XXVIII
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TREINTA TALENTOS DE ORO

Frustrada su tentativa de matar a Judas, Pedro retornó de prisa a la ciudad. Fue de inmediato al barrio galileo, donde llamó a la puerta del cuartel local del partido fanático —los nacionalistas militantes— y anunció el arresto de Jesús. Blandiendo su espada desnuda, urgió a todos los hombres valientes que allí se encontraban a seguirlo y atacar la casa de Anás: era necesario rescatar a Jesús y cortar en trozos al traidor Judas por el honor de Galilea. Convenció a los líderes fanáticos de que Jesús había dejado caer su máscara de mansedumbre, llamando finalmente a las armas para la liberación de Israel. Se transmitió esto a las posadas y locales frecuentados por los miembros del partido y pronto se reunieron veinte hombres envalentonados por el vino de Pascua, con las armas ocultas debajo de sus mantos, que juraron liberar a Jesús o morir en la empresa.

Pedro los guiaba; pero aunque recomendó cautela, pronto empezaron a gritar, lanzar amenazas de venganza y agitar las armas por encima de sus cabezas. Uno empezó a cantar la bien conocida balada contra los grandes de las familias sacerdotales, y todos la corearon vigorosamente por las calles angostas y desiertas:

Maldita sea la Casa de Boeto

y sus garrotes,

maldita sea la Casa de Anás

y sus susurros.

Maldita sea la Casa de Cantheras

y sus plumas,

maldita sea la Casa de Fiabi

y sus puños.

Malditos sean los Sumos Sacerdotes

y sus hijos tesoreros;

malditos sus yernos,

los grandes del templo;

malditos sus sirvientes levitas,

los orgullosos alabarderos.

En una esquina apareció inesperadamente una patrulla romana formada por un sargento y ocho soldados. Hubo un choque y una escaramuza breve y furiosa. A pesar de su número, los fanáticos no podían competir con los veteranos y bien armados romanos. Aunque cayó un soldado, mortalmente herido en la garganta, cinco fanáticos fueron derribados antes de que el resto se diera a la fuga, dejando tres prisioneros en manos romanas: Pedro, que había perdido la ligereza de sus pies, y dos galileos ebrios llamados Dysmas y Gestas. Los tres fueron conducidos a la guardia del cuartel romano, golpeados y azotados por los soldados; sometidos luego a un sumario juicio en que se les aconsejó declararse culpables si no deseaban sufrir el tormento, y finalmente sentenciados por el comandante a la pena de crucifixión. Pedro, para no ser utilizado en contra de Jesús, ocultó su verdadero nombre y dijo llamarse Barrabás, «hijo de mi padre», que era un apodo corriente.

Poco después del amanecer Jesús fue conducido, bajo custodia levita, a la Residencia, que era el palacio de Herodes con un nuevo nombre; Pilatos utilizaba una parte como su cuartel general cuando, tres veces por año, llamaba tropas de Cesárea para desalentar desórdenes durante las grandes fiestas. Caifás y los cinco hijos de Anás lo seguían a corta distancia, al frente de un gran séquito, y dirigieron un mensaje a Pilatos, pidiendo una audiencia inmediata.

Pilatos, anteriormente coronel de la guardia pretoriana, debía su gobernación a su amistad con el famoso Sejano, actualmente mano derecha del emperador Tiberio. Era un hombre exuberante, osado, codicioso y totalmente carente de principios. Philo, en una carta al emperador Calígula que se conserva, lo describe como inflexible, obstinado y despiadado; pero su característica principal era su humor malicioso, y nada le complacía más que trastornar la dignidad de los grandes del sanhedrín, agudos e ingeniosos pero enteramente carentes de humor. Pilatos respondió por medio de un servidor:

—El gobernador general tendrá gran placer si el sumo sacerdote desea desayunar en su mesa con él y con la señora Barbata en su comedor íntimo —cálidos aromas culinarios flotaban en el pasillo.

Caifás replicó, con un leve estremecimiento:

—Darás las gracias a tu señor; dile, por favor, que por una fastidiosa tradición antigua nosotros los judíos tenemos prohibido compartir los deseables manjares de su mesa. Esperaré con mis colegas en la galería del patio interior hasta que desee recibirnos.

Pilatos estaba encantado de hacer esperar media hora a Caifás en la galería mientras él desayunaba opíparamente con su esposa. Luego se puso de pie, con la servilleta en la mano, y secó sus labios.

Saludó a Caifás con bastante amabilidad.

—Te has levantado temprano, santidad; supongo que deseas discutir el asunto de Jesús antes de que yo comience a examinar mis casos de esta mañana, ¿verdad?

—Hemos entregado el prisionero a la guardia de su excelencia.

—¿De qué se le acusa?

—De crear un tumulto en la basílica de Herodes, con daños a la propiedad y peligro para las vidas.

—¿No hubo muertes? Entonces, ¿por qué tanta conmoción? Éste no puede ser un caso para la corte pretoriana.

—Hay agravantes de sedición y blasfemia. El prisionero se ha presentado como Mesías, el rey sagrado, y ha blasfemado contra el nombre de nuestro Dios. La pena prescrita por Moisés es la muerte por lapidación. Hemos venido a pedir tu permiso para entregarlo a la justicia popular en la Puerta del Pez.

—Como un simple romano, no comprendo esa paradoja. ¿Cómo puede un hombre aspirar a ser el rey sagrado, y al mismo tiempo blasfemar contra el Dios por cuyo favor, presumiblemente, se propone reinar? Además, tu estimado colega, Nicodemon, hijo de Gorion, me ha asegurado que el hombre es un leal amigo de los romanos, lo que parece igualmente incompatible con su aspiración al reino sagrado. No puedes considerar loco al prisionero, o no te hubieras preocupado ni me hubieras molestado a mí en ese caso; simplemente lo habrías hecho azotar para dejarlo luego en libertad. De todos modos, no puedo conceder tu petición de justicia popular, que sentaría un precedente peligroso. ¿Por qué no ordenas su ejecución oficial, si es culpable de un crimen capital?

Caifás inició una explicación, que Pilatos interrumpió.

—Verdaderamente, santidad, no tiene sentido. Deseo interrogar personalmente al prisionero. Nicodemon me ha asegurado que habla correctamente griego, de modo que no tendré necesidad de un intérprete.

—¿Enviaré a los testigos?

—No vale la pena. No creo que me ocupe de esa minucia de la basílica, donde, según me ha dicho mi secretario oriental, los cambistas y los mercaderes no tienen derecho a ejercer su comercio. A propósito, ocúpate de cancelar sus contratos sin demora. No puedo tolerar ninguna provocación a los escrúpulos religiosos de los peregrinos galileos. Y observa que tú mismo tienes en cierta medida la culpa por permitir a tu tesorero que convierta en un mercado la colina sagrada. En cuanto a la blasfemia, no es un asunto que nos concierna, a mí ni a ti, sino a la corte suprema, ¿verdad?

Canturreando, entró a la sala del juicio, el lugar mismo donde Antípater había sido juzgado por su padre Herodes, y ordenó que llevaran allí a Jesús.

—Quitale los grillos —ordenó al sargento que escoltó, con varios soldados, a Jesús—. Ahora trae una silla cómoda y que alguien venga con vino de Chipre y algunos pasteles. Luego despeja la antesala y mantén a todo el mundo lejos de la puerta. Me propongo hablar con este prisionero en privado.

El sargento, sin demostrar sorpresa, hizo lo que se le pedía. Al regresar a la guardia dijo:

—Me parece que esta vez el astuto sumo sacerdote ha metido la pata. Apuesto diez dracmas contra tres a que ha arrestado a uno de nuestros propios agentes secretos, y ahora el Samnita le ha ofrecido vino mientras oye su versión.

—Sí, pienso que tienes razón. ¿Has visto cómo dejó que se enfriaran los pies de la pandilla del sanhedrín mientras él terminaba su tocino y sus riñones con especias? No pude dejar de reír, aunque el sumo sacerdote disimuló muy bien su furia.

Pilatos preguntó amablemente a Jesús:

—¿No bebes vino?

—He tomado los votos nazareos.

—Está bien. No te obligaré a que los rompas. Es afortunado que hables griego. Pero deberías ver a un buen cirujano por esa pierna, salvo que se trate de una herida antigua. Hipócrates, en su tratado sobre las dislocaciones explica exactamente cómo volver a poner la articulación del fémur en su lugar. Si dejas todo librado a la naturaleza, que es a todas luces torpe, se forma una falsa articulación y sufrirás horriblemente de ciática cuando seas viejo. El cirujano de mi casa puede atenderte, si lo deseas; es bastante hábil. Tal vez la operación sea dolorosa, pero a la larga vale la pena. De todos modos, podemos hablar de eso más adelante. Mientras tanto, quiero hacerte una o dos preguntas de rutina, y espero que no te moleste responder. Me limitaré al tema de tu identidad.

—Está bien.

—¿Tu nombre es Jesús?

—Así es.

—¿Has nacido en Bethlehem… Bethlehem de Efrat, en Judea?

—Sí.

—¿Y perteneces a la casa de David?

—Sí.

—Dime, ¿eres el Jesús cuyo nombre se lee en este papel? Es una hoja del censo de Quirino, hace veintidós años; acabo de tomarla del archivo.

—Lo soy.

—Así lo esperaba. Según aquí afirma, has nacido en Bethlehem más o menos tres meses antes de la muerte del rey Herodes. A propósito, Jesús de Bethlehem —aquí giró bruscamente en su silla—, ¿eres el rey de los judíos?

—¿Tú mismo me lo preguntas, o alguien ha puesto la pregunta en tu boca?

Pilatos desoyó la pregunta con fingido candor.

—¿Piensas que soy un judío, y que intento obtener una declaración que pueda convertirse en un cargo? Soy un magistrado romano, y te he hecho una pregunta romana directa sobre un sencillo problema de identidad. ¿Eres el legítimo heredero del trono de Herodes por el casamiento legal de tu padre con tu madre?

Jesús respondió con reticencia.

—Sí, lo soy —y agregó—: Pero mi reino no es de este mundo.

—Te comprendo perfectamente. La corona ha estado enajenada desde tu infancia, y tú renuncias a tus derechos porque no tienes dinero ni influencia para hacerlos valer. Sin embargo, tienes conciencia de tu realeza; por eso te has divertido con una modesta entrada en la ciudad montado en un asno y con una breve, aunque furtiva, ocupación del trono de David en la cámara del hogar.

Jesús no contesto.

—En realidad, reclamas la soberanía espiritual al tiempo que rechazas la temporal. Pero ¿qué cosa en el mundo te impide, amigo mío, gozar de ambas? Debes comprender que si un rey no posee el poder temporal, su poder espiritual no puede ser efectivo. Nicodemon, hijo de Gorion, que es tu firme defensor, me ha explicado todo el asunto, y le he asegurado que, si pones todo en mis manos, los mayores problemas de tu infeliz nación quedarán resueltos a satisfacción de todos. Según el último testamento válido de tu abuelo, que el anterior emperador aprobó y dejó bajo la custodia de las vestales, sigues inmediatamente en la sucesión a tu tío Filipo el Boecio; pero como él ha hecho hace mucho renuncia de sus derechos, tienes títulos irrefutables para asumir la dignidad de rey y los dominios íntegros de tu abuelo. Te sugiero esto: escribiré al emperador un informe con una declaración jurada de tu reclamación, destacando tu lealtad hacia él y mencionando tu explícita condena de la costosa farsa del ritual del templo y del desdén que sienten los fariseos por los funcionarios policiales, los recaudadores de impuestos y otros servidores del gobierno. Sugeriré que se te otorgue libertad en los asuntos espirituales, así como el título de rey aliado, a condición de que te comprometas a combatir los malentendidos entre tu país y el nuestro; a descentralizar el culto; a fomentar el comercio y la agricultura, y en general, a poner Judea al mismo nivel que los demás miembros civilizados de nuestra comunidad imperial. Por supuesto, el emperador, que está descansando de los asuntos públicos en Capri, no verá el informe. Se ocupará de él mi amigo y protector Lucio Elio Sejano, quien implícitamente confía en mi juicio en lo que se refiere a los asuntos de Palestina. ¡Pero no me escuchas! ¿Te sientes mal?

—Mi reino no es de este mundo.

—Ya me lo habías dicho. ¿Significa eso que no aceptas mi propuesta? Tu padre era rey. ¿Para qué otra cosa, aparte de reinar, crees que has venido al mundo?

—Para dar testimonio de la verdad.

Pilatos exclamó desdeñosamente:

—¿Qué es la verdad? Toda pretendida verdad tiene una verdad antitética, igualmente válida en términos de lógica. La sal de la vida es el humor, la comprensión de que a la larga, y gracias a los dioses, nada tiene realmente importancia. ¿Nunca reposas de tu monomanía de santidad?

Jesús guardaba silencio.

—No soy, señor, un hombre con quien se pueda bromear. Debes comprender que tengo poder de vida y muerte en esta provincias y que incluso te puedo crucificar, si lo deseo.

Jesús nada dijo.

Pilatos emergió rápidamente de ese momento de mal genio, y rió ante la fantástica comicidad de la situación.

—Te doy mi palabra de que no te entiendo. ¡Pero si pareces un chrestos y no un christos! (Quería decir un simple y no un rey ungido). Muy bien, piénsalo mientras hablo un instante con mi perfecto valet.

Salió a la galería y dijo brevemente a Caifás:

—No encuentro culpa alguna en tu prisionero.

—¿Que no hay culpa en ese infame sedicioso? ¡Si ha levantado todo el país, desde Edom hasta Galilea!

Pilatos sonrió.

—Agradezco la sugerencia de su santidad. Bien podría ser que Herodes Antipas de Galilea, puesto que Jesús es su súbdito, tuviera interés en él por algún delito político cometido en la tetrarquía; le preguntaré esto de inmediato a Antipas, que ha llegado esta mañana. Nunca me ha perdonado del todo que no le pidiera permiso para crucificar a ese grupo de galileos que destruyeron mi nuevo acueducto de Berhlehem. Si Jesús ha tenido problemas allí, nos ahorraremos muchas molestias. Ten la bondad de aguardar aquí un poco más, si no prefieres escuchar un poco de música agradable en mis impuras habitaciones.

Caifás conocía a Pilatos desde hacía tiempo suficiente, y había sido humillado por él con suficiente frecuencia como para asustarse por su ánimo jocoso. Debía haber entrevisto un nuevo plan lucrativo, en el que de algún modo figuraba Jesús, para chantajear al sanhedrín. Pero aún no se veía con claridad cuál era exactamente ese plan.

Pilatos regresó a la sala del juicio.

—Vamos, rey Jesús, no puedes ser tan simple como pretendes. Estoy dispuesto a olvidar tu silencio, tan descortés, y a darte una nueva oportunidad de que obtengas gloria para ti y para tu posteridad, y de que inaugures una nueva Edad de Oro para tus afligidos súbditos. Presentaré tu demanda a Elio Sejano, después de conseguir el endoso de mi superior inmediato, el gobernador general de Siria. No necesito ocultar que, en gran medida, la causa de este ofrecimiento es el disgusto que siento por el gordo tetrarca y por esas ratas del sanhedrín que están en la galería; y naturalmente espero que me recuerdes con generosidad cuando llegues al poder. Comprendo que la noticia de tu buena fortuna debe parecerte una especie de golpe, tras la pobreza de tu juventud y tu reciente existencia fugitiva. Pero ahora recobra la compostura, reza y trata de conducirte como un rey y no como un campesino. El desvergonzado de tu abuelo lloraría de vergüenza si pudiera obtener un permiso para salir del Hades y nos viera aquí, juntos, esta mañana. Aquí está mi mano derecha, ofrecida con sincera amistad. ¿La aceptas?

Jesús suspiró profundamente, sonrió a Pilatos e hizo un casi imperceptible gesto negativo con la cabeza.

Pilatos se puso de pie vivamente.

—Está bien. Si te niegas, te niegas, y que el cielo te ayude. Si no quieres ser el rey Jesús de Judea, eres entonces simplemente Jesús de Nazaret, y un súbdito, por tu domicilio, de tu tío paterno Herodes Antipas, a quien te remito para que te juzgue. Espero sinceramente que te trate tan desagradablemente como trató a tu primo materno Juan de Ain-Rimmon.

Gritó y dio unas palmadas. El sargento entró corriendo.

—Jucundus, trae pluma, tinta, pergamino. Y lleva a este subnormal galileo a la guardia.

Jesús salió con el sargento, y Pilatos escribió una carta:

A su excelencia el príncipe Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, de Q. Poncio Pilato, gobernador de Galilea, salud.
Te envio un personaje interesante. Puedo decirte confidencialmente que es considerado el heredero legítimo de los dominios de tu padre Herodes según los términos de su último testamento válido. Ten la bondad de estudiar sus títulos, que han satisfecho mi breve examen. En la infancia escapó a la masacre de Bethlehem, que tus hermanos Arquelao y Filipo el Tetrarca realizaron por orden de tu padre, y residió luego parte en Egipto, como verás por su idioma alejandrino, y parte en tu propia tetrarquía. Como debo suponer que es ciudadano romano mientras no se demuestre lo contrario, por favor actúa según el mismo supuesto y abstente de someterlo a la tortura. Te impresionarán tanto como a mí los rasgos típicamente herodianos de su rostro. Por supuesto, no informaré del asunto al emperador, ni lo mencionaré a nadie, mientras no conozca tu punto de vista personal; deploraría estropear las amistosas relaciones existentes entre nuestros dos gobiernos sometiendo a Roma una demanda que tendría el efecto de desalojarte de tu cómoda residencia junto al lago. Vale.

«Me parece» se dijo Pilatos, murmurando, «que esta carta, hombre inteligente, te puede dar hasta treinta talentos, que no te vendrían mal en esta época de penuria. Pero no debes olvidarte de regalar a tu esposa el collar más hermoso de Jerusalén. Después de ese sueño que ha tenido, y que casi te echó a perder el desayuno, tomará a mal la muerte de ese individuo. Es tu propia culpa: tú mismo le contaste la historia de Nicodemon cuando volviste a la cama y la encontraste despierta».

Ordenó que llevaran a Jesús a presencia de Antipas, que por un antiguo acuerdo ocupaba el ala oeste de la Residencia durante las fiestas.

Antipas y Herodías sentían gran incomodidad mientras un subalterno introducía a Jesús en su salón privado, pero ambos hicieron todo lo posible para ocultarlo. Antipas despidió al subalterno, y ofreció a Jesús una silla y vino.

Jesús declinó ambas cosas.

—He hecho votos —dijo.

—Eso no me ofende —respondió Antipas—, pero lo lamento. El vino es un mediador útil para los negocios, y, si he comprendido bien la carta de mi amigo el gobernador general, él te envía aquí para hablar de negocios. Suponiendo que eres quien dices ser, y que el gobernador general no ejercita conmigo su habitual jocosidad; suponiendo, quiero decir, que se puede comprobar tu identidad ante la corte del senado, se plantea naturalmente…

Herodías interrumpió con cruda franqueza:

—¿Cuál es tu precio, hombre?

Jesús no habló.

—Mi medio hermano Herodes Filipo, en circunstancias algo parecidas, aceptó una suma anual, que todavía debo pagarle, a cambio de un documento de cesión de sus derechos a los dominios de nuestro padre. Arquelao el Etnarca, mi hermano Filipo, nuestra tía Salomé y yo hemos acordado darle el interés de una suma de treinta talentos depositados en Alejandría…

Herodías interrumpió nuevamente:

—Qué disparate, sólo eran veinticinco.

—Tienes razón, querida, recuerdo ahora que eran veinticinco talentos; Arquelao y yo contribuimos con nueve, mi hermano Filipo con cinco y Salomé puso el resto. Talentos de plata, no de oro, naturalmente. Ahora sólo recibe el interés de mis nueve y los cinco de Filipo, porque Salomé hizo de la señora Livia su única heredera, y Arquelao debió ceder sus propiedades al emperador en castigo por haber llevado torpemente su etnarquía. Con todo, el interés de catorce talentos de plata al tres por ciento es una suma muy reconfortante, de que él goza sin el agobio y los problemas de un reinado. No me comprendas mal: yo no te puedo ofrecer en modo alguno la misma cantidad, dado el actual estado de mis rentas. Podrías convencer a Filipo de que desembolse unos cuantos talentos más; sus asuntos siguen marchando bien. Pero una cosa te advierto: Pilatos no será tan generoso como nosotros. Te pedirá por lo menos la mitad de tu renta anual, si no más, como participación en el pastel. ¿Qué te parece el interés de tres talentos? Te prometo que extraeré otros tres de mi hermano Filipo.

Jesús hizo un gesto de impaciencia.

—¿No es bastante? Pues bien, cuatro. Puedes vivir espléndidamente en Alejandría con los intereses de cuatro talentos.

Jesús le volvió la espalda.

—Me gustaría que tuvieras la gentileza de responder. Sé que eres un artesano poco acostumbrado a la vida de la corte; pero seguramente tendrás lengua, ¿verdad?

Gradualmente, Antipas elevó su oferta a diez talentos, y luego miró consternado a Herodías. Los ojos de su mujer ardían. Ella dio una palmada y llamó al mayordomo.

—Filemón, trae ese viejo manto escarlata de su alteza real, comido por las polillas, del arcón que está junto a la puerta de la armería, una vara de papiro y unos coturnos de teatro. Viste a este desvergonzado de rey, con la vara en la mano, los coturnos en los pies y una olla de cobre en la frente, y devuélvelo al gobernador general con los cumplidos de su alteza real.

Y Herodías dijo luego a Jesús:

—Está bien; sé entonces un rey, y que te devoren los cuervos.

Antipas estaba asustado. Apenas se llevaron a Jesús, burlonamente acompañado entre las columnas por la música discordante que tocaba la guardia de palacio, el tetrarca corrió a ver a Pilatos, que mientras tanto había resuelto dos casos criminales y varias peticiones y firmaba ahora documentos en su estudio. Pidió a Pilatos que no se incomodara por la broma de Herodías y agregó:

—Quítalo del paso, excelencia, y tendrás diez talentos.

—Perdona mi sonrisa descortés.

—Quince.

—Prueba otra vez.

—¡Veinte!

—¿Veinte talentos de oro? No es suficiente. Y veinticinco tampoco inclinarían la balanza.

—¿Veinticinco? Mi Herodías jamás me perdonaría si te pagara eso.

—Ni me perdonaría mi Barbata si yo los aceptara.

Antipas gimió.

—Mi última palabra: treinta.

—¿Treinta? No está mal. Fácilmente podrías ofrecer más, pero no regatearé: tu amistad significa más para mí que meras riquezas.

—Pagaré cuando vea su cuerpo crucificado.

—Pero firmarás de inmediato un documento por la mitad de la suma.

—¿Cómo puedo saber que ese hombre no es un impostor?

—Eso lo decidirá mi amigo Elio Sejano, si tú no puedes.

Antipas extendió su mano derecha.

—Eres un hombre duro, excelencia.

—Pero capaz de apreciar tu generosidad, querido príncipe; cancelas con ella cualquier leve resentimiento que yo pudiera padecer por tu apoyo a la corte suprema en el asunto de los escudos votivos. ¿Sabes? Casi daría la mitad de mis ganancias de hoy por haber estado presente mientras tú y Herodías despedían a gritos, como vendedoras de melones, a tu estúpido primo del campo. Debía ser una perfecta comedia atelana.

—Espero sinceramente que la broma no se vuelva un día contra ti, excelencia.

—Lo único que deploro es que tu poco religioso hermano el tetrarca Filipo no haya venido a la fiesta, y que haya sido menester darse tanta prisa con este negocio que no te sea posible arrancarle su parte de estos treinta talentos. Por Hércules, que debe ser muy duro para ti.

—¿O lamentas no poder quitarle otros treinta talentos, excelencia?

Pilatos lanzó una carcajada.

—¡Qué bien nos comprendemos! Sí, debo confesar que me irrita sobremanera la repugnante riqueza de sus ciudades, Hippos, Pella, Gerasa y las demás. Pero eres buen perdedor, querido príncipe; y si de ahora en adelante podemos trabajar juntos, quizás hallemos posible todavía arrancarle unas pocas de sus vistosas plumas para adornar nuestros nidos.

El sumo sacerdote aguardaba aún fuera de la sala del desayuno de la Residencia. Pilatos salió y se excusó por haber prolongado tanto su espera, en un día de tal importancia en el calendario sagrado judío.

—Vuestro rey cojo —dijo sonriendo— me causa gran ansiedad. No veo justificación para una condena a muerte. Su actitud es correcta, y mi amigo Nicodemon, hijo de Gorion, me ha pedido como un favor personal que lo ponga en libertad. ¿Qué dices? ¿Por qué no eres caritativo y perdonas su blasfemia? Sabes que hoy es precisamente el día en que el emperador me autoriza a realizar un acto de clemencia anual, la concesión del indulto a un criminal judío, en teoría, a cualquier criminal, sin excepción. La elección debe hacerla el pueblo, levantando la mano, pero tus servidores pueden representar a la multitud.

Llamó a los levitas y preguntó:

—¿Perdonaré a vuestro rey? ¿O preferís que indulte a Simón Barrabás, el jefe de una banda de fanáticos galileos que mató a uno de mis hombres en las primeras horas de esta mañana?

—¡A Barrabás! —gritaron al unísono los grandes, y los levitas repitieron como un eco—: ¡A Barrabás! ¡A Barrabás!

—¿Y crucificaréis a vuestro legítimo rey? ¿Por qué he de cometer acción tan bárbara?

—Serás un enemigo del emperador si no lo haces —exclamó Caifás—. Ese hombre planea una revolución religiosa; si no lo refrenamos, será el preludio de una rebelión nacionalista. No dudo que el ataque de esos fanáticos era una protesta contra el arresto.

—¿Es tan grave como eso? Entonces, ¿por qué no me lo has dicho desde el comienzo? Pues bien, no sé, tal vez te permita, después de todo, que hagas tu voluntad. Pero en ese caso, debes asumir toda la responsabilidad. Yo «me lavo las manos», para emplear una metáfora hebrea. Puedes matarlo o ponerlo en libertad, exactamente como quieras; pero si ha de morir, será por crucifixión regular, y nada de tonterías acerca de la «justicia popular».

—¿No será suficiente la decapitación? La crucifixión implica una maldición, y no deseamos ofender sin necesidad a los galileos. Todos sus seguidores más constantes son galileos.

—Subestimas, santidad, la atención y la piedad con que he estudiado la ley mosaica. Primero me pides autorización para lapidar a tu prisionero por blasfemia, sabiendo que el cuerpo del hombre lapidado debe colgarse luego de un árbol para que sea maldito; y ahora sugieres incoherentemente que debe obviarse la maldición.

El sumo sacerdote explicó:

—Nuestra costumbre de colgar los cadáveres ha caído en desuso hace mucho, y la última lapidación por blasfemia ocurrió hace más de treinta años.

—Tenía verdaderamente la impresión de que aún se cumplían vuestras leyes con toda su dureza primitiva; has destruido una de mis ilusiones favoritas y ahora no sé qué pensar. Me siento como aquel simple sátiro de la fábula de Esopo, cuando miraba cómo soplaba un hálito caliente para entibiar sus manos y uno frío para refrescar sus gachas. De cualquier modo, en este caso, para que el castigo tenga el necesario efecto de escarmiento, debe ser la crucifixión.

—No podemos rechazar la responsabilidad —dijo Caifás, aunque con evidente desagrado—. Es un criminal peligroso, y aceptamos que su sangre caiga sobre nuestras cabezas.

Pilatos pidió una jofaina, y lavó públicamente sus manos, parodiando solemnemente la ceremonia judía con que los superiores de las sinagogas se liberan de culpas cuando en su distrito ocurre un crimen inexplicado.

—Si decides crucificar a vuestro rey, te daré un pelotón de soldados para que se ocupe de ello. Es todo lo que puedo hacer.

—¿Y la declaración del crimen? Es ilegal proceder a una ejecución sin una declaración del crimen; y yo no tengo autoridad para hacerla, especialmente porque la crucifixión no es una práctica judía. Al menos debes escribir la declaración. Esa responsabilidad sólo te incumbe a ti.

—Está bien. Espera entonces un poco más, y la haré; y ya que estamos en eso, también otras dos para el par de fanáticos que fueron condenados esta mañana con Barrabás. Ahora que recuerdo, aún no he firmado sus sentencias. Pueden ser crucificados los tres en fila.

Los grandes aguardaron, ardiendo de impaciencia, a que las declaraciones estuvieran listas, escritas en latín sobre tablillas de madera, con la traducción al griego y al hebreo más abajo. Las dos preparadas para Dysmas y Gestas decían:

LATROCINIUM: QUOD PROVINCIAM PERTURBAVERUNT.

Bandidaje, porque han perturbado la paz de la provincia.

Pero la declaración del crimen de Jesús sorprendió y alarmó a los grandes. No era, como esperaban:

MAIESTAS. QUOD SE REGEM IUDAEORUM FINXIT ESSE.

Alta traición, porque pretendía ser Rey de los Judíos.

sino, en cambio:

HIC EST JESUS NAZARENUS, REX JUDAEORUM.

Éste es Jesús Nazareno, Rey de los Judíos.

Caifás pidió a Pilatos que modificara la frase, pero él se negó firmemente.

—Lo que he escrito, escrito está. Habéis asumido plena responsabilidad por crucificar a vuestro rey. Si cambias de idea en el último momento, házmelo saber, y te confieso que no lo lamentaré. He llegado a compadecer, e incluso a admirar a ese hombre. Bien, antes de despedirme, debo recordarte que no concedo favores con frecuencia ni gratuitamente; y que esta mañana has ocupado, con este ínfimo caso criminal, dos horas de valioso tiempo que no puedo desperdiciar ni me pertenece. Había prometido a la señora Barbata concluir de prisa mis labores legales para llevarla a pasear al campo; temo que ahora es demasiado tarde. La única excusa posible sería que, con la ayuda de todos tus servidores, le regalaras el más bello collar que pueda encontrarse en Jerusalén. Sus piedras favoritas son las esmeraldas, pero tuerce la nariz ante las de tinte amarillento; y deben estar talladas y engarzadas por un excelente joyero de Alejandría.

—No lo olvidaremos, excelencia.

José de Arimatea supo por boca de sus criados que Jesús había sido arrestado y entregado a los romanos. Fue de inmediato a casa de Gamaliel, el nieto de Hillel, que acababa de ser elegido presidente adjunto de la corte suprema. Juntos se dirigieron a la Residencia, con la esperanza de salvar la vida de Jesús y se encontraron con Caifás, que en ese instante salía del edificio.

Caifás se mostró sorprendido por su interés en el caso; Jesús, dijo, no sólo era un sedicioso, sino un blasfemo.

—Santo padre —preguntó José—, ¿el cargo es de sedición o de blasfemia?

—¿Qué te puede importar eso?

—Soy miembro del sanhedrín y no seré cómplice de una injusticia. Si el cargo es de sedición, que se ocupen los romanos; si es de blasfemia, es la corte suprema quien debe juzgar.

—El prisionero pronunció una terrible blasfemia que pudo escuchar toda la casa de Anás.

Gamaliel protestó severamente:

—A menos que una supuesta blasfemia sea instantáneamente castigada por el cielo, no existe mientras la corte suprema no establezca que ha habido blasfemia. Si el sanhedrín, movido por una brusca indignación, hubiese recogido piedras y administrado justicia al modo de los bárbaros samaritanos, esto sería una deshonra para el sanhedrín y para la corte suprema; pero entregar a un supuesto blasfemo a los romanos para su crucifixión es deshonrar al mismo Señor de Israel, bendito sea.

—No tan alto. Mis hombres escuchan.

—¡Que toda Jerusalén escuche!

—Hombres sabios, os pido que vengáis aparte y guardéis silencio mientras os explico la situación.

Los llevó detrás de un pilar del claustro, y dijo de prisa:

—El gobernador general ha jugado con nosotros. Sabe perfectamente que este Jesús es un rebelde que se ha proclamado públicamente el bendito Mesías hijo de David. Si no demostramos nuestra lealtad al emperador ejecutando al prisionero antes del fin de la fiesta, utilizará esto como un látigo contra nuestras espaldas. Incluso nos ha amenazado con dar por cerrado el caso, esperando sin duda que el prisionero organice una rebelión, fácil de sofocar, de los fanáticos. Quiere un pretexto para intervenir en nuestros asuntos, poniendo fin no sólo al tránsito de los peregrinos de Galilea y Transjordania, sino incluso al culto del templo. Si intenta una cosa así, provocará un levantamiento general y la extinción total de nuestras libertades. Es mejor que perezca un hombre, y no toda la nación. Os ruego que dejéis las cosas como están.

—¡Entregar un hombre inocente a los romanos para su crucifixión, la víspera de la Pascua, es reclamar la furia vengadora de nuestro Dios!

—Si hubieseis oído sus blasfemias, os habría horrorizado que se proclamara su inocencia.

—¿Desde cuándo la casa de Anás se atribuye las funciones de la corte suprema?

Caifás, con un gesto, dio la conversación por terminada y se alejó encolerizado.

Gamaliel era un digno sucesor de su abuelo Hillel. Dijo a José de Arimatea:

—Corre, hermano, a las casas de tus diez colegas (los fariseos miembros del sanhedrín) y haz que te acompañen a casa del gobernador general con una súplica de piedad. Debes decirles que el sumo sacerdote ha reunido una corte irregular en casa de su suegro, y que la decisión allí tomada está contra los principios de la mayoría de los miembros del sanhedrín. Yo veré al otro presidente y a uno o dos de mis colegas más elocuentes; los convenceré de que deben superar sus escrúpulos contra los tratos con los romanos, y nos presentaremos juntos a Pilatos. Para salvar una vida inocente tragaría un montón de inmundicia, y ellos harían lo mismo.

Gamaliel y José partieron en direcciones opuestas; pero cuando lograron reunir sus delegaciones ante la puerta de la Residencia, Pilatos y la señora Barbata ya habían salido de la ciudad en un coche rápido, seguido por otros donde iban miembros del gobierno con sus esposas, para celebrar una lujosa comida en los estanques de Bethlehem. El mayordomo dijo a los delegados que el gobernador no volvería antes de la caída de la noche, y los remitió al comandante del regimiento acuartelado en Cesárea, que era el diputado de Pilatos.

Ante esta desalentadora noticia, Gamaliel y su presidente adjunto reunieron las dos delegaciones en una que se dirigió a la casa de la piedra hendida para interceder ante Jehová. Después de una confesión general de sus debilidades y pecados, y de cantar salmos penitenciales, se arrodillaron y suplicaron con gran fervor que el Todopoderoso perdonara la vida de un hombre inocente que iba a caer bajo la maldición; y que al menos la maldición no cayera sobre él, si no era posible salvar su vida.

Cuando terminaron, Gamaliel dijo:

—Hermanos, hemos pedido la intercesión del Señor en compañía. Ahora pidámosla por separado en nuestros hogares; lloremos amargamente con nuestras familias hasta la caída de la noche, en que tendremos una doble obligación de júbilo: la Pascua y el Sabbath. Quizá nuestro Dios sea generoso, si ve la amorosa sinceridad de nuestros corazones, y libre a Israel del nombre de ramera; porque sólo las rameras venden a sus hijos como esclavos y sólo las rameras desprecian el nombre del amor.

Todos los reunidos aceptaron la sugestión. Los doctores de la ley regresaron a sus hogares, donde durante todo el día se entregaron al duelo y a la súplica de la intercesión, para desesperación de sus familiares y huéspedes, que se vieron obligados a hacer lo mismo, y sólo se dispusieron a participar en la fiesta cuando llegó la noche. Y así (al menos esto afirman los ebionitas) se cumplió otro punto de la profecía de Zacarías: el gran llanto de Jerusalén por el profeta asesinado.

Y la tierra llorará, cada linaje apartado; el linaje de la casa de David por su parte, y aparte sus mujeres; el linaje de la casa de Natán y sus mujeres aparte;

El linaje de la casa de Leví, y sus mujeres; el linaje de Semei, y sus mujeres;

Todos los otros linajes; los linajes apartados y sus mujeres aparte.

Judas, que había aguardado toda la mañana en el exterior de la Residencia, con los demás testigos, desgarrado entre el terror y la esperanza, comprendió finalmente que el plan de Nicodemon había fracasado y que Jesús había sido condenado a la cruz. Cuando los testigos fueron despedidos, corrió al templo, entró bruscamente en el despacho del tesorero y arrojó los treinta siclos sobre su gran escritorio.

—¡Es el precio de la sangre inocente! —gritó.

Un empleado del tesorero respondió fríamente:

—¿Qué nos importa de eso a nosotros? El dinero es tuyo. Si has pecado, debes hacer las paces con el Señor como puedas.

—¡A buen precio habéis valorado a vuestro profeta! ¡Arrojad este dinero maldito al alfarero, para que se cumpla la profecía!

Salió corriendo y obligó al hijo de Nicodemon, a quien encontró en el puente, a ir con él hasta las afueras de la ciudad. Allí, en un prado, Judas se humilló ante su Dios, y dijo en voz alta:

—Oh, Dios de Israel, apiádate de un miserable que ha pecado por su presunción y su cobardía, y con su inmensa locura ha traicionado a tu Ungido, condenándolo a algo peor que la muerte. Haz que ocurra como en los días de nuestro padre Abraham, cuando su hijo Isaac iba obedientemente al lugar del sacrificio, llevando la carga sobre su hombro, como va ahora tu Ungido; y cuando tu corazón se inclinó a la piedad y aceptaste, en cambio, un macho cabrío. Justo Señor, acepta así mi vida a cambio de la vida de mi maestro, y aún más que mi vida: haz que muera yo maldito, pero que él escape a la maldición. Porque está escrito: «La maldición de Dios sobre aquél que cuelga de un árbol». Perdona su vida, y deja que perezca eternamente el alma de uno que lo amaba demasiado.

Después, Judas besó a su lloroso compañero y le dijo:

—Hijo de Nicodemon, ahora debes expiar el error de tu padre actuando como mi verdugo; porque no querría yo mostrarme ingrato con el Señor tomando mi propia vida. Si te niegas a cumplir este deber, entonces tú serás la víctima. Es una vida por otra.

El hijo de Nicodemon, viendo que no había forma de evitarlo, tomó el ceñidor de Judas y colgó al hombre de Keriot, fuera de la vista del público, de un retorcido espino que había en una hondonada cercana.

Ahora el dinero estaba doblemente manchado, y el tesorero no podía, con ningún pretexto, agregarlo a los fondos del templo como una contribución. Por lo tanto, lo «arrojó al alfarero», comprando con él el mismo campo donde fue hallado Judas ahorcado. Por una casualidad, ese campo se llamaba el Campo del Alfarero, porque una parte estaba sembrada de vasijas rotas procedentes de un horno vecino. Su nombre cambió: fue llamado desde entonces Aceldama, «el campo de la sangre»; sus muros fueron derribados y se dejó inculto.

Permitid que no haga un juicio moral acerca de Judas; es suficiente que narre la historia como la he oído. Una secta de crestianos de Alejandría, llamados camitas, honran a Judas porque si él no hubiese arreglado el arresto de Jesús, no habría habido «crucifixión ni triunfo sobre la muerte»; pero los ebionitas rechazan este punto de vista, que les parece inicuo. Ellos dicen: «Judas, como un discípulo bajo los votos, estaba obligado a obedecer las órdenes de su maestro, sabiendo que estaban sólidamente fundadas en la ley y los profetas. En el pasaje de la bendición de Moisés citado por Jesús, los levitas son elogiados por su firmeza en el empleo de la espada contra sus parientes idólatras. Si Judas hubiese obedecido dichas órdenes, en lugar de lamentarse por haber sido él el elegido, y de entregarse luego presuntuosamente, a espaldas del maestro, a un absurdo intento de salvar su vida, todo habría marchado bien: el reino de Dios, por el cual Judas oraba diariamente, como se le había enseñado, habría llegado infaliblemente, como profetizó Zacarías. Ahora bien: nuestro Dios —que ordenó también la muerte de Pedro en la cruz, bajo la maldición— ha de juzgar si la falta de Judas —la cobardía arraigada en la inteligencia— era más grave que la de Pedro —la combatividad enraizada en la falta de inteligencia—; y también si expió esa falta con su muerte. Lo único que nosotros sabemos es que, entre ambos, postergaron el gran día».