15
Cuando Antonio llegó aquella mañana de lunes a la Delegación Nacional de Reconversión de Proyectos se encontró con que el pasillo del tercer piso, aquel que conducía a su despacho, estaba particularmente atiborrado de papelajos y en un estado de desorden poco usual. Tal era el caos que, en ciertos tramos del corredor, el viandante se veía obligado a pasar por encima de pequeñas colinas de informes grapados y carpetas roñosas, que llegaban a cubrir la totalidad del suelo disponible. Antonio vadeó el mar de legajos, asqueado, procurando poner los pies allí donde las huellas de unas suelas de goma le marcaban el camino de sus antecesores en el tránsito, y cuando alcanzó su puerta se sentía medio enfermo. Le solía suceder, con el desorden. Le entraban náuseas y mareos. Era su fobia, lo había leído en un libro de psiquiatría. Hubo una época en la que Antonio leyó muchos libros de psiquiatría. Eso fue hace muchos años, cuando Antonio era muy joven y todavía se asustaba al saberse tan distinto a los demás. Pero después aprendió a no tener miedo y a enorgullecerse de su diferencia.
Para colmo de males, cuando entró en el despacho encontró a Benigno agitadísimo. Desde luego era lunes, y los lunes parecían afectar al secretario de un modo curiosísimo, le ponían verborreico, exultante y saltarín. Insoportable. En una ocasión Antonio le preguntó el por qué de tanto entusiasmo, y el viejo contestó que era la alegría de la vuelta al trabajo.
—Es que figúrese usted, don Antonio —le explicaba—. Los fines de semana, en casa, no tengo nada que hacer. No veo a nadie, no hablo con nadie… No es que me queje, válgame Dios, no me puedo quejar, pero… A veces, por la noche, cuando me acuesto, no encuentro nada en qué pensar antes de dormirme. Porque durante el día no ha pasado nada, ¿sabe?, es una cosa así como un vacío… Y en la oficina, en cambio, es otra cosa.
Pero, aún contando con la habitual algarabía de los lunes, el estado de nervios de Benigno en esta ocasión era excesivo.
—Buenos días, don Antonio —dijo el anciano brincando solícitamente a su alrededor—. ¿Se encuentra usted bien? ¿Ha tenido un fin de semana satisfactorio? Y su encantadora hermana, ¿se encuentra bien también, como espero y anhelo? Alguna vez, si usted me lo permite, claro está, quisiera ir a visitar a su adorable hermana para presentarle mis respetos. Desde aquel día en que usted tuvo a bien el presentármela cuando nos encontramos casualmente, yo…
—Dígame, Benigno —cortó Antonio, desabrido y aún mareado—. Dígame, ¿sabe usted por qué está el pasillo así de sucio?
—Oh, sí, don Antonio. Yo, al llegar, porque ya sabe usted que suelo llegar pronto, a mi edad ya no se duerme bien; bueno, pues al llegar me hice, con perdón, la misma pregunta que usted, y estaba en esas dubitaciones, aquí solo, eran como las nueve menos cuarto, no, miento, las nueve menos veinte, exactamente las nueve menos veinte, porque en ese instante llegó el conserje y me preguntó la hora, al parecer el pobre hombre padece una enfermedad de estómago y ha de tomarse unas píldoras que…
—Hágame el favor de ir al grano, ¿quiere?
—Sí, don Antonio. Pues estaba servidor aquí a las nueve menos veinte y el conserje, después de contarme lo de su enfermedad, me dijo: oiga, ¿sabe usted…? Porque el conserje es un hombre muy enterado de todo lo que pasa en la casa, lleva aquí desde…
—Benigno, por favor, abrevie.
—Sí, don Antonio, disculpe, ya voy. Pues me dijo: oiga, ¿sabe usted lo del señor Ortiz? Y yo le dije: pues no. Y él me dijo: pues fíjese, que han elevado su negociado a la categoría de departamento y a él le han nombrado director, ahora es el Director del Departamento de Estudios Financieros. Y han trasladado el negociado, es decir, el departamento, al edificio nuevo, y por lo visto le han puesto en un despacho estupendo, con moqueta aire acondicionado dos ventanas a la calle, fíjese usted, don Antonio, dos ventanas a la calle, y le han asignado una secretaria además de los tres subordinados que tenía, ocupan tres habitaciones, no le digo más. Y el sábado hicieron la mudanza y dejaron todos los papeles viejos que no necesitaban, usted ya sabe que el señor Ortiz heredó ese negociado del señor Fernández, y el señor Fernández tenía al parecer un desorden tremendo, no es por hablar mal del señor Fernández, que en paz descanse el pobre hombre, pero eso es lo que dicen. De modo que dejaron todos los papeles que no necesitaban y los ordenanzas los han sacado al pasillo porque por lo visto van a meter parte de los archivos centrales en el viejo despacho del señor Ortiz y necesitaban espacio. Fíjese usted, con lo joven que es el señor Ortiz, no lleva ni tres años en la casa…
Ortiz, un universitario analfabeto, un zafio ejecutivo, un arribista. Antonio se pasó la lengua por los labios: tenía la boca seca y un sabor terroso entre los dientes. Mostrenco Ortiz, pomposo economista. De estos que lo único que saben hacer es colgar el título de la pared. Departamento, ventana, dos moquetas. O al revés. Y a él, mientras tanto, le condenaban al destierro burocrático, el ostracismo de Antonio, Antonio el ostracista. Una marea de papeles, y el abismo. Qué despropósito de vida. Esa larga lucha en solitario contra el mundo. Contra la mala suerte y la desgracia. Qué maldición le hizo nacer de un padre manirroto, y heredar las deudas y las ruinas, y verse obligado a depender de este trabajo administrativo que él odiaba, chinche de archivo, chupatintas miserable, en una delegación ministerial tan inútil que hasta su propio nombre era un absurdo, Reconversión de Proyectos, Proyección de Reconversiones, Versión de Reproyectos. Y vegetar aquí, postergado, olvidado, muerto en vida, condenado a un negociado sin despacho que compartía ignominiosamente con Benigno. Los otros, esta nueva leva de ambiciosos, jóvenes agresivos sin sustancia, huían como ratas del viejo caserón, se promocionaban con sucias martingalas y conseguían ser trasladados al edificio nuevo, mármoles y hormigón, fachada en calle principal y maceteros. Y a él le arrinconaban en el viejo edificio, que se hundía pesadamente como un ballenato arponeado y que le arrastraría en su decadencia estrafalaria y fantasmal. Una marea de papeles y las tinieblas avanzando.
—No me siento nada bien —dijo Antonio, desplomándose en su silla y aflojándose el nudo de la corbata—. Benigno, váyame a buscar una manzanilla al bar, por favor.
—Sí, don Antonio, ahora mismo. Pero tendré que ir a la cafetería del nuevo edificio, se me olvidó decirle que ya han desmontado el bar de aquí. El conserje me dijo que…
—Vaya a donde quiera, pero vaya pronto. Tengo el estómago revuelto.
—Sí, don Antonio.
Ortiz reproyectado, reconvertido, remoqueteado, con su título exhibido entre cristales y su reluciente necedad. Antonio cerró los ojos para detener el movimiento de la habitación, que había empezado a girar sobre sí misma. El mundo estaba en contra suya, ese mundo crítico y en caos, carente de la necesaria geometría, tan distinto al que conoció siendo pequeño. Entonces él era el hijo del cacique y todas las cosas parecían tener su razón de ser. Pero ahora la sociedad se deshacía en un hervor de apocalipsis y la humanidad había agotado su futuro. Una marea creciente de papeles y el desorden a punto de atraparle. Sintió una punzada de terror. Toda su vida. Toda su vida luchando porque la realidad no se rompiera, porque no se fragmentara en mil pedazos. La realidad era una cosa tan frágil. Antonio aprendió esto siendo niño, cuando tuvo aquella enfermedad tan grave a los doce años. Entonces, en medio de las fiebres, el mundo se le rompió a cachitos, y cada pedazo navegaba a su aire, por su lado, en el magma de la nada. Entonces Antonio creyó que nunca podría volver a reunir la realidad en un todo, y se asustó muchísimo. Luego, cuando las fiebres bajaron, Antonio logró recoser los trozos sueltos. Pero todo fue distinto desde entonces, porque Antonio sabía ya que la realidad estaba rota y que vivir era zurcir interminablemente esos fragmentos. Fue a raíz de aquella enfermedad cuando Antonio recibió el don. Siempre había gozado de un olfato fino, pero fue en la convalecencia cuando descubrió que poseía un sexto sentido. Estaba ungido o maldito, pero en cualquier caso atrapado por su don. Y así había transcurrido su existencia desde entonces oliendo y cazando los trozos de realidad que se escapaban.
—Su manzanilla, don Antonio.
—Ah. Gracias.
Sorbió la infusión. Estaba fría. El trayecto desde la nueva cafetería era bastante largo. De todas formas se sentía un poco mejor. Dejó la taza en su platillo y descubrió un sobre grueso y arrugado.
—¿Qué es esto?
—Ah, sí, don Antonio, se me olvidó decirle, es el encargo de todos los meses, lo de la compañía aérea… —trinó Benigno entre dos saltos.
La compañía aérea. Antonio rasgó el papel y sacó las fotocopias. Las hojas de vuelo de Aerolux estaban completas y ofrecían toda la planificación de viajes para el mes entrante. Junto al nombre de los pilotos en servicio, la horrible letra del ordenanza sobornado había añadido el de sus mujeres, el teléfono y el domicilio, con una caligrafía llena de tropezones ortográficos. Antonio apretó los párpados: la habitación empezaba a girar de nuevo y el mundo retemblaba. Ni siquiera esta nueva lista de pasiones podía rescatarle: no había lugar para el amor en su destierro.
—… Y me encontré con el ordenanza en el sitio convenido, donde siempre —estaba diciendo Benigno, borracho de lunes—. Y yo, claro, le di las 5.000 pesetas que usted me dio, y él dijo que si la vida era muy cara y que si costaba mucho sacar la información, como diciendo, usted ya me comprende. Y yo le dije, porque a mí con ésas no, yo le dije: ni sé lo que contiene este sobre ni falta que me hace ni quiero saberlo, pero usted ha acordado este precio, y éste es el precio que le pago, así le dije, y entonces el hombre se calló, faltaría más, y me entregó el encargo…
Benigno estaba de pie, frotándose las manos y bailando el peso del cuerpo de una a otra pierna. Cara ceniza, ropas pingantes color pardo, viejo asqueroso y consumido. Reía imbécilmente, enseñando sus dientes amarillos y esparcidos, disparando perdigones de saliva por las mellas. El pisapapeles. Coger el pesado pisapapeles de vidrio y golpearle en la boca, jugar a los bolos con sus dientes, saltarle los incisivos uno a uno. Cómo le odiaba Antonio, cómo le temía. Benigno era la representación de este inframundo burocrático, era un espectro de la miseria, un mensajero del fracaso. Benigno le hablaba y le miraba con una complicidad repugnante, haciéndole partícipe de su mezquindad, intentando apresarle en su derrota. Pero él no, él se escaparía, él era distinto.
—Benigno… —estalló Antonio; el viejo estaba cerca, muy cerca. Contagioso, contaminante. Una marea de papeles y el abismo.
—Benigno, aléjese de mí. Por favor. No se acerque tanto. No lo puedo soportar. Le… Le huele a usted el aliento.
Benigno se detuvo en seco en mitad de una frase, la boca abierta, el gesto desolado.
—¿A mí?
—Es un olor a alcantarilla. A muerto —Antonio no se podía detener: golpear su boca con el pisapapeles, defenderse—. Está usted podrido. Es verdaderamente inaguantable.
—Don Antonio, yo…
—No soporto la falta de higiene. Esto es inadmisible. Me siento enfermo.
—Oh, don Antonio.
Benigno había retrocedido un par de pasos, las mejillas arrebatadas, los ojos inundados tras las gafas. Temblaba todo él como una hoja y al hablar se tapaba la boca con la mano, como intentando encarcelar las pestilencias.
—Don Antonio, yo le aseguro que… Oh, don Antonio, me lavo los dientes, se lo juro, esta misma mañana me los he lavado bien con bicarbonato, como siempre… Si me… Si me huele el aliento debe ser cosa del estómago, cuestión de enfermedad, la mala digestión, la edad…
Se le quebró la voz.
—Puede ser. Pero es una halitosis repugnante. Váyase a los servicios y lávese la boca, por lo menos.
—Pero don Antonio, no tengo cepillo, no tengo…
—Pues lávese la boca con jabón. Ya sabe usted que mi olfato es muy fino. Haga algo. No puedo soportarlo.
—Sí… Sí, don Antonio, como usted diga…
Salió del despacho renqueante. Antonio se pasó la mano por la cara, aturdido aún por su presencia, y, sin embargo, aliviado, como si hubiera ganado una batalla. Sobre la mesa estaban aún las fotocopias de Aerolux, desparramadas en desorden. Echó una ojeada a los nombres femeninos. Algunas eran viejas conocidas, y, por lo tanto, desechables. Otras eran perfectamente anónimas y encerraban una emocionante promesa en su secreto. Sí, quizá sí. Quizá, después de todo, mereciera la pena esta interminable lucha del vivir. Los aromas en primer lugar, pero también estaban los amores. Y sus amores eran nobles, efímeros. Carecían de un fin práctico, empezaban y acababan en sí mismos, eran la apoteosis de lo inútil y por lo tanto perfectos. O todo lo perfectos que uno podía inventarse en este mundo. Cualquier otro tipo de relación era un peligro, era jugar con fuego, con los pliegues de la realidad y sus roturas. Como la muchacha que coqueteó con él en el club de Bella. No estaba mal, la niña. Era mona y tenía un cuerpo delicioso. Pero Antonio desconfiaba de las chicas solteras, demasiado libres, demasiado ambiciosas, que podían aspirar a una relación estable y duradera. Además la muchacha le había conocido por su verdadero nombre y en uno de los lugares que él frecuentaba, y eso aumentaba el riesgo. Antonio sabía que para domesticar la vida había que mantener el control, la disciplina; se defendía del mundo exterior compartimentando el cotidiano: no mezclaba ambientes, no dejaba resquicios por donde pudiese entrar el azar a destruirle. La familia era la familia, el trabajo era el trabajo. Para llenar su ocio tenía el Desiré y al inspector García; la necesidad sentimental la cubría con sus pasiones de tres días. Y más allá, en el corazón de este laberinto exacto, estaba él, y su intimidad, y sus olores, cobijados en el refugio inexpugnable de su casa, que jamás había sido pisada por nadie al margen de él.
Un arrastrar de pasos cortó sus pensamientos. Era Benigno. Pálido, medroso, con un encaje de jabón reseco en la barbilla.
—Ah, Benigno, pase, pase… Póngase usted a trabajar… Eh… Gracias —tartamudeó Antonio.
Era imposible. Aquí estaba Benigno de nuevo, con toda su humillación, con toda su mansedumbre y su desdicha. Ahora Antonio se sentía culpable, y sucio de compasión, y embadurnado de miseria. Era imposible. Era como estar metido en una caja, como correr por un pasillo sin salida. Un pasillo cada vez más lleno de papeles, asfixiante. Cuando Antonio era chico, antes de que se le rompiera la realidad, antes de recibir el don, antes de todo, el mundo era distinto. Entonces vivir era fácil, la casa estaba llena de sirvientes, no había huecos. Todos eran felices y padre era todopoderoso y madre era bellísima. Su madre cantaba y sonreía y por las noches salía con su padre, y venía a darle un beso de despedida antes de irse. Aparecía en el cuarto, arreglada, espigada, entaconada, oliendo a perfumes, crujiendo a sedas nocturnas, a traje caro. Y le rozaba la frente con los labios y en la penumbra rutilaba como una actriz de cine o como una reina. Pero después todo cambió, y los sirvientes fueron desapareciendo, y los muebles criaron un polvo que nadie quitaba, y los establos se vaciaron, y las ventanas se rajaron, y las puertas no encajaban, y las sillas se quedaron cojas, y la cocina permanecía apagada todo el día, y a los cazos se les saltó el esmalte y apenas quedaban platos sin romper, y los grifos goteaban, y padre no aparecía por casa, y madre vistió de luto y se hizo vieja, y ya nunca más entró a besarle por las noches, ya nunca más oyó el frufrú de los tafetanes y el damasco. Y ahora, tantos años después de aquel desastre inexplicable, Antonio seguía temiendo que en la batalla final ganara el caos, seguía esperando aún la culminación de la catástrofe.