14
—Tú no sabes lo que es calor, Bella, calor de verdad, calor… Recuerdo un día en el Sahara… Había 55 grados a la sombra, un infierno, y nos tuvieron a otros dos y a mí haciendo guardia al sol, cinco horas haciendo guardia al sol. El fusil quemaba como la cabeza de una cerilla, se te quedaban los dedos pegados al cañón. Uno de los tipos se desmayó y a mí no me dejaron recogerle. Tirado estaba en el suelo, como un perro, y yo insulté al sargento, y el sargento me dio una paliza que me puso morado, ¿qué te parece? Era un alfeñique el sargento, y me pegaba y yo no podía defenderme porque él era mi superior. Luego aquel animal murió. Le debía haber matado yo, me lo había jurado a mí mismo mientras me pegaba: un día te cortaré el cuello como a un cerdo. Le debía haber matado yo, pero le mataron los moros. Estábamos tomando una posición, era una vaguada. Nosotros avanzábamos por el desierto arrastrándonos, los moros tiraban fuego raso y nosotros caíamos como moscas. Yo cavé un hoyo en la arena con el machete y me acurruqué ahí, y el sargento me dijo, avanza, y yo le dije, avance usted, que es su obligación. Yo sabía que le iban a matar porque llevaba una metralleta con trípode y para levantarse se tenía que apoyar en ella. Y se levantó y le frieron, por hijoputa, le dejaron como un colador, los moros me ahorraron el trabajo…
La voz del Poco sonaba perezosa en el bochorno. Estaba liándose un cigarrillo y ahora ya no se ocultaba de Bella para hacerlo, no parecía importarle que ella viera cómo le trepidaban las manos, cómo sembraba el entorno de retorcidas hebras de tabaco. El tatuaje de «Poco ruido y muchas nueces» se estremecía en su antebrazo. Menéndez solía insinuar que el Poco debía su sobrenombre a su poca hombría y no al tatuaje. Pero esto sólo lo decía cuando el Poco no podía oírle.
—Pues esto no será el Sahara, pero casi… —resopló Bella.
Sacó uno de los cubitos de hielo de su vaso de whisky y se lo pasó por el cuello y por la nuca. Todas las ventanas del club estaban abiertas, pero no circulaba ni una brizna de aire. Era una noche espesa y asfixiante.
—Cuanto te debo, por ese amor de aventurero que me has dado, por tu comedia de cariño calculado, amor amargo disfrasado de pasión… —canturreó Bella desganadamente: le sudaban las manos y se le escurrían las teclas del órgano.
Menéndez estaba tras la barra, engolfado en sus Tres Mosqueteros, y el Desiré se encontraba casi vacío. El Poco había encendido el cigarrillo y se había retirado al guardarropa, de repente, sin mediar palabra, como siempre. Un instante antes se mostraba íntimo y locuaz. Un instante después se transformaba en un extraño, como si fuera poseído por el recuerdo de un secreto horrible. En esos momentos ella dejaba de existir para él, en esos momentos le perdía. Ahora mismo estaba allí, al fondo, hundido en el chiscón, ausente: ni siquiera la miraba, ni siquiera escuchaba su actuación. Qué asqueroso aburrimiento. Bella cortó el bolero a la mitad y apagó el melotrón. Tenía una aguja de flato clavada en las costillas.
—Oh, no se pare, siga usted, señorita animadora, por favor, era una canción muy bonita —exclamó desde un rincón la vieja de la bolsa de acelgas, la que venía todas las noches sola a beberse un moscatel.
—Se me ha roto el aparato, señora, lo siento. Es una cosa del fluido eléctrico. Dentro de un rato tocare más.
Desde el fondo de la barra, Menéndez le lanzó una ojeada furibunda. Bella le sostuvo la mirada y encendió un cigarrillo con deliberada parsimonia, sin moverse del sillín del órgano, retadora. Así le diera un ataque de hígado a Menéndez. Apenas había clientes, no la necesitaba para atender el mostrador. Y además, también ella tenía derecho a descansar un poco.
—Qué pena, válgame Dios —murmuraba la vieja, cabeceando.
Últimamente estaba muy desmejorada, la vieja de las acelgas. Más delgada y apergaminada, y se le movía sola la cabeza, y tenía un color de cara pizarroso. Color de casi muerta, pensó Bella. Cualquier día desaparecerá y ya no vendrá más. O peor, cualquier día se nos quedará frita en el asiento. No sería la primera vez. Un par de años atrás se les había muerto un tipo en el local. Era un viejo, no era cliente, un desconocido. Llegó a primera hora de la tarde, muy mal vestido, y se bebió tres copas de coñac. Con la tercera se durmió, allí, en el sofá corrido del fondo, en el rincón. Cuando fueron a cerrar el Desiré y se acercaron a despertarle estaba tieso. Sacarle la copa entre los dedos fue un triunfo, porque ya se estaba agarrotando.
Era el Poco. Había regresado abruptamente junto a ella, una mueca de oro por sonrisa.
—Escucha, Bella, tengo una sorpresa para ti.
—¿Una sorpresa?
—Me ha escrito mi compadre del Tropicana. Dice que está todo arreglado, ¿qué te parece?
A Bella se le subió el flato al pecho de repente.
—¿De verdad?
El Poco extrajo algo del bolsillo trasero de su pantalón. Era un sobre de color café con leche, con muchos sellos exóticos profusamente estampillados. Sacó la carta y se la tendió a Bella. El papel hacía juego con el sobre y estaba muy arrugado, como si el Poco se hubiera sentado repetidas veces sobre él. En la parte superior tenía el membrete del Tropicana impreso en señoriales letras chocolate:
«Qué gusto saber de ti, cabrón, ni que te hubiera tragado la tierra. Lo vuestro lo arreglo en seguida y Padilla me ha dicho que os hará los contratos. Padilla es el jefazo, no sé si te acuerdas que te dije. Yo vivo como un príncipe y a la Canelita le están creciendo las tetas con esto del Caribe y cada día está más guapa, está tan guapa que me da miedo. A ti esto te puede volver loco de gusto. Nos vamos a hacer los amos del Tropicana, y verás. Antes de un mes te mando los papeles, pero el barco lo tenéis que pagar vosotros. Saluda a Luciano de mi parte y dile que tengo también muchas ganas de verle. Os espero con una botella de ron. Hasta pronto.
Trompeta.
P. D.: La Canelita te manda recuerdos.»
Estaba escrito con letra grande y fácil, en una tinta azul muy clara. En su conjunto la carta le pareció a Bella de lo más fina y elegante, con su papel tostado, su pálida tinta y su membrete. Se la devolvió al Poco.
—Oye, ¿cuánto puede costar el barco hasta allí? —preguntó.
—No sé. Unas 40.000 o 50.000 pesetas.
—¿Tanto?
—Quizá sea menos.
—Habrá que ahorrar —dijo Bella.
Y luego pensó que no, que tardaría meses en sacar ese dinero. Era preferible vender el órgano; en Cuba podría comprarse uno mejor y total el suyo estaba ya muy viejo. Con lo que sobrara de la venta, después de pagar el pasaje, se iba a hacer un par de modelos despampanantes, porque no era cosa de llegar como una pobre. Uno, el de azabache y marabú. Bueno, los azabaches podían ser sintéticos, porque los de verdad costaban un riñón. Pero el marabú tenía que ser auténtico, eso desde luego; total sólo necesitaba un poco, justo para alrededor de las muñecas. El otro traje podía ser de seda, de seda verde brillante. Con un escote profundo en la espalda y una capellina de gasa haciendo juego. Y un broche de esmeraldas, o sea, de bisutería fina, cerrando la capa sobre el pecho. Tendría que comprarse también unos zapatos, zapatos de tafilete color mar. Para el traje de azabache podrían valerle los de charol del año pasado. Bella sintió como si el flato le reventara entre las costillas y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Ay, Poco… —balbució.
Qué tonta. Tan nerviosa y tan emocionada estaba que no hacía más que pensar en los trajes y en los zapatos y en esas bobadas, sin darse cabal cuenta de que se iba. Cuba, Cuba de verdad. Qué ganas de llorar, qué absurdo, y no podía aguantarse, y las lágrimas empezaban a rodar por sus mejillas.
—Ay, Poco, soy tonta…
Cuba, Cuba de verdad, Cuba y el Poco, los dos solos. A lo mejor también venía Vanessa, pero ésa no contaba, era otra cosa. Bella dio un sorbetón. El Poco la miraba, y se le veía contento, y sonreía, con el diente de oro todo al aire. Tenía el Poco ahora esa lumbre en los ojos de cuando le sentía cercano a ella, de cuando era persona conocida y no un extraño.
—Pero no me llores así, mujer…
El Poco extendió la mano y espachurró una de las lágrimas con su pulgar calloso, y Bella se rompió toda por dentro y supo que sí, que estaba enamorada de él, a su edad, a estas alturas de la vida y otra vez así de tonta y entregada. Le empezó a doler la proximidad física del Poco, le dolían sus hombros, su pecho para cobijarse, su cuello, sobre todo su cuello, tibio y fuerte y rincón donde ocultar la cara. Y esa boca reidora de labios finos, labios resecos cubiertos de pequeños pellejos que ella humedecería con su lengua, que me toque, que me abrace, que me deje entrar en él a través de su boca y lamer la cascarilla de sus labios.
Entonces el Poco se apagó todo, y dejó de sonreír, y se replegó sobre sí mismo. Y dio media vuelta y se alejó.
—Hola, Bella.
—Ah. Hola.
Era Antonio. A Antonio le había querido así, con ese hambre. Pero de eso hacía ya treinta años y Bella ni siquiera se acordaba.
—Hoy has venido más pronto que de costumbre —dijo Bella levantándose cansinamente del órgano y dirigiéndose hacia la barra—. ¿Una limonada, como siempre?
(Y el Poco allá al fondo, hundido en sí mismo, inalcanzable.)
—Sí, Bella, gracias. Con mucho hielo, por favor.
Antonio no bebía porque el alcohol dañaba su pituitaria. Además tomaba cortisona todas las primaveras, por si la alergia, y se vacunaba contra los resfriados todos los septiembres: ser hombre nariz era un deber esclavo. Siguió a Bella hasta el mostrador y se sentó en una banqueta, junto a los ramajes de cartón pintado. Olisqueó el ambiente, reconociendo el típico tufillo agrio del Desiré, como a cáscara de naranja descompuesta. Afortunadamente no era una peste lo suficientemente fuerte como para serle insoportable; a decir verdad se había acostumbrado ya a ella, e incluso había desarrollado cierto placer coprófilo por ese aroma putrefacto. El leve hedor del Desiré le sabía vagamente a sexo y a controlado desenfreno. A veces, cuando llegaba al club y se sentaba allí en medio del calor, la noche y la penumbra; a veces, cuando hundía su exquisita nariz en el olor a vicio marchito del local, a Antonio se le excitaban los bajos y gozaba de unas semi-erecciones muy agradables. Se arrellanó en la incómoda banqueta a la espera de su zumo; estaba de buen humor, era uno de esos días en los que se encontraba satisfecho de sí mismo. Empezó a ordenar de modo mecánico el trozo de mostrador que le correspondía. Recogió meticulosamente un fragmento de celofán, una cerilla usada, unos rizos de ceniza, y depositó todo sobre un platillo sucio, que apartó; después colocó el cenicero y el servilletero en perfecta equidistancia de sus codos. Así estaba mejor. Los objetos, solía decir Antonio, poseen su propio lugar en el mundo, y la exactitud engendra calma.
Bella le observaba maniobrar desde el otro lado de la barra. Pero mira que es chinche y maniático, se dijo la mujer una vez más. Y luego pensó que le echaría de menos. No se le había ocurrido antes, pero en Cuba echaría de menos a Antonio. También un poco a Antonia. Y a nadie más. Contempló atentamente el rostro del hombre, como en un intento de almacenar sus rasgos para futuro uso de la nostalgia: sus ojos ojazos verdes, su nariz fina, su boca de besar suave. Y besaba bien, besaba bien incluso cuando era un crío. O a lo mejor es que entonces ella era también tan inexperta que cualquier cosa le parecía un frenesí. Está muy guapo, se dijo. Siempre había sido muy guapo. Lástima que se quedara tan chiquito. Cuando ella tenía trece años y él dieciséis, ella ya le sacaba varios centímetros de envergadura. Ahora que rondaban los dos la cincuentena, Antonio apenas alcanzaba su barbilla. Era bajo, bajo y un poco esmirriado. Pero tan guapo.
—Estás muy guapo, Antonio.
—Vaya, muchas gracias.
Bella se secó el sudor de las sienes con una servilleta de papel. Y el Poco allá al fondo, sin mirarla. Qué guardaría ese hombre dentro que le amargaba de ese modo; qué bicha se le enroscaría en la memoria, haciéndole ser tan desgraciado. Bella había visto otros hombres así, con el mismo peso en la conciencia, y sabía que eso era cosa de un pasado inconfesable, de un dolor muy grande o de una culpa horrenda. Pero el Poco no, el Poco no podía haber hecho nada malo. Ella le ayudaría, ella le sacaría los malos recuerdos como se saca una espina que se ha enterrado en la carne. Ella haría de él otro hombre, o siempre el mismo, y acabaría de una vez con el otro Poco, mataría al Poco muerto y apagado. Ella y él, los dos en Cuba, todo sería distinto. Un mes, un mes tan solo. Dentro de un mes habría dicho adiós al Desiré, en septiembre estaría ya en La Habana, y la vida empezaría de nuevo. Contempló el rostro amigo de Antonio y volvió a sentir ganas de llorar. Soy lo que se dice muy feliz, pensó Bella. Y se aguantó las lágrimas.
—Ho-la, chi-cos…
Vanessa entró en el Desiré con contoneo de matrona. Desde que el Poco la había tomado bajo su tutela, Menéndez no se había atrevido a meterse con ella. Vanessa lo sabía y se movía por el local como un general en territorio conquistado. Estaba resplandeciente, morena de piscinas, con un traje amarillo de punto que marcaba bien la contundencia de sus caderas, la espalda al aire, sandalias doradas a la moda y una tostada cara de niña que los afeites sólo estropeaban en parte.
—Anda, Bella, muñeca, ponme un güisquito…
Trepó a una de las banquetas y cruzó las piernas, luciendo muslo. Lanzó una velada mirada circular sobre el local y se hizo una rápida composición de lugar con eficiencia casi profesional. Antonio debió gustarle, porque se puso en guardia y desplegó todas las baterías seductoras.
—Uf, qué calor —dijo, alzándose el pelo con gesto lánguido, como si el cabello le pesara siete kilos, y mostrando su nuca apelusada color cobre—. Hace una noche pesadíiiiiiisima…
El Poco se despegó de las sombras y se acercó a ellos.
—Hola, niña —saludó, calmoso.
A Bella se le cayó el vaso de whisky de las manos y regó el fregadero de esquirlas de cristal. Vanessa miró al Poco por encima del hombro y arrugó la boca en un mohín despectivo.
—Hola —contestó fríamente.
Se volvió ostentosamente hacia Bella y comenzó a hablar en un tono de voz lo suficientemente alto como para ser oída desde la calle.
—Fíjate, Bella, pues venía andando yo ahora hacia aquí, hacia el Desiré, y entonces unos chicos jóvenes han empezado a ponerse pesadísimos conmigo, que si te vienes a una fiesta, que si patatín, todo eso. Y a mí es que no me gustan nada los chicos jóvenes, pero lo que se dice nada. Ay, son tan aburrrrrrridos, tan tontos, no saben cómo tratar a una mujer verdaderamente mujer, tú ya me entiendes. A mi los que me gustan son los caballeros ya maduros, esos sí que saben de la vi-da…
Dejó el «da» colgando en el aire y pestañeó alentadoramente hacia Antonio.
—Te estaba esperando, niña —dijo el Poco—. Tengo noticias para ti.
—A mí los que me gustan son los hombres como Félix. ¿Conoces a Félix, Bella?
Bella no contestó. Esta niña tonta de trucos antiguos, esta niña gata fingiéndose amiga suya para conquistar, esta niña rata, culigorda, seso frito. Esta niña puta que ni siquiera sabía que lo era. Bella odiaba a las putas que no cobraban. Las otras, las profesionales, le parecían muy decentes.
—Pues Félix es un amigo mío muy buen amigo —prosiguió Vanessa impertérrita—. Todo un señor, un abogado, trabaja arreglando casos de contratos de artistas y todo eso, bueno, un nombre muy interesante, y además un caballero, ¿eh?, que no ha habido nada nunca entre nosotros ni lo habrá… Pero como está metido en el mundo del espectáculo, pues me comprende, porque la gente no nos entiende a los artistas, ¿sabes?…
Dio un chupito al vaso, se lamió los labios y volvió a recogerse los cabellos. Antonio carraspeó, herido por los destellos de esa nuca de oro, por la suave desnudez de esas axilas depiladas. Aspiró un trago de aire fermentado y sintió cómo se le desperezaba y desenroscaba la entrepierna, como iba creciendo en una lenta hinchazón, tan grata y perezosa como esas erecciones casuales que a veces brotan bajo el sol y la indolencia. Sonrió a Vanessa y luego tuvo un momento de duda: las sonrisas de ligue las cargaba el diablo, salían siempre cuajadas de promesas que después uno, a veces, no podía o no quería cumplir. Pero en esta ocasión a Antonio le halagaba el ser el elegido de la muchacha, y sintió la tentación irrefrenable de humillar al oponente masculino de la caza, a ese viejo tatuado impertinente. De modo que sonrió de nuevo.
—Escucha, niña… —insistía el Poco suavemente—. Tengo que hablar contigo. Tengo una sorpresa para ti.
—Ay, Poco, déjame en paz, ¿no ves que estoy hablando?
Desde que Vanessa había llegado al convencimiento de que gustaba al Poco, había dejado de tenerle miedo. En realidad el pobre viejo era un don nadie, un pelanas verdadero. El desconocido del taburete vecino era otra cosa: tan elegante con su traje crema y su corbata, tan señor. Contestó a la sonrisa de Antonio mordiéndose los labios, en un mohín que consideraba infalible.
—¿De modo que eres artista? —picó el hombre.
—¿Quién, yo? Ah, sí. Canto y bailo. Gané un concurso en la radio hace dos años. Pero a mí lo que de verdad me gusta es el cine, ¿sabes?
Bella les contemplaba desde la atalaya del mostrador. Tras una barra se aprende mucho, se ven las cosas muy distintas, se ven como por dentro, como si se tuviera rayos X. Y estaban tan ridículos, tan tontos y ridículos. Oh, sí, tengo sólo dieciocho años, pero ya he vivido mucho, sabes, y te puedo asegurar que es muy difícil para una chica como yo, que, osea, bueno, que no está físicamente mal (mohín), tú no sólo no estás mal sino que además eres muy guapa tú lo sabes, ay, qué cosas dices, hombre, gracias, pues eso, que es muy difícil para una chica como yo, que quiere ser artista, defenderse en este mundo, tú ya sabes a lo que me refiero, a veces me siento muy muy sola (parpadeo), pero tú estás sola porque quieres, ay, chico, qué galante…
Bella miró al Poco: permanecía acodado en el mostrador y mordisqueaba en silencio su colilla, imperturbable. No, imperturbable no: tenía un gesto raro, de burla, de risa, de ironía. Una expresión de saber mucho. No le importa. No le importa nada, se dijo Bella. No le importaba ni Vanessa como mujer ni nada de esto. El conoce mucho más mundo, es más sabio que todos nosotros, es otra cosa.
Estaba Vanessa preguntándole a Antonio sobre su profesión y su persona cuando éste se puso en pie inopinadamente, sin contestar, cortando en seco el entusiasmo de la chica.
Me tengo que ir, Vanessa —dijo—. Ya nos veremos por aquí otra noche. Cóbrame la consumición de la chica, Bella. Adiós a todos.
Y desapareció rápidamente, como huyendo. Vanessa tardó en cerrar la boca, abierta de par en par del estupor, de la vergüenza ante el desaire. Masticó un hielo de su vaso con indignada concentración y luego se levantó a su vez.
—Me voy.
—Espera, niña —dijo el Poco—. Ha escrito mi amigo del Tropicana, la cosa va bien, nos mandará los contratos, mira… —y sacó de nuevo la carta color caramelo.
—¿Ah, sí? —exclamó la chica, y toda la cara se le arrugó de ira—. ¿Pues sabes lo que te digo? Que me da igual. Me da igual que hayan escrito de la Tropical esa. Yo no quiero ser cantante de boleros ni quiero ir a pudrirme a un cabaret de mala muerte. Yo quiero ser estrella y de irme a algún lado me iré a Jolibud. Vosotros estáis acabados y la Tropical puede ser buena para vosotros, pero yo estoy empezando y quiero más, ¿entiendes? ¡Quiero mucho más! Y además no te soporto, no te aguanto, no quiero ir contigo a ningún sitio.
Se fue sin esperar contestación, ciega de furia, tropezando con los escalones de la entrada. Menéndez les miró con maligna complacencia:
—Ya os advertí que esa chica era una furcia.
Bella se mordió los labios: odiaba a Menéndez más que nunca.
—Pero qué se habrá creído esa imbécil… —barbotó, indignada.
El Poco sonrió calmosamente:
—Lo que pasa es que es muy niña —dijo en voz baja, casi con dulzura—. Es muy niña. Yo la entiendo.
Retumbó un trueno sobre sus cabezas y el bochorno reventó en lluvias.
—Al fin —exclamó Menéndez con alivio.
—Un cabaret de mala muerte… —murmuraba el Poco, sonriendo.
Por las ventanas abiertas se oía el apretado repiqueteo de las gotas y entró una vaharada a basura húmeda. Una cucaracha rubia y gruesa atravesó el mostrador pataleando torpemente, atontada quizá por la tormenta. Iba ya a desaparecer por una esquina cuando el Poco la apresó con delicadeza entre el pulgar y el índice. La contempló durante un rato, mientras el insecto agitaba frenéticamente su lustroso cuerpo. Después, sin hacer un solo gesto, el Poco espachurró la cucaracha entre sus dedo.