4

Se quedó inmóvil durante unos segundos, con el cepillo de dientes suspendido en el aire y el ceño contraído, intentando dilucidar si ya se había cepillado los premolares las diez veces de rigor o si le faltaba una pasada. Había dormido mal y se encontraba en un estado mental lacio y confuso, de ahí ese despiste numérico que de otro modo sería inexplicable. Decidió darse un frote más aunque la cuestión distaba de estar clara, y esa falta de exactitud le irritó y ensombreció aun más su talante encapotado.

—Empezamos bien el día.

Limpió con papel higiénico la boca del tubo (era un dentífrico especial, inodoro, analérgico e insípido) y enroscó la tapa con cuidado. La precisión de sus movimientos le reconcilió un poco consigo mismo: siempre le complacía ver sus manos en acción, esas finas, esbeltas, sensibles manos de artista. «Tranquilízate, Antonio», se dijo, enternecido ante su propia desazón: «Hoy toca día de prueba y debes concentrarte.» Acabó de vestirse con premeditada calma, mientras echaba una ojeada al organigrama chinchetado en la pared: el cuadratín correspondiente al viernes 28 de mayo decía: «Julia Torres de Urbieta. 2754475. Pelayo 27. Río de Janeiro, hasta el 3 de junio.» O sea, que tocaba. Sonrió con satisfacción y apuntó el número en su agenda de bolsillo. Los relojes marcaban ya las nueve menos veinte: debía apresurarse o llegaría tarde; como los días de prueba no desayunaba, había tomado la costumbre de aprovechar ese tiempo para dirigirse andando a la oficina, evitando así el atufamiento del trayecto de autobús.

Pese a lo temprano de la hora la mañana estaba como un caldo. Antonio caminaba a paso vivo (diez zancadas sin pisar raya de loseta, diez pisando) y llegó a la Delegación Nacional de Reconversión de Proyectos empapado en sudor. Subió a pie al tercer piso y atravesó el infinito pasillo, sorteando con habilidad las pilas de infolios y legajos que se acumulaban inestablemente contra las paredes. La siempre creciente marea de papel iba ocultando poco a poco los muros, que estaban llenos de cráteres de cal y de inscripciones todavía legibles, como «Mari quiere a Norberto» (escrito en titubeante orla en torno a un corazón) o «El jefe de negociado es un pollino», pintada esta que encorajinó a Antonio porque él ostentaba esa categoría laboral; claro que jefes de negociado había muchos, y por otra parte no creía capaz al imbécil de Benigno de cometer tropelía semejante. Se propuso investigar el asunto a su debido tiempo y apretó el paso para alcanzar su puerta, porque en el corredor reinaba, como siempre, un olor dulzón y putre a moho que le era difícilmente soportable.

—¡Pero Benigno, hombre! Ya ha estado usted fumando otra vez —exclamó Antonio nada más cruzar el umbral, hundiendo la nariz en el aire—. Y para colmo en un día de prueba.

El secretario palideció y se puso de pie.

—No, no, don Antonio, ha sido el ordenanza. El ordenanza tuvo la osadía de entrar fumando esta mañana y yo, naturalmente, le dije que se fuera, que a usted no le gustaba el humo, que…

—Benigno, por favor. Sé que ha sido usted. No me tome por tonto.

Antonio se derrumbó en su sillón y metió la cabeza entre las manos. De repente le pesaban muchísimo los pensamientos, le sofocaba la melancolía. Se sabía rodeado de incompetentes y de necios, se sentía irremediablemente incomprendido. Tampoco pedía tanto, sólo un poco de respeto. Pero conociendo el quebranto que el olor rancio del tabaco producía en su delicada pituitaria, Benigno no dudaba en llenar el despacho de humos fétidos. Lo que más angustiaba a Antonio de la vida era la mediocridad y la estupidez humanas. A veces se veía tan diferente, tan distinto al resto de la gente, que sufría como un vértigo, algo parecido a la locura.

—No sé ya cómo decírselo, Benigno —añadió levantando la cabeza desde lo más profundo de su postración—. Sabe usted perfectamente lo que me afecta el humo. Su actitud es de una falta total de consideración. Me parece que tampoco pido tanto, vamos.

El viejo se parapetó detrás de la muralla de expedientes de su mesa y asomó un ojo compungido y lacrimoso:

—Sí, don Antonio, sí, tiene usted razón. He sido yo, lo siento, le pido mil disculpas. Ha sido un impulso irresistible, una tentación irrefrenable, la carne es débil aunque el espíritu sea puro. He coincidido en el ascensor con don José, el cual me ofreció un cigarrillo que yo he tenido la desdicha de aceptar. Le juro, don Antonio, que sólo he dado dos chupadas, y que además después he abierto la ventana y durante largo rato he estado agitando el aire de la habitación usando mis brazos a modo de molinillo. Pensé que no iba a darse usted cuenta de mi falta, que por otra parte no se repetirá jamás… Pero a usted es imposible engañarle.

Palabrería. Cada vez que abría la boca, a Benigno le brotaba un bosque de adjetivos, un torrente de arcaísmos, un manantial de insensateces. Y su manera de adular, esa humillante adulación del débil. A veces le odiaba con tal intensidad que ese odio parecía ser razón suficiente para su existencia. Como ahora. Qué placer seria agarrarle del cuello, apretar y apretar sintiendo como tiembla la frágil estructura de su tráquea, cómo se agita Benigno en estertores, como se hinchan las venas de sus ojos, como babea mortal y agonizante. Antonio hubiera deseado aniquilarle con su superioridad moral, pero Benigno no entendía de otra escala de valores que la del escalafón y la jerarquía oficinista.

—Déjese de palabras, Benigno. Esto es un problema de educación, de falta de educación…

—Pero don Antonio…

—No he terminado todavía.

—Sí, don Antonio.

—De falta de educación y de falta de respeto. Me veo en la obligación de recordarle que soy su jefe. Parece que usted lo olvida fácilmente.

El secretario se quitó las gafas y las limpió con mano temblorosa, confundiendo quizá el empañado de sus ojos con el de los cristales. Se acurrucaba en su mesa mirándole con la mansedumbre de quien se siente desgraciado. Porque el viejo era pegajoso y húmedo en su dolor. Él, en cambio, se dijo Antonio con orgullo, reaccionaba violentamente a la desdicha, porque quien ha vivido el éxtasis no admite sucedáneos.

—Está bien, Benigno. No perdamos más tiempo. Pasemos a la prueba.

—Sí, don Antonio.

El anciano se apresuró a sacar los útiles del cajón, con discretos y compungidos sorbetones: las pinzas niqueladas, los doce pequeños rectángulos de papel químico, previamente numerados. Colocó torpemente los papelines en la pinza, disponiéndolos a modo de abanico, y luego ofreció el ingenio a su jefe. Antonio sujetó el artilugio entre dos dedos, como quien coge a una mariposa por las alas. Cerró los ojos: estaba desconcentrado, en un talante poco apropiado para la ejecución del ejercicio.

—Probador uno —y aspiró el papel con inhalaciones cortas y ansiosas—: Una nota de guayaco, otra de pachulí, lichens del Atlas, canela, ylang-ylang, jazmín de Grasse, bergamota y jacinto blanco.

—Sí, sí, don Antonio, exacto —chilló el viejo con satisfacción, verificando la composición en la cuadrícula del cuaderno de balances que utilizaba para estos menesteres olfativos.

Antonio sonrió ligeramente e hizo un gesto tranquilizador con la mano, como quien pide mesura a una muchedumbre entusiástica.

—Número dos: ámbar gris, lavanda, lilas, de nuevo bergamota, limón de Sicilia, hespérides, narciso tuberoso, jengibre… —dudó unos instantes, olisqueando el papel con avidez—: Y bálsamo de Perú.

—Oh, no, lo siento, don Antonio —se consternó Benigno—. No es bálsamo de Perú, sino bálsamo de Tolú. Y además falta una nota de angélica.

—Ya sé que falta una nota de angélica, diantres —barbotó Antonio indignado—: Es que no me ha dejado usted terminar.

—Perdone, don Antonio.

—Y además el error ha sido a causa del tabaco, ¿se da usted cuenta? Ya sabe que los días de prueba vengo sin desayunar y estoy particularmente sensible.

—Sí, don Antonio, le pido mil disculpas, lo lamento profundamente.

—Está bien. Prosigamos.

Cerró los ojos e intentó relajarse, perder la noción de sí mismo y concentrarse por entero en las paredes ricamente vascularizadas de su nariz. Poco a poco se fue olvidando de sus piernas, de sus brazos, de su malhumor, del calor de la mañana, de Benigno, para convertirse todo él en una colosal membrana pituitaria que palpitaba sin tiempo en el espacio, aspirando las tenues esencias del vivir. A su nariz llegaban las fragancias de los papeles químicos, limpias, livianas, distintas: el delicioso aroma chiprado del melocotón, la dulzura mareante de la vainilla y el seco estallido del especanardo y del cedro, que olían al eterno corazón de la madera, al ancestro de todo lo que ha sido. Uno a uno, sin vacilación, como en un rapto, fue descifrando todos los probadores, desentrañando las notas ocultas en las tramas. Al final, los aplausos de Benigno, no por habituales menos entusiastas, le sacaron de su embeleso. Antonio se pasó una mano insegura por la cara, como comprobando que su rostro seguía aún ahí después de tamaña ausencia de sí mismo, y se sintió agotado de tanto vivir. Tenía la garganta seca y la lengua de harina.

—Algún día, Benigno —susurró tembloroso y desmayado—, inventaré un perfume distinto, una fragancia absoluta, una esencia extraída de la esencia de las cosas. Y al olerla, olerás el aliento del mundo.

Y hablaba en un tono profético y poético, porque después del éxtasis de las pruebas solía quedársele el cerebro como agrandado por dentro, veloz y luminoso.

—Sí, don Antonio, tiene usted muchísima razón. Comprendo bien sus sentimientos porque yo mismo, en mi modestia, sin ir más lejos, tengo terminadas, como usted bien sabe, tres novelas históricas, una obra de teatro y un volumen de versos asonantes, y, salvando las naturales distancias, algo sé de los afanes del artista. Incluso me atrevería a decir, desde mi humildad, que mis escritos no carecen de importancia. Por ejemplo, la novela épica que acertadamente titulé De la heroica resistencia de los ampurdaneses contra las tropas invasoras del corso Bonaparte ofrece a mi entender una novedosa visión trágica de…

Romper la novela del corso en pedacitos e irlos embutiendo poco a poco en la desdentada boca de Benigno, el viejo lloriqueando y tragando folios a la fuerza, un hilillo de tinta en la barbilla. La verborrea del secretario iba apagando la luz de su cabeza, iba devolviendo a Antonio a la mezquina realidad, al viejo despacho, a la ventana que se abría sobre el recalentado patio como se abre la portezuela de un hornillo, a la tediosa vida del burócrata, que era su locura y su condena. Todo su futuro estaba ahí, entre esos muros, en un vértigo de años grises y horas muertas. Si hubiera podido terminar su carrera en químicas ahora sería un oledor profesional, un «hombre nariz» contratado por alguna prestigiosa firma de perfumes, y su arte sería reconocido, y dispondría de todos los medios necesarios, hasta el punto de poder efectuar una sesión de pruebas cada día, y no como ahora, que era semanal y a duras penas, porque las fragancias y los extractos son muy caros. Pero no pudo acabar sus estudios y ése fue el comienzo del desastre. Maldito padre derrochón, maldito viejo verde trasnochado.

—Y por cierto, don Antonio, y si se me permite, hoy no le he preguntado por su señora hermana, doña Antonia, a quien tanto aprecio, en mi modestia. ¿Qué tal se encuentra la señora? Espero y deseo de todo corazón que goce de buena salud y que…

Hablaba y hablaba Benigno mientras se refrotaba las manos con su crispante gesto habitual, como si tuviera frío a pesar del bochorno del ambiente. Claro que el secretario siempre tenía las extremidades congeladas, incluso en la estación más tórrida, como Antonio había podido comprobar a través de algún roce casual —al entregarle un oficio, una carpeta, un bolígrafo— y siempre un poco repulsivo, porque Benigno sufría esa viscosa frialdad digital de los muy viejos, de los avecindados con la muerte. Llevaba siempre el mismo traje, originariamente negro y ahora aparduscado, tan raído que, a contraluz, la urdimbre se traslucía con la finura de un velo; la camisa, de un blanco amarillento, tenía un cuello tres veces más grande de lo necesario, y la nuez bailoteaba a sus anchas dentro de tamaña holgura. No cabía duda de que el hombre se las apañaba para ir limpio pese a llevar siempre el mismo traje, se dijo Antonio con alivio. Pero de todas formas su olor corporal era tan ruinoso como él mismo: un tufillo desvaído a alcanfor, leche agria y gachas.

Así es que Antonio le envió a comprar el desayuno, por no matarle. En cuanto que el viejo salió del despacho, Antonio sacó la libreta de bolsillo y se abalanzó sobre el teléfono.

—Buenos días, ¿está el señor Urbieta?… Soy Félix Montoya, un amigo suyo… Ah… Ya… Qué pena… En Río de Janeiro… Claro… ¿Eres Julia?… Sí, es que me ha hablado mucho de ti… Me permitirás que te tutee, tu marido y yo hemos sido amigos desde chicos… Félix, Félix Montoya… No me extraña que no te suene, hace mucho que no nos vemos, no vivo aquí… Pues estoy precisamente de paso y quería darle una sorpresa, pero ya veo que… No, no, me marcho antes del día 3, es una lástima… Oye, de todas formas te voy a dejar un regalo que le he traído… No, no, te lo llevo a casa, no te preocupes… ¿Seguís viviendo en Pelayo 27, verdad?… No, no es ninguna molestia el acercarme, de verdad, además así te conozco, porque tú estarás, ¿no?… Por mí esta misma tarde, si a ti te viene bien… Perfectamente… Sí, sí, a las cinco… Gracias, Julia, hasta esta tarde… Ah, si llama y hablas con él no le digas nada, que quiero que se encuentre el regalo de golpe, a ver qué dice… Sí, sí… Estupendo… Hasta luego.

Colgó el teléfono atolondradamente, muy nervioso, y permaneció inmóvil durante unos segundos, aparentemente embebido en la contemplación de un archivador metálico que tenía frente a sí. Cuando regresó Benigno le encontró así, en esa quietud meditabunda. Venía el viejo todo salpicado de café y haciendo malabares con las tazas. Tenía las manos tan temblonas que la mitad del líquido había sucumbido en el trayecto.

—Su café con leche, don Antonio.

—Gracias.

El secretario sacó una servilleta de cuadros rojos del archivador y la extendió pulcramente sobre su mesa. En el cajón guardaba un paquete mediado de galletas y empezó a mojarlas en su taza, el dedo meñique estirado, la expresión golosa. De vez en cuando sorbía el líquido con un churrrrruuuuuuppp chup chup particularmente enervante. Antonio estaba a punto de decirle que procurara beber con menos ruidos cuando el viejo levantó la cara y le miró: un sendero de café con leche le recorría la barbilla y en la mano sostenía una galleta semideshecha.

—Benigno, ¿sería tan amable de acabar pronto y ponerse a trabajar? Hemos perdido media mañana.

—Sí, don Antonio. Pero…

—Pero ¿qué?

—Es que no sé qué hacer, don Antonio.

—¡Como! ¿Ya ha clasificado usted todos los expedientes?

—Sí, señor, ya está todo.

Qué desazón, qué desesperación, qué aburrimiento. El era el jefe, jefe de negociado, jefe de la nada misma, del absurdo. Antonio estaba convencido de que su superioridad sobre Benigno era evidente, era una distancia moral, una diferencia sustantiva de lo íntimo. Pero también estaba convencido de que eso no lo comprendía el secretario, y de que si el superior muestra que no sabe qué ordenar a su inferior, la razón misma de la existencia de la jerarquía se va al traste. Era necesario encontrar algún quehacer, cualquier estúpida tarea. El viejo seguía churrupeando pacíficamente de su taza. Verterle la leche por encima, embadurnar su cara de mono con la derretida y goteante pasta de galletas, atizarle con la cucharilla en los nudillos.

—Pues revise usted el archivo y actualícelo, Benigno. Mire si hay algún documento caducado.

—¿Caducado?

—Sí, sí… Quiero decir que… O sea, que mire usted a ver si hay algún oficio que podamos pasar a otro negociado y… Usted ya me entiende. Y ordene su mesa, hombre de Dios, que esto parece una leonera.

—Sí, don Antonio.

El viejo retiró diligentemente los restos del desayuno y se levantó a guardar la caja de fragancias en su sitio, es decir, en el archivador y bajo la letra «P» de perfumes. Siempre tan obediente, tan indigno, tan servil. Y quizá tan secretamente rencoroso.

—Por cierto, Benigno, estoooo… Querido Benigno, ¿le suena a usted de algo la palabra pollino?

Puede que al secretario sí le sonara de algo la palabra, o puede que simplemente le fallara el pulso, ya de por sí precario. El caso es que ante tal pregunta, y como por efecto de un conjuro, la caja de cartón que contenía las esencias resbaló de sus manos, y los frascos se pulverizaron estrepitosamente contra el suelo.

—¡Las fragancias! —hipó Antonio, espeluznado.

Y no pudo, aunque quiso, añadir más: porque de los pomos rotos subió una nube compacta de olores en batalla, un vaho espeso y asfixiante de esencias refinadas que asaltó su delicada pituitaria. Antonio boqueó indefenso unos instantes, mareado por el nardo, el pachulí y las lilas, herido por el almizcle, la bergamota y la crueldad de la canela. Corrió a la ventana, acosado por la tortura de tanto aroma exquisito, y allí, acezante, acodado sobre el polvoriento alféizar, se creyó desfallecer y sintió su olfato hecho alma y el alma hecha un vahído.