7

Antonio golpeó impacientemente el vaso con el rabo del cuchillo:

—¿Qué pasa con la comida? —gritó hacia los interiores de la casa.

Las persianas estaban echadas pero el calor era insoportable: se pegaba al cogote, a las espaldas, a las sienes, con una consistencia casi física; se pegaba incluso a los pensamientos, llenando la cabeza de bochorno y de pereza. «Esta casa es un horno», masculló Antonio mientras se remangaba la camisa en dobleces cuidadosos, hasta conseguir que ambas mangas estuviesen a idéntica altura. Estaba de muy mal humor, taciturno y virulento, como cada vez que visitaba a su hermana; no sabía bien por qué, pero esta casa poseía la virtud de crisparle los nervios. Era un lugar en el que siempre había una temperatura inadecuada, demasiado fría en los inviernos, tórrida en verano. Además Antonio consideraba que tanto los muebles como su propia hermana eran de un sólido mal gusto, de una vulgaridad que hería su sensibilidad, del mismo modo que su pituitaria se resentía con el leve tufillo que desprendían las paredes, un olor residual a coliflor hervida y a lejía, una fina y persistente pestilencia que Antonio catalogaba dentro de la categoría de «olores siniestros», que eran aquellos que poseían la cualidad de deprimirle de modo instantáneo. Y el olor de la casa de su hermana le hundía sin duda en la miseria. Respiró hondo, se tragó un buche de aire rancio e intentó relajarse y hacer acopio de paciencia. A fin de cuentas, Antonia era su hermana, y aunque fuera gorda, estúpida e irritante, era su única familia. Además él tenía cuatro años más que ella, y como hermano mayor se sentía obligado a protegerla, no sólo pasándole cierta suma de dinero al mes, sino también vigilándola de cerca, porque Antonia, como toda mujer sola, necesitaba del cuidado del varón.

—¡Esa comidaaaaaaaa! —bramó de nuevo sin recibir respuesta.

La verdad es que Antonia es un desastre, se dijo con desaliento. Ni siquiera era capaz de sacar adelante sus tontas rutinas domésticas, que era lo único que se exigía de ella. Oh, sí, ponía siempre muy buena voluntad, y, naturalmente, le lavaba, cosía y planchaba toda la ropa. Pero los botones se caían o aparecían prendidos en lugares imposibles que no había modo de hacer casar con los ojales; le había quemado ya dos camisas, una de ellas apenas estrenada, y otras dos estaban desteñidas; y respecto a las comidas, sus platos sabían todos igual los unos a los otros, hermanados en la misma insipidez.

—Y por si fuera poco —dijo en voz alta dirigiéndose a Antonia, que entraba en ese momento con el gazpacho—. Por si fuera poco eres incapaz de servir un almuerzo en hora.

Ella le miró, desconcertada: «Es que como no me habías dicho que venías…» Antonio agitó el aire con su mano derecha, restándole importancia al asunto. Lo peor es que después le daba pena, ella le miraba bovina y fiel y él se pudría de compasión. Con Antonia siempre se sentía enfermo, ahogado de ira o de culpabilidad y siempre enfermo.

—Lo acabo de hacer. Revuélvelo, que le he echado hielos para que esté fresquito.

—Está bien.

Antonio desplegó el periódico procurando serenarse y sorbió el soso gazpacho mientras leía las noticias. Su hermana se sentó frente a él, al otro lado de la mesa, contemplándole en silencio. Con la yema del dedo índice apresaba miguitas diminutas de encima del hule y las agrupaba en un montón; después, con un suspiro, desparramaba la pequeña montaña y comenzaba de nuevo. Al sexto suspiro Antonio levantó la cabeza:

—¿Tú no piensas comer, o qué? —preguntó, aunque conocía la respuesta.

—No, no, yo ya comeré luego, cuando termines.

Antonio frunció el ceño con disgusto y retiró el plato de gazpacho. Su hermana lo recogió y corrió hacia la cocina a hacerle la tortilla, para que estuviera caliente y recientita. Antonio se desesperaba con el abyecto espíritu de sacrificio de su hermana, con ese no comer para servirle, con su falta de cuajo, de existencia. Cuanto más solícita era ella, más la odiaba él. No, odiarla no, se enmendó Antonio estremeciéndose, él la quería fraternalmente, como se quiere a una hermana un poco tonta, como se quiere a una hermana que por desgracia es absolutamente imbécil.

—La tortilla. Bien hecha, como a ti te gusta —canturreó Antonia triunfalmente.

Parecía mentira que fuesen hermanos, siendo tan distintos como eran. Claro que él se parecía a padre, que fue todo un carácter, lo que se dice un hombre. Un hombre que sólo se equivocó al final, cuando dilapidó sus riquezas de cacique con las putas, cosa que, al fin y al cabo, era un defecto comprensible y varonil. Antonia, en cambio, se parecía a madre, a esa anciana que ahora apestaba a muerte y a orines y a la que él era incapaz de soportar, limitándose a enviarle 5.000 pesetas de vez en cuando a través de las visitas mensuales que le hacía su hermana. Miró de reojo a Antonia, que seguía sumida en su interminable acarrear de migas, y pensó una vez más en el curioso error genético que les había conformado.

Porque la débil Antonia poseía la densa carnadura de su padre, y él, por el contrario, había heredado la enfermiza fragilidad materna, hasta el punto de que creyeron que el primogénito no iba a sobrevivir por mucho tiempo y bautizaron también a la niña con el nombre del patriarca, en un afán de perpetuarlo. Claro que, a cambio de la menudencia corporal, Antonio poseía también la antigua belleza de la madre: pómulos altos y extranjeros, los ojos de un verde triste, una boca de labio firme y diente sano. Ésa fue la única salud materna, la dental. Su sonrisa blanquísima y pareja. Al principio, cuando él era muy chico, y permanecía en la cama empapado de sudor, y la fiebre hacía bailar sombras en el cuarto; al principio, madre entraba de puntillas, y le acariciaba la frente, y luego se acercaba a la ventana y entornaba un poco más los postigos; y allí, entonces, en la penumbra, con una esquina de sol sobre la cara, el pelo negro, larga de esqueleto, delicada, allí estaba bellísima; se quedaba largo rato así, muy quieta, como una ilustración del libro de historia sagrada de la escuela, tan hermosa que daban ganas de morirse. Pero eso era al principio, cuando él era verdaderamente muy pequeño; después madre empezó a deshacerse muy deprisa, y todo se le marchitó, menos los dientes. Antonio sintió un vértigo y un sabor a vómito en la boca: debe ser una bajada de tensión, debe ser el calor, la mala calidad de la comida.

Rechazó el postre y advirtió a Antonia que no se iba a echar la siesta porque quería trabajar. A su hermana se le redondeó la boca, como si fuera a decir «oh», pero no produjo ningún ruido y se limitó a recoger la mesa y desaparecer en la cocina, en donde Antonio la oía trastear, preparándose sin duda sus comistrajos a destiempo. Dobló el hule, porque odiaba su tacto tibio y viscoso, y preparó sus útiles sobre el viejo tablero de madera: la pluma a la derecha, perpendicular al borde de la mesa; a la izquierda, el taco de las cartulinas que usaba para su archivo personal, que eran de tamaño mediano y finamente rayadas; ante él, justo en el centro, una sola ficha, en la que escribiría. Comprobó que todo estaba bien dispuesto y desenroscó el capuchón de la antigua estilográfica, a la que prefería con conservador empeño frente a toda la galaxia de novedosos útiles de escritorio, bolígrafos, plumones y rotuladores de sospechosa punta viva.

—Julia —musitó para entrar en ambiente, a la búsqueda de inspiración—, Julia, Julia, Julia…

Qué placer, el de la melancolía. Comenzó a escribir en la parte superior de la cartulina con letra avara, microscópica: «Julia Torres de Urbieta. 2754475. Pelayo 27. Del 28 de mayo al 3 de junio de 1982. Nombre utilizado, Félix Montoya. Tan tenaz como el aroma a piel de Rusia.» Se detuvo, disfrutando del recuerdo. Julia le había gustado desde el primer momento. No sucedía así con todas, por desgracia, e incluso hubo algunas tan carentes de atractivo que Antonio había fingido ser el amigo del marido hasta el final, escapando al cuarto de hora escaso tras dejar en manos de la esposa el hipotético regalo: un juego barato y vulgar de lápiz y bolígrafo que el cónyuge contemplaría a su regreso con indudable estupefacción. Pero Julia sí. Julia poseía un olor seco a esencia de abedul, un olor acuerado que casaba a la perfección con su físico de morena trepidante. Y tan elegante. «Julia es ardiente y profunda», escribió Antonio en la ficha. Le había recibido amable pero distante. Ésas eran las que más le gustaban, las que se mostraban un poco desdeñosas, como alardeando de su pertenencia a una clase social superior. Le había hecho pasar a un salón muy bien dispuesto, al que llegaban los gritos y las risas de unos niños, perdidos al fondo de la casa. Comenzaron la charla del modo habitual, como comenzaban todas, pero Antonio estaba tan entusiasmado con Julia que entró en materia sin dilación. «¿De modo que usted es amigo de mi marido?», estaba diciendo ella cortésmente, y él contestó que no, que no le conocía, que no le había visto en su vida, no se asuste usted, señora, por favor, no puede temer nada de mí, soy su más rendido adorador, su esclavo, su siervo, su bufón, y Julia parpadeaba transida y temerosa, y se levantaba, como casi todas, para acercarse al abrigo de la puerta, Julia, Julia, sé que no he debido hacerlo, que no debía haber venido, pero hace mucho tiempo que la amo en silencio, que la contemplo cuando baja a la compra, cuando entra, cuando sale, cuando ríe, cuando tose, tiene usted una gracia única, especial, que la diferencia de todas las mujeres. Llegados a este punto, Antonio solía levantarse, cabizbajo, como avergonzado, musitando disculpas: sé que estoy haciendo el ridículo, sí, y lo que es peor, sé que estoy entrometiéndome en su vida, dándole a usted un susto o por lo menos molestándole sin ningún derecho. Perdóneme. Ya me voy. Pero quisiera explicarle, para que no me desprecie demasiado, que mi vida ha sido últimamente un tormento, que su sola cercanía, porque yo vivo en el portal de enfrente, que su sola cercanía inalcanzable es una tortura para mí. Discúlpeme si al enterarme de que su marido era piloto de aviación y que en estos días había partido de viaje, discúlpeme, digo, si al saber que usted estaba sola he cometido el desatino de venir a verla, para decirle que la amo, que la quiero, que no puedo vivir más tiempo en este suplicio y que mañana mismo me mudaré de casa e intentaré olvidarla. No volverá a saber de mí. Disculpe a este pobre loco. Discúlpame, mi amor.

Ése era el momento más peliagudo, de modo que Antonio solía reforzarlo con algún detalle virtuoso: pasarse una mano por la cara como quien tiene un vahído, o soltar una digna y triste lágrima. Entonces se dirigía con aire decidido hacia la puerta, la abría, salía al descansillo… y se marchaba, si la señora de la casa no había hecho ademán de retenerle. Solían hacerlo, las cosas como son. Solían pararle, ruborosas, confundidas, justo en el último momento. Antonio sabía que había pocas mujeres capaces de resistirse ante el halagador descubrimiento de un enamorado repentino, ante la posibilidad de vivir una aventura pasional, aunque algunas fueran muy decentes y quisieran permanecer en lo platónico. Lo que les pierde a las mujeres es su romanticismo, se dijo, sobre todo tratándose de hembras como ellas, esposas de pilotos que pasaban demasiado tiempo fuera, señoras acomodadas de media edad sin otra profesión que la de amas de casa, mujeres insatisfechas que se aburrían en la soledad de sus pisos y de su matrimonio. La selección de la lista estaba perfectamente hecha: casi todas caían, temblorosas, suspirantes. Mujeres de lujo en sus casas de lujo. Señoritingas orgullosas, envueltas en ropas de seda y pañuelos de firma, bañadas en los perfumes transatlánticos y esencias libres de impuestos que les traían los maridos. Creyéndose las reinas del mundo y sin embargo desgraciadas. Desdeñosas al principio, como Julia, y luego derrotadas, rendidas a sus pies, con todo su dinero, su estatus, sus casas ostentosas atiborradas de ceniceros de plata y de mal gusto.

Antonia regresó de la cocina y se sentó frente a él. Antonio se removió en la silla, incomodado. La presencia de su hermana le desconcentraba en su trabajo.

Julia le había detenido justo cuando él ya tenía la mano en el pestillo de la puerta: pero espere, hombre, comprenderá usted que todo esto es una locura… Volvieron a la sala, y en el modo en que Julia le miraba (sopesando el verdor de sus ojos, calculando sus carnes, advirtiendo la delicadeza de sus manos), comprendió que la batalla ya estaba decidida y que él no le era indiferente. Aquella tarde hablaron tumultuosamente durante un par de horas: cuando Julia le confió que a los diez años le robaba el chocolate a su hermanita, Antonio supo que terminarían en la cama. Al día siguiente se citaron en el parque central y pasearon largo rato, emocionados, ejecutando complicados trenzados digitales. «Caminamos por el parque, su mano en la mía. Los jardines olían a tierra y agua y nos amábamos.»

Al tercer día la llevó a un hotel y se acostaron, y ella permaneció lívida y callada tras hacerlo. «Julia tiene la piel tostada como el pan. Me deshice en ella sabiendo que podía ser la última vez. Llevaba Dioressence. Demasiado típico.» Al cuarto día, Julia le comunicó que estaba decidida a dejar a su marido, pormenor que ya había comunicado al interesado mediante conferencia telefónica con Río: era una mujer tan tenaz como su propio olor. Antonio suspiró con nostalgia. Lástima: le apenaba que Julia le buscase infructuosamente en la dirección falsa que le había dado. Pero el tiempo curaría su desconsuelo, se arreglaría de nuevo con su esposo y dentro de unos meses sólo le quedaría el recuerdo de esos maravillosos días de pasión, del exquisito regalo del azar. Porque Antonio sabía que el amor sólo podía existir así, envuelto en su propia mentira, aislado de la realidad y del contexto, una voluta de ensueño de final previamente establecido. Dejó la pluma sobre la mesa con gesto exasperado: su hermana suspiraba frente a él con machacona intermitencia y se removía en el asiento.

—¿Podrías hacerme el inmenso favor de dejar de hacer ruiditos?

—Perdona…

Antonia le miraba con sus ojos vacuos, tan quieta como un vegetal, las manos recogidas en el regazo. «Aún hoy recuerdo su fragancia y me sabe su piel entre los dientes, pero mi Julia se ha ido para siempre, reposa en lo imposible como una joya reposa en terciopelo.» Ahora su hermana respiraba pesadamente; tenía la boca abierta y de su garganta salía un gorgoteo apagado al exhalar el aire. Contemplaba fijamente la ventana, los brazos cruzados sobre el vientre, la frente blanquísima mojada de sudor y un brillo como de grasa sobre el labio. Antonio la odió de un modo intenso:

—¿No tienes otra cosa que hacer que estarte ahí como una imbécil rompiéndome los nervios? Así no hay quien trabaje.

Antonia le miró, sorprendida, sacada de improviso de su arrobo. Primero abrió mucho la boca, después se le arrugó la minúscula nariz. Los ojos se le inundaron de lágrimas y contrajo toda la cara en un puchero.

—Lo que faltaba… —exclamó Antonio amargamente.

Se puso de pie y comenzó a pasear como un poseso, de la televisión al aparador y viceversa.

—Muy bien, muy bien… Móntame ahora un número de lágrimas… ¿Qué quieres? ¿Que me sienta culpable? Pues no, noooooo, no lo conseguirás… Viene uno buscando un momento de tranquilidad, un poco de cariño, y no es posible. No pido más que un poco de comprensión, eso es todo, pero la señorita tiene que ponerse a llorar, tiene que ofrecerme una pataleta histérica… No voy a volver a esta casa, eso es lo que voy a hacer, no voy a venir más.

—No, no, no te vayas… —farfullaba Antonia chorreando lágrimas—. Perdóname, perdona… Es la menopausia, lo ha dicho el doctor Gómez…

—Ah, claro, ahora resulta que es que estás enferma… —ladró Antonio sarcásticamente—. Pues si estás enferma habrá que tratarte como a una enferma, entonces.

Salió de la habitación dando un portazo y se dirigió a la cocina. Allí, sobre el armario, encontró los sedantes que buscaba. Sacó tres píldoras, llenó un vaso de agua y regresó al comedor.

—Tómatelas.

Antonia obedeció y se tragó las cápsulas dócilmente, entre sollozo y sollozo. Estaba horrorosa, con las narices rojas, los párpados hinchados y un gesto desvalido y tembloroso.

—Ay, hermana, hermana… —dijo Antonio con repentina suavidad—. Estás fatal de la cabeza…

Con mano torpe acarició su pelo, esos duros rizos de peluquería que olían mareantemente a laca barata; se le ocurrió que quizá se había extralimitado en la dosis del sedante, porque no se había molestado en leer el prospecto. Antonio hizo una inhalación profunda, porque se sentía ahogado; ya estaba ahí, de nuevo. Ya estaba ahí el arrepentimiento, la angustia, atravesada en el pecho como un dolor, devorándole de culpabilidad como si fuera un cáncer. Fue al cuarto de baño y metió la cabeza bajo el grifo. El agua estaba caliente y el mundo no se movía.

Volvió al comedor todo mojado y bastante mareado todavía. Su hermana había encendido la televisión y contemplaba la pantalla sin dejar de lloriquear, desparramada en una silla. Cuando le vio entrar se sobresaltó:

—Ay, perdona, Antonio, creí que te habías ido… —dijo en un hipo.

Y se levantó para apagar el aparato, porque sabía que su hermano no lo soportaba. Pero Antonio se lo impidió:

—No, no, deja, no lo quites, que yo me marcho ya. Además creo que… Creo que te voy a regalar un televisor en color para las próximas navidades, ¿eh? Qué te parece, ¿estás contenta? —dijo.

Y después huyó sin esperar respuesta.