II
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HIJOS DE RAHAB
Ana, hija de Fanuel de la tribu de Asher, había estado viuda durante sesenta y cinco años; pero el recuerdo de la ayuda al templo de su marido, y su propia y notable devoción, que la retenía día y noche en el patio de las mujeres del templo, le habían otorgado finalmente un cargo honorable: el de madre custodia de las vírgenes sagradas. Las vírgenes estaban al cuidado del templo, y ella les enseñaba obediencia y humildad, música y baile, hilado y bordado y gobierno de la casa. Todas eran hijas de Aarón, miembros de la antigua nobleza levita, y en su mayoría habían sido entregadas por sus padres al templo como un seguro contra un mal casamiento. Siempre se podían encontrar maridos píos, ricos y bien nacidos para las vírgenes del templo. La madre custodia tenía en sus manos su iniciación en la sabiduría de su clan; a su vez estaba sujeta al delegado del sumo sacerdote en cuanto al conocimiento de los procedimientos del templo y a su correcto comportamiento; pero como era mujer, no se esperaba que tuviera perfecta comprensión de la doctrina religiosa. Desde su regreso de la cautividad en Babilonia, al mando de Ezra, los levitas habían privado a las hijas de Aarón de su antigua función de sacerdotisas, impidiéndoles, como a todas las demás mujeres, que se aproximaran al santuario más allá del patio de las mujeres, separado del recinto santo por un sólido muro y el espacioso patio de los hombres, o patio de Israel.
Ana zumbaba y murmuraba un devoto canturreo siempre que se encontraba entre los sacerdotes y los servidores del templo, pero cuando estaba sola con sus discípulas les hablaba con una voz de serena autoridad.
La mayor de las vírgenes era Miriam, a quien los crestianos llaman María, hija única de Joaquín el Levita, uno de los llamados Herederos de David, o reales herederos. Había sido pupila del templo desde los cinco años; había nacido el día preciso en que los albañiles habían empezado a construir el templo del rey Herodes. Año tras año ese glorioso edificio devoraba el derruido templo viejo, llamado de Zorobabel, que se había elevado sobre las ruinas del templo del rey Salomón pero que varias veces había sido capturado por ejércitos extranjeros y parecía haber perdido gran parte de sus virtudes luego de su profanación por el rey sirio Antíoco Epifanes.
Habían pasado desde entonces trece años, y aunque el santuario central —la casa de Jehová y el patio de los sacerdotes— estaba terminado, así como la mayor parte de los dos patios internos, pasarían aún casi setenta años más antes de que los albañiles terminaran su tarea en el patio de los gentiles y en las murallas exteriores. La actual planta del templo era dos veces mayor que las anteriores, y era necesario construir vastos contrafuertes en el lado sur de la colina para darle suficiente espacio.
Se le había confiado a Ana la tarea de hilar el lino teñido de Pelusia, en Egipto, para la cortina de la cámara sagrada llamada sanctasanctórum, que se renovaba todos los años; sólo las vírgenes podían hacerlo. Ana echó suertes entre las discípulas mayores para el honor de hilar el lino púrpura, el rojo, el violeta y el blanco. El púrpura le tocó a Miriam, lo que provocó la envidia de las demás, que la llamaron «pequeña reina» para fastidiarla, porque el púrpura es un color de reyes. Pero Ana dijo:
—Hijas, de nada vale disputar por las suertes, que vienen del cielo. Pensad: ¿acaso alguna más entre vosotras lleva el nombre de Miriam? ¿Y no fue Miriam, la hermana de Moisés, quien bailó triunfalmente con sus acompañantes junto al mar púrpura?
Cuando volvió a echar suertes, y también el rojo real le tocó a Miriam, dijo, para evitar sus celos:
—¿Qué tiene de extraño? ¿Quién más, entre vosotras, es de Cocheba? —Porque el pueblo de Cocheba se llama así en honor de la estrella de David, y los Herederos de David eran dueños de Cocheba.
Tamar, una de las vírgenes, preguntó:
—Pero, madre, ¿no es el hilo rojo el símbolo de las cortesanas?
—¿Tamar me lo pregunta? ¿No hizo de cortesana con su suegro Tamar, la esposa de Er, el primogénito de Judá? ¿No hizo de cortesana la otra Tamar con su hermano Amnón, el primogénito de David? ¿No codiciará el hilo rojo la tercera Tamar porque desea obrar como ellas?
Tamar preguntó serenamente:
—¿Acaso cuenta la historia, madre, que alguna de esas dos Tamar haya sido castigada por sus pecados con la esterilidad o la lapidación?
—Estos tiempos no son como aquéllos, niña. No creas que emulando a la primera Tamar quedarás incluida entre los gloriosos antepasados de otro David.
Miriam dijo:
—Con tu permiso, madre, Tamar me ayudará a hilar el rojo, por aquella hebra roja que Tamar, la esposa de Er, ató en la muñeca de Sara, gemela de nuestra común antepasada Farés; ambas habían disputado por la prioridad dentro de su matriz.
Se otorgaron el lino violeta y el blanco a otras dos vírgenes y, para que el ruido de la rueca no se escuchara en el templo, las cuatro hilanderas fueron enviadas a trabajar en casas privadas. Miriam fue confiada al cuidado de su prima Lysia, hija de José de Emaús; la esposa de José, ahora muerta, había sido la hermana mayor de la madre de Miriam. Le había dado a José cuatro hijos y dos hijas; la mayor de ellas estaba casada con un vendedor de púrpura de Jerusalén —otro de los Herederos— y vivía cerca del templo, del otro lado del puente. Miriam iba todas las mañanas con Tamar a casa de Lysia; todas las tardes ambas volvían juntas a través del puente y de la Puerta Hermosa al colegio de vírgenes.
Ésta es la historia del nacimiento de Miriam. Su madre Ana había estado casada diez años pero no había tenido hijos, para su dolor y vergüenza, y no hallaba consuelo en las riquezas de su marido Joaquín. Todos los años, el día señalado, él cabalgaba desde Cocheba hasta Jerusalén para ofrecer una donación al templo. Allí, a causa de la nobleza de su nacimiento y de sus ricas propiedades, usualmente ocupaba el primer lugar en la línea de los portadores de ofrendas, los ancianos de Israel, con sus largas vestiduras babilonias de flores bordadas. Acostumbraba decir, cuando dejaba caer sus monedas de oro por la ranura del arca:
—Lo que quito de mis ganancias es para todos, y aquí lo deposito. Pero estas monedas, que significan una disminución de mis propiedades, son para el Señor, suplicando su perdón si he hecho algo equivocado o que desagrade a sus ojos.
Joaquín, juez de la corte suprema, era un fariseo; aunque no un fariseo de hombros, como se llama a quienes parecen llevar en los hombros una lista de sus propias buenas acciones, ni un fariseo calculador de los que dicen «Mis pecados están más que compensados por mis virtudes», ni como los fariseos ahorrativos que dicen «Ahorraré una pequeña parte de mi fortuna para hacer una obra de caridad». Se podía considerar que era uno de los fariseos temerosos de Dios que componen la gran mayoría de esta secta humanitaria, a pesar del desdén de los crestianos que odian tener con ella una deuda espiritual.
Ese año, el décimo séptimo del reinado de Herodes, mientras los ancianos de Israel aguardaban la hora de la donación, Rubén, hijo de Abdiel, un saduceo de la vieja escuela, estaba justamente detrás de Joaquín. Rubén había litigado recientemente contra él por la posesión de un pozo en las colinas, más allá de Hebrón, perdiendo el juicio. Le irritaba que ahora Joaquín ofreciera devotamente al tesoro, como un don, parte del valor de ese pozo que podía abrevar mil ovejas incluso en lo más cálido del verano.
Rubén exclamó:
—¿Por qué, vecino Joaquín, te has puesto al frente de esta hilera? ¿Por qué te jactas y te pones por encima de nosotros? Cada uno de nosotros, los ancianos de Israel, ha sido bendecido con hijos, varones como sólidas plantas, mujeres como los ángulos pulidos de un palacio, excepto tú, que no tienes hijos. El disgusto del Señor debe pesar duramente sobre ti, porque en los últimos tres años has tomado, como es de conocimiento público, tres concubinas jóvenes y robustas, y eres todavía como un tronco seco sin vástagos verdes. Humilla tu corazón, fariseo, y ocupa un lugar inferior.
Joaquín respondió:
—Perdóname, vecino Rubén, si te he ofendido en el asunto del pozo, porque supongo que es ese recuerdo, y no una notoria infracción mía de la ley lo que te lleva a reprocharme. ¿No querrás contradecir el veredicto de la corte de querellas?
El hermano de Rubén, que había sido testigo en el juicio y estaba situado más atrás en la línea habló por Rubén:
—Vecino Joaquín: no ha sido un acto generoso vencer a mi hermano en el asunto del pozo de la Quijada ni es decoroso que no respondas correctamente acerca de tu falta de hijos.
Joaquín respondió con mansedumbre:
—No permita el Señor que dispute con nadie en esta colina sagrada o que albergue malos pensamientos. —Luego se volvió a Rubén—: Dime, hijo de Abdiel, ¿no ha habido acaso en Israel hombres honorables que no tuvieron descendencia hasta el fin de sus días?
—Busca un texto que atenúe la fuerza del mandamiento del Señor Dios que ordena crecer y multiplicarnos, y podrás conservar tu lugar con justicia. Pero creo que ni siquiera el ingenioso Hillel te ayudará a trasponer esa puerta.
Todos los integrantes de la línea escuchaban. Se elevó una sorda risa y luego un suave silbido; Joaquín, desdeñosamente, alzó del pavimento sus dos bolsos de oro y se dirigió al último lugar de la hilera.
La noticia de este hecho corrió rápidamente por los patios del templo. Cuando se preguntó su opinión a los doctores, todos respondieron en los mismos términos:
—Ha hecho bien en ceder su lugar: no existe semejante texto en las Escrituras, bendito sea el nombre del Señor.
Joaquín entregó su ofrenda con las palabras usuales, y el tesorero le dio la bendición; pero más tarde le pareció que los ancianos evitaban su compañía como si él atrajera la mala suerte. Estaba a punto de retornar a su casa con el corazón triste cuando una servidora del templo lo saludó y dijo en voz baja:
—Habla una profetisa. No vuelvas a Cocheba, benefactor; pasa la noche aquí orando. A la mañana sal al desierto hacia Edom. Lleva sólo un criado y durante el viaje humillate ante el Señor en cada lugar sagrado, come sólo frijoles, bebe agua pura, abstente de ungüentos, mujeres y perfumes, y sigue hacia el sur hasta que recibas un signo del Señor. El último día de la Fiesta de los Tabernáculos, cuarenta días después del comienzo de tu viaje debes estar de vuelta aquí, en Jerusalén. Es probable que el Señor haya oído tu plegaria y te muestre su piedad.
—¿Quién es la profetisa? Creía que su raza estaba extinguida en Jerusalén.
—Una viuda anciana y devota, hija de Asher, que ruega y ayuna por el consuelo de Israel.
Joaquín envió a sus criados a su hogar, a todos menos uno, y pasó la noche de rodillas en el templo. Al alba salió hacia el desierto llevando sólo un criado; no tenía otro alimento que un saco de frijoles ni otra bebida que un odre de agua pura. A la mañana del quinto día, al atravesar la frontera de Edom se vio en la compañía de rechabitas o kenitas, una tribu cananea que habitaba en tiendas y con quien los judíos estaban aliados desde los días de Moisés. Saludó cortésmente y se disponía a pasar cuando el caudillo de la tribu lo detuvo.
—No encontrarás agua antes de la caída de la noche, señor —dijo—, a menos que cabalgues bajo el calor del día, lo que sería cruel para tus animales. Y esta noche empieza el Sabbath, en que viajar está contra la ley. Sé el huésped de los hijos de Rahab hasta que concluya el Sabbath.
Joaquín asintió y los rechabitas, que pertenecían a la corporación de herreros, levantaron sus tiendas en un valle donde había una pequeña corriente de agua. Cuando el caudillo vio el rostro del huésped, cubierto hasta entonces para evitar el calor y el polvo, exclamó:
—Ah, qué feliz encuentro. ¿No eres tú Joaquín de Cocheba, a cuyos sembrados de grano acudimos todos los años en invierno con nuestras liras para entonar alabanzas al Señor? Nuestros jóvenes retozan en tus ricas tierras aradas y elevan plegarias para que el grano brote con fuerza y dé pesadas espigas.
Joaquín respondió:
—¿Y no eres tú Kenah, caudillo de los hijos de Rahab? ¡Qué feliz encuentro! Tus artesanos reparan las hoces, azadas, calderos y teteras de mis campesinos, y su trabajo es excelente. Pero la invitación anual para que llevéis a cabo vuestros ritos rústicos procede de mi mayordomo y no de mi; él es cananeo, yo soy israelita.
Kenah rió.
—Como nosotros los cananeos poseemos los títulos más antiguos sobre las tierras, es razonable que sepamos mejor qué ritos complacen a la deidad local. Sin duda no te quejas de tu cosecha, ¿verdad?
—El Señor ha sido muy generoso conmigo —dijo Joaquín—, y si vuestra intercesión ha tenido algo que ver con esto, yo sería un ingrato si no lo reconociera. Pero ¿cómo puedo saber si estoy en deuda con vosotros o no?
—Tu mayordomo nos ha recompensado en abundancia con sacos de grano de tus silos, y aunque no tengas conciencia de tu deuda con nosotros, nos sentimos bien dispuestos hacia ti. Por eso te diré, nobilísimo Joaquín, que hace tres noches soñé con tu llegada. Soñé que regalabas a mi pueblo el pozo de la Quijada, cerca de Cushan, el mismo pozo que te disputaba tu vecino Rubén: nos lo dabas en posesión perpetua. Y en mi sueño decías que era un don merecido, porque tu corazón bailaba de alegría, y que nos habrías dado siete pozos si los hubieras tenido, con todas las ovejas que en ellos abrevaran.
Joaquín no se sintió complacido. Respondió:
—Algunos sueños vienen de Dios, noble Kenah, y otros del enemigo de Dios. ¿Cómo puedo saber si debo confiar en tu sueño?
—Esperando pacientemente.
—¿Cuántos días debo ser paciente?
—Aún faltan treinta y cinco de la cifra señalada, según mi sueño.
Evidentemente, pensó Joaquín, ése era el signo prometido. Porque ¿de qué otro modo, sino mediante un sueño, podía conocer Kenah el viaje de cuarenta días previsto por la profetisa?
Esa noche, en la negra tienda de pelos de cabra, Joaquín no tuvo necesidad de excusarse por no beber vino, porque los rechabitas tienen prohibido poseer viñedos y consumir cualquier parte de la uva —el zumo, la semilla o la piel— excepto una vez por año, en su festival de cinco días, en el que además rapan sus cabezas. Pero cuando se negó a aceptar el tierno cordero preparado para él y las pequeñas tortas de miel enriquecidas con cuajada y pistacho, Kenah le preguntó:
—Ay, noble Joaquín, ¿estás enfermo? ¿O estás acostumbrado a manjares más sutiles? ¿O te hemos ofendido involuntariamente de algún modo?
—No; he hecho una promesa. Dadme judías y comeré con apetito.
Una criada se las sirvió. Durante la sosegada sobremesa, un joven, el hijo de la hermana de Kenah, cogió la lira y empezó a cantar. Su canción profetizaba que Ana, la esposa de un Heredero de David, concebiría pronto y pariría un hijo que habría de ser famoso por muy largo tiempo. Ana sería como Sara, la de rostro plateado, que había sido estéril muchos años y había reído al escuchar al ángel mientras aseguraba al padre Abraham que ella le daría un hijo. Y sería también como Raquel, la de rizos tenaces, que también había sido inicialmente estéril y fue luego madre de los patriarcas José y Benjamín y, a través de ellos, antepasada de incontables millares del pueblo israelita del Señor Dios.
El espíritu de la lira conmovió al cantante; parecía henchirse ante sus ojos cuando, con voz mudada, habló de cierto vigoroso cazador, un rey velludo y pelirrojo a quien seguían al combate trescientos sesenta y cinco hombres valientes. En su carro tirado por asnos iba hasta el borde mismo de los días perdidos y expulsaba a los gigantes usurpadores del encantador valle de Hebrón y de los robledos de Mamre, favoritos de Rahab. Sus vestiduras estaban manchadas de rojo por el vino y había a su lado panteras atadas de dulce aliento. Llevaba en los pies sandalias de piel de delfín; una vara de pino en la mano y una piel de león sobre los hombros. Se llamaba Nemrod. Y otro de sus nombres era Jerahmeel, y era amado por la luna.
Luego el kenita repitió varías veces:
—Gloria, gloria, gloria al país de Edom, porque el velludo volverá a romper el yugo al que lo ha sujetado su pulido hermano, el usurpador.
Dejó de cantar, pero siguió tocando meditativamente las cuerdas. Joaquín preguntó:
—Ese Nemrod que celebras, ¿es el mismo de que hablan las Escrituras?
—Sólo canto lo que la lira pone en mi boca. —Y volvió a profetizar—: Nemrod volverá. Se elevará con sus ocho alas de grifo, su furia hará echar humo a las montañas… Nemrod a quien las tres reinas han conocido… Gritad ¡ah! por Nemrod que se llama Jerahmeel, y ¡ah! por las tres reinas que tienen cada una tres veces cuarenta doncellas de honor. La primera reina lo alumbró y lo educó; la segunda lo amó y lo mató; la tercera lo ungió y lo llevó a descansar a la Casa de las Espirales. En su arca llevó su alma a través del agua hasta la primera reina. Cinco días navegó en el arca de madera de acacia, a cinco días del país de los no nacidos. Cinco días de navegación había hasta la ciudad del nacimiento; cinco bestias del mar llevaron el arca hacia el sonido de la música. Allí lo parió la reina y lo llamó Jerahmeel, amado por la luna.
Cantaba una parábola del sol, que gira en su año sagrado atravesando tres estaciones egipcias de ciento veinte días cada una. En mitad del verano arde con pasión destructora, y en mitad del invierno, debilitado por el tiempo, llega a los cinco días restantes, atraviesa el hueco e inicia un nuevo giro convirtiéndose en un niño, en su propio hijo Jerahmeel. Jerahmeel y Nemrod eran títulos de Kozi, el velludo y pelirrojo dios sol de los edomitas, pero un dios luna israelita de cara glabra usurpaba su gloria desde hacía mucho. Justificaba esa usurpación el mito de Jacob y Esaú; también estaba claramente establecida en el calendario de los judíos, cuyo año gira ahora con la luna y no con el sol como en los tiempos antiguos.
Joaquín dijo:
—El niño nacido de Ana, ¿será varón o hembra? Profetiza nuevamente.
El kenita, radiante aún por el espíritu de la lira, respondió:
—¿Quién puede saber cuál fue creado primero, el sol o la luna? Pero si es el sol que se llame con el nombre del sol, Jerahmeel; y si es la luna que se llame con el nombre de la luna, Miriam.
—¿Se llama la luna Miriam entre vosotros?
—La luna tiene muchos nombres para nuestros poetas. Es Lilith y Eva y Astarté y Rahab y Tamar y Lea y Raquel y Michal y Anatha; pero es Miriam cuando su estrella se eleva enamorada del mar salado por la noche.
Joaquín tuvo una duda. Preguntó:
—La lira que tienes en la mano está hecha con los limpios cuernos del óryx; pero ¿cómo son las cuerdas y las clavijas que las sostienen? ¿Hasta dónde se puede confiar en tu profecía?
—Mi lira de cuernos de óryx ha sido construida por el artesano baldado. Las cuerdas están aseguradas con los dientes triangulares del tejón de las rocas y están hechas con tripas torcidas de gato montés; vosotros consideráis impuras a las dos bestias. Pero las cuerdas y clavijas de esta lira proceden de la época en que Miriam la tocaba, antes de que se establecieran las leyes levíticas. Era pura entonces, y lo es ahora en manos de los hijos de Rahab.
Joaquín no preguntó más y, cuando el joven dejó la lira a un lado, exclamó:
—Sé testigo, poeta, de que si el Señor bendice el vientre de mi esposa (porque soy un Heredero de David y ella se llama Ana), y si concibe un hijo, daré libremente a tu clan el pozo de la Quijada, de acuerdo con el sueño de tu tío Kenah, y tantas ovejas como años sumados hemos vivido mi esposa y yo, que ahora son noventa. Consagraré al niño a nuestro Dios como guardián del templo, sea Jerahmeel o Miriam, y también de esto serás testigo.
Se elevaron gritos de asombro y aclamación. Kenah regaló al joven una aljaba adornada de joyas.
—A todos nos has traído júbilo con tu dulce canción —dijo.
Luego Kenah tomó la lira. Tocó y cantó el Lamento por Tubal Cain.
—Todos somos de Tubal, ¡ay de Tubal Cain! Era herrero y carpintero; dorador y lapidario, orfebre y platero. Él ordenó el calendario y codificó las leyes. ¡Ay de Tubal el poderoso de cuyos hijos sólo quedan restos! Mal nos ha ido desde los días en que el velludo sol macho se puso detrás de las colinas y una luna glabra y masculina se elevó sin él. Sin embargo, todavía honramos a la madre Rahab con el rojo, el púrpura y el blanco; no todo está perdido ni somos, como parece, un pueblo condenado. ¿No pertenece Caleb a Tubal? En la forma de un perro cuidaba las ovejas de su tío Jabal; en la forma de un perro descubrió el pez púrpura para su tío Jubal. Caleb es la perfección de Tubal. Reinó, cesó, reinó de nuevo y volverá a reinar. Cuando llegue la hora, cuando la Virgen de la Luna conciba, cuando el Sol Niño sea engendrado nuevamente en Caleb, cuando Jerahmeel vista las rojas telas de Bozra y todos los hombres valientes de Edom griten juntos de júbilo, seremos nuevamente un gran pueblo, como en los tiempos antiguos.
Las extáticas palabras de Kenah estaban tan alejadas de las Escrituras judías que Joaquín cerró piadosamente sus oídos; sin embargo asintió por cortesía. Acompañó a los kenitas en su lenta deriva hacia el norte hasta que casi se cumplieron los cuarenta días señalados; luego se separó amistosamente de ellos y regresó de prisa y lleno de esperanzas a Jerusalén.