XVII
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CUATRO BESTIAS DE HOREB

En Nazaret, Jesús encontró a su madre con buena salud y se alojó por un tiempo en su casa. Ella no le hizo preguntas, y él apenas le habló de lo que le había ocurrido en Egipto. Se enteró de que su hermano José prosperaba en sus negocios, cerca de Bethlehem; y de que Jaime, cada día más religioso, había tomado los votos y se había unido a una sociedad ascética de Baja Transjordania: la de los ebionitas, que significaba «hombres pobres». Los ebionitas eran una rama de los esenios, de quienes se diferenciaban por su abstención del estudio de la astrología, porque jamás se cortaban el pelo, bebían vino, ni se enclaustraban juntos en recintos cerrados. La tarea que se imponían era la de llamar a la gente al arrepentimiento y orar por ella. Abominaban de los sacrificios de sangre y celebraban la Pascua a la antigua usanza, como el festival de la cosecha de cebada, rechazando por apócrifo el pasaje del Éxodo que ordena comer ritualmente el cordero pascual en Jerusalén a todas las familias piadosas judías. Ése era apenas uno de los muchos pasajes de los Libros de Moisés que rechazaban; por ejemplo, sólo aceptaban unos pocos versículos del Deuteronomio, publicado por primera vez durante el reinado del buen rey Josías, que otorgaba pretendida antigüedad y sanción divina a las prácticas habituales del templo. Vivían de limosnas que no pedían; los transjordanos consideraban meritorio mantener a esos santos que, por orar constantemente, tenían las rodillas tan encallecidas como sus pies descalzos.

Jesús se asoció luego con un tal Judas, un carpintero de Cafarnaúm, que se le parecía por el color del pelo, la talla y la complexión física. Quienes vieron a Judas trabajando con Jesús, aserrando árboles rítmicamente con una sierra de dos asas, dieron al primero el apodo de «el hermano mellizo», o, en arameo, «Tomás», porque en Nazaret uno de cada tres hombres se llamaba Judas y se distinguía por algún sobrenombre. Jesús asistía regularmente a la sinagoga y, cuando le tocaba el turno, presentaba a los superiores los rollos sagrados para que los leyeran, devolviéndolos luego al cofre sagrado. A veces dirigía la plegaria, pero se abstenía de explicar la ley o de utilizar los grandes poderes que había adquirido en Egipto. Esperaba pacientemente un signo. Esperó durante otros siete años; vivía en casa de Tomás y entregaba a los pobres la mayor parte de sus ganancias, porque creía con todo su corazón en las palabras de Tobit: «La limosna libera a un hombre de la muerte».

El signo llegó por fin durante la visita de sus hermanos Judá y Simeón, que se habían establecido nuevamente en Caná. Casi las primeras palabras que le dirigió Judá fueron:

—Hermano Jesús, ¿vendrás con nosotros a Beth Arabah a purificarte de tus pecados?

Sorprendido, respondió:

—Te agradezco tu solicitud, hermano. Pero ¿de qué pecados debo purificarme, que tanto te ofenden?

—¿Qué hombre está libre de pecado? Y no caes en el pecado de presunción cuando me preguntas: «¿De qué pecados debo purificarme?»

—Que el Señor me perdone si he pecado. ¿Has invitado también a nuestro hermano José?

—No. Está disgustado con nosotros a causa de un arnés roto.

—Porque se rompe un arnés, ¿se debe romper también el vínculo de la hermandad? Pero decidme, hermanos, ¿quién me purificará de mis pecados? Sólo algunos grandes tienen el poder de lavar los pecados.

—Pero, hermano Jesús, ¿no has oído hablar de las maravillas que hace nuestro primo Juan de Ain-Rimmon? Sin duda es uno de los grandes. Con una boca como la de una hornalla predica el arrepentimiento a los cuatro vientos, y sumerge en las rápidas aguas del Jordán a todos los pecadores que van en su busca. Cuando emergen, son como hombres nuevos.

—Decidme algo más de ese bautista; si lo que me decís me agrada, tal vez os acompañe.

—Ha pasado siete años en Calirroe con los santos esenios, y luego ha obtenido una dispensa para viajar. Primero bautizaba en Ain-Rimmon, ahora lo hace en Beth Arabah. Es alto y macilento. Se alimenta de miel silvestre; sólo bebe agua. Usa un ancho cinturón de cuero y un manto blanco de pelo de camello.

—¿De camello? Los esenios sostienen que si alguien usa pelo de camello, es un tonto, un pecador, o Elías en persona.

—¿Cómo es eso?

—La ley que prohíbe comer bestias impuras se refiere en primer término al camello. El camello no es menos impuro que la liebre o el cerdo. Aunque nuestro padre Abraham aceptó un presente de camellos de Faraón, no se menciona que los haya tocado ni montado. Sabemos que Laban, el suegro de Jacob, poseía un camello, o al menos la silla de un camello; pero Laban no descendía de Abraham. Aunque el rey David poseía camellos, estaban al cuidado de un ismaelita, no un judío, y eran bestias de carga, usadas para el comercio con Damasco y Babilonia. La tierra de Uz, donde vivía Job, no está dentro de los limites de Israel, y sin duda los uzitas atendían sus camellos. Hermanos, un camello es un bien peligroso, puesto que un pelo de su piel puede caer en la comida de un hombre y tornarla impura. ¿Cómo puede evitar la impureza quien usa un manto de pelo de camello?

—El pelo del camello no es como su carne.

—¿No sentiríais náuseas y apartaríais el plato si encontrarais un pelo de camello en la sopa? Entonces, si Juan no es un tonto ni un pecador, y se atreve a usar un manto semejante, confiando en que los ángeles impidan que un pelo de camello se acerque a su boca, ha de ser un hombre señalado entre los hombres.

—Por lo menos podemos decirte esto: los doctores de la corte suprema de Jerusalén lo han interrogado, y él niega ser Elías. Sostiene que es el profeta de quien habla Isaías: el que prepara el camino al rey, predicando el arrepentimiento.

—¿El mismo arrepentimiento que ha predicado todo profeta desde que existe la profecía?

—Juan ha declarado que no basta con que nosotros, los judíos, nos jactemos diciendo «Somos hijos de Abraham», porque nuestro Dios puede transformar en hijos de Abraham a las piedras del desierto, si así lo quiere. También ha afirmado que los días del juicio se aproximan, que ya está preparada el hacha al pie de cada árbol sin provecho. Y ahora que el camino del fénix cruza el camino de la paloma (aunque ésta es una expresión oscura), él prepara el camino a uno más grande que él.

Aquí estaba, finalmente, el signo. El fénix y la paloma. Jesús preguntó en el tono más sosegado que pudo:

—¿A uno más grande incluso que ese grande? ¿Para el Mesías, el hijo de David?

—Suponemos, más bien, que se refiere al hijo del hombre de que habla el profeta Daniel, que debe cabalgar hasta Jerusalén en una nube de tormenta. Dice: «Tiene en la mano la cesta de aventar y aventará la paja del suelo y la quemará con un fuego inextinguible; pero el grano lo salvará».

—Me complace vuestra historia. Estoy dispuesto a ir con vosotros a ver sí nuestro primo es un profeta, un loco, o un embaucador, como era Atronges. Pero antes, por favor, haced las paces con José.

—No seremos los primeros en hablar; suya fue la culpa.

—Él declara que es vuestra.

—Miente.

—Iré con vosotros, como mediador, y descargaré la culpa en el adversario de Dios.

Los tres se dirigieron al aserradero de José en Bethlehem. Todos concordaron en echar la culpa de la disputa al adversario de Dios. Se besaron y se reconciliaron; pero fue Jesús quien tuvo que reemplazar el arnés roto por uno nuevo, porque todos sus hermanos eran hombres orgullosos.

José consintió también en bautizarse, y los cuatro partieron el día siguiente a Beth Arabah, que está en la garganta del Jordán, cerca de donde entra en el mar Muerto, un lugar sombrío y desolado, dominado por tremendas rocas. Encontraron una multitud que esperaba el bautismo; había hombres y mujeres y algunas habían traído incluso a sus hijos. Juan estaba en mitad de la corriente, con las piernas muy abiertas, como cuando se esquilan ovejas, y sumergía en el agua a todos los que se acercaban. Si se oponían, los mantenía sumergidos hasta que su aliento formaba grandes burbujas, orando por ellos en alta voz. Cuando retornaban a la orilla, sofocados y escupiendo agua, empezaban a reír, a gritar y a cantar, dando gracias al Señor por los nuevos panoramas de santidad que se abrían ante ellos.

Mientras Jesús y sus hermanos miraban, Juan exclamó de pronto:

—Yo bautizo con agua; pero después de mí vendrá uno que bautizará con fuego. Los pecados que yo no lave, él los quemará, y arderán, os digo, hasta que se conviertan en escoria y ceniza.

José, Judá y Simeón entraron en el agua impulsivamente, sin esperar su turno, apartando a la muchedumbre con los hombros. Juan los bautizó: glorificados, empezaron a bailar y cantar en la costa con los demás, aunque tenían fama de hombres ponderados. Gritaron a Jesús, que estaba sentado sobre un tronco de árbol, aparte de la gente:

—¡Vamos, perezoso, purifícate! ¡Qué felicidad es sentir que la carga ha caído de la espalda! ¡Ven, hermano, y libérate de los pecados de negra costra! ¿Por qué te demoras?

—Espero mi turno.

—Como desees. Pero somos hombres ocupados y debemos retornar de inmediato. La alegría de estar sin pecado pone alas en nuestros pies.

—Y se marcharon.

Jesús aguardó hasta que todos fueron bautizados y se marcharon a sus casas. Entonces se dirigió hacia Juan, que salió apresuradamente del agua, lo abrazó y exclamó:

—¡Por fin, por fin!

—Mis hermanos me han urgido a aceptar tu bautismo, primo —dijo Jesús.

—Esperemos a que te sirva de baño lustral cuando pueda ungirte rey.

—¿Quién ha puesto en tu boca la palabra «rey»?

—El centinela de la montaña: tu antiguo maestro Simeón.

—¿La montaña es el monte Horeb, el ombligo de esta tierra?

—Así es.

Vadearon el Jordán y rodearon la costa este del mar Muerto, pasando por Calirroe y la fortaleza de Macaero, sólo inferior en poder a Jerusalén, y atravesaron el río Arnon hacia Moab. Luego torcieron hacia el sudoeste, pasaron junto a las antiguas ciudades de Sodoma y Gomorra, y empezaron a ascender la desierta ladera de Seir. Un fatigoso tramo los llevó hasta la cuesta de Akrabbim, el sinuoso sendero que unía Petra y Hebrón, dominada por el espléndido pico de piedra caliza de Madara, que aparece en el Éxodo, con los nombres de monte Hor y monte Horeb, «la montaña del sol ardiente», como la silla sagrada de Jehová. Los zadokitas negaban que Madara fuera Horeb, ofendidos de que estuviera en territorio edomita y no israelita; concluían en consecuencia que Moisés había conducido a su pueblo por el mar Rojo y no por el mar de los Juncos —el lago situado al este de Pelusia— y daban el nombre de Horeb al monte Sinaí, que se eleva como un coloso entre los dos brazos del mar Rojo, sobre el cabo Poseidón. Sin embargo, los esenios han conservado la tradición verdadera. Kadesh Barnea, el centro tribal de los israelitas durante sus últimos días en el desierto, está a un día de marcha hacia el oeste del Horeb: allí apareció Jehová a Moisés por vez primera.

Después de la ascensión, Juan dijo:

—Descansa bajo este árbol y duerme bien, porque necesitará reservas de sueño para los días y noches que te aguardan.

Jesús durmió; y al despertar por la mañana encontró un jarro de agua y panes recién cocidos al rescoldo. Oyó la voz de Juan:

—Come y bebe bien y luego vuelve a dormir, señor; porque necesitarás reservas de comida y bebida para los días y noches que te aguardan.

Jesús comió y bebió y luego volvió a dormir. Cuando despertó, al atardecer, encontró más panes, y agua en la misma jarra. Juan le dijo:

—Come y bebe, y duerme aún unas horas; de lo contrario la prueba será muy dura para ti.

Una vez más comió y bebió, y durmió nuevamente.

Juan trepó a la luz de la luna los blancos acantilados de Orbea hasta que llegó a una torre que los esenios habían construido para el centinela.

Simón hijo de Boeto, ahora muy anciano, saludó temblorosamente a Juan y le preguntó:

—¿Las noticias son buenas?

—Son buenas.

—¿Ha venido?

—Está durmiendo bajo el árbol de Elías, y mañana se presentará a la prueba.

—He esperado muchos años este día.

Por la mañana, Juan llevó a Jesús a presencia de Simón. Se besaron y Simón pregunto:

—¿Conoces la figura, señor?

—La conozco.

Simón dijo al único discípulo que le acompañaba, Judas de Kerioth:

—Conduce a mi señor hasta el sitio.

Judas llevó a Jesús hasta una plataforma nivelada, debajo de un espino y cerca del pico de la montaña, y allí lo dejó.

Era el mediodía, y Jesús trazó con el dedo índice un circulo en el polvo, a su alrededor, girando tres veces en el sentido del sol. Luego dividió el circulo en cuatro por medio de una cruz de brazos iguales, y se sentó en el cuarto sur, de frente al mar Rojo y a las tierras desiertas de Arabia.

Durante diez días y diez noches aguardó pacientemente bajo el espino, sin dormir; su respiración y su pulso eran lentos, nada comía ni bebía y sólo se preocupaba por velar. A la mañana del décimo día, cuando el sol nacía en la dirección de Elam, resonó en sus oídos un violento rugido y le pareció que del ojo mismo del sol saltaba al círculo, para devorarlo, un enorme león de quijadas ensangrentadas. Dijo al león:

—¡Entra en paz, criatura de Dios! En este círculo hay lugar para los dos —recordó la alegoría en que Jehová enviaba un ángel para cerrar las bocas de los leones que, de otro modo, hubieran devorado al profeta Daniel. El león rugió y se irguió furioso sobre sus patas traseras, azotando el aire con su cola que remataba en una borla velluda; pero no podía hacer daño a Jesús, porque la cruz lo confinaba al cuadrante oriental del círculo.

Pasaron otros diez días y diez noches. El vigésimo día, a mediodía, le pareció que un macho cabrío salvaje, de un solo cuerno, penetraba en el círculo desde atrás; el león era la ira, y el macho cabrío la lujuria. Jesús se volvió y dijo:

—Entra en paz, criatura de Dios. Hay suficiente sitio para los tres en este círculo —el animal, de enormes dimensiones, bailaba lascivamente, haciendo rodar sus ojos y revolviendo su cuerno; el olor de su celo era tan potente como el del ámbar gris. Jesús recordó otra alegoría del profeta Daniel, que dice: «El macho cabrío creció hasta ser muy grande; pero cuando fue más fuerte, su gran cuerno se rompió». La bestia nada podía hacer a Jesús, porque estaba encerrada en el cuadrante norte del círculo. De modo que el león y el macho cabrío siguieron a su lado otros diez días.

Al crepúsculo del décimo día surgió al oeste del círculo una bestia aún más terrible: era un serafín, una terrible serpiente con garras, que silbaba y repiqueteaba con sus broncíneas escamas; así como el poder del león era la ira, y el del macho cabrío la lujuria, el del serafín era el miedo. Jesús dijo:

—Entra en paz, criatura de Dios. Hay bastante espacio para nosotros cuatro en este círculo —pero aunque pronunció la palabra del amor que había aprendido del psyllio, el serafín silbó e intentó lanzar contra él su cabeza desde el crepúsculo hasta la medianoche, y ésa fue la prueba más dura. Pero recordó cómo el buen rey Ezequías había partido en trozos al serafín que espantaba a los hombres de Jerusalén, exclamando: «No es más que un trozo de bronce». El serafín no podía hacer mal a Jesús, porque estaba encerrado en el cuadrante occidental del círculo.

Luego, al alba, le pareció que las tres criaturas se reunían en una de cabeza de león, cuerpo y patas de macho cabrío, y cola de serafín. Reconoció a la quimera de Caria, que es un emblema de sus tres estaciones; porque, como los etruscos, no incluyen en su año sagrado la estación muerta del invierno. El león era la primavera del sol naciente; el macho cabrío la gloria solar del mediodía; el serafín el rostro otoñal del ocaso.

—Y soy hija del toro blanco del invierno.

Jesús se volvió y advirtió de pronto que un gran toro blanco había compartido con él, todo el tiempo, el cuadrante sur del círculo, extendido a su izquierda. Apenas intentó estudiar su poder, se desvaneció. Él dijo:

—Esta bestia ha compartido conmigo el cuarto sur. ¿Es mi defecto secreto? ¡Que nuestro Dios me proteja de su poder!

Al mediodía el mes de treinta días y noches terminó, y Jesús salió del círculo; el león, el macho cabrío y el serafín, nuevamente separados, le seguían pegados a sus talones. Desde entonces tuvo dominio sobre estos tres poderes: la ira, la lujuria y el miedo. Pero estaba turbado por el toro blanco.

Simón, maestro de las pruebas, se acercó a saludarlo. Dijo:

—Señor, has soportado bien la vigilia. Las tres bestias te siguen. Éste es el momento de romper el ayuno. Aquí hay pan recién hecho y agua traída de la fuente del Madara.

—¡No me engañes! Sabes que aún faltan diez días y diez noches. Cuarenta días pasaron en esta montaña Moisés y Elías, y ninguno de ellos comió pan ni bebió agua durante ese tiempo.

—Moisés era un profeta, Elías un profeta. ¿No eres tú más que un profeta? ¿Cómo te impones algo tan trivial como el recuento de los días?

El olor del agua y el del pan fresco eran deliciosos; pero Jesús tomó el pan, lo partió y lo desmigajó para las aves, y vertió el agua sobre sus manos por si alguna miga de pan había quedado adherida a sus dedos.

Simón dijo:

—Ha sido una acción honesta, señor. Pero ¿por qué no transformas esas piedras en panes y la arena en agua?; entonces comerías piedras, y no pan; y beberías arena, y no agua, y tu sufrimiento hallaría alivio.

—Está escrito que no sólo de pan vivirá el hombre, sino de la palabra de nuestro Dios. Mi alma ha comido durante treinta días pan de Bethlehem y ha bebido el agua de Bethlehem —ante estas palabras Simón creyó ver un jabalí salvaje que surgía del sitio donde Jesús había arrojado el pan, y lo seguía obedientemente, junto a las otras tres bestias. Era otro poder: la gula.

Simón dijo:

—Ha sido una acción honesta, señor. Ahora veremos cuál es tu recompensa.

Lo siguió hasta un pináculo de la montaña y le sugirió que mirara hacia el este, el oeste, el norte y el sur.

—Es un hermoso panorama, ¿no es verdad? —dijo—. Hacia el oeste, Moab y Elam; hacia el sur, Arabia; al norte… Ah, al norte se extiende la tierra santa de Israel, hasta el Hermón, cuyo pico nevado brilla incitantemente. Sin embargo las regiones que contemplas nada son en comparación con las que ahora serán tuyas. Más allá de Arabia están Etiopía, y Ofir, y la Tierra del Incienso; más allá de Egipto se encuentran Libia y Mauritania; más allá del Elam, la India; más allá de Israel, Siria, Asia y el mar Negro; más allá del Mediterráneo, Grecia, Italia, Galia, España y la Tierra de los Hiperbóreos. A punta de lanza expulsarán a los romanos de todas las tierras que han dominado; también vencerás a los reyes del sur del este; establecerás el imperio de nuestro Dios sobre las ciento cincuenta y tres naciones, y serás el rey de reyes, el más grande que haya gobernado nunca. Alejandro, en comparación, parecerá sólo un jefe de bandidos.

—Se recuerda que el gran César mató un millón de hombres; Pompeyo el Grande, dos millones; Alejandro Magno, tres millones. ¿Debe tu siervo matar diez millones o más para ganar el título de el más grande? ¿Cómo puede ser eso? ¿Es su destino derramar sangre y gobernar por la espada? ¿Y no está escrito acaso «No matarás»?

—Tu antepasado David jamás había vestido la armadura; sin embargo, el espíritu del Señor cayó sobre él en el valle de Elah, y a la vista de los dos ejércitos derrotó a Goliat, el campeón de los filisteos, que tenía seis codos y medio de altura, rescatando así a su nación de la opresión. ¿Te asusta la batalla? ¿No se ha profetizado que el hijo de David salvará a su pueblo con su mano poderosa, saldrá victorioso de una sangrienta batalla y restaurará la paz en Israel por mil años?

—Que otros elijan el camino de la conquista, y corten con petulancia el nudo maestro del misterio como hizo Alejandro en Gordio con su espada. Que se me conceda, en cambio, el deseo de hacer nuevamente ese nudo sagrado, con alambre de oro, y de atarlo al dosel, sobre mi trono. ¿No has oído el juicio del sabio Hillel cuando dijo a la calavera que flotaba en el lago: «Te han ahogado y estás ahogado; pero finalmente, quienes te han ahogado también se ahogarán»? Así yo digo: «La espada no trae la decisión sino la confusión; aquél que vive por la espada, perecerá por la espada». Esta batalla debe darse en otro campo.

—Palabras honestas, señor. Que el campo de batalla sea el que elijas; pero gobierna a tu pueblo y libéralo. Dominarás el imperio de los romanos en el nombre del Señor de esta montaña, cuya imagen es el becerro de oro instalado en este mismo sitio cuando las tribus salieron de Egipto. Mira algo más lejos, donde se yergue resplandeciente su visión. Es el gracioso toro-becerro de la vaca Lea (es decir Libna, la blanca), la madre universal a quien los griegos llaman lo y los egipcios Isis o Hathor. Adóralo como se merece, y será tuyo todo el mundo en que imperaba su madre.

—¿Quieres que adore a un becerro de oro?

—¿Qué otra cosa adoraba Salomón, el más sabio de los hombres?

—¡Atrás, adversario de Dios! ¿Acaso no está escrito «Adorarás al Señor tu Dios, y no tendrás otro Dios más que a mí»?

Ante estas palabras, Simón creyó ver un elefante que traía en el lomo una torre dorada; salía de atrás de una piedra y seguía obedientemente a Jesús, como las otras cuatro bestias: era el orgullo.

Simón exclamó:

—Palabras honestas. Temí que hicieras la misma elección de tu abuelo Herodes en Dora; Herodes, cuya madre era heredera de Lat, la nabatea, y que se casó con Doris, heredera de Dora, la edomita. Cuando se le ofreció un reino mayor que el de Salomón, con todos los honores y trampas de la realeza, sólo con doblar la rodilla ante el Baal de Dora, tragó el anzuelo. Y así se demostró Herodes indigno del reino mayor que tú has elegido: el reino más grande que trae consigo la maldición más grande. Él eligió la maldición menor, que es una larga vida feliz y el desastre final; pero tú naufragarás antes de la plenitud.

—No es nuevo para mí que Herodes se inclinó ante el Onagro Dorado. Háblame, en cambio, de su hijo mayor, convertido en rey por su descendencia de Caleb y por su matrimonio con la heredera de Michal.

—Reinó, pero sólo como hijo de su padre. Su fin no fue glorioso porque rehusó tomar las armas contra su padre.

—Fue glorioso: en un sueño lo he visto sentado bajo un árbol de manzanas de plata en un huerto de manzanas, el paraíso occidental.

Pasó la última de las cuarenta noches. A mediodía, Jesús rompió el ayuno con un poco de gachas y olió una manzana que Juan le dio.

Luego Simón entonó un canto de alabanza que aún cantan los cristianos, aunque su sentido es desconocido salvo para unos pocos iniciados:

—Permite ahora, señor, que tu sirviente se marche en paz, de acuerdo con tu palabra. Porque sus ojos han visto tu salvación, preparada ante el rostro de todas las naciones, para que sea una luz que ilumine a los gentiles y glorifique a tu pueblo Israel.

Allí murió; la obra de su vida terminó en el mismo pico donde había muerto Aarón, el primer sumo sacerdote.