13
El portero se marchó de vacaciones y dejó la administración de la casa en manos del sobrino. Un día Antonia estaba viendo la televisión y abanicándose con un sobre viejo cuando sonó el timbre de la puerta. Eran las cuatro de la tarde.
—Bsssintessanidoscibos —farfulló Damián; estaba de pie en mitad del descansillo, muy lejos del umbral, como si hubiera dado un salto atrás después de haber llamado.
—¿Cómo?
—Sanidoscibos… —repitió, cabecigacho.
—Ah, sí —comprendió al fin Antonia ante la evidencia de un puñado de recibos temblorosos que el muchacho le alargaba como quien ofrece una mano al verdugo para que se la corten.
—No… No tengo dinero aquí —añadió, confusa—. Tendrá usted… Tendrás que esperar a que venga mi hermano.
—Noimport —respondió Damián en un murmullo.
Y se quedaron los dos callados como dos tontos, embebidos en la contemplación del embaldosado, que no ofrecía ningún pormenor interesante. Antonia observó los pies del chico: playeras de un blanco grisáceo, con rayas azules desteñidas. Playeras enormes, como las del alemán del tren. Sintió nuevamente unas repentinas ganas de orinar.
—¿Quieres… quieres tomarte un café? Se lo puedo dar con hielo, si quiere… Mi hermano siempre lo toma con hielo, digo ahora, en verano —se calló, sin encontrar nada más que decir, espantada ante la perspectiva de un silencio—. Es muy bueno para la digestión, el café con hielo, digo.
Nada. El chico seguía allí, mudo y quieto como una piedra.
—Aunque hay personas que dicen que el café les pone muy nerviosos y que les sienta mal —añadió Antonia, en plena desesperación—. Eso va en gustos. Para los gustos hay colores. Sobre gustos no hay nada escrito.
—Nonochasgracias —dijo al fin el chico.
Pero no hacía ademán de irse. Seguía plantado ante ella, amasándose las manos y haciendo crujir las articulaciones. Alzó la cara y lanzó una mirada fugaz a la mujer.
—Sí —dijo de pronto con voz inusitadamente nítida—. Sí, gracias, me lo he pensado mejor, sí quiero ese café.
Pasaron los dos a la cocina. El sol achicharraba la persiana metálica y la nevera ronroneaba en una esquina. Antonia se puso a trajinar con el puchero del café mientras buscaba afanosamente algún tema apropiado de conversación. Pero no se le ocurría nada: tenía un agujero en la cabeza allí donde normalmente solía tener el cerebro, y se sentía cada vez más torpe y desdichada. Llenó un vaso con el brebaje ardiente y se lo dio al muchacho; sus manos se rozaron y fue como meter los dedos en un enchufe: electrocutante. Oh, Dios mío, estoy horrible, estos pelos, esta bata, gimió Antonia para sí, alisando la falda sobre las voluminosas caderas, atusándose los rizos del flequillo, maldiciéndose por no haber ido esa mañana a la peluquería, como había pensado en un principio. En su atontolinamiento olvidó meter el molde de los hielos bajo el agua, y estaban tan escarchados que no había manera de sacarlos. Cogió un cuchillo y apuñaló ferozmente la bandeja de cubitos, y en una de esas se cortó un poco en un dedo.
—¡Uy!
Se quedó quieta, asustada por su propia sangre, conteniendo unos tremendos deseos de llorar. No por el dolor, que no le dolía, sino por todo. Damián carraspeó (era un tic, una especie de rugido, y la nuez le subía y le bajaba) y se acercó a ella; tomó la gordezuela mano lesionada, se la llevó a los labios y bebió suavemente de la herida. Estaba así, lamiendo el corte ante una Antonia estupefacta, cuando volcó inadvertidamente el vaso y se vertió todo el café hirviente en la pechera.
—¡Aurgggg!
Pobrecito mío, pobre, gemía Antonia revoloteando en torno a él maternalmente horrorizada, ¿duele mucho?, desabrochando la camisa gris oscura de Damián, cura sana cura sana, dejando al descubierto un tórax blanco, lampiño, delicado, con la mancha carmesí de la quemadura sobre el esternón. Antonia corrió a coger la aceitera y con generoso entusiasmo distribuyó un cuarto de litro de aceite crudo entre la quemadura, los pantalones del chico y el suelo de la cocina. Frotó con la punta de los dedos la suave piel adolescente, el pecho enrojecido, las costillas, los costados, hasta friccionar las húmedas alturas del sobaco y empapar de aceite los vellos axilares del muchacho, aunque la quemazón no había llegado hasta esa zona. Entonces Damián cerró sus brazos lentamente, atrapándola. La aplastó contra él, la embadurnó de pringue, besó tímidamente sus mejillas; luego una aleta de la nariz; luego su boca. Estuvieron un rato así, apretándose los labios (ya está, se decía Antonia, ya está, me están besando como besan en las películas, me están besando a mí, me están besando) y luego el chico empujó su lengua por entre los dientes de ella y se la dejó ahí dentro, una lengua gorda, fría e inmóvil que asqueó un poco a Antonia, pero que no rechazó, sino al contrario: se mantuvo muy quieta, boquiabierta y sin respirar, como cuando iba al dentista y el doctor le metía los aparatos en la boca. Estaba tan aturdida que, al notar una dura presión entre sus muslos, pensó por un momento, con azorado escándalo, que el muchacho le estaba tocando la entrepierna, y tardó largo rato en percatarse de que las dos manos de Damián estaban posadas en sus hombros. Cuando estaba a punto de asfixiarse Antonia retiró su boca de la lengua inmóvil de él, y se contemplaron cara a cara como si no se hubieran visto antes: al chico le temblaba la barbilla y jadeaba con un desorbite en la bizquera. Se encaminaron sin decirse nada hacia la rosada alcoba en rasos. Antonia volvió hacia la pared las fotos familiares, esta vez incluso la de madre, y arrojó a Lulú bajo la cama. Se desnudaron en silencio, torpemente, el uno de espaldas al otro, sin mirarse. Damián fue más rápido y se metió como una flecha entre las sábanas. Antonia no tuvo presencia de ánimo suficiente como para quedarse sin las bragas y se acostó con ellas.
—Yo… —tartamudeó ella—. Es la primera vez.
Se quedó quieta, esperando a que Damián hiciera lo que se tuviese que hacer: los hombres sabían de esas cosas. Eso sí, tenía miedo al dolor físico. Miedo y la congoja de pecar. A sus pies se extendía una pendiente y ella rodaría y rodaría cuesta abajo, camino de la perdición y el fango. Antonia mantenía los brazos púdicamente cruzados sobre el pecho y bajo su mano derecha palpitaba furiosamente el corazón. Estuvo a punto de gritar cuando Damián arrimó a las suyas una pierna titubeante. La rodilla del chico estaba fría y más abajo, a la altura del pie, había algo áspero y muy rígido. Antonia le miró a hurtadillas, intrigada. Damián estaba boca arriba, contemplando el techo, el ceño fruncido, la expresión ausente, como si no tuviera nada que ver con la pierna juguetona. De pronto ella comprendió el porqué de lo rugoso de ese pie:
—Pero, cómo, ¿te metes a la cama con zapatos? —exclamó, admirada.
Y se arrepintió en seguida de decirlo, porque se le ocurrió que eso podía ser normal, que quizá los hombres hicieran el amor así, calzados. Pero Damián había enrojecido violentamente:
—¿Zapatos? —gimió.
Y sacó la pierna de debajo de la sábana: una pantorrilla peluda rematada en calcetín y playera azul y blanca. El chico se miró el pie con expresión atónita, como quien lo ve por vez primera. Carraspeó y la nuez bailoteó en su garganta.
—Ah… Ya… Es que… No, claro… Que… Que tontontontería, verdad… No duermo con playeras, claclaro, es que… Es que con las prisas se me han ololvidado, fíjate quequeque tontería…
Saltó de la cama y pasó por encima de ella pisándole una mano. Estuvo largo rato intentando descalzarse, enfrascado en una sorda pelea contra los cordones, y Antonia pudo observarle impunemente: las nalgas escurridas, el tronco estrecho, la filosa cordillera de las vértebras. Así, de espaldas, con sus atributos escondidos, Damián ofrecía una desnudez frágil, sin sexo; una epidermis sembrada de granos purulentos; un culito medroso necesitado de talco y mano suave. Los interiores de Antonia se licuaron de ternura; suspiró elevando la mirada al cielo raso, al ocre cremoso de su techo, allí donde anidan las deidades; «esto» lo hacen ahora todas, se dijo: Dios no podía ser tan implacable como para condenar a media humanidad al fuego eterno. Se sintió aliviada, repentinamente fuerte, segura de sí misma. En un arranque de decisión se quitó las bragas, y después se santiguó para conjurar la buena suerte.
Le recibió con un brazo quieto y maternal. Damián era un peso leve y huesudo que se afanaba en torpes movimientos espasmódicos. Sudaba encima de ella, y se agitaba, y se refrotaba, y le hacía un daño horrible allá donde Lulú solía mojar su lomo, pero Antonia ya no temía al dolor. Permanecía inmóvil, rodeando con sus brazos las espaldas infantiles, contando con la yema de sus dedos los virulentos conos de los granos, diciéndose a sí misma que luego tendría que pasarle un algodón embebido en alcohol por las espaldas, que el chico necesitaba sus cuidados. Damián empujaba inútilmente entre estertores y al poco se derramó con un quejido fuera de ella. Se quedó quieto y Antonia supuso por ello que todo había acabado; notó algo húmedo y viscoso en la entrepierna, pero era tan grande su amor que ni siquiera eso le dio asco. Entonces Damián se alzó sobre sus codos y la miró, más bizco que nunca.
—Antonia, Antonia… —musitó, y la cara se le contrajo en un puchero.
Ella recogió al muchacho en su regazo, le hundió el lacrimoso rostro entre sus pechos. Allí quedó Damián, hipando, llorando, susurrando su nombre, depositando mocos y pequeños besos sobre sus senos abundantes, mientras ella le acariciaba la cabeza, dueña ahora de la situación, reina del mimo y del consuelo. Al rato la respiración del chico se hizo regular y Antonia le descubrió dormido. Se escurrió de debajo de su cuerpo con cuidado, para no despertarle, y le miró extasiada. Estaba boca abajo, soñando como un bendito; resoplaba tenuemente y junto a la comisura de sus labios la sábana se iba empapando en un pequeño círculo de babas. Eran las cinco y media de la tarde y la habitación era un horno. Con el trajín se habían escurrido las ropas de la cama y Damián estaba destapado, el cuerpo brillante de sudor. Antonia le contempló durante unos minutos y llegó a la conclusión de que el chico podría enfermar de un aire durmiendo tan desnudo. Abrió la cómoda con sigilo, sacó la gruesa manta de lana bicolor y le arropó a conciencia Después se sentó a su lado dispuesta a vigilar sus sueños, orgullosa de tenerle ahí, embebida en la contemplación de la derretida y congestionada cara del muchacho.