XVIII
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LA FERIA DEL TEREBINTO

Simón fue enterrado en una hendidura de la roca en Horeb, y Juan retornó a Beth Arabah. Al cuidado de Judas de Keriot, Jesús recuperó gradualmente sus fuerzas. Diez días más tarde, partió de la montaña hacia Hebrón, cincuenta millas al norte, por la tortuosa cuesta de Akrabbim.

Judas de Keriot (un pueblo situado a poca distancia de Hebrón) lo acompañaba como su discípulo. Era un hombre prudente y sabio, de alma generosa, que había estado anteriormente asociado con su tío, mercader de pescado salado, y se había convertido en ebionita disgustado con el mundo después de ser falsamente acusado de incesto con la joven esposa de su tío; posteriormente la muchacha se había ahorcado. Judas sería una gran ayuda para Jesús, porque diez años de negocios le habían enseñado los hábitos de los romanos, con sus supersticiones griegas y sirias, y también cómo dirigirse a los magistrados, los funcionarios de la sinagoga o los funcionarios de las ciudades con digna urbanidad; y sus siete años con los ebionitas le habían instruido acerca de los modos de los pobres y los proscritos.

En un punto en que el paso entre montañas se estrechaba encontraron la retaguardia de un gran grupo de hombres que viajaban juntos, buscando en el número seguridad en esa región desolada e infestada de bandidos. Parecían en su mayoría edomitas, y árabes de Sinaí; pero había también entre ellos algunos mercaderes fenicios y dos griegos vestidos con los mantos grises de los filósofos.

Judas saludó al capitán de la retaguardia, un árabe, y le preguntó cortésmente por qué todo el grupo usaba vestiduras de luto: ¿acaso había ocurrido alguna calamidad pública de la que no se había enterado?

—Somos peregrinos y vamos a llorar por nuestro antepasado Abraham y a ofrecer sacrificios a su sombra. ¿Ignoras que pasado mañana comienza la Feria del Terebinto? Nuestros doscientos asnos y camellos llevan allí valiosas mercancías.

—Permite por favor, a mi amo y a mí, unirnos a tu caravana. También somos hijos de Abraham.

—¿De qué nación?

—Somos judíos. Mi amo es un hombre santo; yo soy su discípulo.

Esa noche, junto a una hoguera de ramas de espino, un grupo de educados peregrinos conversaba sobre la antigüedad de Hebrón. Según el Génesis, Abraham había cavado un pozo y plantado el bosquecillo sagrado llamado los robles de Mamre, en honor de Jehová, precisamente en este valle fértil, fresco y sombreado, situado a mil metros por encima del mar Mediterráneo. Fue enterrado, no muy lejos, en la caverna de Machpelah, que según se dice había comprado a Efrón, uno de los hijos de lleth, como sepultura para su hermana Sara, que era también su esposa. Se recuerda que los patriarcas Isaac y Jacob, con sus mujeres Lea y Rebeca, han sido enterrados en la misma caverna. Pero un mercader de Petra declaró que esta información era errónea.

—Lo que llaman los judíos robles de Mamre es lo que nosotros, en Petra, llamamos robles de Miriam. Según nuestra tradición, Miriam, hermana del semidiós Moisés, era la diosa de los calebitas que vinieron desde el sur con los judíos y tomaron Hebrón a los anakim. Los judíos, que tienen aversión a todas las diosas, ocultan la verdad mediante una transliteración, pretendiendo que el lugar ha recibido su nombre de un amorita llamado Mamre, hermano de Eshcol. Pero verás en el bosquecillo sagrado la efigie de Miriam; es una diosa del amor, de cola de pez, como la Afrodita de Joppa. La gente de Hebrón pretende que esa efigie representa a Sara, esposa de Abraham.

Ante esto, el mayor de los dos filósofos griegos, un espartano que daba la vuelta al mundo con su hijo en busca de conocimientos geográficos, exclamó:

—¿Es Miriam su nombre? Debe ser la antigua diosa del mar frigia Myrina, que dio su nombre a la ciudad principal de Lemnos, y que según Homero era la antepasada de los dárdanos de Troya. Los estudiosos la identifican con la diosa del mar egea Tetis, cuyo nombre vinculan los mitógrafos con el del héroe Peleo. ¿No será posible que los hijos de Heth fueran egeos, los hijos de Tetis, y que Machpelah hubiera sido en un tiempo un oráculo de Magua Peleus o Peleo el Vidente?

—¿Sugieres, padre —preguntó su hijo— que los judíos y calebitas cuyo antepasado era Abraham expulsaron a Tetis de su altar para instalar allí a su diosa Sara?

—No, sino que el clan de Caleb suplantó al clan de Efron en favor de Tetis, a quien dieron el nuevo nombre de Sara. ¿Puede alguien aquí hablar sobre Sara?

El mercader de Petra respondió:

—Poco se recuerda de ella, excepto que cuando un ángel le aseguró a Abraham que sus descendientes serían más que los granos de arena de la costa, Sara se echó a reír.

—Está bien —dijo el griego mayor—. Entonces se puede confiar en que tiene derecho a su cola de pez, y que Heth, Miriam y Sara son una sola deidad. La mención de la costa es un indicio suficiente, aun sin la risa. Las diosas del mar, que invariablemente son también diosas del amor, son famosas por su risa. Me agradaría que supierais, señores, que este problema tiene algo más que interés académico para mi hijo y para mí. Nuestros dos compañeros de viaje judíos me apoyarán si sostengo que nosotros los espartanos, por ser dorios, somos también hijos de Abraham.

Jesús guardó silencio, porque advirtió un matiz burlón en la voz del griego, pero Judas respondió cortésmente:

—Así es. El historiador del Libro Primero de los Macabeos cita una carta enviada por vuestro rey Areo a Onías, el sumo sacerdote de Jerusalén, poco después de la muerte de Alejandro el Grande. Defendía el parentesco de las dos naciones en virtud de su común descendencia de Abraham. Simón el Macabeo envió otra carta a los espartanos un siglo y medio después, confirmando ese parentesco. Sin embargo, no puedo pensar que vosotros los dorios seáis los hijos de Abraham con Sara, sino más bien con su esposa Ketura o con Agar.

El griego sonrió con indulgencia:

—Sí, es posible que Areo estuviera en lo cierto, y también que confundiera a Abraham con Hércules, porque ambos héroes eran renombrados por su buena disposición para matar a sus hijos. Pero como un estudioso de los mitos, durante toda mi vida, prefiero creer que algunos de nuestros antecesores, en común con los vuestros, adoraron una vez a la misma diosa del mar en los robles de Mamre. No olvidéis que las leyendas de Hebrón son muy confusas; yo no podría admitir de buenas a primeras la teoría de que Heth era Tetis; también podía ser Hathor, la señora de la turquesa, cuyo nombre significa «La morada del Dios Sol», es decir, el mar. De modo que Pelah bien podía ser el antepasado epónimo de los pulesati, o filisteos.

—Entonces, sabio griego, ¿quién supones que era Abraham?

—La clave está en su nombre que, según vuestra tradición, se modificó puesto que era Abram a su llegada a Hebrón. Algunos de vuestros doctores, a quienes he interrogado, aseguran confiadamente que significa «Dios ama». Otros son menos confiados; y me pareció convincente un famoso estudioso de Alejandría que sostiene que el cambio original fue de Aburamu, «el padre es el más alto», a Abrahab, que significa «hijo de Rahab» o «elegido de Rahab». Rahab es el nombre de la diosa del mar, a quien los judíos representan como un devorador dragón marino, y también una alusión poética a Egipto, puesto que Israel fue engullida por él pero fue devuelta más tarde como Jasón o Job. Él sostiene que el «Rahab» del nombre de Abraham fue alterado posteriormente por «Raham», nombre de un supuesto nieto del héroe Hebrón, para romper la dependencia de Abraham de la diosa. Por lo tanto, si me preguntáis «¿Quién o qué era Abraham?» responderé: «Un titulo de los reyes de Hebrón después de la captura del altar por los arameos».

Judas objetó:

—Sabio griego, tienes razón cuando haces de Abraham un arameo, porque la fórmula de la ceremonia de los primeros frutos dice: «Mi padre fue un arameo errante». Pero si dices que Abraham es un título de los anteriores reyes de Hebrón, basado en la fuerza de la tumba de Abraham, lo mismo podrías decir de Abner. Porque la tumba de Abner, hijo de Ner, no está lejos de la de Abraham. Aunque puedas poner en duda el significado de Abraham, Abner, sin duda alguna, significa «Dios es mi lámpara» y desde la época de Moisés se usa una lámpara en el culto de nuestro Dios.

—Recuérdame a Abner. ¿Cómo murió?

—Era el caudillo a quien el rey David pidió en matrimonio a Michal de Hebrón, y fue muerto allí por los criados de David. David fue quien más lo lloró.

—Entonces, debía ser el rey de Hebrón a quien David había desposeído. Pero Abner puede significar igualmente «el elegido de las Nereidas», otro titulo de la misma diosa del mar, que da su nombre a las Nereidas. Caleb debía ser también un título real.

—¿Qué significa Caleb? No soy hebraísta.

—Significa «perro» —respondió el mercader de Petra—. Dudo que perro sea un título real.

—¿Por qué no? —dijo el griego—. ¿Por qué los calebitas no podían ser los hijos de la estrella del perro? Y si la gruta de los oráculos de Machpelah no se diferencia de otras que hemos visitado en nuestros viajes mi hijo y yo, la gran Diosa que inspira los oráculos es también un perro. Es un perro por su promiscuidad en el amor y porque devora cadáveres; sus iniciados usan máscaras de perro cuando la adoran como Astarté o como la adorable Isis, y en el culto de su forma letal de Hécate o Brimo, se sacrifican perros allí donde se encuentran tres caminos. La estrella del perro brilla en la estación más pestilente del año. Y los perros han custodiado siempre la tierra de los muertos para la gran Diosa. Allí están Cerbero, y el egipcio Anubis, guardián del paraíso occidental. ¿Y no hay relación entre Caleb y la diosa Calypso, reina de la paradisíaca isla de Ogygia, a quien los poetas describen como hija de Océano y Tetis, o de Nereo, o de Atlas Telamon? ¿Y no es, acaso, en la poesía hebrea, «el poder del perro» un sinónimo de la muerte? He leído los salmos del rey David en traducción griega.

—En esa gruta no se dan oráculos —dijo Judas— desde que el buen rey Josías bloqueó el acceso a la más profunda de las tres cámaras, aquélla en que en tiempos de Moisés se dio a Caleb el oráculo de Adán. Sólo dos cámaras son accesibles ahora: la interior contiene las tumbas de los tres patriarcas y sus esposas.

—¿Un oráculo de Adán? ¿No de Abraham? Yo pensaba que Adán era un primitivo héroe caldeo.

—Según nuestra tradición ebionita fue creado y enterrado en Hebrón. El ángel Miguel lo hizo dentro de un circulo místico, con polvo que tomó del este, el oeste, el sur y el norte. Cuando el adversario de Dios lo engañó, así como a la segunda Eva, su esposa, induciéndolos a desobedecer las órdenes divinas, él permaneció en Hebrón (después de una larga inmersión penitencial en el Jordán), pero fuera del jardín, cuyas entradas están custodiadas por serafines. Y después de muchos años murió en Hebrón y fue enterrado en la caverna de Machpelah.

El mercader de Petra exclamó:

—¿Miguel? Creo que te equivocas. ¿No era Adán el hijo partenogénito de la ninfa Michal, llamada también Miriam? Y tampoco estoy de acuerdo en otro punto, ebionita. El oráculo no ha callado, como dices. Aún se puede consultar. La pitonisa que lo atiende se llama María la Peluquera.

El griego pregunto:

—¿En nombre de quién pronuncia oráculos esa mujer?

—En el nombre de la Madre, usando la quijada oracular de Adán.

Judas respondió:

—¿Cómo puede ser? Se recuerda que cuando el rey David, después de siete años de residencia en Hebrón, trasladó su capital a Jerusalén, y colocó allí el arca en la era anteriormente consagrada a Arauna, llevó consigo el cráneo de Adán y lo enterró, como un talismán de protección, en una encrucijada de caminos fuera de la ciudad. De este modo Jerusalén se convirtió en una colonia de Hebrón; como ha escrito el profeta Ezequiel, «Tu padre era un amorita —supongo que esto se refiere a Mamre—, tu madre una hija de Heth».

—Sin embargo, David dejó la quijada y el resto del esqueleto. No, no; es como yo digo. Mi propio hermano, ahora muerto, consultó a la pitonisa; y según lo que me contó, esta María es una mujer muy temible.

La conversación prosiguió, pero Jesús no intervenía. El griego dijo:

—Me parece interesante que esta feria coincida con la estación de duelo que se cumple en Atenas y en Roma: la purificación de mayo, en que se arrojan al agua en movimiento muñecas de paja que representan el pecado, se prohíbe el intercambio sexual incluso entre el marido y la mujer, se barren los templos, se lavan y cepillan las imágenes sagradas, y todo el mundo va a todas partes en ropas sucias, sin reír, mientras lámparas y antorchas colocadas en los árboles frutales alejan a los malos espíritus. Se me ha dicho que casi exactamente las mismas costumbres se observan en los robles de Mamre, pero que el festival no tiene una segunda parte. El duelo y la prohibición religiosa del intercambio sexual implican normalmente que, cuando se suprime la prohibición, se inicia una orgía sexual en que las pasiones contenidas surgen con alegre locura; pero aquí, según dicen, no ocurre nada parecido.

El capitán árabe rió:

—Hebrón no es la que era cuando Absalón, el hijo rebelde de David, se presentaba a la vista del pueblo en el terrado de palacio, promiscuamente acompañado por veinte o más princesas del harén de su padre. Aunque «nada parecido» es poco decir. ¿Por qué suponéis que nosotros los árabes traemos a Hebrón a nuestras esposas estériles sino para que el rey Coscojo las haga fértiles? Pero esos ritos, y el rito de equitación en que el mismo rey desflora a las muchachas jebusitas, se realizan en la colina, fuera de los límites del pueblo, cuando termina el festival.

—¿Pero quién es el rey Coscojo? —preguntó el joven griego.

—El asesino del rey Terebinto, a quien lloramos en este festival, y quien más lo llora.

—Entonces, ¿el padre Abraham es el rey Terebinto?

El mercader de Petra explicó:

—El bosquecillo sagrado contiene dos tipos de roble o encina: el coscojo y el terebinto. El rey Coscojo y el rey Terebinto son hermanos gemelos y rivales, como Aleyn, el Osiris de Sinaí, y Mot. Se reparten el año y los favores de la reina. El hijo del rey Terebinto, asesinado, goza de su venganza en el año nuevo de septiembre, cuando asesina a su tío el rey Coscojo y es quien más lo llora, y hereda el reino.

—Sí —agregó el árabe—; llamamos Abraham al rey Terebinto, pero a los judíos no les agrada que lo hagamos. Pronto veréis qué clase de patriarca es este Abraham, y qué belleza es su esposa de cola de pez.

Conviene explicar aquí que el terebinto, o pistacho, es muy apreciado en Palestina por su dulce nuez, por el valioso aceite que de ésta se obtiene, y por la densa sombra que da en verano. Es aquí el equivalente de la encina real, consagrada a Mercurio o Zeus en Grecia, a Júpiter en Italia y al Hércules céltico en Galia. Así como casi invariablemente se usa sólo madera de encina real para hacer estatuas de esos dioses occidentales, aquí se emplea la del terebinto para los dioses correspondientemente rústicos de Palestina; y en verdad, en hebreo, «estatua» y «terebinto» son sinónimos.

La encina coscoja, o coscojo, o encina roja, como se llama, es un árbol perenne que produce la baya del coscojo de la que se extrae el tinte rojo sagrado que da fama a Hebrón. Algunas autoridades niegan que sea una fruta, porque el árbol da también castañas: estiman que es un perezoso insecto hembra, porque se suele ver cerca de ella una mosca peculiar, tal vez el macho. Pero, al menos en apariencia, es una haya jugosa a la que se acreditan poderosas virtudes afrodisíacas.

—Doy mi palabra —dijo el griego—, de que estoy empezando a comprender lentamente la compleja mitología de Hebrón. Tal vez aquí hay una pista del origen del doble reinado eolio, que se encuentra en Esparta, Argos y Corinto; y una explicación de los mitos de Hércules y su mellizo Ificlo, Rómulo y Remo, Idas y Linceos, Caíais y Zetes, Pelias y Neleos, Proteos y Acrisios, que peleaban por la prioridad dentro del vientre de sus madres, y de los demás numerosos pares de gemelos reales que abundan en el diccionario mitológico de Apolodoro. Pero si Adán, Abraham y Abner son una sola persona, ¿qué ocurre con los héroes muertos Isaac y Jacob, que según se supone están enterrados en Hebrón?

—Eran el hijo y el nieto de Abraham —dijo Judas—. Isaac, hijo de Sara, a quien los ebionitas llamamos hijo de la risa, vivía en Beer-Lahai-Roi, cerca de Kadesh; en el pozo de la quijada del antílope. Está a unas cincuenta millas de aquí, hacia el sur.

—Muy bien. Entonces, el boubalos, o antílope, debía ser su animal sagrado, y el pozo un pozo oracular. Y como la riente Sara era su madre, el riente Isaac debía ser uno de los reyes de Hebrón. ¿Y Jacob?

Judas estaba consternado por la libertad de la conversación, pero el mercader de Petra respondió:

—En Petra lo conocemos como Jah-Akeb, el semidiós del talón sagrado. Se dislocó el muslo derecho en el terreno de lucha, de modo que su pie sufrió un espasmo y el talón quedó levantado del suelo. Por esto mismo quedó protegido contra los escorpiones, los áspides o las cerdas de jabalí maliciosamente colocadas a su paso por sus enemigos; y por esta razón se considera infortunado reírse de un cojo.

—Nuestros dioses occidentales Efaísto y Vulcano son también cojos —dijo el griego, asintiendo— como el egipcio Ptah.

El griego más joven agregó:

—No sólo esos tres, padre. Los sicilianos dicen que el nombre Dionisos no significa Zeus de Nisa sino Zeus el Cojo. ¿Acaso esos coturnos con que se lo representa compensaban originariamente una herida en el muslo, como esos zapatos dorados de Efaísto que menciona Homero? Se le llama Merotrafes, que bien podría significar «uno que se ocupa de su muslo». Y ahora que se ha mencionado al rey de Argos, recordaré que por lo menos un rey de Argos era cojo y usaba coturnos: Nauplio, el Argonauta. Pero si el rey de Hebrón era elegido por ser cojo, o si se lo hacia ceremonialmente cojo cuando era elegido, Jacob debe ser también, sin duda, un título dinástico, y no el nombre de un personaje histórico, ¿verdad?

El griego de más edad alabó la agudeza de su hijo.

—No sé nada de vuestros dioses griegos, ni me importan —dijo el mercader—; pero puedo deciros algo acerca de Jacob, y es que se dislocó el muslo en los juegos matrimoniales de Penuel, cuando tomó el nombre de su esposa Raquel y se convirtió en Ish-racheí, o Israel. Esto santificó su muslo; y desde ese día en adelante los judíos no comen los muslos de las bestias sacrificadas. Y cuando pidió un juramento a su hijo José, hizo que éste pusiera la mano debajo de su muslo sagrado; y no se recuerda en las Escrituras que nadie más obligara a nadie a esta forma de juramento, excepto Abraham.

—¿Qué significa el nombre «Raquel»? —preguntó el griego.

—Significa «la oveja».

—Eso resuelve la cuestión. Porque la diosa paloma de Chipre, que como sabemos por los mitos de Cinyras y Adonis, tenía una diosa equivalente palestina, es también una diosa oveja. Sin duda, el matrimonio de Jacob fue con la reina de Hebrón.

Con excepción de Jesús, ninguno de los presentes podía seguir las divagaciones de sus argumentos, y él no pronunció una sola palabra de aprobación ni de oposición.

Finalmente, la caravana llegó a Hebrón, repleta de peregrinos. La feria se celebraba aproximadamente a una milla de la ciudad, en dirección a Jerusalén, por un camino hermosamente embanderado a través de los extensos viñedos de Eshcol, de donde Josué y Caleb, actuando como exploradores de Moisés, habían cortado enormes racimos como prueba de la prosperidad de Canaán. A la izquierda se elevaba una colina de terrazas escalonadas con olivos; en la cima había dos grandes piedras verticales. El griego de mayor edad dijo:

—Me extraña que alguno de vuestros reyes reformadores no haya convertido esos dos baetilos sagrados en ruedas de un molino de aceite.

—Te equivocas, señor —respondió Judas—. No son baetilos. Son las jambas de las antiguas puertas de la ciudad de Gaza, que según recuerda el Libro de los Jueces quitó el héroe Sansón a sus enemigos filisteos. Las arrancó de cuajo y las dejó aquí a manera de escarnio.

—Sin embargo —respondió el griego—, a mí me parecen baetilos corrientes erigidos en honor de la diosa de este lugar, que recibe muchos nombres. Porque es evidente que este altar ha tenido tantos aspirantes divinos como el de Delfos, que fue inicialmente el oráculo de las pitonisas de Brimo y las Furias, y fue luego capturado por Apolo en representación de su madre hiperbórea Latona de la palma. Algunos afirman que la diosa abeja Cibeles también fue dueña del altar durante cierto tiempo. Pero Apolo, que contiene en si las sombras de numerosos dioses y demonios, es ahora el amo exclusivo de Delfos. Todos los altares ocultos entre las colinas, con respiraderos que descienden hasta el Hades, son residencia natural de los misterios presididos por las Sibilas: las tribus se destruyen unas a otras para obtener su posesión y añadir los huesos de sus propios héroes oraculares a los que ya se encuentran allí. Parece extraño, a primera vista, que la diosa del mar se haya establecido aquí, en Hebrón: nadie esperaría encontrarla encaramada en una montaña tan alta y tan lejos de su elemento nativo. Pero Hebrón se encuentra en una altura situada entre tres mares: el mar Muerto, el mar Rojo y el Mediterráneo. Y por supuesto, debemos distinguir cuidadosamente entre la diosa del mar, que es una diosa del amor, de sus personificaciones hermanas, la diosa del nacimiento y la diosa de la muerte.

Luego subió con su hijo a examinar las piedras, y ambos regresaron embelesados con la perspectiva inmensamente amplia que se abría al oeste, incluyendo gran parte de la región montañosa de Judea y una extensión considerable de lo que había sido Filistea. Porque ése era el punto más alto de la cadena montañosa del Neguev, y a través de las ásperas cadenas intermedias podían ver el litoral y en él, a cuarenta millas o más, una hilera de famosas ciudades: Gaza, Ascalón, Ashdod y Jamnia, y el ancho mar en el fondo.

—Si vuestro Sansón trajo estos pilares desde Gaza —dijeron— debía ser un hombre capaz de ponerse a Hércules debajo del brazo, como hace un pastor con una oveja extraviada.

Llegaron a los robles de Mamre y al vecino pozo de Abraham, donde había brotado, en torno de unas pocas casas antiguas de piedra, un pueblo de tiendas que alojaba a miles de personas. Los hijos de Abraham, vestidos con sus ropas más viejas —aunque las mujeres, en contraste, vestían elegante indumentaria de día de fiesta—, constituían un abigarrado y bullicioso conjunto de árabes, edomitas, ismaelitas, medianitas, judíos, galileos, fenicios, doritas y transjordanos. En mitad del vasto campamento había un altar de piedra que señalaba, según se decía, el lugar donde Abraham había oído al ángel que anunciaba el próximo nacimiento de su hijo Isaac. Sombreaba ese altar el mayor terebinto que se conocía —se afirmaba que había nacido al mismo tiempo que el mundo— y otros quince árboles de menor edad y tamaño, embellecidos con vestiduras votivas atadas a los troncos y con lámparas colgadas de las ramas que al atardecer empezaron a titilar. El altar, de piedra desnuda, estaba enrojecido con la sangre de las bestias y aves sacrificadas —gallos, machos cabrios, toros—, que fluía por canaletas y se reservaba para asperjar luego los frutales y las viñas de la región, y así aumentar su fertilidad.

Se oía un llanto clamoroso e incesante junto a la efigie reclinada de Abraham, una especie de Osiris, puesta ostensiblemente a un lado del altar en espera del momento en que la llevarían en procesión al pozo y la bañarían. Así se hizo poco después de la llegada de Jesús y sus acompañantes; luego, entre espantosos aullidos, ungieron generosamente con aceite de terebinto la imagen de rostro dorado; cuernos de carnero y azules ojos de turquesa, la colocaron en un ataúd, quemaron incienso olíbano para ahuyentar los malos espíritus, y derramaron en el suelo libaciones de vino para satisfacer a los muertos sedientos. Después de esto, llevaron en procesión el ataúd hasta Machpelah, situada más cerca del pueblo, y lo depositaron en la caverna más profunda, donde quedaría guardado hasta el año nuevo de otoño.

Como el árabe había dicho, el plañidero principal era el asesino rey Coscojo, un ídolo fálico, erecto, de rostro escarlata, cabeza de cabra, y ojos de ágata. Los dos griegos afirmaron que ese rey de Mamre en nada se distinguía de los ídolos de Mamurius que se encuentran en los más remotos pueblos latinos, o los de Hermes, de Arcadia. Su reina era una diosa de opulentas nalgas, pechos enormes y cola de pez, perfumada con nardo y vestida con un manto escarlata, cuyo rostro estaba pintado de verde con malaquita de cobre, como debe estar el rostro de una diosa del amor, y el cuello cubierto de collares de joyas y conchillas. En una mano tenía un delfín, en la otra una paloma. El griego mayor recordó un festival muy similar en un bosque de terebintos consagrado a la diosa del mar de Chipre; esa gruta, dijo, se llamaba Treminthus, que es la palabra chipriota para terebinto.

Los judíos y edomitas que asistían a la feria por intereses comerciales evitaban cuidadosamente mirar las imágenes reales, o contaminarse con cualquier práctica idólatra, y aunque lloraban con los demás, afirmaban que lo hacían dolidos de que se ofreciesen sacrificios a un obsceno bloque de madera, y no por otra razón. Las autoridades del templo de Jerusalén habían prohibido mucho antes las orgías públicas con que antiguamente concluía el festival; pero no habían eliminado los ídolos por temor a perjudicar el valioso comercio que la feria atraía. Los tenderetes estaban dispuestos en círculos y abarrotados de una maravillosa variedad de mercancías: los principales productos extranjeros eran resinas, especias y perfumes. La feria era tan santa que nadie llevaba armas ni temía por su seguridad. Por razones religiosas, se prohibía a los peregrinos beber el agua del pozo durante los días del duelo, pero si se les permitía arrojar a él presentes de oro y plata.

Aunque Jesús estaba acostumbrado por su infancia en Egipto al espectáculo de la idolatría, lamentaba que floreciera en un lugar sagrado como aquél. No consideraba que interrumpir o denunciar las prácticas religiosas de los extranjeros fuera su obligación; pero estaba decidido a medirse con el poder de la Hembra y a dominarlo, y por esto buscó al mercader de Petra y le preguntó dónde podía encontrar a María la Peluquera.

El mercader, divertido, respondió:

—Pregunta eso a cualquiera de las prostitutas que han venido a cazar a la feria. Las encontrarás en un huerto de olivos situado en el otro lado de la colina, dispuestas a recibir a cualquier hijo de Abraham que sea menos escrupuloso en su duelo que los demás. María es su reina. Y una persona de múltiples habilidades. Peina sus cabellos, que embellece con trenzas robadas a las muertas, recibe las joyas robadas que ellas le entregan, regula los precios de su comercio, les proporciona los encantos y filtros que necesitan y se ocupa de sus cuerpos cuando mueren. Aunque demasiado vieja para continuar en la profesión, ejerce sobre las prostitutas dominio absoluto; ellas le temen mortalmente.

—¿De qué nación es?

—María es kenita, como la mayoría de esas mujeres. Pero debo advertirte: es mejor no meterse con ella. Como suele decirse, la Peluquera puede apoderarse de la carne de tu buey, y dejarte sólo con la piel, los huesos y las vísceras.

Jesús dio las gracias al mercader y, separándose por un rato de Judas, atravesó la colina y llegó al huerto de olivos. Ya era de noche, y la luna acababa de aparecer. Encontró a las prostitutas bailando, rodeadas por sus admiradores, al son de flautas y tamboriles. Un grupo de jóvenes árabes echó a reír estruendosamente cuando lo vieron.

—¡Oh, oh, mirad! ¡Un judío, viene un judío, y además religioso, como demuestra el corte de su barba! —Jesús observó que la mayor parte de los clientes de las mujeres eran árabes; sin duda era cierto que, de las diez medidas de lujuria dadas al mundo, Arabia había tomado nueve.

Dos o tres muchachas kenitas que no participaban en el baile corrieron hacia él. Jesús les habló alegremente:

—Hijas, nada he venido a buscar de vosotras, puesto que he hecho votos. Pero, decidme, ¿dónde puedo encontrar a vuestra reina?

Ellas rieron aún más ruidosamente que los hombres, causando tal conmoción que las flautistas dejaron sus instrumentos y se volvieron para ver qué ocurría. La danza se detuvo. Pronto se reunió alrededor de ellos un grupo de personas ociosas e inquisitivas.

—¿Qué quieres de María, bello varón? —preguntaban las mujeres—. ¿Un filtro de amor? ¿No? Entonces, quizás, ¿un oráculo? ¿Tampoco un oráculo? ¿Un hechizo maligno para enterrar en la arena debajo de la puerta de tu vecino? ¿Un diminuto frasco de veneno para acabar con las quejas lastimosas de una esposa enferma?

—Nada he de comprar esta noche, hijas atareadas —respondió Jesús.

—¿Vendes, entonces? —preguntó la bailarina que dirigía la danza, una galilea a juzgar por su acento y su vestido, haciendo repicar provocativamente sus ajorcas mientras movía los pies—. Ah, he descubierto tu secreto. Dedos finos, dedos de ladrón. Eres ese ingenioso sujeto que engañó a la guardia y hurtó los dedos y la nariz del bandido Obadas, que los romanos crucificaron junto a las piscinas de Jerusalén la semana pasada. Pero por ingenioso que seas, niño, evita la compañía de la Peluquera hasta mañana. Un cliente incauto concertó hace tres años una cita con ella a la luz de la luna, bajo los pilares de Sansón, con la esperanza de venderle un talismán. Ella tomó al hombre por la mano, lo colocó entre los pilares, movió suavemente sus manos por delante de su cara, como los juncos en la corriente, y le ordenó que se echara y durmiera. Cuando él despertó, ella había desaparecido, así como el talismán. Y lo peor fue que cuando estornudó, se le cayó la nariz. Ella le había puesto una de cera para reemplazar la carne y los cartílagos que le había arrancado.

—Nada he de vender esta noche, hija de Israel.

—Entonces no puedo concebir qué te propones, niño. Pero sólo un tonto buscaría a la Peluquera, incluso de día, excepto para comprar o vender.

—No revelaré lo que deseo.

—Dame tu bendición, sin palabras dichas al revés, y te llevaré al lugar donde se encuentra. Pero no te recibirá amablemente; ésta es la noche de su vigilancia en el sauce.

—¿Deseas de verdad la bendición?

—¿Quién de nosotras no la desea? La bendición de un hombre santo es difícil de conseguir.

—Entonces, que el Señor te bendiga con una señal de su piedad: la brusca rotura del parche de tu tamboril.

Ella le sacó la lengua, volvió al baile y empezó a tañer el instrumento; pero él la seguía con la mirada, y apenas la muchacha inició el movimiento llamado la sanguijuela, el parche de su tambor se rasgó de lado a lado. Ella trastabilló, se detuvo, cayó y gritó. La llevaron aparte y la refrescaron con agua; dejó de gritar, pero esa noche no volvió a bailar.

Una muchacha kenita dijo:

—Te conduciré de buena gana adonde está María la Peluquera, santo aguafiestas, y le hablaré del tamboril rasgado.

—Hazlo y te ganarás mi gratitud.

Ella lo guió por la colina, de vuelta a la ciudad. Llegaron a la piscina de Hebrón, donde antiguamente estaban los peces sagrados; luego ella trepó por encima del muro y le pidió que la siguiera. Pero cuando ambos estuvieron juntos al lado de la piscina, y de un enorme sauce que se inclinaba sobre los juncos, ella se asustó bruscamente. Echó a correr dejándolo a la luz de la luna y diciéndole mientras corría:

—Si te atreves, golpea a la puerta: ella está adentro.

Jesús desdeñó golpear. Dijo en voz autoritaria:

—Sauce de Hebrón, árbol de la muerte: en nombre de Salomón y Salmah, y de Sansón el poderoso que abrió tus verdes lazos, entrega a la bruja que se esconde en tu tronco hueco.

María la Peluquera (que en los libros crestianos se llama María de Magdala) salió muy encolerizada. Era una mujer anciana, alta y de ojos azules, con la nariz torcida como el pico de un halcón.

—¿Quién turba mi vigilia?

—Mira.

—No veo nada.

—Tus ojos están cerrados. Ábrelos y verás.

—¿Quién me da órdenes?

—Destapa tus oídos, serpiente sorda, y escucharás.

—Amo, ¿qué deseas de mí? —preguntó, sobrecogida.

—Tu ayuda contra el adversario de Dios.

—¿Contra el campeón de mi señora?

—Ése mismo.

—Sígueme hasta la casa de mi señora, loco, y atrévete a repetir allí tu demanda.

—Iré de buena gana.