IV
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CIERTA PERSONA
Joaquín y su gárrulo cuñado Cleofás conversaban en voz baja junto al pozo situado debajo de una morera, en Cocheba. No se referían por su nombre al rey Herodes. Siempre era «él» o «ese hombre», o «cierta persona», aunque una o dos veces Joaquín lo llamó «el Edomita». No había peligro de que sus palabras fuesen escuchadas por alguno de los numerosos espías de Herodes, pero se había tornado habitual para ellos hablar de esa manera. Sabían que, a veces, Herodes mismo oscurecía su pelo con carbón, ocultaba sus rasgos, vestía ropas comunes y se mezclaba con su pueblo; era el principal de sus espías.
—Dada su naturaleza tan violenta y petulante —dijo Cleofás—, cierta persona ha demostrado sorprendente paciencia para desarrollar sus planes. ¿Cuántos años hace que lo han puesto en el poder?
—Debe hacer más de veinticinco años.
—Parece más tiempo. Casi lo admiro por su habilidad política y la energía de su gobierno, que ha dado paz y una especie de prosperidad a Israel… pero con la misma sinceridad lo odio por ser un enemigo secreto de nuestro Dios.
—¿Prosperidad? —exclamó Joaquín—. La sombra de la prosperidad, y no la sustancia: el palacio enriquecido a expensas de la cabaña, las ricas vestiduras del estado teñidas con la sangre de los campesinos. ¿Paz? La paz romana, impuesta a los restos que han sobrevivido a la matanza.
Cleofás asintió.
—Por supuesto, no debemos olvidar su despiadado asalto a la ciudad santa, ni cómo los fanáticos a sus órdenes (aunque él fingía refrenar su furia) enrojecieron sus espadas en los viejos y los niños, e incluso en las mujeres, en nuestras estrechas callejuelas. Nunca debemos olvidar a los hombres a quienes asesinó por mantenerse leales al rey Antigono el Macabeo, y cuyos tesoros confiscados llenaron sus arcas. Mató a cuarenta y cinco, entre ellos a mi tío Fineas. El paso del tiempo no puede lavar la sangre. Pero aunque sepamos en nuestros corazones que el Edomita es un enemigo de nuestro Dios, ¿no es extraño que sean muy pocas las infracciones a la ley que podemos reprocharle? Los doctores son más astutos que el zorro y la serpiente.
—Me han dicho que ha ganado una nueva victoria legal con el edicto acerca de los robos en las casas.
—Así es.
—Háblame de eso, querido Cleofás. Sólo han llegado a mi vagos chismes traídos por los criados.
—Como sabes, ha habido muchos casos de casas robadas en Jerusalén durante la semana de la Pascua, debidos todos a la obra de una banda poderosa, y luego otros en Purim. Los ladrones se llevaron maravillosos botines mientras los dueños de la casa y sus familiares estaban en el templo, y sólo quedaba en el hogar alguna vieja criada inválida. Y naturalmente, en tiempos de festival siempre hay tantos extranjeros en las calles que, cuando los ladrones han partido con su botín, es casi imposible descubrirlos. Las victimas de estos robos eran siempre edomitas, griegos, o judíos egipcios del partido de ese hombre. Esta preferencia, como es natural, le molestaba, y la semana pasada promulgó un edicto que condena a los ladrones de casas a la confiscación de todos sus bienes y al destierro permanente de sus dominios. Los presidentes de la corte suprema se escandalizaron. Enviaron delegados a protestar porque esto era absolutamente contrario a la ley de Moisés.
—Tenían razón. Con ciertas excepciones, el castigo del robo consiste en que el convicto debe devolver cuatro veces lo que ha tomado; y si no puede, entonces puede ser vendido como esclavo por no más de seis años, pero a un judío, para que pueda seguir formando parte de la congregación.
—Los delegados —continuó Cleofás— señalaron que desterrar al culpable del reino significaba apartarlo de la congregación e impedir su regreso incluso durante los festivales, cuando tiene la obligación de unirse a las devociones públicas.
—Exactamente.
—Y «exactamente» fue lo que dijo también ese hombre. «Exactamente», afirmó; «todos los robos se han cometido en los días sagrados, que son precisamente los días en que se debe impedir a los ladrones el acceso a la ciudad. Mi edicto se opone a los hijos de Belial que, en lugar de unirse religiosamente a las devociones públicas, penetran impíamente en las casas de quienes lo hacen». «Pero» protestaron los delegados, «desterrar al culpable del reino sin una moneda es equivalente a venderlo como esclavo a los extranjeros, lo que se opone por completo a la ley». «No es así», respondió él. «En los tiempos de Moisés no había comunidades israelitas fuera de los límites del campamento del desierto. Pero ahora hay tantos miembros del pueblo del Señor dentro de mis dominios como afuera, e incluso menos; yo no tengo la culpa de que se le prohíba a alguno de ellos adorar al Señor a su modo ancestral. He intervenido muchas veces, y con éxito, en su favor. Que los ladrones se reúnan con vuestros familiares de Alejandría, Damasco, Babilonia, Ponto, o de donde prefieran; pero no los toleraré en el reino». Los delegados exclamaron: «Bien dijo David que preferiría ser el portero de la casa del Señor a morar cómodamente en las tiendas de los paganos». Herodes respondió: «¿Y qué hombre honesto no lo preferiría? Pero el octavo mandamiento es bien claro: «No robarás». Y allí el robo acompaña al adulterio, el asesinato, la idolatría, la blasfemia, la brujería, el falso testimonio, el incumplimiento del Sabbath, es decir, pecados que se castigan todos con la muerte. Hombres eruditos, ¿no os parece una anomalía que sólo el octavo mandamiento, entre los diez, pueda infringirse sin temor a la muerte o la desgracia?». Entonces, los delegados se prosternaron casi hasta tocar el suelo con la frente y dijeron con humildad: «¿Quiénes somos nosotros para poner en duda la sabiduría de la ley?». Y Herodes dijo: «Menelao, tráeme el viejo rollo de la ley. Busca el pasaje acerca del robo».
—Lo imitas magníficamente.
—Y ese grueso puerco de los cementerios, Menelao, se dirige a la biblioteca y revuelve entre los quebradizos rollos de papiro y luego, en su voz de resfriado lee un texto del capítulo veintidós del Éxodo que ninguno de nosotros había oído antes, donde dice que cualquier hombre que entra en la casa del vecino un día de fiesta debe morir, porque además de perjudicar al vecino, deshonra al Señor. Y luego Herodes despide a los delegados diciendo: «Ya habéis oído las palabras. ¿No tiene más autoridad que vosotros mi rollo de la ley, hombres sabios? Leed el título. ¿No data acaso del reinado del rey Ezequías? ¿Acaso no lo trajo de Egipto el sumo sacerdote Onías, de cuyo descendiente directo lo he recibido como un don precioso? Temo que vuestros rollos estén en mal estado, por el mal trato y la copia descuidada de un original deteriorado». De manera que el edicto está en vigor. Nadie se atreve a acusar de falsificación al rey, ni a afirmar en defensa de los ladrones de casas que no es un crimen despojar a los egipcios, o que el Señor ha arrojado su sandalia sobre Edom, para que sea esclavizada.
Joaquín respondió fogosamente:
—Está bien, hermano, que no se usen esos pueriles argumentos. Nuestro sabio maestro Hillel aconseja distinguir entre los mandamientos particulares y los generales de nuestro Dios. Se otorgó a nuestros antepasados un mandamiento particular para el despojo de aquéllos que les habían robado y esclavizado; pero ¿no es monstruoso interpretarlo como una licencia general para estafar y robar hoy a los egipcios? También, y es una vergüenza, se citan fuera de contexto las palabras sobre Edom; que hace siglos se encendiera contra Edom la cólera del Señor no justifica hoy a los ladrones que roban los bienes de los edomitas individuales. En cuanto al edicto, ya veremos si tiene el efecto disuasorio que su creador espera. Pero me disgusta la innovación. Incluso preferiría ver lapidados a esos pícaros por el incumplimiento del Sabbath; penetrar con violencia en una casa cerrada es sin duda un trabajo, como luchar; y está prohibida la lucha en los días sagrados. Es intolerable que sean desterrados por robo.
—Pero ¿por qué, hermano Joaquín, le llamas edomita? Tú no puedes ignorar que si bien ha nacido en Edom, no es más descendiente de Esaú que yo.
—Le llamo edomita para evitar la necesidad de usar un nombre más honorable. Sí, sé que su abuelo fue capturado en su infancia por bandidos edomitas durante el saqueo de la ciudad filistea de Ascalón. Era el hijo de un sacerdote del abominable dios sol local, y el sacerdote no pudo pagar el enorme rescate pedido, de modo que fue educado como edomita. Pero si era sólo un esclavo filisteo, ¿por qué se estableció un rescate tan elevado? ¿Por qué los edomitas le otorgaron alto rango y luego lo cortejó el rey Alejandro Janeo, el Macabeo? Su padre era un esclavo del Dios, lo que en Filistea significa normalmente un miembro del sacerdocio capturado o refugiado. ¿Puedes asegurar positivamente que era filisteo? Nicolás de Damasco escribe que los antepasados de ese hombre regresaron de Babilonia con Ezra, y que eran calebitas de Bethlehem.
—¡Nicolás de Damasco es un mentiroso!
—Nicolás es un abogado eminente que no tiene conciencia cuando instruye un sumario, pero nunca he oído decir que deforme los hechos históricos. ¿Acaso es imposible que cierta persona sea verdaderamente un calebita de Bethlehem y que sus padres adoraran ídolos del Abominable en los días de nuestra desgracia? ¿O que durante las guerras macabeas los sacerdotes huyeran con sus ídolos a Filistea, donde fueron bien recibidos por sus correligionarios?
Cleofás gruñó dubitativamente.
—Sea como sea, fue en mala hora que el rey Alejandro Janeo protegió al abuelo de ese hombre, que ha exterminado uno por uno a los últimos descendientes varones de la casa de Macabeo.
Meditaron en silencio. Un rato más tarde Cleofás agregó, recordando la muerte de la esposa macabea de Herodes, Maríamne:
—Yo asistí a la ejecución de la encantadora esposa de cierta persona. ¿Quién podrá describir la belleza de la última flor brillante de una raza heroica? La Rosa de Sarón era a su lado una planta silvestre. Sin embargo, había un gusano en el capullo. Su madre, condenada en la misma ocasión, había acumulado reproches contra ella por su concupiscencia, que las habían llevado a ambas a la ruina. Y aunque algunos creen que Alejandra hablaba así con la esperanza de salvar su vida a costa del honor de su hija, ay, esas palabras parecieron verdaderas a mis oídos. Maríamne caminaba demasiado desdeñosamente para ser inocente. Oh, Joaquín, el adulterio es un pecado que no se puede atenuar ni perdonar. Aunque el marido de Maríamne fuese responsable de la muerte de su hermano, su padre, su tío y su venerable abuelo mutilado; aunque en dos ocasiones hubiese dado la orden, al partir a una misión peligrosa, de que ella fuera ejecutada si él no volvía, seamos justos con él. El nunca alzó su voz ni su mano contra ella, que debía lealtad a su marido y al padre de sus hijos. Una mujer debe obedecer a su marido y ser fiel a su lecho, sea cual fuere la provocación. Porque ella era sólo una mujer, aunque fuera la mejor de las mujeres; y él es por lo menos un hombre, aunque sea el peor de los hombres.
—Es una ley severa y deposita una gran responsabilidad sobre un padre cuando elige a su yerno. Me alegra verme libre de esa carga en el caso de mi hija Miriam; Simón el sumo sacerdote debe elegir marido para ella.
—A pesar de sus defectos, Simón ama al Señor y a los hombres y puedes estar seguro de que tu yerno no ha de defraudarte. Pero hablábamos de las infidelidades de Maríamne.
—Algunos declaran que el edomita la amaba a tal extremo que no podía soportar su imagen en los brazos de otro hombre cuando él estuviera muerto, y por eso dio la orden provisional de su ejecución. Recuerdan también las extravagantes señales de pesar que él demostró después de su muerte, e incluso existe el rumor obsceno de que ha conservado en mirra su cadáver con intención necrófila. Pero olvidan que él parecía igualmente afligido y desesperado después de que su hermana se ahogó en el baño de Jericó, en apariencia por accidente, pero como nosotros sabemos, por su orden expresa. Se finge un pesar semejante para aplacar el espectro de la persona muerta y también para desviar el interés público. Nunca la amó. Se casó con ella para obtener el beneficio de la estima de que durante tantos años habían gozado los macabeos en Israel. Sin embargo, los fue arrancando de raíz uno a uno, y finalmente también a ella, sin piedad, así como —recuerda mis palabras— matará a los hermosos hijos que ella le ha dado y por quienes pretende sentir tanto afecto paternal.
—Recordaré tus palabras —dijo Cleofás—, pero no puedo creer que sea una bestia salvaje al punto de matar a sus propios hijos meramente porque su madre fuera macabea. Además, si no la amaba apasionadamente, ¿por qué se molestó en ordenar que la ejecutaran en caso de que él muriera?
—Temía, supongo, que ella desposara a algún enemigo de él, y fundara una nueva dinastía con su matrimonio. No podía soportar que los herederos de su sangre no reinaran sobre Israel durante, por lo menos, tantas generaciones como los de David.
—Entonces, ¿por qué piensas que desea matar a los hijos de Maríamne? ¿Duda de su paternidad? Sin embargo, se le parecen mucho.
—No significan nada para él. Odia la idea de que digamos de él, en secreto: «Al menos, son a medias bien nacidos». Y tiene otros hijos. No olvides al mayor, Antípater, elegido ya como futuro rey. Por él debía morir, y murió Maríamne; por él morirán a su vez los hijos de Maríamne. No se deben subestimar las aspiraciones de Antípater. Herodes puede incluso designarlo cogobernante, como se hace en Egipto.
—Había olvidado hasta su existencia. ¿Qué clase de hombre es, pariente?
—Aunque he realizado muchas averiguaciones, jamás he oído que quienes lo conocen bien hayan dicho de él una sola palabra maliciosa. Es notoriamente estudioso y generoso, carente de ambición y maldad, puntual en los pagos y escrupuloso en el cumplimiento de la ley, aparte de ser un maravilloso cazador de avestruces del desierto, antílopes y toros salvajes. Sin embargo, incluso si estos informes son ciertos, tantas buenas cualidades se pierden por ser hijos de quien es; y bien pudiera ser todo una ficción. Pero no te revelaré mis más graves temores hasta que los planes de ese hombre hayan madurado. Cuando oigas la noticia de que los hijos de Maríamne han muerto, ven nuevamente a mi casa, y te cantaré una nueva profecía. Mientras tanto, te daré una pista de esos temores. ¿Recuerdas la historia del fetiche de oro de Dora?
Cleofás sonrió. El rey Alejandro Janeo había arrebatado a los edomitas en las guerras ese trofeo: era una cabeza de onagro o asno salvaje, hueca y de oro puro, con ojos de joyas escarlata y dientes de marfil. Se creía que era una antigua obra de la artesanía egipcia. Alejandro Janeo se apoderó de ella en Dora, o Adoraim, cerca de Hebrón, porque mientras los judíos estaban en cautiverio, los edomitas habían recuperado sus viejos territorios del sur de Judea. Tenían en gran estima ese fetiche, al que llamaban máscara de Nemrod. Cuando lo trajeron en triunfo a Jerusalén, un edomita llamado Zabido, que fingía ser un traidor a su país, se presentó a Alejandro Janeo y le dijo: «¿Sabes cuán afortunado eres? Por medio de esta máscara puedes derrotar por completo a Kozi, llamado Nemrod, el abominable dios de Dora, y expulsarlo de toda esta región».
Alejandro, que aparte de rey era sumo sacerdote, preguntó:
—¿Cómo puede hacerse eso?
Zabido respondió:
—Se puede atraer al maligno a esta montaña mediante conjuros.
—Eso está prohibido por la ley.
Alejandro consintió cuando Zabido se comprometió a pronunciar los hechizos necesarios fuera del recinto del templo en el valle de los jebusitas, llamado también el valle de los vendedores de queso.
Zabido tomó la máscara de la Puerta Hermosa, donde la habían colocado, la envolvió en un paño oscuro y depositó el paquete en lo alto de la cornisa del muro. Advirtió a quienes lo miraban:
—Si valoráis vuestras vidas, no os acerquéis a ese trofeo maldito.
Luego, íntegramente vestido de blanco, descendió al valle y se detuvo en el nivel inferior. Llevaba en la cabeza un marco redondo de madera donde había quince velas encendidas protegidas con pantallas de vidrió coloreado y cinco teas llameantes. Luego empezó a danzar lentamente describiendo figuras geométricas, mientras bendecía el nombre de Jehová y llamaba al dios de Dora, para que acudiera apresuradamente a Jerusalén a rendir pleitesía a su legítimo Señor, el Dios de Israel. La multitud judía lo miraba desde los muros de la ciudad y los lados del valle; se les había prohibido acercarse más o emitir cualquier sonido que pudiera romper el hechizo. Era una noche sin luna, y las pequeñas luces que parpadeaban y giraban abajo, mientras Zabido se movía, en espiral, en elipses, en ochos, los fascinaban. De pronto lanzó un gran grito, como de terror, se extinguieron las luces y se oyó un espantoso gemido.
Nadie sabía qué había ocurrido. Algunos creían que Zabido había fracasado en su proyecto y que Jehová lo había herido de muerte por su presunción. Otros pensaban que todo marchaba bien y que habían oído el grito de muerte de la abominación de Dora. Pero nadie se aventuró a descender al valle a averiguar la verdad hasta que amaneció. Entonces encontraron el marco de madera con las velas y las ropas blancas de Zabido, cuidadosamente plegadas, y nada más. Cuando un criado del rey abrió el paquete del muro, para volver a llevar la máscara a la Puerta Hermosa, se descubrió que sólo contenía un trozo de arcilla roja, que es el material usado por los edomitas para escribir. Jamás se encontró la máscara.
—Era un bribón valiente —dijo Cleofás—. Pero realmente no puedo lamentar mucho la vieja pérdida de una cabeza de asno dorada entre los trofeos del templo.
—Tengo la convicción —dijo lentamente Joaquín— de que el edomita ha obtenido esa reliquia de la familia de Zabido al casarse con Doris, originaria de Dora, y que se propone hacer con ella alguna iniquidad en nombre de Nemrod. Te equivocas al llamarla una cabeza de asno; aunque los hombres apilen la carga sobre los asnos y los castiguen a su antojo, sólo un loco o un Sansón haría lo mismo con un onagro. Los onagros matan al hombre, como se ha visto muchas veces en el circo cuando se expone a los prisioneros de guerra al ataque de las bestias feroces. Son veloces como la golondrina, astutos como el icneumón, asesinos como los bandidos árabes.
—¿Pero qué o quién es Nemrod? El Nemrod del que yo he oído hablar era un hijo de Cush, muerto hace dos mil años.
—Mancharía mi boca si te dijera qué y quién creen que es los edomitas. Pero puedes estar seguro de que es un poder que no se debe desdeñar. ¿Recordarás al menos que Nemrod, señor de trescientos sesenta y cinco guerreros, persiguió a Abraham porque no quería arrodillarse y adorar falsos dioses? Temo que cierta persona persiga por la misma razón a Israel, en nombre de Nemrod.
—¡No lo permita Dios! —exclamó Cleofás, alarmado.
Herodes llevó a Roma a los hijos que había tenido con Maríamne; recibieron allí una suite de habitaciones en el palacio del emperador Augusto. Les entregó una generosa cantidad de dinero y los dejó a cargo de tutores judíos que, si bien eran hombres de corazón recto y ortodoxos, fueron elegidos principalmente por su falta de valor y autoridad. Aparentemente, su intención secreta era que los jóvenes aprendieran a amar las costumbres disolutas de la juventud romana y se echaran a perder descuidando desdeñosamente la ley de Israel, porque cuando, pocos años después, estuvo seguro de que eran unos perfectos romanos, los hizo llamar sometiéndolos, en Jerusalén, a una estricta disciplina religiosa. Casó con su sobrina, hija de su hermana Salomé, a uno de ellos; y al otro con una hija de Arquelao, un reyezuelo de Capadocia. Ninguno de ambos se sintió satisfecho con su matrimonio, ni con los severos estudios de las Escrituras hebreas que se les habían impuesto, las graves y tediosas devociones, las restricciones de la ley a sus comidas, bebidas y aventuras viciosas, y la monotonía de la observación del Sabbath. También hizo el astuto Herodes que oyeran los chismes de palacio acerca de acontecimientos que hasta entonces se les habían ocultado, para que empezaran a odiarlo por ser el asesino de su madre y de sus parientes. Se dijo a Alejandro, el mayor, que las hermosas joyas y ropas usadas por las últimas esposas de su padre eran en realidad de su propiedad, porque habían sido parte del guardarropa de su madre. Se indujo a Aristóbulo, el menor, a considerarse deshonrado por su matrimonio con la hija de Salomé, cuyas acusaciones habían conducido a su madre a la muerte. Pero durante largo tiempo Herodes se fingió un padre indulgente, haciendo oídos sordos a su actitud rebelde, hasta que se atrevieron a ir más lejos y a sugerir su intención de vengar el asesinato de su madre.
Por ese tiempo Herodes partió de Jerusalén a Asia Menor, donde su antiguo amigo Agripa, el vencedor de Actio y el hombre más influyente del imperio después del mismo Augusto, estaba a punto de abandonar el mando de los ejércitos del Este. Herodes pidió a Agripa que devolviera a los mercaderes judíos establecidos en ciertas ciudades jonias los antiguos privilegios que las autoridades cívicas griegas les habían negado; en especial, la libertad de adorar a su Dios al modo tradicional, el derecho de enviar dones al templo y la exención del servicio militar. Agripa agradeció calurosamente a Herodes que pusiera en su conocimiento esos abusos; confirmó los privilegios de los mercaderes y envió un informe desfavorable a Roma acerca de la insolencia y malicia de los griegos. Cuando Herodes retornó a Jerusalén con estas buenas noticias, que celebró con la disminución de los impuestos de ese año en una cuarta parte, los judíos de rango más alto le desearon toda clase de felicidades y, por una vez, sinceramente.
Durante su ausencia Aristóbulo y Alejandro se habían tornado más resentidos que nunca. Habían hablado abiertamente de ir a Roma y acusar a su padre, ante el emperador, de haber llamado testigos falsos para destruir a su inocente madre, mencionando a Arquelao de Capadocia como la persona que intervendría para que se les hiciera justicia. Sus indiscreciones eran tan notorias que no se podía reprochar a Herodes su próximo paso, consistente en devolver su favor a su hijo mayor Antípater, para advertirles que si no se conducían mejor podían verse desheredados. Hasta ese momento se había prohibido a Antípater visitar Jerusalén, excepto durante aquellos festivales en que se daba por descontada la presencia de todo judío que viviera a menos de una semana de viaje de la ciudad. Su llegada a palacio excitó la amarga furia de los dos príncipes, que no cesaban de insultarlo y de abusar de él; él soportaba sus insultos con buen humor y con una indiferencia que le otorgó la aprobación pública de Herodes. Antípater era un hombre adulto, de hábitos establecidos y carácter impecable pero, como había sido educado en la colonia judía de Alejandría, su griego no era ático puro y su latín era tremendo. Cuando un día, en un banquete, Alejandro censuró su provincianismo y su ignorancia de las costumbres mundanas, Herodes se comprometió con buen ánimo a corregir estas deficiencias: enviaría de inmediato a Antípater a completar su educación en Roma. Tal vez, a su regreso, Alejandro pensaría mejor de él.
Antípater quedó en Roma bajo la protección de Agripa, y causó tan buena impresión en la familia imperial como desfavorable había sido la dejada por sus hermanos. Al padre de Herodes se le había otorgado la ciudadanía romana, y por lo tanto Antípater era un ciudadano de tercera generación. Augusto le dio el mando de un regimiento de la caballería aliada. Esta designación no era ninguna sinecura, y Antípater se distinguió muy pronto como un oficial enérgico y capaz. Cuando las nuevas de su éxito llegaron a Jerusalén, los celos provocaron en Alejandro un apasionado estallido de ira ante su suegra Salomé, quien repitió a Herodes sus palabras. Herodes hizo una severa advertencia a Alejandro; declaró que estaba profundamente disgustado con su modo de vida y con el de Aristóbulo; que había mostrado gran circunspección con ellos en honor de sus antepasados maternos pero que, si no observaba un mejoramiento en ambos, se vería obligado a alterar su testamento en favor de su hermano mayor.
Entonces Alejandro consiguió veneno, con la intención, se supone, de matar a Herodes antes de que tuviera tiempo de modificar su testamento, aunque esto no es seguro. Los espías se apoderaron del veneno y Herodes llevó a sus dos hijos a Roma de inmediato, con testigos, para acusarlos ante Augusto de conspirar contra su vida.
La situación de los príncipes parecía muy sombría, y Augusto, que se sentía obligado a Herodes desde mucho antes por su leal defensa de la paz en el Cercano Oriente, quizá los habría condenado a muerte si no hubiera intercedido por sus vidas su hermana Octavia, la viuda de Marco Antonio, que había sido su amiga durante su estancia en Roma, y si ese ruego no hubiese sido apoyado por algunos senadores influyentes a quienes había escrito Arquéalo de Capadocia.
Augusto decidió que las pruebas no eran concluyentes. Dijo:
—Los envenenadores actúan en secreto. No anuncian sus intenciones de antemano, querido Herodes, como se dice que tus hijos han hecho. En mi opinión, Alejandro y Aristóbulo se han conducido como niños traviesos y no como criminales. Están celosos de los honores que su hermano mayor ha conquistado con su prudencia y su modestia. Y a propósito, es bueno que sepas que él se ha unido a mi querida hermana Octavia en su ruego de clemencia. Es un verdadero amigo, como debe ser un hermano mayor, y confió en que esos celos se conviertan en gratitud y admiración. No hallo en mi corazón el deseo de condenarlos, por haber sufrido yo mismo tantos infortunios domésticos y por haber visto muchos jóvenes viciosos que se arrepienten y reforman al crecer.
Cuando los príncipes se recuperaron del espanto, les dolió que Antípater hubiese visto su humillación, y les exasperaron sus felicitaciones cuando fueron rehabilitados. En verdad, Antípater era demasiado generoso para desear el trono a expensas de las vidas de sus hermanos; pero ellos lo juzgaban, de acuerdo con sus propias normas de conducta, un hipócrita. Y pensaron finalmente que sólo había pedido clemencia para librarse de la sospecha de haber tenido alguna relación con sus muertes.
Todos regresaron a Judea donde Herodes reunió en su palacio a los judíos principales y les informó de lo ocurrido. Para confusión de Antípater, que estaba presente, dijo:
—El emperador me ha permitido, generosamente, designar a mi sucesor. Yo hubiese querido nombrar a mis hijos con Maríamne, Aristóbulo y Alejandro, coherederos de mis dominios, porque poseen sangre macabea real y descienden de los gloriosos héroes que consiguieron, para Israel, la libertad que por la gracia del Señor he logrado preservar para vosotros y vuestros hijos en los años del mayor peligro. Ay, aún no se han mostrado dignos de gobernar en Israel y, si esta noche debiera entregar mi alma, con mi anterior testamento en vigencia, moriría miserablemente pensando que toda mi obra quedaría deshecha en unos meses. Estos príncipes no comprenden todavía la necesidad de obedecer fielmente la ley; y lo que es censurable en una persona privada lo es cincuenta veces más en un rey, a quien mira una vasta multitud buscando guía. He decidido designar para sucederme a mi generoso y piadoso hijo Antípater; aunque a su muerte la sucesión volverá juntamente a Alejandro y Aristóbulo, incluso si Antípater tiene hijos, si a vuestro juicio son ya dignos de gobernar. De todos modos, si alguno de vosotros tiene motivos para quejarse de esta decisión, espero que hable claramente de inmediato, antes de que registre y selle mi nuevo testamento.
Nadie osó quejarse. Era indudable que Antípater era, con mucho, el más digno del trono, aparte de ser el hijo mayor de Herodes.
Antípater se puso de pie y en pocas palabras agradeció a su padre por la buena opinión que tenía de él, y que siempre trataría de justificar; pero esperaba que durante muchos años no se coronase un nuevo rey en Jerusalén. Y terminó diciendo:
—Y si ocurriera, padre, que dentro de poco tiempo hallaras más satisfactoria la conducta de mis hermanos (y estoy convencido de que son, en el fondo de su corazón, más nobles de lo que sus ásperas lenguas sugieren), yo no tomaría a mal que decidieras que son, después de todo, dignos del trono de sus antepasados maternos. Me sentiría, por el contrario, feliz de su felicidad, porque todos somos hijos de un mismo padre y estamos unidos por la obligación natural del amor. Sólo quisiera hacer un modesto pedido, por el cual nadie podrá censurarme, puesto que nuestro Dios me ordena honrar a mi madre tanto como a mi padre. Quiero decir que devuelvas tu favor a mi madre Doris, ya que no fue por una falta suya que la alejaste al contraer matrimonio con Maríamne. Ella te ha sido fiel durante todos estos años, lejos de tu protección y tu cuidado, sin una palabra de queja.
Herodes otorgó alegremente lo que se le pedía, restaurando los anteriores derechos de Doris mediante un edicto que firmó de inmediato.
En esa época, Alejandro y Aristóbulo hallaron una aliada inesperada en su tía Salomé, que se había enamorado de un reyezuelo árabe llamado Sileo; Herodes había prohibido su casamiento si él no consentía en circuncidarse. Sileo explicó que si se circuncidaba, su pueblo lo lapidaria, y pidió que se excusara ese rito; pero Herodes no podía dar su hermana a un infiel incircunciso sin debilitar su posición ante los judíos y prefirió arriesgarse a tener la enemistad de Sileo y de Salomé. Salomé casi enloqueció de ira. No vale la pena desenredar la maraña subsiguiente de conspiraciones y contraconspiraciones palaciegas en que participaron la mayoría de las esposas de Herodes; pero ella consiguió por fin crear problemas a Herodes en Roma, con la ayuda de su amante Sileo y de los influyentes jonios a quienes Herodes había ofendido con el asunto de los mercaderes judíos.
Luego, Herodes envió una pequeña expedición punitiva a Arabia, donde Sileo, que le debía gran cantidad de dinero, había formado bandas de malhechores, a los que apoyaba con armas y cabalgaduras, con el fin de que hicieran incursiones en las fronteras de Herodes. La expedición tuvo éxito: los bandidos fueron capturados y la deuda recuperada. Murieron unos veinticinco árabes. Sileo huyó a Roma y se quejó a Augusto, afirmando que Herodes intentaba dominar toda Arabia, que había invadido a la cabeza de un gran ejército.
—Ya ha matado a dos mil quinientos de nuestros ciudadanos principales —dijo Sileo—, y se ha llevado un incalculable botín.
De alguna manera, Augusto se dejó persuadir a creer este disparate y escribió severamente a Herodes: «A partir de ahora debes considerarte mi súbdito, y no mi amigo». Porque ningún rey menor podía lanzar una guerra ofensiva sin permiso imperial. El contenido de esta carta se difundió, y se pensaba en general que el trono de Herodes vacilaba. Con la ayuda de Salomé, Alejandro y Aristóbulo sobornaron a dos miembros del cuerpo de guardia de Herodes para que lo asesinaran mientras cazaba en el desierto, pero de tal modo que pareciera un accidente. También consiguieron la promesa verbal de los líderes del partido saduceo de apoyar sus aspiraciones al trono si Herodes moría violentamente, y la ayuda del comandante de la fortaleza de Alejandrion, que les daría refugio momentáneo cuando se difundiera la noticia del accidente. Pero Herodes fue informado a tiempo de la conspiración por la arrepentida Salomé, quien comprendió de pronto que se había conducido locamente y que Sileo no estaba verdaderamente enamorado de ella. Aseguró a Herodes que sólo había querido su bien todo el tiempo, al par que tentaba a sus enemigos a que mostraran su juego prematuramente; y que sí él iba a Roma recuperaría sin dificultad la confianza del emperador. Sabía, dijo, que él había tomado la precaución de pedir su consentimiento a las autoridades imperiales más próximas antes de enviar a sus hombres contra Sileo.
Herodes viajó a Roma de inmediato y pronto consiguió que Augusto viera la razón. Augusto se excusó por haber dudado de él y ordenó que Sileo fuera juzgado por turbar la paz, por perjurio y por conspirar contra la vida de Herodes. Los abogados de Herodes pidieron la postergación del juicio hasta que Sileo hubiera sido enviado con una escolta a Antioquía, cuartel general de Saturnino, gobernador general de Siria, quien decidiría si el dinero ocupado en Arabia era una compensación equitativa por su deuda con Herodes. Se concedió la postergación, y Sileo fue enviado a Antioquía sin demora.
Luego Herodes se refirió a la nueva conspiración de Alejandro y Aristóbulo, a quienes acusó de haber maquinado el problema árabe. Augusto concedió en seguida el permiso de condenarlos a muerte como parricidas.
Cleofás visitó nuevamente a Joaquín en Cocheba. Lo encontró en el campo durante la cosecha, supervisando la carga de las espigas.
—He venido por tu invitación, hermano Joaquín —dijo Cleofás.
—Eres bienvenido; pero no te he enviado una invitación.
—Me habías invitado a volver a tu casa cuando los dos hijos de ese hombre hubieran muerto. Fueron estrangulados en Samaria hace tres días. La partida ha terminado. El acusador fue Nicolás de Damasco, y se llamó a Antípater para aportar su testimonio en el asunto de los dos guardias, cuya confesión había conseguido. Cántame tu profecía.
—Es una mala noticia.
—Eran hombres malvados, y la noticia de su muerte es una buena noticia.
—Es una mala noticia, digo, porque anoche vi en sueños las velas de Zabido encendidas nuevamente y le oí cantar sus hechizos idólatras en los mismos patios del templo. He visto el sacrilegio, la blasfemia y la idolatría, tres monstruos repulsivos, de fiesta en el bendito santuario, o de modo que toda la congregación de Israel era deshonrada… Quiera el Señor defender a su sierva Israel de todos los que quieren hacerle daño.
—Has previsto las muertes de Alejandro y de Aristóbulo, y la sucesión de Antípater. ¿Qué ves ahora?
—Responde a una sola pregunta, y tendrás tu respuesta; y no se trata de ningún problema desconcertante, como los que intercambiaban en los tiempos antiguos Salomón e Hiram de Tiro, sino de algo muy sencillo. ¿Por qué ha demostrado Herodes tanta amabilidad al pueblo de Rodas, cuando reconstruyó el templo de Apolo, su abominable dios sol; y al pueblo de Cos, otro santuario de Apolo; y a los fenicios de Beirut, Sidón y Tiro, y a los espartanos, licios, samios y musios, que adoran todos la misma abominación con uno u otro nombre? ¿Y por qué, con grandes presentes, logró persuadir a los elios de que lo designaran presidente perpetuo de los Juegos Olímpicos?
—No puedo explicar por qué ha hecho esas cosas —dijo Cleofás—. Sólo puedo condenar. Está escrito: «No tendrás a otro Dios más que a mí».