban marchando. Se fue el macarra, contoneándose en sus pantalones demasiado pequeños. Se fueron los dos jubilados del fondo. Se fue la señora de pelo gris que solía venir todas las noches, sola, con una bolsa de la compra que chorreaba lacias hojas de acelgas, a beber una copa de moscatel de madrugada. Bella terminó de colocar los vasos en el anaquel y se enjugó después las manos con el guardapolvos. Atusó su moño con gesto mecánico, se quitó la bata y tironeó de la falda hasta ajustarla sobre las carnosas caderas: estaba cansada y no tenía ganas de cambiarse de traje.
—Buenas noches, Poco.
—Buenas noches.
Salió del Desiré y se detuvo un momento en la puerta, indecisa. Olió el aire de la madrugada y lo encontró raro, con un espesor distinto al habitual. Debe ser por el comienzo del verano, se dijo. Pero la calle estaba vacía y oscura, había algo maligno en el ambiente. A lo lejos sonó un estallido seco, quizá un disparo: rebotó en el silencio desde unas manzanas más allá, desde el corazón del barrio chino. Se estremeció y entró de nuevo en el club, amedrentada sin razón, como cuando era niña. Se quedó de pie frente a la barra sin saber qué hacer, intentando encontrar una excusa para disimular lo ridículo de su regreso. El Poco se la quedó mirando con cara de saber. Salió calmosamente de su chiscón.
—Te acompaño a casa, Bella.
Menéndez, que estaba haciendo caja, levantó la cabeza:
—¡Eh, espera, no puedes irte, tienes que cerrar! —graznó.
Pero el Poco ni siquiera se volvió a mirarle. Cogió a Bella por el codo y la empujó con suavidad hacia la puerta.
—Vamos.
Recorrieron las calles sin hablar, mientras ella preparaba mentalmente mil excusas amablemente disuasorias, porque el Poco tenía un aspecto sucio, y la piel como enferma, y a Bella le daba asco acostarse con él. Pero cuando llegaron al portal el hombre se limitó a acariciar ligeramente su mejilla con un dedo calloso que raspaba.
—Que duermas bien, mujer.
Y cuando el Poco dio media vuelta y se alejó menudo y reseco por la acera, Bella se quedó pensando, incongruentemente, que casi lamentaba que se fuera.