XXVII
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TREINTA SICLOS DE PLATA

Mientras tanto, Jesús aguardaba ansiosamente el regreso de Judas. ¿Por qué se demoraba? ¿Había sido incapaz de conseguir que alguien le vendiera una espada? Aunque estaba prohibido que la población civil llevara espada, era fácil comprar una en el barrio galileo. ¿O le había ocurrido algún accidente? ¿O su justa indignación había sido ahogada por escrúpulos acerca del derramamiento de sangre, de modo que había decidido eludir su obligación y huir? Si no volvía pronto, un discípulo más resuelto debería descargar el golpe.

Habló con mayor claridad.

—Está escrito que el pastor indigno debe ser derribado y sus ovejas dispersadas. Hijos, dentro de poco no me veréis más.

Todavía no comprendían. Pedro pregunto:

—¿Adónde irás, maestro? Déjame ir contigo.

—No me puedes seguir adonde voy.

—Te seguiré adonde vayas, y haré lo que me ordenes, aunque deba morir por ello.

Jesús miró a su alrededor y dijo:

—Antes de que acabe esta noche os ofenderá que os llamen mis discípulos. Os avergonzaréis todos de vuestras visiones y de vuestros mantos de profetas. Cuando os interroguen, responderéis: «Somos hombres de campo; sólo sabemos cuidar el ganado».

Pedro protestó:

—Señor, yo jamás me ofenderé por eso. Quizá otros, no yo.

—Antes del segundo canto del gallo me habrás negado tres veces.

—Nunca te negaré.

Jesús suspiró y citó a Isaías:

Él ha cegado sus ojos

y ha endurecido sus corazones,

para que no puedan ver con los ojos

ni comprender con el corazón

y se conviertan, para que yo los cure.

Habían consumido hasta el último trozo del cordero pascual y todo el pan. Habían bebido la tercera y la cuarta copa y cantado el último himno, Oh, dad gracias al Señor, porque es bueno. Juan había reavivado el fuego para quemar los huesos de la víctima; la jofaina había pasado de mano en mano, se habían lavado las manos y las habían secado con las toallas. Era hora de marcharse. Entonces Jesús se puso de pie, se quitó todas sus ropas excepto su ceñidor, ató a su cintura una gran toalla, vertió agua en un recipiente y, como si fuera un criado de una casa de baños, empezó a lavar los pies de los discípulos y a secarlos. Se sorprendieron y preguntaron:

—Maestro, ¿qué significa esta broma? ¿Te has convertido en nuestro servidor?

—Todo hombre es servidor de otro hombre; el rey sirve a su pueblo, y todos servimos al cielo. En cuanto a mí, soy el servidor en que se reúne toda la iniquidad de Israel.

—¿Tú un pecador? ¡Nos propones un enigma!

—Lo resolveréis a su debido tiempo.

Al principio, Pedro se negó a permitir que Jesús lavara sus pies, pero Jesús amenazó que si no aceptaba, lo expulsaría y Pedro exclamó:

—No sólo mis pies, sino también mis manos y mi cabeza.

—Como te ha bautizado Juan, sólo necesitas lavar tus pies del fango a que los ha conducido el adversario de Dios, antes de que pisen esta noche un lugar sagrado.

—¿Qué lugar es ése?

—El Monte de los Olivos, donde el hijo del hombre debe descender del cielo.

Salieron de la casa, y mientras caminaban por la calle Jesús les preguntó:

—¿Cuál de vosotros me ha obedecido?

Pedro respondió orgullosamente:

—Yo te he obedecido; mientras los demás se preparaban, compré a los moradores de la casa dos espadas. Por fin he comprendido contra quién debo usarlas.

—No tan pronto, fiel hijo de Jonás. Guarda una espada, confía la otra a Juan. Dos bastarán para ejecutar la venganza del Señor. ¿Ay, acaso no está escrito: «En cuanto a nuestras iniquidades, las conocemos: transgresiones y mentiras contra el Señor, predicar la opresión y la rebelión, simular y proferir falsedades»?

Salieron de la ciudad por la puerta oriental, descendieron al valle de Kidrón y cruzaron el arroyo por un puentecillo; luego ascendieron al Monte de los Olivos siguiendo un sendero que los condujo al huerto amurallado llamado Getsemaní, la «prensa de aceite», que Nicodemon había ofrecido a Jesús como refugio si se veía en dificultades. No vieron a nadie en el camino, hallaron sin dificultad el huerto, abrieron el portal con la llave que había recibido Judas dos días antes, y entraron. Los olivos eran muy antiguos y estaban fantásticamente retorcidos; se decía que algunos habían sido plantados el año en que el rey Salomón había consagrado su templo. Los campesinos decían: «Si compras un buey o un asno, serán tus servidores mientras vivas; pero si compras un olivo, serás su servidor mientras vivas». Hallaron un molino de aceite, un horno para hacer carbón con los huesos prensados, y una cabaña con bastos bancos que utilizaban los cosechadores de olivas en la estación correspondiente.

Jesús los condujo a la cabaña, que estaba en el punto más alejado del portal, y abrió la puerta.

—Pedro, Jaime y Juan se quedarán conmigo; son los más valientes. Los demás pueden aguardar aquí hasta que sean llamados; si están fatigados, que duerman.

Mientras se apartaba con los tres discípulos elegidos, Jaime le preguntó:

—¿Dónde está Judas? ¿Por qué no está con nosotros?

—Temo que se haya convertido en un traidor y que se haya asustado de su tarea.

Pedro exclamó:

—Todos pueden traicionar su tarea, pero no yo. Usaré osadamente mi espada contra el miserable que ha causado nuestro infortunio y a la vista de toda Jerusalén, aunque muera por ello.

—También yo golpearé sin temor —dijo Juan—, porque aunque lo quería, siempre he querido más a otros. ¿Y no es mi obligación odiar a los enemigos de nuestro Dios?

Jesús preguntó con ansiedad:

—¿Cuándo has sospechado la verdad por vez primera?

—Cuando estábamos en casa de los esenios.

—Está bien. Venid conmigo hasta la puerta, y vigiladme hasta la mañana, mientras hago las paces con el Padre a quien he ofendido. ¿Están afiladas vuestras espadas?

—Como el cuchillo del sacrificio de los sacerdotes.

—No me perdáis de vista. Si me amáis, vigilad celosamente; y cuando descarguéis el golpe, no erréis.

La ironía de este diálogo de doble sentido, que la tradición ebionita recuerda, no podría haber sido superada por el más hábil dramaturgo ático.

Jesús dejó a sus tres discípulos bajo un árbol hueco y se retiró a un lugar, más o menos a un tiro de piedra, donde se arrodilló y oró. Ellos pudieron oír sus vehementes palabras:

—Padre, dulce Padre, único para quien todas las cosas son posibles, te ruego que apartes de mis labios este amargo cáliz. Aunque no porque yo quiera, sino porque tú lo quieres.

Fatigados por el largo día, y soñolientos por el vino y la carne asada, los discípulos se envolvieron en sus mantos y durmieron. Media hora más tarde, alguien tironeó de sus mantos y despertaron. Jesús estaba de pie a su lado, sosteniendo las dos espadas en su mano.

—Mirad con qué facilidad os he despojado de vuestras armas. Vigilad, y por favor no sucumbáis a la tentación, olvidando vuestro deber. Y orad por mí también, para que no sienta la tentación de huir de vosotros y marcharme a Galilea.

Les devolvió sus espadas, y ellos se arrodillaron avergonzados, mientras él continuaba sus plegarias. Pero nuevamente se durmieron, y él los despertó por segunda vez.

—Pedro, ¿no puedes velar una sola hora?

—Mi espíritu lo desea, señor, pero la carne es débil.

Una vez más Jesús oró y una vez más los discípulos cayeron en el sueño. Entonces se oyó un brusco clamor de ruidos y voces mientras echaban abajo el portal del huerto. Vio el parpadeo de las antorchas y luego una muchedumbre de figuras blancas que corrían hacia él entre los olivos. Cojeando acudió al lado de los hombres dormidos, sacudió violentamente por el hombro a Jaime y dijo:

—¡Levántate, pronto! Avisa a tus compañeros de la cabaña que aquí están los enemigos. Diles que se dispersen y corran para salvar sus vidas.

Jaime gruñó, roncando, pero no despertó. Jesús exclamó amargamente:

—Sigue roncando, entonces, y duerme a tu gusto. Ya es demasiado tarde para levantarse.

Pero Pedro y Juan habían despertado con una brusca sensación de peligro. Pusieron de pie a Jaime y lo golpearon hasta que despertó mientras una compañía de alabarderos levitas se acercaba a la carrera. A la cabeza venían Judas y un oficial levita.

Judas murmuró al oficial:

—Arresta al hombre a quien bese —se acercó a Jesús y murmuro para darle seguridad—. Todo marcha bien. Confía en Nicodemon —luego gritó por encima de su hombro—: ¡Éste es vuestro hombre! ¡Éste es Jesús de Nazaret!

Jesús preguntó:

—Judas, ¿besas al hombre a quien traicionas? —y agregó—: ¿Soy un bandido para que estos hijos de Leví se acerquen a mí con armas en las manos? He orado todos los días en el templo ¿por qué no me capturaron entonces?

—¡Atrás, hombres! —ordenó el oficial—. No debéis usar vuestras armas a menos que se resista.

Jesús gritó con voz tremenda:

—¡Ay de mi pastor indigno que ha abandonado al rebaño! Su brazo derecho se marchitará del todo y su ojo derecho se oscurecerá por completo. ¡Despierta, espada, contra este pastor, aunque es mi amigo! Hiere al pastor, y las ovejas se dispersarán —dejó caer su garrote de carnicero, que había tenido consigo todo el tiempo y, abriendo los brazos, aguardó el golpe.

Mientras Juan vacilaba, Pedro aferró su espada y se lanzó hacia adelante en silencio.

—¡Salvadlo, salvadlo! —gritó Judas. Pero era contra Judas, y no contra Jesús, que se había lanzado Pedro.

Un levita se adelantó velozmente para parar el golpe con su alabarda, mientras Judas se hacia a un lado, amparándose detrás de un árbol. Entonces Pedro atacó al levita, pero la espada resbaló por su yelmo, lastimándole apenas una oreja. Otros alabarderos acudieron y, al verse solo contra cincuenta, Pedro giró sobre sus talones y, como sus pies eran veloces, escapó saltando el muro del huerto. Juan arrojó lejos su espada y siguió el ejemplo de Pedro.

Jaime casi fue apresado. Alguien aferró su túnica, pero se debatió violentamente; la tela se desgarró y él huyó desnudo, con una herida en el hombro. Así se cumplió la profecía de Amós.

Judas volvió al lado de Jesús, que parecía triste y resignado. Se inclinó, recogió el garrote caído y preguntó:

—Maestro, ¿aún necesitas esto?

—Es tu botín. Guárdatelo.

Los discípulos que estaban en la cabaña habían logrado escapar. Andrés se había despertado al oír gritos, despertando a su vez al resto; todos habían logrado salir sin ser vistos, ocultándose detrás de la cabaña y ayudándose unos a otros para franquear el muro. Tomás les aseguró:

—No debemos sentir temor por el maestro. Si pudo evitar el arresto a plena luz y en campo abierto, en Nazaret, seguramente podrá hacerlo a la luz de la luna entre los olivos.

Pero Jesús no intentó huir. Fue conducido a casa del antiguo sumo sacerdote, Anás, donde el sumo sacerdote Caifás, su yerno, pasaba la noche de Pascua. Era la casa más grande y lujosa del Monte de los Olivos y sólo distaba unos centenares de pasos de Getsemaní.

Pedro los seguía a prudente distancia. La noche era serena y esperaba que en cualquier momento apareciese una resplandeciente compañía de ángeles descendiendo al rescate desde el cielo. ¿No era acaso en el Monte de los Olivos que había visto Ezequiel una vez la carroza y la gloria del Señor, y donde el Mesías se presentaría el gran día? «Estoy contento de haber aceptado el lavado de pies», se dijo. «Estoy listo para todo».

Pero no ocurrió nada extraordinario; sólo que el ladrido de los perros del otro lado del Kidron se tomó más vigoroso y firme. En Pascua, la luna llena y la enloquecedora presencia de muchas ovejas inquietaba siempre a los perros de la ciudad; y esta noche el olor del cordero asado ascendía desde mil braseros del barrio galileo. Sin embargo, no se les daba a los perros ni siquiera los huesos para roer.

Jesús fue conducido a la casa de Anás, y Pedro, oculto a la sombra del muro, con la espada aún en la mano, oyó al oficial levita que daba su informe al capitán del templo. El capitán le respondió con impaciencia:

—¡Muy bien! ¡Muy bien! ¿Pero cómo lograron huir los bandidos armados? Debías haber rodeado el lugar.

El oficial murmuró una excusa, que el capitán interrumpió secamente:

—Trae al informante al tesoro y ocúpate de que reciba el dinero de sangre. La suma establecida es de ciento veinte dracmas.

(Porque Judas, cuando le pidieron que dijera el precio, había recordado a Zacarías y solicitado treinta siclos del santuario, equivalentes a cuatro dracmas cada uno. «Es demasiado», habían protestado. «No», había respondido Judas; «es el valor que establece la ley para un esclavo cananeo, y yo os estoy vendiendo a un israelita libre»).

Pedro escuchaba con horror incrédulo. ¿Cómo podía Judas, su amigo Judas, a quien siempre había considerado el más generoso y escrupuloso de los doce, haber llegado a vender a su maestro por una indigna suma de dinero? Seguramente el adversario de Dios se había metido en él.

Al primer canto del gallo, la falsa alarma del alba, Pedro se deslizó al interior, ocultando la espada debajo del manto. Miró a su alrededor con la esperanza de encontrar a Judas, a quien estaba resuelto a matar; pero no estaba allí. Mientras se calentaba ante el fuego, advirtió por primera vez que sus dedos sangraban: se había cortado con la espada mientras trepaba a un olivo antes de saltar de una rama alta por encima del muro del huerto.

Una cocinera le preguntó:

—¿Cómo te has lastimado la mano?

—En una disputa, en casa de unos amigos.

—¿Quién eres?

—Un arriero. Me ocupo de ganado. He traído del norte un magnífico plantel de bueyes.

Una criada dijo:

—Yo te conozco, embustero. Te vi el otro día en la basílica durante el escándalo. Eres uno de la pandilla de Nazaret, un seguidor de ese Jesús.

—No es verdad.

—Podría jurarlo. Y por tus oid y tus ain sé que eres galileo.

—¡Por cuarenta vasijas llenas de gordas prostitutas! Jamás he visto al tal Jesús.

—¡Si eres el hombre que soltó las palomas! Te reconocería en cualquier parte.

—¡Que el adversario engendre una camada de diablillos en tu cuerpo, bruja!

—Entonces, ¿qué estás haciendo a esta hora de la noche en el Monte de los Olivos?

—Ya te lo he dicho. Cenaba con unos amigos cerca de las tiendas de Hino. Y eso terminó en una pelea.

—¿Y qué haces aquí?

—Ya lo ves. Me caliento las manos. En Galilea, si ves una puerta abierta y un fuego en el interior, entras y te calientas las manos, y la gente de la casa te da vino, y un poco de pan y pescado. Aquí parece que sólo te insultan. Ven un día a Galilea, hija de camellos, y te enseñaremos buenas maneras.

Allí se quedó jurando y maldiciendo casi una hora, y luego regresó a la calle. Cantaron entonces los gallos, esta vez anunciando verdaderamente el alba, y Pedro lloró amargamente.

Mientras tanto, llevaban a Jesús a la sala de la corte, que bien podía ser la misma habitación donde había sido juzgado Zacarías treinta y tres años antes, porque los muebles y tapices eran los mismos; pero el sanhedrín que se había reunido ahora era muy poco numeroso. No habían sido notificados Nicodemon, José de Arimatea, ni nadie que pudiera demostrar favor o piedad. Todos los presentes eran saduceos de las familias dirigentes, cuyas acciones guiaba un principio supremo: la necesidad de colaboración estrecha con los romanos. Ese principio había sido impuesto al sanhedrín por Pilatos y por su predecesor en el cargo: Roma era meramente tolerante con el culto del templo, pero lo suprimiría de inmediato si había nuevos desórdenes en la provincia. Ningún acto de violencia realizado en nombre de la religión que fuera capaz de perjudicar las cordiales relaciones con Roma debía pasar inadvertido ni quedar sin castigo.

El jefe saduceo era el viejo Anás, que había sido sumo sacerdote durante nueve años a partir de la deposición del etnarca Arquelao; Caifás, que estaba en posesión del cargo actualmente y desde hacía once años, no tomaba ninguna decisión importante sin consultar con Anás. Éste tenía cinco hijos; uno de ellos había sido sumo sacerdote interinamente entre los mandatos de Anás y Caifás, y los otros cuatro estaban destinados a ser sumos sacerdotes en los años venideros.

Estos siete notables, que componían la junta dominante del sanhedrín, reiteraban permanentemente que los miembros de la corte suprema, cuya carencia de sentido común político era una desgracia nacional, eran los mayores enemigos de la paz entre judíos y romanos. Declaraban que la corte suprema farisea no tenía la menor intención de estudiar la sensibilidad romana y juzgaba cada quiebra de la paz estrictamente por las normas mosaicas, como si los romanos no existieran; además, a causa de la descabellada falta de severidad de la corte, era por completo imposible obtener en ella una sentencia grave, aún en el caso de un notorio delincuente. Por esta razón, el sanhedrín se obligaba a examinar todos los casos de importancia política antes de que los juzgara la corte suprema; y si había la más mínima posibilidad de que el gobernador general pudiera ofenderse por una sentencia misericordiosa, los elevaba a su consideración con un sumario de las pruebas y un veredicto provisional para su guía.

—Se abre la sesión —dijo Caifás. Su verdadero nombre era José, pero era popular su sobrenombre Caifás —el adivinador— por su bien desarrollada intuición; Pilatos lo llamaba «el valet perfecto», por su obsequiosidad con sus amos, su altanería hacia sus inferiores, su corrección y su hipocresía fundamental.

—Debo comenzar con una sincera expresión de agradecimiento a los miembros de esta honorable corte que han respondido a tan inoportuna convocatoria para juzgar el caso de Jesús de Nazaret. Temí que la considerable distancia que hay desde la ciudad hasta esta humilde casa no permitiera reunir el quórum necesario. Todos comprenderán, a medida que se desarrolle el juicio, que era indispensable una reunión de emergencia. Ayer no pudimos arrestar al prisionero a plena luz por la gran influencia que ejerce sobre los peregrinos galileos; sin embargo era imperativo privarlo de su libertad durante la Pascua. Un incidente que justificara la intervención armada romana habría sido desastroso para la nación; no me parece necesario extenderme al respecto. Nuestros agentes vigilaron el barrio galileo, donde se decía que pensaba pasar la noche de Pascua, pero sin resultados; y la información que condujo finalmente a su arresto cerca de esta casa llegó sólo una hora después de medianoche. Solicité vuestra asistencia apenas me comunicaron que el prisionero estaba en nuestras manos.

»Este caso tiene aspectos inusitados. Quizá sorprenda a la corte saber que el prisionero, Jesús de Nazaret, aunque es un fanático galileo, ha tenido fama de quietista hasta este momento; y que su expediente, remitido por nuestros agentes policiales en Galilea, lo señala como «amigo del gobierno». Aparentemente, ha criticado a algunos fariseos pietistas locales de un modo que merece nuestro elogio, y ha intentado incluso reconciliar a la población rural de Galilea con los aduaneros y recaudadores de impuestos. Según informes dignos de confianza, está en muy buenos términos con varios de los principales recaudadores de impuestos del país, incluyendo a Zaqueo de Jericó. Sin embargo, parecería que un espíritu maligno lo posee cada vez que viene a Jerusalén a alguna fiesta. No contento con interrumpir el servicio en el estanque de Siloam esta Fiesta de los Tabernáculos, imagina ahora que es una especie de grande. El once de este mes de Nisan entró en Jerusalén en un asno, como si fuera un rey, y hoy, después de inflamar apasionadamente a la multitud de peregrinos con las glorias del reino de David, se le acusa de haber entrado con violencia en la cámara del hogar y de sentarse en el trono del Mesías. Infortunadamente, el centinela levita es el único testigo de este acto demencial; y como no se ha encontrado hasta ahora ningún miembro del público capacitado para jurar que vio entrar en la cámara al prisionero o salir de ella, ni hubo desorden alguno, admito que la declaración del levita se debe considerar con reservas. Sin embargo es posible que cuando lleguemos a este cargo dispongamos de nuevas pruebas aportadas por el informante que nos ayudó a realizar la detención.

»Queda el incidente de la basílica; está bien fundado y lo hemos discutido en nuestra última reunión. Confieso que inicialmente no le di la importancia que los hechos posteriores tornaron evidente; y lamento profundamente que mi hijo el jefe del archivo y el capitán del templo no pudieran refrenar semejante impertinencia en el patio de los gentiles. Sin embargo, ahora está en nuestras manos, y confío en que no haya inconveniente para la aplicación de la máxima pena de azotes por tan escandaloso desorden; y si mi venerable padre Anás, u otras autoridades de Israel consideran que debemos exigir una pena capital, seré el último en oponerme.

Se puso de pie un anciano y preguntó si había habido pérdida de vidas en la basílica.

—No; pero Falerón, el presidente de la corporación de cambistas, sufre una violenta conmoción, y el caso se ha agravado esta noche por el brutal ataque de uno de los discípulos del prisionero contra el informante que nos ayudó a hacer el arresto. Un alabardero levita intervino, y recibió una herida de espada en la oreja, que casi le cortó por completo. En la confusión el criminal huyó.

—¿El prisionero estaba armado?

—No tenía armas.

—Interroguémoslo inmediatamente —dijo el gárrulo Anás—. El día de Pascua siempre es fatigoso y desearía retornar a mi sueño interrumpido tan pronto como fuera posible.

—Que traigan al prisionero —dijo Caifás entonces, y entró Jesús, escoltado por un guardia sin armas, que lo condujo al banco de los testigos.

—¿Eres Jesús de Nazaret?

—De Bethlehem.

—¿Quieres decir de Bethlehem de Galilea?

—Me refiero a Bethlehem de Efrat.

—Creo que es verdad —interpuso el jefe del archivo—. Y de todos modos, el punto es irrelevante.

El escribiente de la corte leyó la primera acusación.

—Jesús de Nazaret: se te acusa de perturbar el orden, a mediodía del día doce del corriente mes de Nisan, incitando a algunas personas a un tumulto en la basílica del rey Herodes, derribando las mesas de los cambistas y poniendo en libertad las ovejas y palomas de los vendedores de animales. Se te acusa además de utilizar lenguaje insultante, de esgrimir una soga y de golpear con ella en la cabeza a Falerón, el presidente de los cambistas, infligiéndole daños corporales.

Caifás pregunto:

—¿Te declaras culpable o inocente?

—He visto el Mezuzah en la puerta de esta cámara.

Caifás enrojeció de furia; Jesús le recordaba que, aunque él era el sumo sacerdote, la corte que había reunido carecía de autoridad a los ojos de todo judío piadoso. Repitió:

—¿Culpable o inocente?

Jesús no respondió.

—Es evidente que el prisionero procede de Galilea, y no de Judea. Los criminales galileos siempre se refugian en una insolente mudez.

Llamaron a tres testigos de lo ocurrido en la basílica; la corte halló a Jesús culpable de incitación a la destrucción de la propiedad pero, por una pequeña mayoría, inocente de incitación al crimen.

El cargo siguiente consistía en haber instigado a una persona desconocida a causar lesiones corporales a Malluch, alabardero al servicio del sumo sacerdote, mientras el citado Malluch colaboraba con el oficial encargado del arresto. Aunque Jesús no se defendió, el cargo no prosperó. Malluch, con la cabeza vendada, atestiguó que la conducta del prisionero había sido correcta. Y agregó:

—Con el permiso de su santidad, este hombre, Jesús, parecía muy disgustado por el incidente. Tocó mi oreja donde la había herido la espada, murmurando algunas palabras que no comprendí.

—¿Con qué objeto, Malluch?

—Deseaba curar la herida, santo padre.

—¿De veras? ¿Y con qué resultado?

—El dolor cesó, santo padre. La herida se está curando bien, según me ha dicho el cirujano, añadiendo que debo tener unas carnes que sanan con notable rapidez.

Caifás dijo a Anás:

—Venerable padre; con tu consentimiento querría proponer que dejemos para el final el cargo más grave, el de ocupar el trono del Mesías en la cámara del hogar.

—Está bien.

El cargo siguiente era el de emplear un lenguaje calculado para provocar un desorden público en los patios del templo. Comparecieron varios testigos; los primeros tres o cuatro no pudieron alegar nada grave; sólo que el reo había alabado los reinados del rey David y el rey Salomón en términos algo extravagantes, alentando a sus oyentes a ser dignos hijos de sus padres. Uno mencionó su aseveración de que no se debía pagar a Dios lo que era del César, ni a César lo que era de Dios; pero Anás y Caifás, de mala gana, se vieron obligados a reconocer que, por rebelde que fuera la intención de esas palabras, en sí mismas eran irreprochables.

Otro atestiguó que Jesús había dicho en el patio de los gentiles durante la Pascua del año anterior:

—«Destruid este templo, y en tres días, por medio de la magia, construiré otro igualmente grande y hermoso».

Judas, que había sido citado como testigo y aguardaba su turno más atrás, se adelantó y dio la versión correcta:

—«Destruid este templo, y por la gracia de Dios le construiré en tres días una morada aceptable, porque vuestro siervo es carpintero. Israel era grande cuando nuestro Dios residía en un arca de madera de acacia».

Esto destruyó el supuesto cargo de presunción de poderes mágicos, y aunque las palabras de Jesús indignaron indeciblemente a los saduceos, Caifás tuvo que admitir que el cargo no estaba probado, debido al conflicto entre los testimonios. Se disponía a pasar a la acusación siguiente, cuando entró un portero con un mensaje urgente para él.

—El edecán personal de su excelencia el gobernador general solicita audiencia con su santidad.

El edecán golpeó los talones, sonrió cordialmente, y dedicó un displicente saludo a la corte. Era un hombre muy joven, afectado y afeminado, que se llamaba Lucio Emilio Lépido, cuyo título más distinguido era el de bisnieto del emperador Augusto.

En voz fuerte y pastosa por la ebriedad comunicó su mensaje:

—Con los cumplidos de su excelencia el gobernador general de Judea. El gobernador general entiende que un tal Jesús de Nazaret ha sido arrestado por orden de esta corte, y que es juzgado en estos momentos. Desea hacer saber que tiene gran interés personal en este caso y que no se debe adoptar ninguna medida sin su conocimiento.

Caifás se sorprendió. Preguntó a Lépido cómo había sabido tan pronto el gobernador general la noticia del arresto, que había ocurrido escasamente dos horas antes. Lépido rió y respondió confidencialmente:

—Entre nosotros, sumo sacerdote, ha sido alguien a quien no has considerado digno de asistir a tu pequeña reunión, y sospecha, supongo, que tratas de sacar del paso a un amigo del emperador. No he dicho ningún nombre, ¿comprendes? Y el gobernador general sólo ha hecho una leve insinuación; pero por mi divino bisabuelo, será mejor que cuides tus pasos esta noche. Quizá pienses que es una tontería, pero mi suposición es tan buena como cualquier otra. El viejo Pilatos no me habría sacado de la cama a esta hora absurda para enviarme aquí si no tuviera una buena razón, ¿verdad? Especialmente, porque sabía que yo no dormía solo. Quiero decir, en definitiva, que en este caso debe haber algo que le interesa, sea lo que sea: probablemente dinero, o una mujer, o tal vez hayas arrestado a uno de sus mejores agentes secretos, o quizás… bueno, nunca se sabe con el gobernador general.

Caifás replicó dignamente:

—Su excelencia puede tener la seguridad de que ni en esta ocasión ni en ninguna otra tendrá motivos para dudar de nuestra justicia, nuestra discreción o nuestra lealtad.

—Espero que así sea —dijo Lépido—. ¿El prisionero es ese pobre hombre?

—Es él.

—No tiene mal aspecto, pero asusta un poco, ¿verdad? Me recuerda las cosas que decía mi pedagogo sobre los magos de Egipto: mueven su vara trazando lentamente un dibujo, así, ¡mira! y te hipnotizan, y cuando despiertas te encuentras en el estanque de los cocodrilos. Pero debo regresar de inmediato a mi cama, o tendré problemas con… bueno, con alguien. Buenas noches, y no olvidéis el mensaje del gobernador general.

Los notables se inclinaron; él agitó su mano, sopló un beso, sonrió y se marchó.

—¡Nicodemon! —exclamó Caifás—. Ha sido Nicodemon. Yo… —se interrumpió de repente, al ver que todos lo escuchaban, y ordenó al escribiente que leyera el último cargo.

—Se te acusa de un acto de sacrilegio, cometido al atardecer del día trece de Nisan; te has sentado insolente y sacrílegamente, desatendiendo la advertencia del centinela del templo, en el trono que la tradición reserva al bendito Mesías hijo de David.

—¿Te declaras culpable o inocente?

Jesús no respondió.

Se llamó como primer testigo al centinela, que narró el hecho con bastante veracidad, aunque duplicó el número de los atacantes.

Judas, llamado como segundo testigo, afirmó que no estaba en compañía de Jesús cuando el incidente había ocurrido; todos los esfuerzos que hizo la corte para que modificara su testimonio fueron vanos.

Caifás miró a los miembros de la corte y luego a Jesús, con los labios fruncidos. Esperaba compensar la carencia de un segundo testimonio obteniendo una confesión. Dijo con irónica cortesía:

—Tal vez, ya que has sido tan amable como para confesar, más temprano, tu identidad, nos hagas el favor de responder también a esta pregunta: ¿eres, por azar, el bendito Mesías hijo de David?

Jesús respondió:

—Sabréis quién soy, tal vez antes de que este día termine, cuando veáis al hijo del hombre rodeado por las nubes del cielo y sentado a la derecha del poder. Esta montaña sagrada conservará la huella de su pie.

Caifás se puso de pie y desgarró las costuras de blasfemia de su ropa. Gritó:

—¿Para qué necesitamos más testigos? ¡Hemos oído una blasfemia pronunciada ante la misma corte!

La corte se retiró a un cuarto intermedio para estudiar la situación. Uno de sus miembros dijo:

—En circunstancias normales, aconsejaría que este caso pasara a la corte suprema. Ellos tienen autoridad para castigar con la muerte la blasfemia, en tanto que el sanhedrín sólo puede penar con treinta y nueve latigazos el único cargo que se ha probado. Como ha señalado el mismo santo padre, no podemos alegar violencia o incitación al desorden en la versión histórica que ha dado el prisionero de las pasadas glorias de Israel, ni en la acción que, según se dice, cometió en la cámara del hogar. La única objeción es que sería extremadamente difícil obtener una sentencia de la corte suprema.

Caifás recogió la observación.

—Mi sabio amigo tiene razón. Sin duda, no se le ha escapado que, por un ridículo fallo de la corte suprema, la blasfemia no es un delito capital si no está acompañada por el nombre de Dios. Por lo tanto, como el prisionero ha utilizado la palabra «poder» como sinónimo del nombre, y como no ha dicho positivamente que era el bendito Mesías, sólo es culpable técnicamente de una ofensa menor que la corte suprema tampoco puede penar con un castigo más grave que esos mismos treinta y nueve latigazos. Es una situación deplorable. ¿Alguien tiene un consejo que ofrecer?

Anás dijo:

—Lo único que se puede hacer es poner el caso en manos del gobernador general. No sé hasta qué punto podemos tomar seriamente la sugestión del cachorro del gobernador general de que el detenido es un agente secreto de Roma. No se ha hablado en Judea de agentes provocadores desde los días del viejo Herodes; pero no es imposible que Pilatos los utilice; y si este hombre lo es realmente, nos conviene aún más hacer justicia. Bastará con presentar pruebas del tumulto y de las aspiraciones mesiánicas del prisionero; aunque no sean válidas para la ley mosaica, como infortunadamente ocurre, serán suficientes para el gobernador general. Propongo que mencionemos también la respuesta del prisionero a la última pregunta, que para cualquier persona, aparte de los fariseos de mente tortuosa, es una blasfemia manifiesta que merece la muerte; y además, que pidamos permiso al gobernador general para lapidar a Jesús de Nazaret fuera de las puertas como un acto de justicia popular. Sin duda, su excelencia accederá a nuestros deseos, puesto que el reo es probadamente un perturbador, y yo le haré saber discretamente, por medio de su secretario oriental, que hemos dejado de lado ciertas normas farisaicas en interés de la paz y de la ley original. Sería mejor confiar la lapidación, extraoficialmente, a las pandillas de la Puerta del Pez, cuyos miembros le hicieron una advertencia la última vez que provocó desórdenes en la ciudad. Una última palabra: si no adoptamos esta actitud de inmediato, no podremos resolver el asunto antes de mañana a la noche, es decir, cuando no sólo debe celebrarse la Pascua sino también el Sabbath. No es necesario que os recuerde otro hecho: en el mejor de los casos, la corte suprema no puede pronunciar la sentencia de muerte el mismo día que se realiza el juicio; y ninguna corte judía puede mantener a un prisionero bajo custodia durante los días de la fiesta, mientras no está en sesiones. En cambio, la justicia romana es adecuadamente breve y rápida.

La moción de Anás fue aprobada con sólo tres votos en contra; ninguno de ellos era de un miembro de su familia. La corte regresó a la cámara del consejo, y Caifás anunció:

—Esta corte ordena que este caso sea elevado, con el sumario de las pruebas, al gobernador general de Judea. Se solicita a los testigos que estén preparados para concurrir a la residencia en el momento en que sean convocados. Hasta ese momento, se debe considerar que la corte continúa en sesión. Guardia: lleva al prisionero a la antecámara.