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Siempre reservaba el asiento, a ser posible ventanilla y en dirección a la máquina, porque aunque el tren nunca iba lleno no podía evitar un miedo irracional a que le dejaran sin lugar. Frente a ella estaban dos monjas jovencitas de cejas rectas e hirsutas que parecían gemelas y a las que sonrió amablemente. Junto a la puerta, un viejo de nariz amoratada tosía de vez en cuando de modo apocalíptico y luego escudriñaba atentamente en su pañuelo el matiz de los esputos producidos. El resto del compartimento estaba vacío, afortunadamente: ni niños llorosos ni adolescentes groseros comechicles. Estaba de suerte.
La locomotora retembló y se puso en marcha; Antonia se apresuró a santiguarse ante la beneplácita y cómplice mirada de las monjas. Buena falta le hacía la ayuda del Supremo. No para ahuyentar calamidades, no para conjurar descarrilamientos, sino para combatir el tedio. Siete horas. Tenía siete horas por delante, un largo trayecto que conocía de memoria. Llevaba más de veinte años haciendo una vez al mes el mismo viaje hasta su pueblo natal, traqueteo de ida y vuelta aburridísimo y, en medio, la oscura casa de su infancia, en la que su madre cada vez parecía más perdida, más pequeña. Suspiró vigorosamente para liberar su esófago de ese extraño ahogo que de vez en cuando sufría, «como si tuviera una piedra en el pecho, mismamente», le había explicado al doctor Gómez. En el transcurso de esos veinte años Antonia había ido viendo crecer el país al otro lado de las ventanillas, había visto cómo se construían las fábricas de piensos en la llanura, cómo las ciudades se agrandaban con la monotonía de hormigón de su barrios periféricos, cómo envejecían y se desconchaban los apeaderos, cómo la niña pequeña del jefe de estación de Zuriarte se convertía en un pimpollo casadero.
Alenda, Castillo de Noria, Castrolar, Medinavieja. Las estaciones se sucedían en su orden sabido e inmutable. Las monjas rezaban el rosario en silencio y el viejo gargarizaba flemas mansamente. Seis horas. Quedaban seis horas todavía. Imaginó su llegada a Malgorta: la pequeña estación atardecida, las viejas calles de su niñez, el pueblo cada día más vacío, la fuente de la plaza en la que Antonio solía botar barcos de corcho y que ahora estaba sin agua y con malas hierbas rompiendo el pedernal. Parecía mentira que unos hierbajos pudieran rajar la dura piedra. Un poco más allá, a la vuelta del Ayuntamiento, estaba su casa. Cuadrada y gris y fea. Era la más grande de todo Malgorta. Ya era demasiado grande incluso en los buenos tiempos, cuando tenían sirvientes y animales. Ahora, con madre viviendo sola, la casa había crecido y se había vuelto salvaje. Antonia ya no se atrevía a entrar en los dos pisos superiores, no se atrevía a abrir las puertas de las habitaciones insurrectas. A saber qué habría allí, después de tantos años de desuso. Madre vivía y dormía en la cocina, que era tan amplia como un salón de baile. Y cuando Antonia la visitaba, ponían una cama en el cuartito de los aperos de labranza, anejo a los establos. Allí dormía Antonia sin dormir, contemplando los gruesos clavos de la pared, como muñones oxidados, de los que antes colgaban los cabezales de las mulas. Allí se desvelaba escuchando los ruidos de los pisos superiores, sonoros retortijones de casa abandonada. Y desde allí oía los murmullos, las letanías, los bisbiseos de madre, que hablaba en sueños. Porque madre estaba un poco loca. O a lo mejor era que vivía ya en ese otro mundo de los viejos y los ciegos. A veces, mientras comían en silencio en la mesa enorme de familia grande, a su madre le lloraban los ojos miopes por sí solos, y derramaba gruesos lagrimones sobre los huevos fritos o las lentejas, sin que la vieja se apercibiera de su propio llanto. A veces hablaba de su marido como si aún viviese, con el mismo miedo de antes en el sigilo de su voz.
—Padre ha muerto, madre —le decía Antonia entonces.
—Calla, calla, que te va a oír.
Antonia sentía de vez en cuando remordimientos por tener a madre allá, sola y tan lejos. Pero luego pensaba que fue precisamente su madre la que insistió en que se fuera, cuando padre murió después de arruinar el patrimonio en las fulanas; ella era entonces una moza ya crecida que aún no había tenido pretendiente. «Vete, Toña», decía madre, «vete con tu hermano a la capital, que allí verás el mundo, conocerás más hombres y serás más feliz que en este pueblo». Porque su madre era de la ciudad y se había establecido en Malgorta tras la boda, y siempre odió esa localidad reseca en la que fue infeliz.
—Altarbe cinco minutos… Altarbe, cinco minutos de parada.
De repente el sofoco, la piedra, el ahogo, le trepó a Antonia pecho arriba y se le atrancó en la garganta, impidiéndola respirar. Se levantó de un salto, se abalanzó sobre la ventanilla, la abrió. El vagón estaba refrigerado y el calor exterior entró como un latigazo, sucio y pegajoso, con ese olor descompuesto a aceite pesado que poseen las estaciones. Acodada en la ventana, Antonia boqueó durante unos segundos, sin que el aire la alimentase, mareada. Cuando se repuso un poco volvió el rostro: sus compañeros la miraban con gesto reprobador y digno.
—Disculpen… —dijo Antonia cerrando el cristal.
Se sentó de nuevo, avergonzada. «Tengo que tomarme las pastillas», pensó. Pero los sedantes estaban dentro del neceser, y el neceser estaba bien cerrado y colocado en la rejilla, y no se atrevía a armar tanto revuelo, y además ya se sentía un poquito mejor.
El tren arrancó y un nuevo pasajero entró en el compartimento. Era un muchacho muy joven, de ojos crudos y aspecto extranjero. Pantalón corto, camiseta sin mangas y unos pies enormes embutidos en playeras. A su espalda llevaba una voluminosa mochila anaranjada que se apresuró a descargar con un bufido.
—Buanas tardis.
Dijo el chico, atentamente. Era flaco y muy rubio y el sol había pintado su piel de un rojo doloroso. Se sentó junto a Antonia, sacó un libro en lengua extraña y se puso a leer. Olía a sudor fresco y joven y a Nivea.
Torrera, Valviciosa, Almena del Río. Los pueblos pasaban rápidamente al otro lado de la ventanilla con un trepidar acompasado. Las monjas leían ahora unos libros de oraciones idénticos, pasando las páginas al mismo tiempo, como si lo tuvieran ensayado. El viejo dormitaba boquiabierto y ruidoso. El alemán (todos los extranjeros rubios eran alemanes para Antonia) despedía un calor de estufa portátil, de epidermis torrefacta. Antonia le miró a hurtadillas. El pecho lampiño y estrecho, sin acabar de hacer; los brazos desmesurados y huesudos, como si tuvieran más de un codo. Pero las piernas parecían de otro hombre, largas, robustas, tan desnudas como un pecado. Los pantalones cortos eran de verdad muy cortos y dejaban ver la musculosa curva de los muslos, cubierta por una pelusa de oro deliciosa. Antonia recordó los pelos negros que ensombrecían las gruesas muñecas de Damián y la boca se le quedó seca y sintió como unas repentinas ganas de orinar.
Eso de mirar las piernas de los chicos no debía ser nada bueno, así es que Antonia suspiró y retiró la vista con esfuerzo. La ventana se deslizó sin detenerse sobre el apeadero de Horrillos y los ojos de Antonia cayeron de nuevo sobre las tibias carnes alemanas. El chico balanceaba un pie en el aire y el muslo se le movía todo, duro y elástico. Tan cerca. Sería tan fácil extender la mano, rozar el calor de esas piernas, tocar su piel dorada como el pan. Antonia se agarró con fuerza a los brazos de su asiento, porque los dedos le hormigueaban de hambre. «Estoy loca, yo es que estoy loca», se dijo, alarmadísima, e intentó concentrarse en el monótono traqueteo del vagón. Pasaron Valbierzo y su nueva pestilencia a industria química. Dejaron atrás Corrullos, el tren giró y algunos rayos de sol tardío cayeron sobre las piernas del muchacho, que se incendiaron en una tonalidad resplandeciente. Estaban atravesando la interminable recta que separa Corrullos de Bernal, y a ambos lados de la vía se extendía la llanura pedregosa. Antonia sabía que quedaba al menos media hora para alcanzar Bernal, y que después vendrían inexorablemente Ruigarbo, y Altañiz, y Santacruz del Campo, y Valones, y Zuriarte, y Saldaña, y Peltre, y al fin Malgorta. Veinte años de ida y vuelta en un trayecto inalterable. Bernal Ruigarbo Altañiz, Santacruz delante de Valones, nada impediría que Saldaña llegara tras Zuriarte, tal era la inmutabilidad de este orden, de esta eternidad ferroviaria. Antonia comenzó a sentirse mal, era de nuevo el mareo, el vértigo, el ahogo. Y, de repente, sucedió: Antonia se olvidó de respirar. Era ridículo, ella siempre había respirado, sabía hacerlo, era capaz de respirar hasta durmiendo. Pero ahora no recordaba la manera, y sus pulmones se secaban en un paralís de desmemoria. El tren volaba, el sol caía y ella se asfixiaba en el olvido de su propia respiración. Al cabo, tras una enormidad de tiempo y de terror, sus pulmones se pusieron de nuevo a funcionar, tan enigmática y autónomamente como se habían parado. Tenía la nuca empapada en sudor frío, aunque la temperatura del compartimento se mantenía agradable.
La máquina redujo velocidad y entró en Bernal resoplando. Antonia miró por la ventanilla, aún atontada: una estación vacía y calurosa; un carrito de niño abandonado en un andén; más allá, por encima de las vallas de uralita, las torres de cemento de un barrio en expansión. Antonia no había estado nunca en Bernal, y esta ciudad era para ella como un decorado de teatro: la costumbre había convertido todo el itinerario en una sucesión de cromos planos, de modo que Valbierzo era sólo los azulejos rotos de la estación, Valones el reloj de marco de madera que colgaba de un poste, y Bernal estos andenes y la punta de las sucias torres de cemento. Pero ahora Bernal adquirió volumen de repente, y Antonia comprendió, por primera vez, que la ciudad se extendía más allá del fragmento que abarcaba la ventana: cientos de calles que nunca había pisado, miles de personas a quienes nunca había visto. Tragó saliva, deslumbrada ante la inmensidad del mundo. ¿Y si me bajara? ¿Y si me quedara aquí? Lo colosal de la ocurrencia le dejó sin aliento. El tren temblaba con resuello hidráulico y los minutos de la parada se consumían rápidamente. ¿Y si me levantara, recogiera el maletín de la rejilla, saliera del compartimento, me bajara del vagón? Qué vértigo, qué desfallecimiento, qué emoción. Llevaba el billete de vuelta, cinco mil pesetas que Antonio le había dado para madre, mil doscientas pesetas suyas, una muda de ropa interior, una blusa de repuesto, un camisón, las pantuflas, un cepillo de dientes, un peine, polvos compactos, las medicinas que le había recetado el médico, una botellita de plástico con colonia, dos pañuelos, las medias de seda de la señora Encarna, un pequeño estuche de cretona con útiles de costura, una rebeca por si acaso hacía frío, un tubo de aspirinas, una estampa del Niño del Remedio, un sobre con tiritas, una revista femenina. ¿Y si me bajara? Ahora era distinto. Ahora las mujeres iban y venían solas a todas partes, y eran médicas, y abogadas, y hasta guardias de la porra. Se imaginó de pie sobre el andén vacío, agarrada al neceser, contemplando como el tren pitaba y se perdía a lo lejos, camino de Malgorta; intentó ir más allá y verse a sí misma saliendo de la estación hacia lo ignoto, pero la escena se desvaneció: era incapaz de imaginar aquello que no conocía. La locomotora silbó, anunciando la salida. Ahora, ahora o nunca, Bernal ahí fuera, esperándola, Bernal inmensa, ciudad fabril, reseca ciudad de la llanura. Ahora, ahora o nunca, pero el vagón crujía y ya empezaba a deslizarse, y Bernal resbalaba lentamente al otro lado de la ventana y sus dimensiones se contraían hasta encerrarse de nuevo en el cromo plano y conocido.
Antonia se recostó sobre el respaldo y suspiró con decepción y alivio. El tren iba adquiriendo velocidad y atravesaba ya las peladas lomas camino de Ruigarbo. El muchacho seguía leyendo con el libro apoyado en la opulencia de sus muslos, el abuelo escupía los bronquios en un acceso de tos, las monjas hacían pasar de nuevo las cuentas del rosario entre sus dedos, y Antonia, entrecerrando los ojos, decidió unirse a ellas en sus rezos y comenzó a musitar para sí misma el tercer misterio doloroso.