19
Antonia revisó los bártulos con el nerviosismo de los últimos momentos: la botella de vino con gaseosa; la barra de pan; los cubiertos, comprados para la ocasión, plegables, muy bonitos; los vasos de latón; medio kilo de peras pequeñas, que era la fruta que se machucaría menos con el viaje; una tartera con ensaladilla y otra más grande con los filetes rusos que tanto le gustaban a Damián; un cojín para sentarse; una servilleta grande, a cuadros, que podía hacer las veces de mantel. Estaba todo. Se contempló en el espejo de la coqueta, la última ojeada de comprobación: el nuevo traje de flores era muy alegre, aunque quizá algo atrevido. ¿No serían demasiado grandes esos capullos color fresa? Se ahuecó el cabello con los dedos sin resolver la duda y antes de salir, con intuición postrera, cogió el paraguas negro, para el sol.
El autobús de extrarradio llegó en seguida, pero estaba lleno hasta los topes y Antonia tuvo que bregar duramente hasta conseguir espacio para ella y sus tarteras. El autobús trepidaba, los cubiertos y los vasos metálicos tintineaban dentro de la bolsa, las varillas del paraguas se empeñaban en hincarse en los sitios más inadecuados de las anatomías vecinales y Antonia no hacía más que pensar en su Damián. Damián era maravilloso, pero no acababa de entenderle. No comprendía por qué a veces la miraba como asustado, y se ponía arisco, y la rehuía. Otras veces, en cambio, se abrazaba a ella y la estrujaba toda. Una noche, después de hacer lo que hacían, Dios me perdone, el chico comenzó a acariciarle la cara. La acariciaba muy despacio y le decía:
—Cuando hago el amor contigo, Antonia, me parece como si no me fuera a morir nunca.
Eso dijo, tal cual, Dios me perdone.
—Cuando hago el amor contigo, Antonia, me parece como si no me fuera a morir nunca.
Y sin embargo el chico estaba triste, se pasaba los días en un pasmo, sentado en un rincón sin decir nada.
—¡Espere, espere!
Ay qué tonta, casi se pasa de parada. El autobús se detuvo de nuevo con unos cuantos bufidos de frenos y viajeros, y Antonia ganó la puerta a codazos. La parada estaba en mitad de un descampado. Al otro lado de la carretera salía la bifurcación que conducía al pueblo y al cuartel, pero ella tomó la dirección contraria, campo a través. El suelo estaba lleno de plásticos, botes abollados y cascotes; Antonia caminaba arrastrando los pies, y parecía más gorda y pesada de lo que en realidad era. Una vereda de tierra, una suave pendiente que le hizo jadear. Después, dos trochas divergentes.
—¿Y ahora?
Dudó un momento. Luego tiró hacia la derecha. Aunque aún era temprano ya hacía calor, y por el cielo trepaba un sol amenazante. Coronó la cima de una loma pelada: a sus pies se extendía una explanada amplia. Ése era el sitio, no cabía duda. Estaba sin resuello. Abrió el paraguas, sacó el cojín y se sentó a esperar. El campo estaba reseco y las malas hierbas le picaban en las piernas; alrededor zumbaban moscas, avispas, tábanos, hormigas y un sinfín de horrorosos y desconocidos insectos cuyo solo pensamiento espantaba a Antonia. Para distraerse procuró pensar en cosas agradables. En el cuerpo caliente de Damián, Dios me perdone. Estaba en esas cuando les vio llegar a paso de marcha, allá a lo lejos. Un camión delante, muy despacio, y detrás un par de docenas de soldados. Se detuvieron un centenar de metros más a la derecha, y Antonia se apresuró a recoger sus enseres y a recorrer la loma hasta situarse frente a ellos. Entonces le descubrió ahí abajo:
—¡Eeeeeeh!… —gritó Antonia, alborozada—. ¡Damián! ¡Soy yo! ¡Estoy aquí!… ¡Damiá-an!…
Estuvo largo rato agitando la mano y el paraguas y dando voces, pero Damián seguía abajo muy serio y sin dar señales de reconocimiento, aunque el hombre que parecía mandar a los soldados se había vuelto un par de veces a mirarla.
—¡Damiáaaaaaaaaaan! ¡Soy yoooooooo!…
Nada. Ni que estuviera sordo. Dejó caer los brazos y se calló, descorazonada. Abajo los muchachos pataleaban sincronizadamente y realizaban un sinfín de movimientos en apariencia absurdos: reptaban sobre codos y rodillas por el suelo, como lombrices; daban carreras y saltos sobre obstáculos inexistentes; trotaban en fila con un desplazamiento circular que no conducía a ningún lado. Antonia alzó el paraguas de nuevo porque el sol empezaba a ser abrasador; el campo era una cosa horrible, se dijo mientras azotaba el aire con una mano, ese campo lleno de bichos alados repugnantes. Qué guapo estaba Damián con su uniforme: brincaba en la explanada vestido de aceituna. Antonia no se cansaba nunca de mirarle. A veces salía al descansillo de puntillas y atisbaba desde una esquina, mientras el chico barría la escalera con el escobón de mimbres tiesos. O le contemplaba dormir entre sus brazos, como un bendito, mientras ella le espantaba las pesadillas. O se sentaba en el bidet para ver cómo se duchaba la criatura, o cómo se repeinaba el remolino, o cómo se afeitaba con cuchilla. A veces Damián se ponía furioso.
—¿Por qué me sigues a todos lados? ¿Por qué me miras así? —decía.
Pero ella no lo podía remediar. De todos los pecados cometidos, era el de mirar el que más placer le producía a Antonia. Una vez, incluso, curioseó a Damián mientras meaba, que Dios la perdonase, y hay que ver lo raro que lo hacía.
Antonia estaba un poco asustada de su gula visual. Porque había decidido que también se podía cometer pecado de gula con los ojos. Ahora mismo, por ejemplo, ahora mismo, mientras contemplaba a Damián en la explanada con su ropa áspera y caqui, no podía evitar el desnudarle en el recuerdo: sus caderas tibias y flacas, sus nalgas llenas de pelos, el musgo húmedo de sus sobacos, el gusanillo rosado y saltarín de la entrepierna. El gusanillo, sobre todo. Era una protuberancia extraña y sorprendente que, entre otras cualidades, poseía la de internarse en el misterio de sus entrañas de mujer: qué no vería allí, qué no sabría ese gusano retozón.
Bzzzzzzzzz, amenazó una avispa, y Antonia dio un salto y se defendió a paraguazos hasta que consiguió alejarla. El caso era que no podía mirar a Damián sin desnudarle mentalmente; era un pecado automático, no hacía más que posar sus ojos en él, y, zas, el chico se le quedaba en puros cueros. Era un fenómeno muy raro, porque Antonia siempre había visto a los hombres como un todo de pelo y ropa, como si el traje formara parte de la piel, como si nacieran así, envueltos en púdicos tergales. Pero ahora, una vez conocidas las agonías de la carne, los ojos de Antonia atravesaban el uniforme del muchacho y reconocía las líneas secretas de su espalda o la blandura momentánea de su virilidad. Que Dios le perdonara, qué vergüenza.
Los soldados se habían alineado de cara a la loma, exactamente frente a ella, y Damián parecía estar mirándola. Antonia batió el aire con ambos brazos como un pajarraco colosal a punto de emprender vuelo:
—¡Eeeeeeeee-eeeeeeh! ¡Damiá-aaaaaaaan! ¡Yuu-uuuuu-huuuuu! ¡Soy yooooooo!
Abajo, en la explanada, todos parecían haberla descubierto. Todos giraban disimuladamente la cabeza hacia ella. Todos menos Damián, que se obstinaba en contemplar el suelo. Pero qué chico este, pero mira que es despistado. Antonia contó preocupadamente a los muchachos. Veintitrés. Eran muchísimos. Temió que se le comieran los filetes de su Damián, no se le había ocurrido antes que lo más probable era que tuviera que invitarlos. Ah, pero eso sí que no. No había comida para todos. Lo siento, les diría. Soy tonta, no pensé que fuerais tantos, les diría. Perdonadme si no os ofrezco nada, otro día vendré con más comida. No se preocupe, señora, por favor, que les aproveche, contestarían ellos. Parecían unos chicos buenos y educados.
Los soldados se habían subido a la parte trasera del camión, que estaba parado y con la trampilla bajada. Saltaban al suelo de uno en uno, con el fusil entre las manos, en un ejercicio que a Antonia le pareció verdaderamente tonto. Volvieron a subirse todos a la caja, incluso el que mandaba, o uno de los que mandaban, porque ahora Antonia se había dado cuenta de que había dos que parecían jefes. El camión arrancó y se alejó un buen trecho, y luego giró en redondo y regresó de nuevo, en derechura hacia el oficial que había quedado en tierra. El vehículo avanzaba a un ritmo regular, y de repente empezó a escupir soldados por detrás. Los muchachos se tiraban de la caja y caían como peleles por el suelo; se les veía despatarrados en la tierra, el uno agarrándose una pierna, el otro rascándose un chichón. Antonia se tapó la boca con la mano, sobrecogida de espanto maternal. El camión estaba ya muy cerca de ella y pudo ver cómo el que les mandaba empujaba a un recluta demasiado remiso: el muchacho cayó hecho una pelota y alzó una cara atribulada y una nariz llena de sangre. Tras el vehículo había un reguero de soldados despanzurrados y gimientes y ahora le tocaba el turno a su Damián.
—¡Noooooooooooo!
Soltó el paraguas y bajó la ladera corriendo, con una agilidad insospechada. En un abrir y cerrar de ojos llegó a la explanada, pero Damián ya había saltado; estaba sentado en el suelo y se sobaba un hombro con gesto dolorido.
—Damián, mi niño…
Sintió que alguien la sujetaba por un brazo: era un hombre joven con dos estrellas en la gorra.
—¿Dónde va usted, señora? No se puede estar aquí.
—¿Pero no ve que mi Damián se ha hecho daño? —se indignó ella, forcejeando; pero la mano parecía de hierro y le hacía daño—. Damián, mi vida, no te preocupes, ya estoy yo aquí para cuidarte —gritó por encima del hombro del oficial.
El chico se había puesto de pie, cabecigacho. Lo único que se le veía eran las orejas, separadas y rojas como dos rajas de tomate.
—¿Quién es esta mujer, soldado? —preguntó el hombre de las estrellas.
Damián se cuadró, carraspeó, sorbió. Alzó la cara y lanzó a Antonia una mirada estrecha y afilada como un cuchillo. Volvió a hundir la barbilla en el pecho.
—Es… Es mi madre, mi teniente.
—Pues dígale que se vaya y que aquí no puede estar.
—Sí, mi teniente.
Silencio. Alrededor se habían arremolinado los soldados.
—Vete. Ya has oído al teniente. Aquí no puedes estar. Vete.
Calor. Olía a sudor cuartelero, húmedo sobaco caqui, pies aprisionados por las botas.
—Pero Damián, mi vida, pero si soy yo, pero por qué dices esas cosas…
—Vete por favor por favor vete.
—Pero Damián, si te he traído los filetitos rusos que tanto te gustan…
Un murmullo regocijado agitó a los espectadores.
—¡Vete! —chilló Damián de repente, los puños apretados, los ojos en el suelo—. ¡Vete de una vez! ¡Me pones en ridículo! ¡Vete, vete, veteeeeeee!
Se hizo un silencio absoluto. Antonia abrió y cerró la boca varias veces, sin encontrar palabras. Las moscas seguían empeñadas en libar de los capullos de su traje. El sol enceguecía, el día era asfixiante. El aire se llenó de puntos luminosos, una constelación que daba vueltas. Trastabilleó, mareada.
—Váyase, señora —dijo el oficial; la había cogido por el codo y la empujaba.
Antonia respiró hondo y los puntos luminosos retemblaron. Obedeció la orden dócilmente y se alejó hacia la ladera, gruesa, lenta, majestuosa. Los reclutas soltaron las risas, de pronto todos parecían sentirse muy chistosos, mi vida, mi Damián, mi corazón, ¿quieres un filetito, mi tesoro? Las malhumoradas órdenes del oficial recompusieron las filas y el silencio.
—Déme novedades, sargento.
—Un soldado parece tener rota la nariz, y otro se queja del tobillo y dice que no se puede tener en pie, mi teniente.
—¡Sois de mantequilla! —ladró el oficial—. ¡Sois peor que señoritas! ¡Me avergüenzo de vosotros! ¡Si esto hubiera sido el campo de batalla hubierais muerto todos! ¡Parecéis maricas, sois el hazmerreír del batallón! ¡No me extraña que vuestras madres vengan a daros sopitas!
Los reclutas rieron nerviosamente.
—¡Silencio, imbéciles! Volvemos al cuartel, y os aseguro que antes de terminar la semana habréis aprendido a tiraros como es debido, aunque tenga que abriros la cabeza. A ver, vosotros, ayudad a ese que dice que no puede andar… Y pobre de él si luego el médico no le descubre un hueso roto, porque entonces se lo voy a romper yo.
Damián se colgó el fusil a la espalda. Se había lastimado el hombro al caer y ahora la articulación le palpitaba y le dolía. Miró hacia la loma: Antonia trepaba desmañadamente allá a lo lejos, toda capullos fresa, toda carnes, y más que caminar parecía rodar ladera arriba en un imposible ejercicio gravitatorio. Me ha dicho Damianín que quiere tomar teta, susurró un recluta a sus espaldas, y un espasmo de risas ahogadas recorrió la fila. Los terrones del campo se deshacían en migas de barro seco bajo las botas. Teta, teta, teta, reververaba la palabra entre murmullos, a medida que los soldados se pasaban el chiste. Un paso, un coágulo de tierra que se desmenuzaba con sordo siseo, el eco de una risa contenida.
—Así es que esa mujer es tu madre —dijo el oficial, apareciendo de pronto junto a él.
—Sí, mi teniente…
—Pues tienes una madre de buen ver todavía, soldado, de buen ver.
En el perfil del monte, a punto ya de desaparecer, la pequeña figura floral abrió un paraguas negro.