10

Siempre quedaban en el mismo restaurante, un comedor económico que apestaba a grasa y a frituras. Pero a Luis parecía entusiasmarle.

—Prueba, prueba el pisto. Lo hacen igualito que lo hacían en mi casa. Igualito. Está bueno, ¿eh? —solía decir el muy cretino.

Era un animal, pensó Antonio, pero no disponía de otra cosa. A fin de cuentas había estudiado para maestro antes de meterse policía. Claro que no se le notaba nada la cultura. Los niños no sabían de qué martirio atroz se habían salvado.

—¿Ha pedido ya el señor?

—Estoy esperando a un amigo. García, ya sabe usted.

—Ah, sí, como no, el señor inspector.

Luis se estaba retrasando. Solía ser puntual, las cosas como son. A Antonio le sacaba de quicio esperar. Le parecía que todo el mundo le miraba con conmiseración o con risitas.

—Tráigame una botella de agua mineral sin gas. Bien fría, por favor.

En la mesa de enfrente había una mujer muy guapa. Tenía una larga melena, tan densa y brillante como si fuera de metal. Grandes ojos negros, piel tostada, morros tentadores. Unos veintiocho años. Ella no. Ella no le miraba, ni siquiera con conmiseración o con risitas.

—Aitor, ven aquí, Aitor, te he dicho que vengas. Aitor, ven aquí inmediatamente y tráete a tu hermana.

La mujer llamaba a sus hijos sin gritar, pero lo suficientemente alto como para que todo el restaurante se enterase. Eran dos niños pequeños, dos enanos repugnantes de unos dos y cuatro años, que recorrían el local pedorreando y metiéndose entre las piernas de la gente.

—Aitor, por Dios… ¡Verónica!

La mujer tenía el tic de sobarse el pelo. Hundía su linda mano en la opulenta masa y la echaba para atrás, como despejándose la frente. El cabello caía en cascadas, se ondulaba, flotaba y se aposentaba como si fuera seda. Era un gesto lleno de gracia que la chica debía haber ensayado un millón de veces desde la pubertad. Era un gesto de mujer que se sabe hermosa, pensó Antonio.

—Hola, hombre, Antonio, perdona la tardanza, pero es que hemos tenido una mañana de abrigo.

—Ah, hola. No importa, no te preocupes.

—Qué mañanita —resopló el inspector García dejándose caer en la silla—. No veas, tú. Ha habido un desalojo en la Montaña del Fraile. Unos gitanos. Los cabrones habían llamado a toda la parentela. Lo menos había 300 gitanos. Han armado un cisco de la hostia. ¿No te has enterado? Ha sido ahí mismo, en la Montaña del Fraile… Sí, hombre, el barrio ese que hay ahí detrás, te metes por la calle Carranca y al llegar al depósito de agua… ¿Sabes cuál es la calle Carranca? Mira, vas por la alameda todo derecho, llegas al mercado, tuerces por la primera a la derecha y después…

—Déjalo, Luis, me da lo mismo.

—Pero si es muy fácil. Mira…

El marido de la chica estaba sentado frente a ella. Porque tenía que ser el marido. Calvo, alto, barrigón, los ojos grises. Derrumbados restos de una belleza que no había resistido la proximidad de los cuarenta años. Gesto helado y expresión de mala leche. Desde que habían llegado, la chica y él no habían intercambiado una palabra.

—Y ahí, justo detrás de las antiguas cocheras que están detrás del depósito de agua, justo ahí, es la Montaña del Fraile. No pareces de la ciudad, macho.

—No soy de la ciudad.

—Verónica, quítate de ahí… ¿No ves que si abren la puerta te van a dar en la carita? —dijo la chica.

El inspector García se volvió a mirarla ostentosamente, apoyando un codo sobre el respaldo de la silla.

—Está buena la tía, ¿eh? —dijo después, guiñando un ojo a Antonio.

—Está.

García estudió a los vecinos de mesa con gesto profesional, frunciendo las cejas, como el pintor que calibra el encuadre de una naturaleza muerta.

—Unos pelanas —concluyó tras su rápido examen—. De vida irregular. Rojillos. De los que van a manifestaciones de vez en cuando. Unos muertos de hambre. A la tía le debe de gustar follar. No hay más que verla. Todas éstas son iguales. Seguro que es fácil.

—Si tú lo dices.

El marido, porque tenía que ser el marido, vestía todavía los pantalones vaqueros de la primera juventud. Rozados, desteñidos, reventados. Abrochados penosamente bajo la tripa enorme, la barriga invasora de los malos tiempos. Esa lorza de carne temblorosa era la condecoración de su fracaso. Eso y la boca seca, eso y su mutismo. Ni siquiera hablaba con los niños.

—¡Verónica, Aitor! Vais a conseguir que me enfade, ¿eh?

Y ella derramando su pelo deslumbrante y quejándose de sus hijos aunque en realidad querría quejarse de otras cosas.

—Para mí de primero pisto. Y luego quiero huevos fritos con morcilla y patatas fritas. Muchas patatas fritas, Manolo.

García comía como un energúmeno. A Antonio, que era de natural frugal, le repugnaba un poco esa voracidad, esa glotonería del inspector, su ruidosa ensalivación, el lustre grasiento con que se embadurnaba la barbilla.

—Yo quiero una ensalada y merluza a la romana.

—Es congelada.

—Qué se le va a hacer.

La chica, sin embargo, almorzaba como un pajarito. Más que comer desperdigaba la comida por el plato, como una niña.

—Bueno, venga, Antonio, larga ya de una vez. ¿Qué tal ha ido la cosa?

—¿Qué cosa?

—Joder, no te hagas el tonto conmigo, macho… ¿Te has follado a la aviadora, o no?

—Julia. Ésta se llamaba Julia.

—Bueno, como se llame. ¿Está buena?

Antonio sonrió. Julia morena, Julia de risa blanca y carne tensa.

—Sí, sí. Estaba muy bien.

—¿Estaba? ¿Ya te la has quitado de encima?

—Le puso una conferencia a su marido. Le dijo que quería dejarle y que se venía a vivir conmigo.

—Jo, macho, eres la leche…

Lo mejor del inspector era esto, su admiración y su envidia. No era mal tipo García, después de todo. Era capaz de envidiar sanamente, sin ocultar su despecho. Cuanto más irritado y embelesado se mostraba el inspector, más orgulloso y excitado se sentía Antonio. En cierto sentido era como volver a poseerlas otra vez.

—Qué le harías tú, so golfo… Le diste un buen galope y se quedó loquita, ¿eh?

—Pero qué bruto eres, Luis. No se trata sólo de follar. A las mujeres les tienes que dar dulzura, y mimos, y atenciones. Hay que tratarlas como si fueran reinas. Son unas románticas, las mujeres.

—Quita, quita, déjate de tonterías. Donde esté un buen polvo que se quiten las florituras. Eso es lo que les gusta a las mujeres, un buen macho, que te lo digo yo, Antonio, que te lo digo yo.

A lo mejor hasta tenía razón. García era bruto, pero sensato. La chica de enfrente, la de la cabellera de fuego, necesitaba un macho, se le notaba. Un macho para gemir, y cómo gemiría ella, con esa boca tan carnosa. Un macho para deshacerse, para acariciarle con el suave plumón de su pelo, para envolverle en su melena mineral, para atraparle en el laberinto de sus cabellos, para estrangularle con la hermosa y letal maraña de sus rizos. Antonio se estremeció.

—¡Pero hombre, ¿en qué estás pensando?! Que digo que entonces a la Celia esa te la tiraste.

—Julia. Sí, claro.

—Jo, eres la leche. Cuenta, cuenta, ¿cómo es la tía?

—Ya te he dicho que está muy bien.

—Sí, sí, pero con más detalle, hombre, con más detalle. ¿Es alta, es baja, cómo anda de carnes, es muy tetuda, es…?

—Es como… Tan alta como yo, sin zapatos. Siempre llevaba tacones altos. Es toda una señora, sabes, muy elegante. El pecho pequeño y la cintura pequeña y las caderas grandes y un culo, bueno, el culo es de campeonato, respingón, redondito, una maravilla.

—Son las que más me gustan a mí, sabes, las de culos en pompa —comentó García melancólicamente.

—Y la piel tostada y suave… Estas mujeres se cuidan mucho, se conservan muy bien.

—Y qué, ¿es de las fogosas? ¿De las que se mueven y dicen cosas? ¿De las guarronas? A mí las que más me gustan son las guarronas.

—La primera vez se quedó muy quieta. Pero después, bueno… De todo. No veas. Hacía de todo. Putísima. Como un volcán.

Como un náufrago de sed insaciable. Como un pozo sin fondo en el que uno podía caerse. Como un abismo. Como un vampiro. Gorgona de cabellera asfixiante. La chica de la mesa de enfrente encendió un cigarrillo.

—Oye, Antonio, y dime, ¿te la chupó?

La chica fumaba del mismo modo que se aventaba los rizos, con artificiosa naturalidad. Era tan bella que no necesitaba mirar alrededor para saberse observada. Se interpretaba a sí misma sin dignarse a contemplar a los espectadores, consciente de que no podía por menos de ser el centro de atención allí donde estuviese.

—Eres la leche, macho, cómo te lo montas. Es que así, soltero como tú, es más fácil. Si tú tuvieras a la parienta y a los niños en casa ya verías… —se encelaba García.

—Verónica, ven aquí, mi vida, que nos vamos a ir.

Y mientras tanto su marido, porque tenía que ser su marido, revisaba la magra cuenta, resumaba las cifras, verificaba los precios con la carta, torcía el gesto al desplegar los sobados billetes y los colocaba sobre el platillo uno a uno, lentamente, alisando los bordes, como despidiéndose amorosamente de ellos.

—Pero tú ten cuidado, macho, que un día te vas a meter en un buen lío. Los pilotos estos son casi todos militares, van armados. Un día te va a pillar un marido y te va a meter dos tiros.

Siempre era igual. Todas las comidas quincenales transcurrían del mismo modo, con la avidez de García, con sus preguntas y comentarios obscenos, y después, ya al finalizar, el bilioso aviso de que todo placer tiene su riesgo.

—O si no, imagínate que un día te denuncia alguna pájara. Figúrate.

La chica se puso en pie. Alpargatas, un capazo de paja, ropa barata. Y esa manera de mover las manos, como reclamando un destino de brillantes para ellas. Era demasiado hermosa y demasiado fácil. Ahí estaba, erguida, luciendo el cuerpo, llenando el aire con su urgencia. Era una mujer desdichada y Antonio sabía mucho de mujeres desdichadas. Bastaría con ponerle una mano en el hombro, bastaría con mirarla como necesitaba ser mirada. Pero era demasiado fácil. Hermosa y triste y pobre. Olería a aceitoso pachulí comprado en puesto callejero.

O a desodorante de supermercado, oferta de la semana. O a colonia de limón a granel, un litro en botellón de plástico. Antonio prefería sus mujeres de lujo, prefería hurgar en la insatisfacción de aquellas que parecían poseerlo todo, de aquellas que deberían estar plenamente satisfechas.

—Tú calcula: falsa identidad y además estupro. Porque te podrían colgar un estupro, que los abogados son muy hábiles. Te puede caer una buena, Antonio. Algún día te vas a alegrar de tenerme como amigo. Algún día vas a tener que echar mano de tu compadre el policía, y si no al tiempo.

La mujer se detuvo un momento en la puerta, agitó el pelo, suspiró. El hombre había salido ya, sin esperar a nadie. Ella empujó a sus niños suavemente, como un pastor que guía sus ovejas, y luego desapareció. A pesar de todo dejó tras de sí el pequeño silencio de su ausencia.

—Acabarás por tener que pedirme ayuda, que te lo digo yo…

Y Antonio pensó que sí, que quizá el inspector García pudiera serle útil algún día.