XIII
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EL REGRESO DE EGIPTO
Uno de los clientes de José, un maestro retirado de Alejandría, cobró afecto a Jesús y se ofreció para asistir a su educación. Se trataba de un tal Simeón un viejo erudito, sabio y solitario, que no era ya capaz de atender un aula, pero si, según él mismo dijera a los padres de Jesús, de entregar toda su atención a un muchacho solo que constituía una promesa fuera de lo común. Vivía a pocas millas de Leontópolis, en el bonito pueblo de Matarieh, renombrado por sus higos.
José, complacido, decidió trasladar su tienda a Matarieh, donde había una pequeña sinagoga; y al saber que la esposa de Simeón había muerto poco antes, lo invitó a compartir su casa. Aceptada esta invitación, Jesús estudiaba con Simeón todas las mañanas desde el alba hasta dos horas antes del mediodía; pasaba el resto del tiempo con José en su taller, a excepción de una hora de reposo al fresco del atardecer. Jesús aprendió de Simeón en tres años tanto como pocos niños aprenden en diez años de educación corriente, porque en una clase numerosa siempre ocurre que los niños más lerdos refrenan a los más inteligentes, y que el maestro no puede mostrarse afable, para que los de mal corazón no se aprovechen de una amabilidad que sólo conviene a los de corazón bondadoso. Además, si el maestro no trata a cada niño con igual atención y severidad, los padres celosos se quejarán y lo acusarán de favoritismo. Pero en una clase que sólo consta de un niño ansioso por aprender todo es posible.
El método de Simeón no era decir: «El significado de este texto es tal», sino «Los saduceos interpretan este texto de esta manera, pero los fariseos de la escuela del rabino Shammai lo interpretan de esta otra, y de aquélla la escuela del rabino Hillel, aunque para los esenios el sentido es distinto…»
Como José se volvía cada vez más débil, Jesús se vio obligado a asumir gradualmente una parte mayor del taller de carpintería, pero jamás se sentaba ante su banco sin tener a la vista las Escrituras para memorizar o estudiar algún tema. Los objetos que hacía eran fuertes y graciosos, y sólo dejaba a cargo de José las curvas más sutiles de arados y yugos, curvas que ningún artesano domina hasta que ha pasado una docena de años en el banco.
Eran años felices para María; ella habría estado feliz de vivir durante el resto de su vida en su ordenada casita con José y Jesús y Simeón, si eso hubiera sido posible. Aunque le dolía ser la causa de la brusca partida de José y el consiguiente abandono de su antigua familia, y se decía constantemente que él debería verlos a todos, de alguna manera, antes de morir, lo cierto era que él no parecía extrañarlos demasiado, y había dicho más de una vez que esos últimos años de su vida eran los más dulces. Pero el caso de Jesús era completamente distinto. María no ignoraba que Jesús debía cumplir un destino real. Se estaba preparando para eso: un día ese destino lo sacaría de Egipto y lo llevaría de regreso a la ciudad que para ella era el centro del mundo. Él sólo había estado allí una vez, cuando era un niño pequeño y ella lo había llevado al templo para hacer la habitual ofrenda de gratitud por el parto feliz, y lo había mostrado a Ana, hija de Fanuel.
Una tarde Simeón le dijo, cuando Jesús no podía oír:
—Tu hijo es un joven bueno, muy bueno. Es modesto, piadoso, valiente, prodigiosamente inteligente e industrioso. Pero tiene un grave defecto.
María, sorprendida, pues le parecía perfecto, preguntó:
—¿Y qué defecto es?
—Que la extremada generosidad de su corazón siempre lo lleva adonde su espíritu sufre mayor aflicción.
—¿Es ése un defecto?
—¿Sabes adónde va por las noches, cuando termina su trabajo y antes de volver para la cena?
—¿Qué oculta de su padre y de su madre? —exclamó ella ansiosamente.
—Todas las tardes va a la Vergüenza de Israel, como le llaman, o el campamento de las almas perdidas.
—¡No lo puedo creer! —María había oído hablar de ese sitio, que era un grupo de inmundas chozas al borde del desierto, habitadas por los proscritos de la congregación judía de Leontópolis y los pueblos vecinos. Ladrones, mendigos, dementes, gastadas prostitutas, hombres y mujeres hundidos en el oprobio, en su mayoría enfermos de repulsivos males, comedores de cuervos, ratas y lagartos seres cuya sola existencia ofendía al alma, porque cuando los judíos caen al fango, se hunden más profundamente que los miembros de cualquier otra raza, quizá por haber estado inicialmente a mayor altura.
—Es verdad. Anoche lo seguí hasta allí.
—Oh, Simeón, dime, ¿qué lo lleva a ese horrible lugar?
—Va a persuadir a las almas perdidas de que aún pueden ser encontradas por la piedad del Señor. En una mano lleva el rollo de las Escrituras, en la otra un bastón; predica desde una elevación de arena, y ellos escuchan, aunque sólo Dios sabe qué entienden de lo que oyen. Anoche me aventuré a espiar, escondido detrás de una pared en ruinas. Esa gente desharrapada y maloliente estaba sentada en el suelo, formando un semicírculo, y él leía el Libro de Job. Era un Jesús a quien yo todavía no conocía. A pesar de su mente generosa, no les decía suaves palabras de consuelo, sino que los acusaba, con las palabras de Eliú el Jesuita, de tener corazones duros y obstinados, y les ordenaba que se volvieran llorando a su creador antes de que fuera demasiado tarde. Ellos lo miraban de soslayo, con furia y temor, gruñendo amenazas y blasfemias o pidiendo, inoportunamente, limosnas en voz plañidera; pero sometidos a cierto poder que él tiene, aunque no comprendo bien cuál es su naturaleza. Mientras miraba, un demente intentó atacarlo; él lo apartó con el bastón y le dio un golpe en la cabeza; el loco rebuznó y se alejó saltando. El muchacho lloró, pero continuó con su prédica. Yo me alejé en silencio.
—Temo por él. Sé que no tengo motivos, pero el miedo se apodera de mi a mi pesar.
—No te lo reprocho. Es demasiado joven para soportar una carga espiritual tan pesada como ésa.
—¿Le has dicho que el campamento de las almas perdidas no es un lugar para él?
—Cuando se lo dije esta mañana, me respondió: «¿Y Job con sus llagas y sus blasfemias? ¿Pecaba Eliú el Jesuita cuando razonaba con Job?» Contesté: «Eliú era un hombre adulto; tú eres un niño. No tienes edad legal para leer la plegaria familiar en ausencia de tu padre, ¿y te atreves a predicar a esos lobos y a esas hienas?» Él dijo: «Si he pecado de presunción, que el Señor me perdone. Pero si no me lo prohíbes, continuaré con esa tarea que me he impuesto porque ningún otro judío de Leontópolis está dispuesto a cumplirla». No le pude prohibir que lo hiciera y, en verdad, sentí en sus palabras un reproche merecido; porque, que el Señor me perdone, predicar en la Vergüenza de Israel es un deber que atemoriza a mi alma.
Cuando Jesús tenía doce años, una mañana José despertó y dijo:
—Una vez, en Emaús, justamente antes de partir a Bethlehem, soñé que leía en el Génesis: «Levántate y ve a Egipto»; pero el dedo del sacerdote que mantenía abierto el rollo ocultaba el resto del versículo. Anoche, en mi sueño, leí el mismo versículo del mismo capítulo; pero esta vez, el dedo del sacerdote se había movido y cubría la primera parte del texto, de modo que sólo se leía: «Porque los que amenazaban tu vida han muerto». Espero recibir noticias pronto.
Aguardaron unos días, y llegó la noticia, no de la muerte, sino de la deposición de Arquelao, porque los sueños no son siempre perfectos, y de la conversión de Judea, con Samaria, en una provincia del Imperio Romano. Arquelao no había elegido bien al dividirse el reino de su padre. Debía haberse contentado con la tetrarquía que había otorgado a su hermano Filipo, porque éste no sufría, en la Alta Transjordania, problemas políticos comparables a los de Judea, donde tres veces por año el paso de los peregrinos extranjeros, juntamente con las bandas de edomitas orgullosos y salvajes, las irritables tribus de la Baja Transjordania y los galileos con cuchillos ocultos en sus largas mangas hacían que el país hirviera de inquietud y se derramara como una olla desatendida. En la tetrarquía de Filipo, los griegos y los sirios superaban ampliamente en número a los judíos; por eso había osado, incluso, estampar su propia cabeza en las monedas de cobre.
Todo le había salido mal a Arquelao desde el comienzo mismo: primero, los disturbios de Pascua; luego, el envenenamiento de su madre, nativa de Samaria; y finalmente, mientras estaba aún en Roma comprando la buena voluntad de los principales senadores, secretarios de estado y damas de honor de Livia, y demostrando a esta última toda su obsequiosidad, los tumultos que habían estallado en todo el país. La causa inmediata era el retorno de la embajada de la corte suprema con la noticia de que Augusto había rechazado su petición. Varo, previendo dificultades, llevó un regimiento regular de Antioquía a Judea, pero infortunadamente su comandante resolvió dominar a la población civil con los métodos empleados en otras provincias gobernadas directamente por los romanos, y en pocas semanas acumuló una enorme fortuna mediante el saqueo de los edificios públicos. En Pentecostés, cincuenta días después de la Pascua, tres grandes cuerpos de hombres armados, reclutados entre los peregrinos venidos de las provincias, atacaron por sorpresa la guarnición romana de Jerusalén y la sitiaron en la torre de Fasael, una fortaleza adyacente al palacio de Herodes. La población de Jerusalén casi no participó en la asonada, por tener mayores motivos de temor a la represalia que los peregrinos; pero los romanos no distinguían entre los judíos metropolitanos y provincianos y mataron gran cantidad de gente inocente en sus salidas de la torre. Además, robaron una gran suma del templo, mil talentos o más. Esto era un robo a Jehová e incitó a los insurgentes a nuevas violencias. Los hermosos claustros revestidos de oro que encerraban los patios exteriores del templo fueron incendiados, y muchos judíos perecieron entre las llamas.
Los tres mil hombres del ejército privado de Herodes se pasaron a los romanos, y resistieron en el palacio real el sitio a que fueron sometidos; esa acción dividió a tal punto las fuerzas insurgentes que tanto los romanos como el ejército de Herodes pudieron sostenerse hasta que Varo, que venía desde Antioquía con dos regimientos regulares y grandes fuerzas irregulares logró quebrar el cerco. Se había detenido para aplastar una revuelta simultánea centrada en Séforis, Galilea, que fue destruida en el curso del combate, y otra en las sierras de Judea al oeste de Jerusalén; y cuando sus avanzadas llegaron a la ciudad, los sitiadores huyeron. Su caballería persiguió y capturó a muchos, de los que crucificó a unos dos mil. Sus tropas, en su mayoría integradas por griegos sirios de Beirut y árabes del desierto oriental, se condujeron con tal salvajismo e indisciplina que disgustaron a Varo. Habían saqueado e incendiado veintenas de granjas y aldeas, y las disolvió tan pronto como pudo.
Cuando Arquelao regresó a su etnarquía, encontró un desorden total: los romanos no sólo habían entrado a saco en el tesoro del templo, sino en los de Herodes, porque éste había dividido sus riquezas entre sus varias fortalezas. Cuando pagó los legados a Augusto, Livia, Salomé y otras personas, la bolsa de Arquelao estaba casi exhausta. Además, sus residencias reales habían sido destruidas o dañadas, su ejército privado estaba en rebelión, se había peleado con su medio hermano Antipas, los judíos lo odiaban y casi todos los pueblos de montaña de Judea estaban en manos de bandidos; algunos de éstos poseían fuerzas considerables. Entre los sediciosos más turbulentos estaba un judío de Transjordania llamado Simón, antiguo miembro del cuerpo de guardia de Herodes, que había tenido la osadía de coronarse rey de los judíos; pasaron algunos meses antes de que una columna romana volante lo sorprendiera y matara. También se coronó rey un hombre de Judea, llamado Atronges, que vivía cerca de Modin, el hogar de los macabeos; era más peligroso, porque era un pastor y se presentaba como mesías e hijo de David. No había manera de desmentir su pertenencia a la casa de David, porque durante la masacre de Bethlehem Arquelao se había apoderado de los archivos davídicos y de los registros familiares que habían llevado los jefes de las casas, haciendo con ellos una hoguera en el patio de la posada, acción que ahora lamentaba de todo corazón. Atronges y sus hermanos conservaron durante tres o cuatro años la posesión de una amplia región montañosa que se extiende al oeste de Jerusalén: se quedaban con una parte de todas las mercancías que pasaban a través de ella, y masacraban a los extranjeros. Vencieron en varias escaramuzas a los romanos; y si hubiesen sido hombres píos y educados podrían haber unido la nación bajo una bandera, como habían logrado hacer una vez los cuatro hermanos macabeos. Pero eran tan sólo bandidos, y el problema que plantearon a Arquelao fue militar, y no religioso.
Sólo dos cosas aliviaron la angustia de Arquelao: los samaritanos se mantuvieron en paz todo este tiempo, y Augusto le restituyó gran parte del enorme legado que le había dejado Herodes; el resto pasó a manos de Filipo y de Antipas. Instituyó en toda Judea la ley militar y, como fuera, logró gobernar durante más de nueve años. Luego se enzarzó en una necia disputa con la corte suprema, que había apoyado la decisión del capitán de la guardia de prohibirle la entrada al templo por impureza ceremonial. Arquelao se había casado con la viuda de su hermano Alejandro, Glafira. Esa boda habría sido su obligación levítica si Alejandro hubiese muerto sin hijos; pero Glafira se los había dado, lo que hacia del matrimonio, técnicamente, un incesto. Arquelao se negó a repudiarla, lo que tuvo el efecto sorprendente de unir a judíos y samaritanos en una alianza temporal contra él; fue la llegada a Roma de esa embajada conjunta lo que persuadió a Augusto a desterrarlo porque —como le recordó Livia— cuando judíos y samaritanos hacían causa común, el problema judío había llegado a un punto crítico.
A José, sin embargo, no le parecía seguro retornar a Judea ni siquiera tras el destierro de Arquelao a Vienne, en Galia, y por las averiguaciones que hizo entre los refugiados supo que su granja de Emaús había sido cuartel general de unos bandidos y que, al capturarla, los romanos no sólo habían arrasado los edificios hasta los cimientos sino que habían talado los árboles y desarraigado las viñas, destruido las cisternas y cegado los pozos. Sus dos hijos habían escapado. Probablemente habrían emigrado a Galilea y ahora serían huéspedes de sus dos hermanos. Quizá, si iba a Caná, en Galilea, donde estaba el aserradero familiar, encontraría a todos sanos y salvos.
Invitó a Simeón a viajar en su compañía a Galilea, pero él se negó, apenado: era demasiado viejo para un clima tan variable, y no se debe guardar el vino nuevo en odres viejos.
—Estaré muy solo sin vosotros, queridos amigos; pero iré al colegio esenio de Calirroe, junto al mar Muerto, con cuyo superior me une una vieja amistad. Seré un miembro más de esa secta amante de Dios, y encontraré allí compañía que cierre mis ojos cuando muera.
Se vendió con ganancia la tienda de José, y la familia se despidió de amigos y vecinos; y cuando Jesús recorrió por última vez el pueblo, pagando y cobrando pequeñas cuentas restantes, oyó lo mismo en todas las casas:
—Quizá volvamos a encontrarnos. Quien bebe agua del Nilo una vez, vuelve a beberla.
Egipto era verdaderamente una reina que ejercía gran atracción sobre los corazones, como supieron los israelitas cuando suspiraban, en el desierto, por sus verdes jardines, sus ajos, puerros y pepinos, olvidando la crueldad de sus antiguos amos.
Fueron en barca a Alejandría, y allí adquirieron pasajes para una galera que partiría a Tiro una semana después, llevando el correo a todos los puertos intermedios. José había decidido que el viaje por mar sería menos fatigoso y no más caro, y les permitía llevar consigo las herramientas, ropas, libros y utensilios domésticos, que hubiera sido penoso malvender; y José prefería por otra parte, entrar en la tetrarquía de Antipas como un inmigrante judío de Egipto, y no como un exiliado de Judea. Era una decisión valiente, porque los judíos, como los egipcios, sienten horror innato al mar. Lo consideran un enemigo permanente; preferirían recorrer por tierra quinientas millas entre densas selvas o tormentas de arena y no cincuenta en el mar más calmado; no hay para ellos oficio más despreciable que la navegación. Esto se debe a que asocian con el mar a la gran Diosa en su carácter erótico de Rahab la Ramera, es decir, la Afrodita de cola de pez de Jaffa, Beirut y Ascalón.
Pero para Jesús ese mar que veía por vez primera fue la imagen más hermosa que recordaba. Le inspiró más asombro que todas las maravillas de Alejandría —en ese momento la principal ciudad del mundo después de Roma— aunque visitó los muelles, la biblioteca real y las columnatas de los filósofos y vio cómo una inmensa y alocada multitud salía del hipódromo y emprendía de inmediato violentas peleas de verdes contra azules con palos y piedras. Por mediación de un antiguo cliente de José, encontrado por casualidad, pudo visitar la isla de Faros —donde estaba la famosísima máquina de vapor de Ctesibio, aunque fuera de uso—, subir hasta el faro mismo, y maravillarse ante el artilugio óptico que permitía ver con toda nitidez los barcos a una distancia no menor de veinte millas. Pero otras cosas conmovieron extraordinariamente su espíritu: el mar, su salada fragancia, la puesta de sol que ardía sobre el agua con tintes más espléndidos que el ocaso del desierto, (así le pareció), la súbita brisa cuando salían las estrellas, el planeta Venus brillando en el oeste.
El viento traía el confuso rumor de la ciudad en forma de quejas y gemidos; olas pequeñas se deshacían en espuma contra los acantilados y, mientras la gloria se desvanecía en el cielo y la luna se elevaba, Jesús repitió suavemente las palabras del salmo en que David elogia a Dios por la creación del vasto mar con sus innumerables peces ocultos y las naves y ballenas que orgullosamente atraviesan la superficie. En silencio tomó la mano de María; ambos sabían perfectamente qué había en la mente del otro: «El mar es nuestra madre. Del mar nació durante la creación la tierra seca como surge un niño de la matriz. ¡Hermoso es el rostro de nuestra madre!» Pero el anciano José se envolvió más estrechamente en su manto y miró con un estremecimiento la infinidad de las aguas.
La mañana siguiente embarcaron bajo un cielo sin nubes. José dijo:
—Veremos la tierra prometida a la distancia, como la vio Moisés desde Pisga. —Pero antes bogaron a remo a lo largo de la costa del delta por un mar ya descolorido por el fango del Nilo, porque habían comenzado las inundaciones, y contaron las siete bocas principales del río: primero la Canópica, y luego, en orden, la Bolbitínica, la Sebenítica, la Pineptímica, la Mendésica, la Tanítica y la Pelusíaca. Esa noche anclaron en Pelusia, llamada antes Avaris, puerta de Egipto desde donde habían iniciado los israelitas conducidos por Moisés la huida a la tierra prometida. El día siguiente se cargaron a bordo balas de lino, y luego costearon la delgada barra de arena que separaba el mar del lago de los Juncos. Allí se habían detenido los egipcios que perseguían a Moisés, refrenados por un súbito viento del noreste que confundía las huellas. Muchos perecieron en las arenas movedizas que todavía perduraban.
Continuaron a remo a lo largo de una costa baja que los bancos de arena tornaban peligrosa; el monte Seir, la gran montaña de Edom, aparecía en el sudeste entre las blancas dunas. Y luego distinguieron, directamente al frente, la larga cadena azul de las sierras de Judea. Esa noche anclaron ante Rinocolura, en la boca del torrente de Egipto, frontera entre este país y Canaán, aunque el torrente sólo fluye en invierno y primavera. Jesús pidió permiso para nadar hasta la costa y poner el pie por vez primera en la tierra de sus antepasados; porque en el capítulo quince del Libro de Josué se dice que ese río es el limite del sur del territorio de Judá. El patrón del barco no se opuso, y Jesús nadó hasta la costa y oró en tierra firme; luego cortó una ramita de romero, regresó a bordo y la entregó a su madre.
Al día siguiente se bajó a tierra el correo para Gaza; la ciudad, cuyas puertas se había llevado Sansón después de arrancarlas de sus goznes, no se veía desde el mar. AinRimmon y Beersheba estaban a un día de marcha hacia el interior. Bordearon la fértil llanura de Filistea: a unas diez millas se elevaban suavemente las colinas punteadas de aldeas. Pronto llegaron a Ascalón, la antigua sede de los Herodíadas, una hermosa ciudad de estilo griego construida frente al mar como un anfiteatro cuyos lados se apoyaban en empinados farallones. En la costa se veían el magnifico templo de la diosa Afrodita y el de Hércules-Melkart, en que el bisabuelo de Herodes había sido sacerdote. Al día siguiente llegaron a Jaffa, sobre su bien amurallada sierra cónica, donde también se adoraba a Afrodita y a Hércules, y desde donde Jonás había partido, según la alegoría, en su viaje a Tarsos, que había de terminar en el vientre de una ballena. Jaffa era el puerto más próximo a Jerusalén, y desde el barco se veía claramente el pico del monte Mizpa, a cuatro millas al norte de Jerusalén. Anclar allí fue incómodo y difícil por la marejada. Luego pasaron por los rojos acantilados que bordeaban la llanura de Sarón, enmarcada por las sierras de Efraim, y José, señalando los montes Ebal y Gerizim, dijo:
—Entre los dos está Sichem.
Vieron al norte, en la costa, la estatua colosal de un hombre con edificios blancos a sus pies. María se echó a llorar en silencio cuando supo que allí estaba Cesárea, donde el rey Antípater había sido detenido al regresar de Roma. Rodearon el antiguo territorio tribal de Manasés, y se irguió al frente la alta meseta del monte Carmelo. José señaló un pico situado al sudeste, y dijo:
—El pico donde Elías confundió a los profetas de Baal.
Pronto llegaron al puerto de Sycamino, donde el río Kishon vierte sus aguas en el mar. José pagó el dinero del pasaje, desembarcaron y adquirieron un carro y un asno; amontonaron sus posesiones y se dirigieron hacia el este entre los huertos de granados.
La Alta Galilea es una ancha meseta que se proyecta hacia el sur del Líbano. Sus habitantes la distinguen de la Baja Galilea, que es la continuación de la misma meseta, porque allí se producen higos de sicomoro, y por la mayor calidad de sus olivos. Pero la oliva se vuelve rancia y rinde poco aceite en tierras ricas y sin piedras, y no se pueden comparar los higos de sicomoro con los de higuera; y éstos son los dos únicos títulos de superioridad de Alta Galilea, aparte de su abundancia de caza. Herodes amaba la región por las panteras, leopardos, osos, lobos, chacales, hienas, jabalíes y gacelas que perseguía con su arco y su lanza en las ásperas colinas y las profundas cañadas del este. La tribu de Naftalí había despojado a los kenitas, mil años atrás, de las ricas praderas de la ondulada meseta situada en lo alto. Hacia el oeste, los olivares de Asher descendían hasta el valle denominado llanura de Acre, a través del cual José condujo a su familia hacia la Baja Galilea.
Las sierras de la Baja Galilea, cubiertas de robles perennes, tienen suaves pendientes y amplios valles, famosos por sus trigales. En Egipto, Jesús no había visto nada más alto que las pirámides, y le llevó, cierto tiempo acostumbrar su vista a reconocer las montañas que se alzaban a la distancia como masas sólidas de tierra y rocas; parecían nubes. También los bosques le sorprendieron, porque jamás había visto antes otros árboles que los plantados por la mano del hombre, y encontraba difícil creer, como afirmaba José, que esos densos bosques habían sido sembrados por la mano de Dios.
Siguieron la populosa ruta que llevaba a la gran ciudad de Séforis, a veinte millas de distancia; se estaba reconstruyendo, bella como antes, después de haber sido arrasada por Varo. El vino y la leche fluían de la tierra. El ganado pastaba en las praderas del Kishon, y milla tras milla se sucedían las viñas en terrazas escalonadas. Encontraron, detenida junto al camino, una caravana de carros cargados de maderos. El mercader les proporcionó la información que necesitaban. Dijo que los hijos de José, Judá y Simón, habían vendido el aserradero de Caná; los otros dos hermanos, refugiados de Emaús, vivían de su caridad. Los había visto por última vez seis meses antes, establecidos en la margen opuesta del lago de Gergesa, en la tetrarquía de Filipo.
Más adelante el camino, que era la ruta principal de Egipto a Damasco, pasaba por un espacio libre entre las sierras, dominado por la vieja fortaleza de Hattin. Desde allí María y Jesús vieron por vez primera el mar de Galilea, el gran lago de agua dulce donde nace el Jordán. Las colinas situadas al oeste estaban tan pobladas como la bahía de Nápoles, y eran aún más fértiles. Las ciudades se empujaban unas a otras; y algunos pueblos eran tan grandes como las capitales de provincias menos prósperas. Esa región recibía el nombre de «Jardín de Galilea», y jamás carecía de fruto: en los dos meses en que los higos no maduran, dan fruto los granados. Un proverbio dice «un acre de tierra de Judea sustenta a un niño; uno de Galilea, a un regimiento».
Siguieron el camino del norte alrededor del lago, pasando por Cafarnaúm y Jorazín, y cruzaron el Jordán por un vado, entrando así en la tetrarquía de Filipo. Allí había una aduana. En el lado oriental del lago las montañas se elevaban abruptamente y los poblados escaseaban. José encontró en Gergesa a Judá y a Simón. Les asombró verlo vivo, puesto que no les había escrito durante doce años, y se había marchado sin darles la habitual bendición. Eran más pobres de lo que él esperaba; recientemente habían sufrido graves pérdidas por un incendio en el principal depósito de madera. Su acogida fue más respetuosa que cordial, y José supuso que no les agradaba la idea de alojar y alimentar a María, a Jesús y a él mismo, especialmente porque María, por ser su madrastra, sería ahora la encargada de la cocina. Quizá resentían también la presencia de Jesús, que implicaba una quinta participación en la herencia ya repartida entre los cuatro. Pero sólo dijeron que habían incurrido en grandes gastos para que sus hermanos José y Jaime pudieran establecerse en Bethlehem —la poco conocida Bethlehem de Galilea—, a pocas millas al sur por el camino de Séforis.
José respondió que su visita a Gergesa había de ser muy breve: iría a Bethlehem y trataría de hallar una casa allí. Dijo que su nuevo hermano Jesús era un buen carpintero, y que ambos podían ejercer su oficio, como habían hecho en Egipto. Y en cuanto a la herencia, sólo deseaba dejar a Jesús lo poco que se había ganado después de la división; cuando él fuera llamado a reunirse con sus antepasados, el sustento de María quedaría en manos de su hijo.
Cuando Jesús hubo visto los principales puntos del Jardín de Galilea, habitado por un abigarrado conjunto de judíos, griegos, fenicios, árabes, sirios, persas y babilonios, los tres se dirigieron a Bethlehem en el oeste. «En Bethlehem», se decía, «sólo los muertos viven en casas de piedra». Era cierto, porque todas las casas eran de madera, con muros de arcilla y ramas entretejidas, y techado de paja. En la colina que da al oeste hay algunas tumbas antiguas, entre ellas las de Ibzan, un famoso juez cuya principal innovación había consistido en establecer la herencia familiar de los hijos varones, y no por línea femenina. José encontró a sus hijos José y Jaime en una casa situada en un pequeño claro en mitad de un encinar; se ocupaban de derribar árboles y convertirlos en bastos maderos que vendían a los constructores de Séforis. Aunque los recibieron con mayor amabilidad que sus hermanos, José decidió no pesar sobre su afecto filial, porque eran muy pobres. Le hablaron de una casa en venta en la aldea de Nazaret, a cinco millas al este; en la parte posterior había una caverna que se podía usar como sótano y depósito. José la compró a bajo precio y quince días más tarde él y Jesús reanudaban su actividad de carpinteros.
Así Jesús se convirtió en un habitante de Nazaret. Quirino, el nuevo gobernador general de Siria, había ordenado que se hiciera un censo ese año, y Jesús fue registrado, poco después de su llegada, como «residente en Nazaret, en el distrito de Bethlehem de Galilea, hijo de José, carpintero de la misma aldea, y nacido en Bethlehem, de doce años de edad». Los funcionarios del censo entendieron que las dos Bethlehem eran la misma, y lo registraron como nativo de Galilea y no de Judea. Este censo fue memorable por los desórdenes que provocó. Los campesinos de Galilea se opusieron vigorosamente, no tanto porque facilitaba la percepción de un pequeño impuesto, como por una antigua superstición judía: un censo de judíos, a menos que lo hubiera ordenado el mismo Jehová, se consideraba de mal augurio. Se recordaba que cuando el rey David, provocado por el adversario de Dios, ordenó al renuente Joab que censara las doce tribus, Jehová se encolerizó y mató de peste a setenta mil hombres. Los miembros de la sinagoga de Nazaret visitaron a José y le pidieron que se negara a presentarse. Él respondió que si el censo estuviese destinado a contar a los judíos, y sólo a los judíos, consideraría su obligación negarse; pero como era meramente un censo de los habitantes de Siria, tanto judíos como gentiles, y no se aplicaba a los judíos residentes fuera del Imperio Romano, en Babilonia o en otros lugares, no veía ningún mal en él. Aunque el argumento les dolió, no pudieron negar su lógica; y se contentaron con dificultar y confundir la función de los empadronadores sin oponer resistencia armada.
Desde la fuente de la cumbre caliza de la colina de Nazaret, adonde subía Jesús con un jarro en busca de agua todas las mañanas, se podía ver un panorama extraordinariamente amplio. Hacia el sur, la gran llanura de Esdraelón, bordeada por las sierras de Samaria; a seis millas al este, el volumen colosal de Tabor, la montaña sagrada; al norte las casas blancas y los templos de Séforis, y más atrás, en la distancia, los picos nevados del monte Hermón. Empezó a comprender partes de las Escrituras que parecían ininteligibles en Leontópolis, porque Egipto era la tierra nivelada del origen y la muerte; pero éste era el ondulado paisaje de la vida y el amor. No era posible avanzar levantando apenas los pies sobre la arena lisa; o se ascendía o se descendía. Muy pronto dejó de sentir dolor en los músculos de las piernas, y antes de que ese año terminara podía correr fácilmente cuesta abajo, saltando de piedra en piedra como una cabra.
Leía las Escrituras con la asiduidad de siempre, pero a una nueva luz; el paisaje de las inmediaciones era como un texto suplementario. Visitó el campo de batalla de Haroshet, donde una súbita inundación había barrido los carros de Sisara, empantanados en el valle de Kishon; Gilboa, donde el rey Saúl había muerto combatiendo a los filisteos; Jezreel (o Esdraelón) donde habían estado el palacio de Abath, y la viña de Naboth que Ahab codiciaba, y donde Jehú, el usurpador, había encontrado a Jezabel, la acicalada viuda de Ahab.
Quiso también ascender al monte Tabor, que los griegos llamaban Atabyrion, pero su madre no le permitió ir, ni siquiera en compañía de sus hermanos mayores.
—Es un lugar peligroso —le dijo— para quienes no temen a los animales salvajes, y también para quienes les temen.
—¿Qué hay en la cima?
—Una ciudad que se debe evitar, rocas desnudas, malos espíritus y una piedra movediza que llaman el Talón de Piedra.
—¿Por qué la llaman así?
—Ésa no es una historia para niños.