1
Era una tarde quieta y sofocante, la casa estaba en orden y Antonia no sabía qué hacer con su persona.
—Jesús, esto es un baño turco…
Permanecía de pie en mitad de la cocina, como una pasmada, sin resuello. El sol se colaba por entre las rendijas de la persiana metálica y cortaba la penumbra en lonchas de luz apelusada. Antonia colocó la mano a contraluz y observó cómo la carne se ponía roja y un poco transparente. De pequeña solía jugar a esto con su hermano. A las radiografías. Se encerraban en el establo y abrían el portón sólo una chispa, lo justo para que pasara algo de sol. Antonio decía que así se podían ver los huesos de la mano, el mismísimo esqueleto. Pero ella nunca lo vio claro.
—Pero mira que eres burra, Toña, no es que seas más pequeña que yo, es que eres burra —gritaba Antonio.
Y ella se remiraba la manita y nada. Eso era en los veranos, a la hora de la siesta, mientras el mundo dormía. El establo olía a sudor de ganado y todo era silencio y un aire gordo y áspero que te quemaba la garganta, un aire que no alimentaba al respirarlo. Como ahora. Sólo que el calor en la ciudad era peor. Más sucio.
—Señor, señor…
Suspiró y se abrió un poco de piernas, porque con los primeros calores llegaban también, como siempre, las escoceduras: los muslos le rebosaban por encima del encierro de las medias y formaban dos lorzas blancas que se empeñaban en entrechocar y estorbarse mutuamente.
—Esto me pasa por estar tan gorda.
Antonia acababa de fregar los platos de la comida. Antonio no había venido y ella sola ensuciaba siempre poco, así es que acabó en un santiamén. Después, por hacer algo, sacó todas las sartenes del armario y durante unos minutos se entretuvo en frotarlas con estropajo y denodado celo; Antonio no le permitía hacerlo, decía que las sartenes no se lavan, sino que se restriegan con papel de periódico para que queden engrasadas, ¿no ves, tonta, que si les das con el estropajo luego se te pega todo? Ella le obedecía, aunque no sabía de dónde había sacado su hermano eso de que así no se pegaban, porque jamás le había visto friendo nada. Pero como a Antonia le repugnaba un poco dejar las sartenes aceitosas, de vez en cuando se permitía una brizna de rebeldía fraternal y las frotaba y refrotaba bien con detergente hasta hacer saltar las ronchas de frituras. A fin de cuentas la que cocinaba era ella, qué caramba.
—Es la misma manía que tenía padre.
Suspiró de nuevo intentando deshacer el agobio que tenía atravesado en el pecho de la misma manera que se atraviesa la espina de un pescado. Un moscón verde y a todas luces moribundo revoloteó torpemente en la penumbra. La ropa estaba planchada, los armarios bien dispuestos, las cacerolas limpias y secas, y la víspera había repasado todos los botones de las camisas de Antonio y subido el dobladillo de sus trajes de verano, porque la moda se presentaba faldicorta. De modo que no tenía nada que hacer y la tarde amenazaba no acabar nunca. «Si por lo menos pudiera echarme la siesta, como Antonio», se dijo, secándose el sudor del labio superior con un pico de la bata. Pero ella era de natural metódico y sólo se dormía, con asombrosa precisión, de doce de la noche a siete en punto de la mañana. Ni siquiera necesitaba despertador. El llanto de un niño cortó el silencio del patio vecinal y se coló por la persiana. No soportaba los domingos. Los días de diario siempre se podía bajar a última hora a comprar medio litro de leche, o una pizca de azafrán, o a dar una vuelta por alguno de los grandes almacenes. Pero los domingos Antonia sabía que, tras regresar de misa con el pan, ya no iba a volver a hablar con nadie hasta el día siguiente. La mosca zumbó con redoblado énfasis durante unos segundos y luego se estrelló contra los azulejos de la pared. Antonio ni siquiera había llamado para decirle que no venía. Esto no le preocupaba: su hermano solía comportarse así. Pero le echaba en falta. Con Antonio en casa siempre había algún quehacer: servirle la comida, prepararle las hierbas digestivas, abrirle la cama, vigilar la hora para despertarle puntualmente, hacerle el café de después de levantarse (americano, en vaso, caliente en invierno y con hielo en verano), cepillarle las solapas, que siempre las traía puercas de caspa, y muchas veces, incluso, dar una mano de betún a los zapatos. Con su hermano en casa Antonia se sentía necesaria.
Haciendo uso de un trocito de cartón y de cierto melindre recogió el cadáver del moscón suicida y lo arrojó a la lata. Después se encaminó hacia el comedor, cansina, y escocida, y despatarrada. La televisión hablaba sola en su rincón con verborrea mecánica: a Antonia le gustaba mantener el aparato encendido, lo estuviera viendo o no. Era un trasto en blanco y negro, una antigualla. En las noches de verano, los vecinos de enfrente entornaban las hojas de la ventana, y en el cristal se reflejaba su televisor, que era en colores. A veces, cuando había película, Antonia se asomaba al patio para ver de qué color era el traje de la protagonista. Era una incomodidad pero su hermano no quería comprarle un aparato nuevo.
—¡Pero fíjate qué pintas! —se dijo a sí misma, porque acostumbraba hablar a solas.
En la pantalla, unos muchachos de pelo tieso, como recién salidos de un susto, se contorsionaban y chillaban lo mismo que si sufrieran un telele. Era un conjunto musical, uno de esos conjuntos de chicos bárbaros y extraños y feísimos. Eran igualitos a Leocadio, el tonto del pueblo. Para eso tanta ciudad, tanto progreso. Antonia cogió una revista y consultó la programación, aunque se la sabía de memoria: un espacio musical, otro religioso, fútbol…
—Qué aburrimiento.
En el dormitorio ya no daba el sol, pero el calor era igualmente insoportable, un calor de último piso, de techo abrasado y casa vieja. Antonia abrió la ventana de par en par y se dejó caer en la descolorida butaca de la coqueta. Reflexionó durante un buen rato sobre qué cajón sacar. Al fin se decidió por el de arriba, el más reciente, aquel que contenía los tesoros de los últimos cinco años. Apartó con sumo cuidado el juego de tocador, un regalo de su abuela cuya función no había pasado nunca de la dudosamente decorativa. Luego sacó el cajón entero y se lo colocó con dulzura en el regazo.
—Ay… —suspiró, embelesada ante el esplendor de sus reliquias, sin saber cuál escoger primero.
Las sobó, las acarició, las recontó, y al cabo se decidió por el puro. Era una colilla de habano de generosas proporciones, atada con bramante rojo a una etiqueta: «Rafael, 7 de febrero de 1978.» El cigarro crujía, estaba reseco y deshojado, como si fuera de papel. Antonia se chupó el dedo índice y procuró pegar las hojas exteriores en su sitio. Se le ocurrió que su saliva se mezclaba así con la de Rafael, con la huella ahora seca de sus labios, y tal pensamiento le provocó una sofoquina y un mareo como de dentro, como en las tripas. Qué dos años aquellos, la etapa rafaelista, cuando ella aguardaba cada día el ruido de las llaves del vecino. Entonces corría cautelosamente a la mirilla para capturar así un instante de su perfil o la golosa envergadura de sus hombros. Verle le veía lo que se dice mal, porque la mirilla era muy turbia. Por eso en ocasiones esperaba durante horas al otro lado de la puerta, en el pasillo, provista de algún camuflaje razonable (la bolsa de la compra, el abrigo, el misal, el monedero), hasta escuchar sus pasos; entonces se precipitaba al descansillo, aturullada, fingiendo una sorpresa desmedida al encontrarle, e intercambiaba con él breves disquisiciones sobre el tiempo, tema este que Antonia sacaba con tanto empeño y que exponía con tanto ardor que el buen hombre debió acabar creyendo que su vecina poseía una intensa vocación meteorológica.
—¿Tiene usted tierras? —preguntó Rafael un día.
—¿Yo? No, no. Mi familia tenía, pero ahora ya no… ¿Por qué?
—No, por nada, disculpe usted, pero es que se preocupa tanto cuando llueve y cuando no llueve, que me creí que sería cosa de la siembra, ya me entiende…
El puro, este cabo de habano mordisqueado, era el trofeo de una jornada cumbre, de aquel día en que Rafael entró en su casa. Se había roto una cañería, la llave de paso parecía haberse soldado con su rosca y la cocina se inundaba por momentos. La magnitud de la catástrofe exigía medidas de emergencia y Antonia llamó al vecino en su socorro. Rafael acudió al instante con una galanura que hubiera bastado para derretir corazones más curtidos que el de ella, y bajo su fuerte mano (ay) la llave de paso cedió con docilidad de mantequilla.
—Es que una casa necesita tanto de la mano de un hombre, si usted supiera… —coqueteó Antonia púdicamente.
—Sí, señora. Y en la casa de un hombre solo se necesita la mano de una esposa. Dios sabía lo que hacía cuando le sacó la costilla a Adán —contestó Rafael.
Visto lo cual, Antonia le invitó a un café; y aunque estaba turbada por la irrupción de un varón en sus territorios de soltera, se admiró de lo fácil que había sido todo y lamentó que el maldito grifo no hubiera reventado meses antes.
De aquella breve pero intensa experiencia Antonia extrajo conclusiones importantes, a saber: Que a Rafael le gustaba fumar puros. Que era aún más guapo visto de frente que en sus fugitivos escorzos de escalera. Que el pobre era viudo y carecía del apoyo de unos hijos. Que era un hombre bueno, solo y desgraciado. Que ella podría hacerle muy feliz y rodearle del cariño que nadie le había dado. Y, sobre todo, que sin duda él también la quería a pesar de su timidez y su silencio.
Dos meses después de aquel apresurado café, el vecino se mudó de casa sin decir nada, y Antonia dedujo que no fue capaz de despedirse por miedo a mostrar sus emociones.
—Son tan raros, los hombres…
Así se iban de su vida: desaparecían, se perdían en la inmensidad del mundo. Los hombres tenían mucha movilidad. Ella era como un faro, un faro agarrado a una roca, y veía pasar a los hombres, como las olas, siempre hacia alguna parte, siempre yéndose. Como se fue también Tomás. Antonia sacó la siguiente reliquia del cajón, la polvera de latón dorado: «Tomás, 27 de agosto de 1979», decía la etiqueta. Fue un regalo, un verdadero regalo. Se la dio Tomás un día, envuelta en papel de seda blanco. Tomás era un compañero de trabajo de su hermano, y ella le estuvo lavando la ropa durante meses, hasta que un día llegó la novia del pueblo y se casó.
—Así es la vida.
Puso la polvera sobre la cómoda, junto al puro.
En el cajón quedaban aún muchos fetiches, todos con sus bramantes de colores, todos debidamente rotulados. Un recibo de gas del vecino («Rafael, 2 de marzo de 1977») que ella escamoteó hábilmente del chiscón del portero; recetas de su médico de la Seguridad Social («Doctor Gómez, 12 de junio de 1979»), que era el hombre más hombre que ella había conocido, con su bata blanca y sus manos frías y ese modo de mirar de quien lo sabe todo. Cuando cogió una cerilla de cabo aplastado («Agapito, 30 de enero de 1982»), Antonia suspiró turbada. Pertenecía a su último amor, era una de las cerillas con que el frutero solía escarbarse entre los dientes. Agapito, siempre tan sonriente y tan amable, acostumbraba obsequiarle con una pera de más, con un puñado de cerezas sobre el peso. Antonia guardó y etiquetó el primer melocotón que le había regalado, pero con el tiempo se agusanó y tuvo que tirarlo. Agapito era una pasión prohibida, porque el frutero estaba casadísimo. Su estado civil atribulaba a Antonia, que pensaba que enamorarse de hombres sacramentados era cosa propia de un pendón. Claro que los tiempos habían cambiado enormemente, y ahora la gente se divorciaba, y los adúlteros se retrataban en las revistas como si tal cosa. No es que Antonia estuviera de acuerdo con todo esto, pero tal trajín de valores había transtornado su concepto del pecado.
Había ocasiones en las que incluso llegaba a preguntarse si no estaría comportándose como una tonta, si no se habría equivocado en ser como era, o sea, tan decente. Cuando llegaba a tales dudas, Antonia corría a confesarse. Pero la confesión no la aliviaba como antes; el mundo había cambiado tanto que ni siquiera la absolución conservaba sus poderes habituales. Y aunque Antonia procuraba no pensar en todo esto, a veces se le venían las ideas a la cabeza, como si fuera un vértigo.
Terminó de vaciar el cajón y después se entretuvo en alisar las etiquetas, que se rizaban por los bordes. Cuando era adolescente coleccionaba flores secas, mientras que las demás chicas del pueblo coleccionaban novios, novios de verdad, de cogerse de la mano y perderle por el río o por las eras. Pero padre jamás le consintió salir con chicos.
—Tú eres mi hija y te tienes que comportar como una señorita, como corresponde a tu clase y condición. Como te vea tontear con algún pelagatos del pueblo, te deslomo —decía padre.
Y aquí estaba, con 44 años y aún doncella. Se contempló en el espejo biselado: el pelo corto y castaño, con el brillo apagado por la permanente; los ojos redondos, la nariz chica, la boca pequeña y perdida en la profusión de los mofletes. Hoy tenía la cara lavada y sin afeites, porque consideraba impropio el usar maquillaje al ir a misa. El cutis, por lo menos, seguía siendo bueno, claro, delicado, uniforme. Su piel era el rasgo físico que más le complacía de sí misma.
Más por pasar el tiempo que por otra cosa decidió pintarse un poco; se empolvó la nariz y ambas mejillas, oscureció en azul profundo el pliegue de sus párpados y resaltó sus labios con un carmín discreto. Analizó los resultados y quedó satisfecha sólo a medias: tenía la cara demasiado redonda y los rasgos demasiado pequeños. Lo más feo, la nariz, que era como un pellizco. Se inclinó hacia delante y se acercó al espejo poco a poco, hasta chocar con él, hasta apretar sus labios contra su propia imagen. El cristal estaba frío y quedó manchado de carmín. Una gota de sudor resbaló por su mejilla derecha y se perdió en el cuello.
—Qué calor…
El aire estaba espeso e inmóvil. El aire de la tarde la apresaba y su cuerpo despedía un vaho tibio y animal. Antonia se desató el cinto de la bata y se aflojó las ropas. Por el escote asomaron los pechos, abundantes, salpicados de pecas, estremecidos en el encierro del sostén. Ahí estaba Antonia, la bata entreabierta, mirándose en el espejo el húmedo canal sobre el esternón, el desfiladero entre sus carnes intactas, virginales. Sintió un escalofrío y el calor se le subió a las sienes de golpe. Se quitó la bata y se tumbó sobre la colcha rosa de la cama, justo debajo de la ventana abierta, intentando atrapar el remedo de una brisa. Al fondo se oía el conocido gorgoteo de la cisterna del baño, rota desde hacía meses, y Antonia yacía boca arriba, muy quieta, incapaz de concentrarse en otra cosa que en el esfuerzo de su propia transpiración. Se desabrochó el liguero y fue quitándose las medias poco a poco, paladeando el momentáneo frescor que la evaporación del sudor dejaba en sus piernas. La colcha era sintética, de imitación a raso, y se pegaba al cuerpo. Se irguió sobre los codos con trabajo y se quitó el sujetador. Volvió a derrumbarse sobre la cama entre jadeos, en parte a causa del esfuerzo. Los pechos se le desparramaron blandamente buscando su acomodo sobre las costillas, y los pezones, normalmente tan secretos, empezaron a hormiguear como locos en cuanto que se encontraron libres. Cuánto calor y cuánto cuerpo, piel protagonista en el bochorno, una apoteosis de epidermis. Con mano derrotada se quitó las bragas, unas bragas de notables dimensiones, muy decentes. Sabía ya lo que iba a suceder y sabía también que era pecado. Como también era pecaminoso el hecho mismo de estar así, en cueros, sintiendo resbalar el aire por los entresijos de su carne. Antonia había comenzado a cometer tales excesos hacía poco, apenas unos años. Su atrevimiento coincidió con el traslado de su antiguo confesor y su sustitución por un cura más viejo. Tan viejo que el hombre era más sordo que una piedra y siempre imponía la misma penitencia, al buen tuntún, cuando juzgaba que la pecadora de turno había consumido un tiempo prudencial para la exposición de sus miserias. Soslayada así la vergüenza de tener que confesar sus toqueteos y asegurada, sin embargo, la sorda absolución a sus faltas, Antonia claudicó y se permitió algunos despendoles. Pero también la culpa tiene grados, y Antonia, para no pecar más de lo estrictamente necesario, no se permitía tocarse con la mano (que eso hubiera sido guarrería muy grave), y se limitaba a fantasear con violaciones, porque juzgaba que la aceptación del sexo, siquiera imaginaria, debía ser un pecado tremebundo.
Volvió hacia la pared el retrato de su hermano Antonio, que la contemplaba ferozmente desde la mesilla (el de su madre no lo volvió porque la pobre estaba casi ciega) y agarró a Lulú, el perro de peluche que conservaba desde niña y que ahora, de mayor, adornaba la cabecera de su cama. Se echó hacia atrás despacio, hasta apoyar la nuca en la almohada: el movimiento desató un terremoto de trepidaciones en sus pechos. Cerró los ojos y se sintió toda sudor y toda carne, la conciencia arrinconada allá a lo lejos y ella flotando en un inmenso mar de calentura. Paseó las roídas patitas de Lulú por encima de sus pezones, ya abultados, y dejó salir a los fantasmas que guardaba secretamente dentro suyo. El timbre de la puerta, ella que abre, un hombrón que asegura ser el fontanero, ella dejándole pasar con inocencia, él que se abalanza sobre ella bruscamente, que le agarra los senos (ay, las tetas), el perro de peluche bailotea por las pecosas protuberancias de su cuerpo, ella se resiste, él le arranca los botones de la bata, ella implora, él la arroja sin piedad sobre la cama, Lulú galopa ya por las proximidades del ombligo, ella se debate, él la desnuda a tirones como quien desuella a un animal, ella grita, él le abre las piernas, durante un horrible segundo en el rostro del fontanero se dibujan los conocidos rasgos del vecino, ella gime y se retuerce, él se baja los pantalones y se saca un sexo enorme, ella se aterra, él la sujeta abierta y ofrecida, Lulú ya está instalada entre los muslos, él se hinca, se la mete, Lulú frota y refrota su despeluchada espalda contra el surco húmedo e hinchado, él se menea bramando barbaridades que Antonia no se atreve a formular, Lulú sube y baja frenéticamente sobando su hendidura, él la posee y Antonia no sabe lo que es eso, se esfuerza en inventárselo mientras Lulú palpita entre sus ingles, él la posee y ella no puede imaginarlo, arriba, abajo, el lomo de Lulú está empapado y ella no puede imaginarlo, arriba, abajo, arriba, abajo, ay.
Antonia recuperó el entorno con aturdimiento: el goteo cansino de la cisterna rota, la tarde caliente, el tacto sintético de la colcha, el trotar de su corazón dentro del pecho, la humedad pegajosa del sudor. Arrojó a Lulú lejos de sí, porque después de estos excesos le repugnaba un poco la dócil complicidad del perro de peluche. El vértigo desaparecía y su lugar iba siendo ocupado por la suciedad y por la culpa. El sol ya estaba bajo, la noche se acercaba. Y entonces, al mirar a través de la ventana, Antonia se dio cuenta del horror: en la azotea, apenas a un par de metros de distancia, recortando contra el cielo su canijo cuerpo adolescente, mirándola muy bizco, exorbitado y quieto, estaba Damián, el silencio sobrino del portero.