XVI
  -
FLECHA Y BALDOSA

Jesús pasó los primeros siete meses en Calirroe estudiando las Escrituras bajo la supervisión del maestro de postulantes, que le impuso aprender de memoria los Libros de Moisés, y practicando su oficio a las órdenes del maestro carpintero, que le encargó la construcción de ataúdes. Su compañero de celda era su primo Juan de Ain-Rimmon, a quien acababa de conocer. Cuando el maestro de postulantes consideró que ambos recordaban a la perfección los Libros de Moisés, les ordenó memorizar las profecías de Ezequiel, a quien los esenios consideraban el fundador de su orden. Lo hicieron así, y resolvieron de acuerdo que cada uno repetiría al otro un capítulo, para ver si los sabían. Pero una vez que Juan recitó el primer capítulo sin un solo error, Jesús le preguntó:

—¿Cómo interpretas este capítulo, primo?

—Lo he aprendido de memoria, sin pensar en su significado.

—¿No es eso una ofensa a Ezequiel?

—Obedezco a mi tutor Gershon; él me ha advertido que es peligroso meditar el significado. Dice que un doctor que conoce el significado, y no todos los doctores han sido tan favorecidos, sólo puede revelarlo a un discípulo escogido.

—No he recibido yo igual advertencia de mi tutor Simeón; y como se me ha concedido la comprensión de este capítulo, te lo explicaré si quieres. ¿Se nos pide, acaso, que fatiguemos nuestra memoria con textos que no tienen significado?

—Como desees, primo, pero ten cuidado de los juicios apresurados —dijo Juan.

—Aquí en Calirroe hacemos nuestras plegarias no al sol, sino a Aquél que adoramos en la apariencia del sol, así como usamos nuestra paleta no por respeto al sol, sino a Aquél que adoramos en la apariencia del sol. Oye.

Y recitó:

Y miré, y he aquí que un viento tempestuoso venía del aquilón, una gran nube, con un fuego envolvente, y en derredor suyo un resplandor, y en medio del fuego una cosa que parecía como de ámbar.

Y en medio de ella, figura de cuatro animales. Y éste era su parecer: había en ellos semejanza de hombre.

Y cada uno tenía cuatro rostros y cuatro alas.

Y los pies de ellos eran derechos, y la planta de sus pies como la planta de pie de becerro; centelleaban a manera de bronce muy bruñido.

Y debajo de sus alas, a sus cuatro lados, tenían manos de hombre; y sus rostros y sus alas por los cuatro lados.

Con las alas se juntaban el uno al otro. No se volvían cuando andaban; cada uno caminaba en derecho de su rostro.

Y la figura de sus rostros era rostro de hombre; y rostro de león a la parte derecha en los cuatro, y a la izquierda rostro de buey en los cuatro; asimismo había en los cuatro rostro de águila.

Tales eran sus rostros; y tenían sus alas extendidas por encima, cada uno dos, las cuales se juntaban; y las otras dos cubrían sus cuerpos.

Y cada uno caminaba en derecho de su rostro; hacia donde el espíritu era que anduviesen, andaban; cuando andaban, no se volvían.

Cuanto a la semejanza de los animales, su parecer era como de carbones de fuego encendidos, como parecer de hachones encendidos; discurría entre los animales; y el fuego resplandecía, y del fuego salían relámpagos.

Y estando yo mirando los animales, he aquí una rueda en la tierra junto a los animales, a sus cuatro caras.

Y el parecer de las ruedas y su obra semejábase al color del topacio.

Y las cuatro tenían una misma semejanza: su apariencia y su obra como rueda en medio de rueda.

Cuando andaban, se movían sobre sus cuatro costados: no se volvían cuando andaban.

Y sus cercos eran altos y espantosos, y llenos de ojos alrededor en las cuatro.

Y cuando los animales andaban, las ruedas andaban junto a ellos; y cuando los animales se levantaban de la tierra, las ruedas se levantaban.

Hacia donde el espíritu era que anduviesen, andaban; hacia donde era el espíritu que anduviesen, las ruedas también se levantaban tras ellos:

Porque el espíritu de los animales estaba en las ruedas.

Cuando ellos andaban, andaban ellas; y cuando ellos se paraban, paraban ellas; asimismo cuando se levantaban de la tierra, las ruedas se levantaban tras ellos; porque el espíritu de los animales estaba en las ruedas. Y sobre las cabezas de cada animal aparecía expansión a manera de cristal maravilloso, extendido encima sobre sus cabezas.

Y debajo de la expansión estaban las alas de ellos derechas la una a la otra; a cada uno dos, y otras dos con que se cubrían sus cuerpos.

Y oí el sonido de sus alas cuando andaban, como sonido de muchas aguas, como la voz del Omnipotente, como ruido de muchedumbre, como la voz de un ejército. Cuando se paraban, aflojaban sus alas.

Y cuando se paraban y aflojaban sus alas, oíase voz de arriba de la expansión que había sobre sus cabezas.

Y sobre la expansión que había sobre sus cabezas velase la figura de un trono que parecía de piedra de zafiro, y sobre la figura del trono había una semejanza que parecía de hombre sentado sobre él.

Y vi apariencia como de ámbar, como apariencia de fuego dentro de ella en contorno, por el aspecto de sus lomos para arriba; y desde sus lomos para abajo, vi que parecía como fuego, y que tenía resplandor alrededor.

Cual parece el arco del cielo que está en las nubes el día que llueve, así era el parecer del resplandor alrededor. Ésta fue la visión de la semejanza de la gloria de Jehová. Y luego que yo la hube visto, caí sobre mi rostro, y oí voz de uno que hablaba.

Luego Jesús explicó los versos de esta manera:

—Se concuerda en que hay cuatro años nuevos cada doce meses, durante los equinoccios de otoño, primavera, verano e invierno. Tal como yo entiendo esta visión de Ezequiel, cada querubín es una rueda de cuatro rayos, en que cada año nuevo es un rayo de la rueda. Cada rayo tiene un rostro, parte del cubo de la rueda, que distingue su año nuevo: el buey de los siete combates para el recién nacido sol del invierno, y para el planeta Ninib; el león para el sol joven de primavera y para el planeta Marduk; el águila para el sol en su apogeo y para el planeta Nergal; el hombre para el sol experimentado de otoño y para el planeta Nabu. Pero cada rayo se apoya en el borde de su rueda con un solo pie de becerro dorado, de modo que cada rueda es un becerro de cuatro patas. Entonces, cada querubín es un año giratorio de cuatro estaciones, y cada año es una rueda en un carro de cuatro ruedas, que avanza hacia adelante sin desviarse; y cada uno de los muchos ojos sobre las ruedas es un día, porque el sol recibe el nombre de ojo del día. Además, cada rueda gira dentro de una rueda de cuatro años (y así cuentan los griegos el tiempo por las Olimpiadas), corriendo desde el principio hasta el fin de las cosas. El hombre entronizado es una emanación de nuestro Dios; pero no es nuestro Dios. No hay bestias en las varas del carro, porque las ruedas mismas son las bestias, y cada rueda corre, como he dicho, sobre las cuatro patas de un becerro de oro. Esas ruedas eran los bravíos corceles del carro que llevó al cielo a los profetas Enoc y Elías. Sin embargo, Ezequiel esconde de nosotros una parte de su visión, porque la bestia del verano es, en realidad, un macho cabrio con alas de águila. Y por otra parte la bestia de otoño es, en realidad, un serafín, o terrible serpiente, con cara de hombre. Así, cada becerro es por turno cuatro bestias: león, cabra, serafín y buey (serafín cuando está completamente desarrollado), y también es un hombre, y un águila. Por esta razón los griegos y los cretenses, cuando beben en el mismo pozo que nosotros, dicen: «El becerro tiene muchos cambios».

—Primo, ¡ten cuidado con los juicios apresurados! —repitió Juan.

Jesús continuó.

—El becerro de oro no es un ídolo, salvo si es adorado como un dios. Los adoradores de los becerros de oro del monte Orbe decían: «Éstos nos han traído de Egipto». Mentían: sólo el poder de Dios lo había logrado. Ahora bien: el viento tempestuoso y el fuego, según yo interpreto la visión de Ezequiel, son una alegoría de la presencia de Dios, porque también un viento tempestuoso y un fuego eran la alegoría de su presencia en el monte Carmelo cuando una voz interior habló a Elías. Sin embargo, sólo una alegoría, porque está escrito: «Y sin embargo el Señor no estaba en el viento tempestuoso. Y sin embargo el Señor no estaba en el fuego». El viento venía del norte, el cuadrante donde jamás brilla el sol; así aprendemos que nuestro Dios trasciende incluso del sol, porque su poder no tiene límites. (Del mismo modo, cuando se sacrifican bestias en el templo de Jerusalén, el sacerdote vuelve sus cabezas hacia el norte). Dios es un espíritu y sus ministros son llamas ardientes: el fuego que Moisés vio en las zarzas, que ardían sin consumirse, era la luz de sus ministros. La misma cosa eran los relámpagos de Horeb, no Dios sino sus ministros. Y Ezequiel vio el arco iris sobre el trono del Altísimo, pues aunque el rayo salta de las nubes vengativamente, el arco iris brilla de piedad. Y esconde también otra parte de su visión. ¿Qué ocurre con los otros tres poderes celestiales, el sol, la luna y el planeta del amor? ¿No vio esa ardiente trinidad girando alrededor del trono? Escucha, y te explicaré el becerro de oro, a quien los iniciados llaman Moisés.

—Ten cuidado de no blasfemar, primo.

—Que mi boca esté limpia de pecado. ¿Conoces los nombres de los círculos de cabañas de la comunidad?

—Sí. Las exteriores se llaman: BABEL, LOT, EFRÓN, SALMA, NE-ESTHAN (el serafín que era el estandarte de Moisés en el desierto); HUR, DAVID, TELNIEN, KOHATH, CALEB; NIORIAH, GATH, GOMER, JETHRO, REU. Las interiores son: JACOB, JOSÉ. JERAH. JESHUA, JACHIN.

—¿Por qué se han elegido esos nombres?

—Es un secreto fundamental que sólo conocen los superiores de la orden.

—Sin embargo, me ha sido revelado. Los nombres del círculo exterior narran la historia calendaria del becerro de oro que se convierte en toro y cuya carne comparten secretamente los superiores en su iniciación. Te diré las palabras en griego de Eolia: los fundadores de esta orden las han aprendido, supongo, de los griegos de Canopus, ocultando su secreto al transformarlas en los nombres más parecidos que se encuentran en nuestras Escrituras:

BOIBALION, LOTO, PRORAMENON, SALOOMAI, NEOSTHENARON, OLRIOS, DAFIZO, TEAMON, KAIOMAI. KALIPTCMAI, MOIRAD, GATHEO, GNORIMOS, IDRYOMAI, RIIEO.

Lo que significa:

Yo, el toro-becerro transportado sobre el loto azul, me inclino hacia atrás y hacia adelante, recientemente fortalecido.

Yo, el benigno, hiendo la madera; soy consumido por el fuego en el sufrimiento; estoy escondido.

Yo, el famoso, distribuyo, me regocijo, soy llevado por el agua.

Cada nombre representa un periodo de tres ogdóadas; en total suman trescientos sesenta días. Y las otras palabras son los cinco días sagrados restantes: ACHAIFA, OSSA (que da su nombre al más bajo de los tres grados de iniciación de la orden), OIRANIA, HESUCHIA, IACHEMA, es decir: la hilandera, la fama, la reina del cielo, reposo, llanto. Los nabateos de Arabia llaman al toro-becerro «Un-Tal», el benigno que sufre, y lo adoran con ritos abominables como hijo de la diosa Lat; los fenicios lo llaman Hércules-Melkart y glorifican su lujuria; en Samaria era adorado como Egli-yahu, «el Señor es un becerro», hasta que la celosa mano de nuestro Dios destruyó la ciudad.

—¿Quién es entonces el toro-becerro si no es Un-Tal, ni Hércules, ni Egli-yahu, y sin embargo designa las cabañas de esta santa comunidad?

—Un emblema aceptable de la vida del año solar, y de la vida del hombre desde la caída. Adorar el toro-becerro es idolatría, porque niega el poder del Dios único, que es intemporal. Y porque honra a la Hembra, cuyos cinco días invernales (que son también cinco estaciones iguales del año) resumen el destino del hombre caído, y del año.

—¿Y los dos grados superiores de iniciación?

—Los sansonianos son llamados así en honor de Sansón, de cuya vida hacen una alegoría del año solar. Los helíceos aprenden la sabiduría mística de la hélice, es decir, la rueda cósmica.

—Háblame más de la Hembra.

—Es la triple diablesa que se presenta al hombre caído como madre, novia y amortajadora. El primero de los cinco días hila la hebra de su vida; el segundo lo halaga con la esperanza de la fama; el tercero lo corrompe con su lujuria; el cuarto lo arrulla en el sueño de la muerte; el quinto llora su cadáver. Los griegos adoran esta trinidad en la forma de las Parcas, es decir, la hilandera, la distribuidora y la cortadora.

—Pero ¿por qué los superiores de nuestra orden llaman Moisés al toro-becerro?

—El nombre Moisés significa que la primavera de cada año la vida es sacada del agua, así como nuestro legislador Moisés fue sacado del Nilo en su infancia, y así como todo niño está sumergido en el agua hasta que nace. No se puede blasfemar, en realidad, contra el toro-becerro, que es un emblema; y tampoco se puede blasfemar contra Moisés el Legislador porque era hombre y no dios. Nació, se casó, engendró hijos, cometió hechos de sangre, murió y fue sepultado. Sin embargo, merece nuestro eterno homenaje, porque el Señor Dios le confió la ley, y porque, cuando los pecadores adoraron al toro-becerro de oro en Horeb, redujo a polvo el ídolo y los obligó a beber el polvo mezclado con agua. Y como escribe el sabio Aristeas: «Moisés enseñó que Dios es Uno, que su poder se manifiesta a través de todas las cosas, que todo lugar está lleno de su soberanía, y que nada hecho en secreto por los hombres sobre la tierra está oculto de nuestro Dios, porque Él sabe todo lo que se hace, y todo lo que está destinado a hacerse». Y en otra parte Aristeas muestra que nuestra nación sólo adora a un solo Dios, y no a una multiplicidad de dioses; y por esto debemos gratitud a Moisés, porque nos entregó la ley.

—Sin embargo, si Moisés era sólo un hombre, y por lo tanto no se puede blasfemar contra él, ¿por qué los superiores de nuestra orden nos prohíben que lo hagamos?

—Eso no lo comprendo todavía, porque no puedo creer que esos hombre piadosos sean idólatras.

—¿Quién es el hombre entronizado de la visión de Ezequiel, si no es ni el toro-becerro ni Dios mismo?

—El mismo hijo del Hombre de quien se le concedió una visión al profeta Daniel. Aparecerá ante todos los hombres el día en que la Hembra sea finalmente derrotada. No es Dios ni hombre: es la imagen de Dios a la que fue hecho inicialmente el hombre, y que entonces se renovará en forma del puro amor de Dios hacia el hombre, y del hombre a Dios.

—¡Que el carro nos lleve rápidamente hasta ese día!

En ese momento, se oyeron voces afuera y entró de pronto el superior, seguido por Manahem y Simeón. El superior exclamó:

—Todo nuestro recinto está en llamas, y nada se consume, y el fuego brota del techo de esta cabaña. Joshua ben Abiathar, Johanan ben Zacharias, confesad: ¿estáis estudiando el Ma’aseb Merkabah [es decir, la Obra del Carro], un misterio que a todos está vedado estudiar si tienen rango inferior al de jefe de una academia?

—Ni tú ni mi tutor me habéis prohibido estudiar el misterio. ¿Y quién puede impedir que comprenda lo que se me ordena aprender de memoria? ¿Y cómo puedo abstenerme de explicar lo que he comprendido, si en vuestra presencia he jurado no guardar nada secreto?

—¡Cuidado! ¡En los días de mi padre, un joven de Kadesh Barnea que reconoció el significado de un solo versículo fue consumido por el fuego!

—Sin embargo, no he sido consumido. Y he oído decir: «Cuando desciende del cielo un fuego que arde pero no consume, es el momento de cantar el himno de alabanza».

—¿Estás instruyendo a tu superior?

—Como él desee.

—¿Y no has oído decir que si alguien habla neciamente de las cosas que están antes, detrás, encima y debajo, es decir, del Merkabah, mejor sería que no hubiera nacido?

—He oído ese juicio, y también que Ezequiel volverá y abrirá para Israel las cámaras del Merkabah. ¿Y si hoy ha venido Ezequiel a abrirlas?

Entonces el superior dijo:

—Joshua ben Abiathar, este lugar no te retendrá; romperías los barrotes. Toma de nuevo tu bolso de herramientas y vete en paz por la misma puerta por donde has entrado. Pero oye mi advertencia. Se recuerda que Elías, cuya obligación en la tierra de los benditos es guiar a los espíritus al sitio adecuado, visitó, cuando se le concedieron unas vacaciones en la tierra, una academia de Jerusalén. Oyó a los doctores, que discutían acerca de los corceles del carro que lo había conducido al cielo. Viendo que estaban desconcertados y errados, intervino para dar la explicación correcta; y a su regreso recibió la severa reprimenda del que todo lo ve.

—¿Quién te ha revelado esa reprimenda a Elías? ¿Tal vez el adversario de Dios? Ahora que me has liberado de mis votos de obediencia y que puedo dirigirme a ti como un hombre a otro hombre, te diré esto. Vosotros huís del mundo, pero ningún voto de pureza solemnemente jurado preservará del pecado a un hombre tímido; y tampoco servirán el cerrado portal de este recinto, ni el terraplén que lo rodea, ni los espinos que cubren el terraplén, ni vuestros cinturones profilácticos de piel de becerro, ni las mil y una celosas reglas de esta orden, para rechazar al adversario de Dios cuando le tendéis una mesa de tentaciones tan opulenta.

—Que el Señor purifique nuestros corazones de su secreto defecto, porque sólo en Él está nuestra fuerza. Ve en paz ahora, hijo atrevido, y recuérdanos con cariño cuando entres en tu reino.

Un mes después, mientras caminaba por la plaza del mercado de On-Heliópolis, Jesús meditaba sobre el destino de Jerusalén. Brotaron en su mente las palabras que había dicho una vez Jehová al profeta Ezequiel: «Hijo del hombre, toma una baldosa, ponla delante de ti y diseña en ella la ciudad de Jerusalén». Su pie golpeó contra una baldosa roja. La recogió y, sentándose sobre una piedra, empezó a dibujar con un trozo de carbón. Hizo un dibujo al estilo arcaico que sólo mostraba el frente del templo y la muralla, con un buey y un león en el interior y una estrella brillando en lo alto. Luego miró fijamente la baldosa y su corazón preguntó: «¿Cuál es el juicio acerca de Jerusalén? ¿Se le permitirá perdurar? ¿Está predestinada a caer?»

Ante sus ojos se alzó una visión de tambaleante equilibrio, y una voz interior le habló.

—Un poco más en este platillo, un poco más en aquél. El juicio no está resuelto todavía.

Jesús depositó la baldosa en el suelo. Sin volverse, dijo en lengua griega a un hombre que lo miraba desde atrás:

—Si puedes instruirme, hazlo; si no puedes, sigue tu camino.

El hombre se situó enfrente y preguntó:

—¿Eres el hebreo que he venido a buscar?

—Sabes que lo soy; de otro modo no me lo preguntarías.

Era un hombre alto, pálido, de ojos azules y largo pelo color de trigo. Traía en la mano una flecha de astil dorado y vestía una túnica blanca de lino, pantalones blancos de lino y un manto de seis colores atado con un gran broche de oro.

—Entonces permite que afile mi flecha en tu baldosa.

—Para eso necesitarás aceite.

—Tengo aceite en un frasco espiral.

—¿Aceite limpio para mi baldosa? ¿Eres un incircunciso, un comedor de cerdos y liebres?

—Soy un gadeliano del extremo oeste. Mi pueblo observa las mismas ordenanzas divinas que el tuyo. Procedemos de Jafet; yo soy médico y herrero.

—Tu pueblo, ¿no adora a la reina del cielo?

—Ya no. Tal como nosotros narramos la historia, nuestro Dios (que fue primero el Dios de los hebreos) mató con una flecha de oro a la osa más grande del universo. Explícame ese león, por favor.

—De buena gana. Da su nombre a la ciudad.

—¿A Leontópolis?

—No; Arieh es el nombre que el rey David dio a Jerusalén.

—Has puesto palmeras en el techo del templo.

—Salomón, hijo del rey David, puso en el techo del templo palmeras adornadas con cadenas de oro. El cielorraso era de pino con incrustaciones de oro puro.

—He oído hablar de ese rey Salomón, que recogió en Biblos todos los secretos del Asia.

—Llamamos Gebal a esa ciudad. En nuestro Libro de los Reyes está escrito que los hombres de Gebal ayudaron a Salomón a construir su templo.

—A juzgar por tu dibujo, conocía el lenguaje de los árboles; porque en nuestro sagrado alfabeto de árboles, que también hemos hallado en Biblos, el pino, allí consagrado a Adonis, se llama Aleph, y la palmera Doble Aleph; y Aleph de Aleph es un título del gran Dios que adoramos. Significa el Anciano de los Días.

—Enséñame ese alfabeto.

—A su tiempo. ¿Por qué has puesto un buey junto al león?

—El buey representa al rey que vendrá, el hijo de José. La estrella predice su venida.

—¿Cómo se dice «buey» en hebreo?

—Decimos Aleph.

Ambos rieron complacidos y el gadeliano dijo:

—Aguzaré mi flecha en tu baldosa. ¿Se recuerdan las dimensiones originales de este templo?

—Se recuerdan.

—Dime primero, ¿no puso Salomón dos grandes columnas en el frente, una verde y una dorada?

—Dos columnas; pero nuestros libros no registran sus colores.

—¿Cómo se llamaban las columnas?

—Jachin y Boaz, pero se han olvidado sus nombres verdaderos. Sólo se sabe que Boaz es a Jachin como el monte Gerizim es al monte Ebal, su gemelo en el valle de Sichem. Como la bendición a la maldición.

—Explica.

—Está escrito: «Una bendición en Gerizim a todos los que obedecen al Señor; una maldición en Ebal a quienes se apartan».

—Puedo restaurar sus nombres verdaderos; también el nombre del dintel. Dime la altura de esas columnas.

—Dime, primero, el nombre verdadero de Boaz, porque también yo debo aguzar una flecha.

—Es Abolloneus.

—¿Por qué?

—Porque las consonantes de ese mismo alfabeto de árboles están en este orden: B.L.N.F.S. Hemos intercalado vocales entre ellas.

—¿No debería estar la tercera letra en el quinto lugar?

—Así es en el alfabeto canópico del toro-becerro y el loto. En el alfabeto de árboles de Aquerusia, que es anterior, es como te he dicho.

Luego, Jesús dijo:

—La altura de ambas columnas era de treinta y cinco codos.

—¿Cómo lees esa cifra?

—Siete lustros, la mitad de los años de una vida humana.

—La columna llamada Boaz asciende; la llamada Jachin desciende —dijo el gadeliano.

—La columna verde del crecimiento; la marchita de la decadencia.

—Bien dicho. Sin embargo, los más afortunados entre vosotros viven, supongo, hasta ciento diez años.

—Estás en lo cierto. El patriarca José, que llevó inicialmente a mi pueblo a Egipto, vivió hasta esa edad, completando la circunferencia íntegra de su círculo.

—Eres verdaderamente el hebreo que he venido a buscar. Tu Dios, ¿posee un arca sagrada?

—Hace dieciocho generaciones fue escondida en una caverna por el profeta Jeremías; se ignora dónde.

—¿Y las dimensiones?

—Se conocen: un codo y medio por un codo y medio por dos y medio.

—Es decir, un octavo de cuarenta y cinco codos cúbicos, o sea, del contenido de un arcón que mida cinco codos por tres por tres.

—Tu cálculo es correcto, y ésas son las dimensiones exactas de los ataúdes que he construido últimamente para los esenios. ¿Cómo las interpretas?

—Es un misterio calendario —dijo el gadeliano—. La gran arca medía cinco por tres porque hay en el año santo quince estaciones; y la profundidad era de tres codos porque cada estación se divide en tres semanas de ocho días. La gran arca contiene cuarenta y cinco codos cúbicos; la pequeña arca tiene un octavo de ese tamaño, porque ocho es el número de años desde la infancia a la plenitud.

—Aras el mismo surco que yo. Cuarenta y cinco era, también, el número de columnas de la casa de Salomón en Líbano, dispuestas en tres hileras de quince. Cada una era una semana de ocho días. Así quedaban cinco días libres, una vez contados los trescientos sesenta, que se apartaron como días sagrados. ¿Cómo sigue ahora el alfabeto de árboles?

—SS.H.D.T.C., y después CC.M.G.NG.R.

—¿Por qué están dobladas la S y la C?

—Para hacer quince del infortunado trece.

—Entonces las consonantes son meses, cada uno de cuatro semanas.

—¿Cómo has adivinado?

—Es fácil responder. El poeta Ezequiel vio en una visión árboles que crecían a cada lado del río de la curación, que corre hacia el este de la casa de Dios en el reino celestial. Sus frutos reconfortantes y sus hojas medicinales no se corrompen, y sus virtudes corresponden al mes del año. Las trece tribus de Israel heredarán tierras regadas por el río, cada tribu una franja situada de este a este desde la montaña del sur a la montaña del norte. A cada tribu un mes, a cada mes un árbol. ¿Cómo son las vocales del alfabeto de árboles?

—Son A.O.U.E.I.

—Me ocultas dos letras —dijo Jesús en tono de reproche—; la doble Iod y la doble Aleph de la que ya has hablado. Porque en ese alfabeto debe haber veintidós letras y, entre ellas, siete vocales.

—Observo que no podemos tener secretos el uno con el otro, ni siquiera el secreto primero. Tienes una barba tifónica, es decir de color rojo cosecha, escribes con la mano izquierda, tu nariz es curva como el pico del águila, tu rostro pálido, tus ojos verde mar y luminosos, las venas de tu frente forman una üpsilon azul. ¿Y el séptimo signo?

Jesús respondió:

—Debajo de mis ropas, mi hombro derecho es blanco como el marfil.

—Tenemos un proverbio que dice:

Tres cosas espléndidas:

poetas, bosques, reyes.

—Yo soy un poeta; tú eres un rey, y por «bosque» entendemos siete árboles sagrados donde se considera que reside la cierva blanca de la sabiduría.

—Uno de nuestros poetas hebreos ha dicho: «La sabiduría ha construido su casa con siete pilares».

—Bien dicho. ¿Cuál de los siete árboles es el más amado por los hombres?

—El manzano salvaje de la inmortalidad.

—Como entre nosotros. La letra del manzano es la doble C; la C es el nogal de la sabiduría, aunque los romanos la escriben Q y los griegos K. Y la doble S es la Z; S es el despiadado mimbre y Z el cruel espino blanco, árboles de desventura.

—También para nosotros el nogal es el árbol de la sabiduría. Nuestro candelabro sagrado, símbolo de la divina sabiduría, se hace de la forma de la vara de almendro del sumo sacerdote Aarón, que dio siete flores; cada flor es una luz y representa a uno de los poderes celestiales. La vara misma es el centro del candelabro.

—Entonces, la luz central, la cuarta, ¿representa al planeta Nabu, el poder de la sabiduría?

—El cuarto día nuestro Dios dijo: «Sea la luz», y creó esos poderes celestiales.

—Como en nuestra tradición. Sus siete letras en el alfabeto de árboles son B.S.T.C.D.CC.F.

—¿Qué significan? Son las iniciales de la plegaria que pronuncian los esenios por la mañana.

—No las comprenderías en gadeliano; pero en latín, que quizá conozcas, son las siglas de:

Benignissime Solo Tibi Cordis Devotionem Quotidianam Facio.

«Oh, más bendito, sólo a ti hago el sacrificio cotidiano de mi corazón».

—Es la misma plegaria.

Continuaron intercambiando preguntas y respuestas, mutuamente complacidos. Para el poco instruido, lo que aquí se recuerda de esa conversación será extraño; pero escribo para los instruidos. Ellos comprenderán cómo Jesús había deducido de la mención del número 110 por el gadeliano que el alfabeto ocultaba un antiguo secreto matemático, la proporción del diámetro del círculo a su circunferencia, que es de siete a veintidós. También comprenderán que la reticencia del gadeliano acerca de las dos vocales dobles, A e I, atrajo naturalmente la atención de Jesús, quien vio que las siete vocales formaban un nombre sagrado. Era II.I.E.U.O.A.AA. En letras latinas, JIEVOAA.

Había en esto una maravillosa iluminación. Jesús reconoció de inmediato que ese nombre de siete letras, el secreto primero a que se refería el gadeliano, era el del dios del Arca, adorado por gran cantidad de naciones con lazos de sangre. Los hebreos, su pueblo elegido, los mentores espirituales de todos los hijos de Adán, lo llaman Jehová, una forma deliberadamente equívoca del nombre; pero sus cuernos de carnero sagrados proclaman musicalmente el nombre verdadero en los grandes festivales. Fue ese nombre, se dice, el que derribó instantáneamente las murallas de Jericó cuando Josué sitió la ciudad. Los antiguos frigios conocían el nombre y anudaron sus letras en el yugo de Gordio; pero la insensata espada de Alejandro cortó el nudo. Los gadelianos aún lo conservan, pero sólo lo declaran a los poetas. Jesús jamás hubiera podido aprender el nombre entre su propio pueblo, puesto que no se le enseñaba a ningún israelita excepto al sumo sacerdote y a su sucesor elegido, ni podía escribirse o pronunciarse salvo una vez por año, cuando el sumo sacerdote entraba en el sanctasanctórum y lo susurraba de forma casi inaudible. No se le comunicaba con palabras pronunciadas por labios humanos, sino mediante la disposición de siete objetos sagrados en un orden dado, cuyas iniciales deletreaban el nombre. Era un nombre de poder probado; usándolo, decían los judíos, Moisés había provocado las plagas de Egipto, y Elías y Elisha habían rescatado hombres de entre los muertos.

Jesús dijo al gadeliano:

—Sin la primera y la séptima letras del nombre, el toro-becerro (que es el hombre) no tiene escapatoria de la rueda cósmica que hace girar la Hembra: no tiene principio ni fin. Pero la doble Iod y la doble Aleph, sumadas, le dan la inmortalidad. Como dice David en un salmo: «Alabadlo en su nombre JAH». Cuando los cinco días de la Hembra se alargan a una semana, entonces, él celebra el primer día su verdadero origen, y el séptimo halla un fin perfecto; es uno con el Dios cuyo nombre se ha unido al suyo en la rueda sagrada. Seguramente ésta es la esperanza de los esenios, que celebran a la vez el primer día de la semana y el último, y prohíben toda blasfemia contra el toro-becerro, a quien llaman «Moisés».

—¿Pero quién hará que el toro-becerro sea uno con Dios?

—El Siervo que Sufre, el Mesías predestinado, cuyo emblema es Aleph, él conquistará a la muerte.

—¿Cómo es posible conquistar a la muerte?

—Negando los falsos principios y los falsos finales.

—Pero ¿quién ha traído a la tierra esta falsedad?

—El adversario de Dios, a quien los griegos llaman Cosmocrator, el señor del universo material ilusorio, cuando sedujo a la mujer y por medio de ella apartó al hombre del Dios que lo había creado: contra ese demonio utilizan los esenios sus cinturones profilácticos de piel de becerro.

Con el nuevo conocimiento que había adquirido, Jesús pudo comprender también el secreto de las joyas de la sagrada coraza del sumo sacerdote, y de las que usaba antes en su coraza el rey de Tiro, ambas utilizadas para la adivinación. Esas joyas estaban incrustadas en una plancha de oro, y detrás había una rueda que giraba, y que tenía un trozo de fósforo que brillaba en la habitación donde se realizaba la adivinación, iluminando la joya en que se detenía. Cada joya tenía color diferente, y la rueda, al girar, indicaba letras, aunque no las vocales, porque cada piedra preciosa representaba una consonante del alfabeto de árboles de Aquerusia. Cada joya llevaba inscrito además el nombre de una de las tribus originales de Israel; José era dos tribus. La serie empezaba con el sardo rojo edomita para Rubén, y de izquierda a derecha, en el sentido del sol, terminaba con el ámbar para Benjamín, porque Rubén, el primer hijo de Israel significa «mira al hijo»; y Benjamín, el último, significa «el hijo de mi mano derecha».

Jesús y el gadeliano resolvieron buscar un alojamiento común y trabajar conjuntamente, porque el gadeliano era herrero y podía forjar cerraduras y goznes para los hermosos muebles que Jesús hacia en esa época. El gadeliano urgió a Jesús a viajar con él a Gordio, en Galacia, donde se había cortado el nudo; a Efeso, en Asia; a Gades y el país de los turdetanos en España; a las tierras aquerusianas de Bitinia; a Olbia en Escitia; a Hieropytna en Creta y a Lusi en Arcadia, los lugares donde se encontraban los antiguos pozos del conocimiento. Pero Jesús respondió:

On es una piedra de molino [eso significa la palabra] y aquí se trae a moler todo el grano del conocimiento; aquí nos hemos encontrado tú y yo en nuestra búsqueda común del saber. Espera con paciencia, y el saber que necesitamos vendrá a nosotros.

Estaba en lo cierto. Todos los años encontraban alguna persona, para ellos importante, que había venido en peregrinación a On-Heliópolis, la ciudad más antigua de Egipto, buscando el conocimiento: un persa, ligur, gálata, fenicio, indio, caspio, griego, armenio, español o escita. Así aumentaron su comprensión del estado del mundo, aunque siempre encontraron la misma ansia desesperada de inmortalidad y la misma queja: «Las naciones están dispersas y desunidas. ¿Cuánto se dirá la palabra de salvación que las reunirá? Hemos venido como peregrinos a On en busca de luz y plenitud; sólo hemos encontrado un oscuro vacío».

Jesús los consolaba con palabras como éstas:

—La inmortalidad es la recompensa de la sabiduría; la sabiduría es la recompensa de buscar y sufrir. Buscar y sufrir es amar a Dios; y sólo hay un Dios, el Dios de Israel. Vuélvete hacia Él y se pronunciará la palabra de salvación.

—¿Y las mujeres? —le preguntó un sidonio.

—Ningún hombre puede, al mismo tiempo, amar a Dios como Él quiere ser amado, y a la mujer como ella quiere ser amada. Se debe elegir entre el padre eterno y la reina del cielo con su cola de pez.

Más tarde se explayó sobre este juicio con la partera Shelom. Ella le preguntó:

—Señor, ¿durante cuánto tiempo prevalecerá la muerte?

—Mientras las mujeres continúen teniendo hijos.

Ella respondió:

—He hecho bien, entonces, al no parir ninguno.

—Como tu esterilidad no fue por tu elección, has evitado una hierba amarga sólo para comer otra. Pero esto te diré: hasta que los dos sexos sean como uno, el varón con la hembra ni varón ni hembra, el adversario de Dios seguirá avanzando.

—¿Y tú mismo? ¿No eres acaso un hombre verdadero?

—He venido a destruir la obra de la Hembra.

—¿Destruirías la obra de tu propia madre?

—Sólo reconozco como madre al espíritu santo de Dios que se movía sobre la faz de las aguas antes de la creación. La Hembra es la lujuria, la primera Eva, que demora la hora de la perfección.

—¿Y estás a salvo de su belleza? ¿Eres de corazón más severo que nuestro padre Adán?

—Así pueda alejar yo la maldición de que habla el Predicador, hijo de Sira:

Un pesado yugo esta dispuesto para los hijos de Adán desde el día en que nacen del vientre de su madre hasta aquél en que retornan a la madre de todas las cosas; para el que está vestido de seda azul y lleva una corona y para el que usa apenas lino: ira, envidia, aflicción y desasosiego, rigor, lucha, y miedo a la muerte en el momento del descanso.

Porque la primera Eva, o Acco, o Lilith, o la hilandera, a quien Salomón llama la sanguijuela, y el Predicador llama nuestra madre universal, tiene dos hijas: la matriz y la tumba. «Da, da», grita. «En la hora de la perfección, será, por fin, negada».

Una mañana del último año de los cinco que estuvieron asociados Jesús y el gadeliano, hallaron, en un callejón próximo a su morada, un hombre desnudo y herido. Lo llevaron a su casa, aunque parecía moribundo, lo atendieron, vendaron sus heridas, lo alimentaron y vistieron. Cuando recuperó sus fuerzas les preguntó:

—¿Cómo puedo recompensaros, señores?

Jesús respondió:

—Estamos bastante recompensados con verte vivo.

—Pero tú, señor, eres judío; y según tu ley yo soy impuro, puesto que soy un comedor de ratas y lagartos.

—Toda vida es preciosa.

—Señor, estoy profundamente hundido en mi deuda contigo.

—Aquí está mi mano; ve en paz.

—Me avergüenza que me consideréis tan falto de generosidad que, cuando salváis mi vida, nada doy a cambio.

—Danos lo que alivie tu corazón; pero, amigo, tus posesiones no son grandes.

—Debo dar una palabra.

—De buena gana aceptaremos una palabra, si es una buena palabra.

—Es una palabra de poder sobre las serpientes venenosas, porque soy un psyllio de la gran Sirte.

—¿El nombre de un demonio de Libia? Entonces calla: quizá no lo usemos.

—No, señor. Es una palabra clave que usamos con las serpientes: por ella se reconocen unas a otras y se abstienen de atacar. Su significado es amor. Usándola, tendréis el poder de manejar a todas las serpientes sin temor.

—La palabra amor, dicha con amor, es hermosa en cualquier lengua.

El gadeliano exclamó:

—¿Puede un hombre que no sea un psyllio o un indio negro hablar con amor a una serpiente venenosa? La serpiente no se dejaría engañar, y el hombre moriría.

—Hagamos la prueba —dijo el psyllio.

Salió con ellos al desierto, más o menos una milla, y luego se agachó y empezó a cantar de una extraña manera. De pronto las serpientes negras y los áspides empezaron a acercarse a él, rozando la arena. Se inclinó, las recogió una tras otra y dijo a Jesús, que estaba a su lado, sin miedo:

—Mira, ¿no es hermosa ésta, y no lo es aquélla? Sus agudos colmillos blancos, sus ojos brillantes, el diseño de sus escamas, su flexibilidad… Señor, ahora diré la palabra del amor: repítela conmigo. —Dijo suavemente la palabra, y las serpientes se enroscaron pacíficamente en los pliegues de sus vestiduras.

Jesús repitió la palabra, extendió la mano hacia un áspid, lo tomó y acaricio.

—Deja que se enrosque en tu cuello, señor.

Jesús lo hizo así.

El psyllio dijo al áspid:

—Vete, y di a tus amigos que han encontrado un nuevo aliado, un hebreo.

El áspid se deslizó al desierto y, a partir de ese momento, Jesús tuvo dominio sobre las serpientes; poco antes de ser crucificado comunicó a sus discípulos la palabra del psyllio.

Pero el gadeliano se abstuvo de seguir el ejemplo de Jesús. Dijo:

—No necesito esa palabra. No hay serpientes en mi país, porque mi antepasado Gadelos las expulsó con su vara.

Cuando Jesús y el gadeliano se separaron, intercambiaron símbolos de afecto. El gadeliano partió al África, y Jesús regresó a Nazaret, a la carpintería y a meditar en todo lo que había aprendido. Se habían puesto de acuerdo en una cosa: si alguno de los dos era expulsado de su propia tierra, se refugiaría en la del otro.