XXI
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EL SABIO Y POETA

No se deberían leer sin cuidadosas reservas críticas los Hechos y Dichos de Jesús, originariamente escritos en arameo, pero que circulan en traducción griega en las iglesias gentiles. Existen algunas variantes. La edición es con frecuencia ignorante, en ocasiones deshonesta y a veces fraudulenta; sin embargo constituye un manual apto a la vez para atraer conversos y para desarmar los recelos de las autoridades civiles para quienes crestiano es meramente otra forma de decir judío. Como sólo es el esqueleto de la historia completa de Jesús, se suele complementar con una tradición oral secreta que se comunica etapa tras etapa a los iniciados, a medida que se los considera dignos de la revelación.

Fue de modo casual que me convertí en una autoridad en materia de crestiandad. Un obispo ebionita, viejo y enfermo, que se refugió en mi casa de Alejandría durante las persecuciones se ofreció a hacerme depositario de la que, según él sostenía, era la única tradición crestiana pura.

—¿Por qué quieres honrarme con tu confianza? —pregunté—. Yo no soy crestiano.

—Porque, aunque no eres crestiano, has demostrado caridad crestiana; porque has estudiado la ley y los profetas más atentamente que muchos judíos; y porque hoy, como el profeta Elías, puedo quejarme justamente a nuestro Dios: «Sólo yo he quedado, y tratan de tomar también mi vida».

—¿Qué entiendes por caridad crestiana?

—Corres el riesgo de una denuncia y no buscas recompensa.

—Ojalá sea digno de tu confianza —dije al pobre hombre.

Sin embargo, podía ver que le inspiraba terribles escrúpulos de conciencia revelarme la tradición secreta, y que jamás lo habría hecho si no hubiese temido que de otro modo se perdiera para siempre. Exclamó amargamente:

—Los traidores de Roma y Siria profanan la sagrada verdad y convierten en un monstruo a aquél cuya memoria venero por encima de todo y a quien desearía que todo el mundo honrara del mismo modo.

Yo no pude estar de acuerdo con esta condena a los crestianos gentiles en bloque, y las investigaciones que he realizado desde entonces demuestran que los actuales miembros de la Iglesia no pueden ser justicieramente tildados de traidores, puesto que no tienen conciencia de la inseguridad del basamento histórico de su doctrina. Además, han demostrado notable firmeza ante la persecución imperial; y si se tiene en cuenta que muchos de ellos provienen de la hez de la sociedad —aquí en Alejandría pocos serían aceptados para su iniciación en los misterios griegos, y no todos obtendrían la admisión en un ordinario club de bebedores—, es asombrosa la reputación de honestidad y decencia que han logrado. Sin embargo, es evidente que no se pueden comprender adecuadamente las tendencias, la finalidad y el alcance de la prédica de Jesús si no es a la luz de la autoridad en virtud de la cual predicaba; y es evidente también que los fundadores de las iglesias gentiles han interpretado de modo tan curiosamente erróneo su misión que lo han convertido en la figura central de un nuevo culto que, si él viviera, sólo podría mirar con asco y horror. Lo presentan como un judío de origen dudoso, un renegado que abrogó la ley mosaica y que, uniendo su suerte a los gnósticos griegos, pretendía una especie de divinidad apoloniana; y todo esto sobre fundamentos que deben aceptarse con fe ciega, lo cual se debe, supongo, a que ninguna persona razonable podría aceptarlos de otro modo. Pero, como ya se ha demostrado, Jesús no sólo pertenecía a la realeza sino que además era tan escrupuloso en su observancia de la ley mosaica como el que más, y pasó toda su vida intentando persuadir a su pueblo de que jamás había existido, existía ni podría existir otro dios verdadero que el Dios de Israel. Incluso rechazó en una oportunidad el título de «buen maestro» con que lo saludó un extranjero cortés, aduciendo que sólo Dios es bueno.

Como un rey sagrado, y el último gobernante legítimo de una dinastía inmensamente antigua, su intención confesa era cumplir todas las viejas profecías que a él se referían y llevar la historia de su casa a una conclusión real e inevitable. Se proponía, mediante un inmenso ejercicio de poder y de confianza perfecta en Dios Padre, anular la jactanciosa tradición de la pompa real iniciada por el rey Salomón en Jerusalén y que se funda en los ejércitos, las batallas, los impuestos, las ventajas mercantiles, los casamientos con princesas extranjeras, el lujo de la corte y la opresión del pueblo; y al mismo tiempo romper el lamentable ciclo de nacimiento, procreación, muerte y renacimiento en que tanto él como sus súbditos estaban implicados desde los días de Adán. No le bastaba con renunciar al poder temporal. Su decidida esperanza era derrotar a la muerte misma, soportando con su pueblo los así llamados dolores de parto del Mesías, los acontecimientos cataclísmicos que eran el esperado preludio al advenimiento del reino de Dios; su justificación de esa esperanza estaba en la profecía del capítulo veinticinco de Isaías: «Destruirá a la muerte para siempre». En el reino, que sería milagrosamente fértil y perfectamente pacífico, serían sus súbditos todos los israelitas que reconocieran su triple capacidad de rey, profeta y dispensador de salud: vivirían no menos de mil años bajo su benigno gobierno, totalmente libres de error, deseo, enfermedad o temor a la muerte.

El reino, según parece, debía consistir en diversos estamentos integrados por iniciados de diverso grado. Él sería el soberano predestinado, responsable personalmente ante Dios Padre y con autoridad directa sobre la tribu de Judá. Debajo de él habría doce gobernantes —los doce pilares de su gilgal— con autoridad sobre una de las doce tribus restantes. Eran éstos los seis discípulos ya mencionados —Judas, Pedro, Jaime, Juan, Andrés, Tomás— y seis más que eligió en el Jardín de Galilea después de su visita a Nazaret: Felipe, Bartolomé, Simón de Caná, Jaime el Menor, Mateo y Tadeo. Estos doce, junto a sus tres discípulos ocultos —Nicanor el Esenio; Nicodemon hijo de Gorion, miembro del sanhedrín; y su propio medio hermano Jaime el Ebionita— formarían su consejo reservado, dividido en tres grupos de cinco miembros: los dispensadores de leyes, de profecías y de salud. Jesús designó médicos a Juan, Pedro, Jaime, Andrés y Tomás; profetas, a Judas, Felipe, Bartolomé, Simón de Caná y Jaime el Menor; de las leyes se ocuparían Mateo, Tadeo, Nicanor, Nicodemon y Jaime el Ebionita. Todos eran israelitas, y dispondrían de la ayuda de un gran consejo de setenta y dos miembros, también israelitas. A este cuerpo central de gobierno espiritual obedecerían cinco sínodos de distrito, representantes de las sinagogas.

Las mujeres no participarían en el gobierno, pero serían honorables ciudadanas del reino y podrían formar coros sagrados, como entre los terapéuticos esenios de Egipto, e incluso profetizar pues, según la tradición farisea, «No ha de estar el hombre sin la mujer, ni la mujer sin el hombre, ni ambos sin la gloria del Señor». Las demás naciones recibirían el estado de aliados o súbditos aliados en un imperio mundial dominado por el reino de Israel; pero la función de los israelitas no sería la de arrogantes amos del resto sino la de ejemplo moral del mundo, y por lo tanto estarían sujetos a la más estricta observación de la ley. Los aliados estarían regidos por una ley moral general y deberían reconocer la suprema soberanía de Dios. No se harían, en un primer momento, iguales demandas de santidad a aquellos cuyo vínculo con los israelitas era sólo la descendencia común de Noé —los armenios, los chipriotas, los jonios, los asirios y los cimerios de Bretaña del Norte— y a aquellos que descendían de Abraham, como los árabes, los edomitas y los dorios. Pero antes de que terminaran los mil años, incluso los salvajes moros y los caníbales fineses adoptarían la circuncisión y la ley y se convertirían en verdaderos hijos de la luz.

Muchos hombres a quienes Jesús llamó como discípulos se excusaron por uno u otro motivo. A uno que le dijo: «Volveré cuando muera mi padre», le respondió: «Que los muertos entierren a sus muertos, como en la fábula egipcia».

—¡Todavía no, todavía no!

Estaba convencido de que el reino de Dios estaba próximo, aunque sólo Dios mismo conocía la hora y el día; y también de que muchedumbres, entre aquéllos a quienes predicaba, sobrevivirían a los pavorosos acontecimientos que precederían al reino, y por lo tanto jamás sufrirían la muerte. Al acabar el milenio, el mundo físico llegaría a su fin, y le sucederían la resurrección general y el juicio final; luego el reino de Dios se fundiría con el reino del cielo en una existencia puramente espiritual en la que las almas de los hombres justos serían elementos radiantes de la gloria de Dios. Con esa firme creencia se abocó al refinamiento de la fe y la práctica religiosas, escogiendo los mejores elementos doctrinales de las distintas sectas judías —los saduceos, los esenios, los fanáticos, los Anavim— y cotejándolos con el generoso, aunque prolijo, sistema farisaico. Recorrería de extremo a extremo la tierra santa, como un pastor que rodea su rebaño disperso, visitando incluso Samaria, donde los campesinos pertenecían a la vieja estirpe israelita, aunque el clero y la aristocracia eran extranjeros que habían abrazado el judaísmo inicialmente por conveniencia.

En una versión de los Hechos y Dichos de Jesús que circula habitualmente en la Iglesia Romana, se presenta como ocurrido en Jerusalén un incidente de la audaz visita de Jesús a los samaritanos ¡Y qué torpe es la falsificación! Se dice que Jesús salvó la vida de una mujer a quien los fariseos estaban a punto de lapidar por adúltera con la sencilla astucia de decir: «Que arroje la primera piedra el que esté libre de pecado». Sólo que durante los últimos cien años la ley que imponía la lapidación de las adúlteras judías había sido letra muerta. La mujer debía ser llevada a Jerusalén para su juicio, aunque hubiese sido sorprendida en cualquier otra parte. Sólo debía alegar ignorancia de la ley ante la suprema corte farisea para quedar en libertad, aunque podía ser repudiada y advertida, en presencia de dos testigos, de que no debía volver a encontrarse con su amante. Ni siquiera perdía los derechos adquiridos por el contrato de matrimonio. Si no había pruebas del adulterio, sino apenas sospechas, se le daba a beber «agua amarga»; si moría, su culpabilidad quedaba demostrada. Pero como el agua amarga era meramente un fuerte purgante, invariablemente se demostraba su inocencia. Únicamente en Samaria se imponía con la furia primitiva la pena contra las adúlteras y sus cómplices.

En el mismo libro se observa otro absurdo. Según la versión aramea original, Jesús, durante una discusión con un saduceo, narra la historia del samaritano que va de Jerusalén a Jericó y es asaltado, herido y despojado por los bandidos en el camino. Pasan luego por allí un sacerdote y un levita, pero es un sencillo israelita amante de Dios quien lo recoge, cura sus heridas, lo sube a su propio asno, y lo lleva hasta una posada donde lo atenderán. La moraleja de esta historia es que la gente común de Israel —la gente común educada en las sinagogas fariseas— tiene mayor sentido religioso que los sacerdotes del templo, y que cuando se establezca el reino de Dios habrá en él muy pocos de los jefes religiosos actuales: «Los primeros serán los últimos; los últimos serán los primeros». En efecto, los saduceos habían impedido durante siglos la entrada de los samaritanos a los patios interiores del templo, porque los consideraban impuros, y esto explicaba la repugnancia del sacerdote y el levita a ayudar al herido. Jesús, aunque consciente de los defectos de los samaritanos, declaraba que era preciso cerrar apresuradamente la brecha que había entre ellos y los judíos, y que se había ampliado gravemente con la profanación del patio de los sacerdotes veinte años antes; la única forma de cerrarla era mediante la generosidad. Pero en la versión romana el texto ha sido enmendado de modo que acentúa el rechazo de los crestianos gentiles a los fariseos y, en general a los judíos. Se presenta la historia como una discusión entre Jesús y un fariseo —aunque en la versión original no se menciona la nacionalidad de la víctima— y el israelita amante de Dios no es ya un israelita, sino un samaritano. ¡Otra nueva torpe falsificación! El relato enmendado no tiene sentido literario. Es como si se escribiera «cartaginés» en lugar de «ciudadano» en alguna historia moral que contara cómo se conducen los senadores, caballeros y ciudadanos durante alguna crisis social, porque sacerdote, levita e israelita son los tres estamentos judíos, así como los romanos son senador, caballero y ciudadano. Además, el contexto en que, según las dos versiones, Jesús narra esa parábola, es aquél donde se menciona el texto «Amarás a tu vecino como a ti mismo», y donde el saduceo replica: «¿Pero quién es mi vecino?». La respuesta obligada: «El hombre a quien el israelita demostró piedad» se convierte ilógicamente en la versión romana en: «El hombre que demostró piedad al israelita».

En una o dos ocasiones que se recuerdan Jesús censuró a determinados fariseos, pero nunca a la secta en su conjunto. Sus palabras se dirigían contra aquéllos que no alcanzaban sus elevadas pretensiones morales, o también contra los extranjeros que simulaban falsamente ser fariseos, en especial ciertos agentes romanos o herodianos que, aprovechando su método dialéctico de enseñanza, intentaban arrastrarlo a afirmaciones revolucionarias.

Jesús pertenecía directamente a la línea de los famosos maestros de ética, entre quienes Hillel el Fariseo era el más humano e ilustrado, y por esta razón se abstenía de confiar sus pensamientos al papel. Los fariseos comprendían bien la tiranía de la palabra escrita. En la época de Jesús, la ley de Moisés, creada originariamente para el gobierno de una nación semibárbara de pastores y granjeros, se asemejaba a un bisabuelo petulante que intenta gobernar un negocio familiar desde su lecho de enfermo junto a la chimenea, inconsciente de los cambios que han ocurrido en el mundo desde que dejó de andar; quizá no se ponga en tela de juicio su autoridad, pero sus órdenes, que ya no son adecuadas, deben interpretarse de otra manera para evitar que el negocio caiga en la bancarrota. Si el anciano dice, por ejemplo, «Es hora de que las mujeres vayan a moler el mijo en el mortero», esto se debe interpretar como: «Es hora de enviar los sacos de trigo al molino de agua».

Hillel y los demás fariseos insistían en el estricto cumplimiento de la ley en la medida en que aún era practicable e inofensiva para su ilustrado sentimiento de la merced divina. Pero sus apreciaciones acerca de la ley eran orales, y por tanto fáciles de descartar cuando el paso de los años demostraba que eran erróneas o inadecuadas. Recomendaban el diezmo del trigo y las frutas, pero también el de las hierbas del huerto; y al mismo tiempo aliviaban el rigor de la ley allí donde obedecer a la letra significaba deshonrar el espíritu. Por ejemplo, en el caso de la lapidación de adúlteros y adúlteras. El punto de vista de los fariseos era el siguiente: «O bien las mujeres son, en general, criaturas responsables, y deben tomar en la religión tanta parte como el hombre, o bien son irresponsables y sus actividades deben ser limitadas». Ocasionalmente ocurre que en pequeñas sinagogas rurales se eligen como funcionarias de la sinagoga mujeres educadas y piadosas, aunque en su mayoría las mujeres no demuestran aptitud para el aprendizaje de la religión ni reciben aliento para intentarlo. En el Deuteronomio se encuentra la ordenanza siguiente: «Enseñarás estas leyes a tus hijos varones». Y no se habla de las mujeres. Por lo tanto, no se debe considerar a una mujer no educada responsable por una transgresión de la castidad, puesto que el hombre que se ha acostado con ella probablemente conoce la ley mejor que ella. En verdad, Moisés suponía que las mujeres poseían suficiente conocimiento de la ley para que la falta de castidad se castigara con la muerte, y trazó sus normas en consecuencia; pero las mujeres eran más responsables en aquellos tiempos que ahora, porque el desierto ofrecía menos tentaciones que la ciudad o la aldea, y porque tenían el privilegio de oír las palabras mismas de Moisés. ¿Debemos entonces apedrear al adúltero, y dejar en libertad a la adúltera? No: esto sería manifiestamente injusto, porque pondría la vida del hombre débil a merced de una mujer astuta, y ni siquiera nuestro padre Adán estaba protegido contra la maliciosa sonrisa de la mujer. Entonces, entreguemos a ambos a su propio arrepentimiento y a la merced de Dios, porque Él creó a nuestra madre Eva y sólo Él comprende el corazón de la mujer adúltera. ¿No está escrito acaso: «La adúltera es así: come, limpia su boca y dice: "No he hecho mal"»?

Quizás el mejor ejemplo del ilustrado punto de vista de los fariseos se encuentra en su actitud acerca del Sabbath. Prohibían escrupulosamente el día del Sabbath que se realizara ningún trabajo que pudiera hacerse un día de la semana; sin embargo, un mandamiento, atribuido a Moisés, de amar al prójimo como a si mismo, parecía invalidado por el temor de infringir el Sabhath si, por ejemplo, la casa del vecino se derrumbaba y él gritaba desde debajo de las ruinas. Entonces, era preciso hacer lo necesario, fuera Sabbath o no. Una falta semejante había salvado la vida misma de Hillel: en su juventud fue encontrado, congelado en un metro de nieve fuera de la ventana de una sala de conferencias de la academia, donde escuchaba un debate, porque no podía pagar al portero las pocas monedas de cobre de la entrada. Los doctores de la ley se esforzaron para devolverlo a la vida la mañana de ese Sabbath, diciendo: «Por este hombre vale la pena faltar al Sabbath». Jesús era también un escrupuloso seguidor de la ley; pero se recuerda que una vez vio a un hombre que infringía el Sabbath para prestar algún pequeño servicio a su vecino y le dijo: «Si no sabes lo que estás haciendo, mereces una reprimenda del presidente de tu sinagoga; si lo sabes, mereces su alabanza».

Jesús no era sólo un rey y un maestro de ética: era también un profeta, un médico y un hacedor de milagros, como Elías, Elisha, Jeremías, Ezequiel, Daniel, Osías, Amós, Zacarías, Zefanías, Miqueas, Enoc y los demás. Durante su recorrido de Galilea llevaba su báculo de pastor y la «burda vestidura» de los pastores, o manto de lana tejida, como hacían los antiguos profetas, y como pidió luego a sus discípulos que hicieran. Muchas de sus expresiones proféticas han sido capciosamente interpretadas por los crestianos gentiles. El profeta, como la palabra implica, se consideraba la voz de Jehová; lo que decía en estado profético no era su palabra sino la de Jehová. Tales expresiones seguían siempre a un comienzo obligado: «Así habló el Señor», o «La palabra del Señor vino a mí, diciendo»; y para conservar la santidad de su boca estaba obligado a abstenerse de vino —fuente de falsas profecías— excepto en el caso de una boda real. Cuando Jesús dijo «soy la resurrección y la vida» o «soy el camino, la verdad y la vida», debe entenderse que hablaba en nombre de Jehová, restaurando al texto esas palabras previas. Cualquier otra interpretación sería históricamente impensable. Su prefacio habitual era la palabra hebrea Amen, repetida dos veces; significaba literalmente «Él era firme» y la empleaba en el sentido de «Jehová ha declarado firmemente». Los crestianos gentiles, que desean hacer de Jesús un Dios, traducen ese fastidioso Amen tan sólo como «En verdad» y con frecuencia lo omiten completamente. También le atribuyen varias expresiones bien conocidas de Hillel, Shammai, Simeón el Justo y otros célebres moralistas judíos, con la simple artimaña de suprimir las palabras en que él, con toda modestia, lo reconoce, como por ejemplo: «¿No sabéis lo que Antígono de Soko escuchó de labios de Simeón el justo? Porque Simeón solía decir: No seáis como esclavos que sirven a su amo esperando recompensa, sino como esclavos que sirven sin esperanza de recompensa, y que el temor del cielo sea con vosotros». O bien: «¿Habéis oído lo que dijo el sabio Hillel —bendita sea su memoria— al hombre burlón que pedía que le enseñaran toda la ley mientras estaba parado sobre un solo pie? "No hagas a tu vecino lo que no desees que te hagan a ti". Ésta es toda la ley; el resto es apariencia. La contrapartida de este juicio se encuentra en la Carta de Aristeas: "Haz a los otros lo que deseas que te hagan a ti"».

Como un rey cortés, adaptaba su discurso a cada clase de súbditos. A los profetas, como Juan el Bautista, les hablaba como un poeta; con los doctores de la ley empleaba su propio lenguaje culto; era más familiar con los mercaderes, y cantaba canciones o narraba fábulas a la masa del pueblo, que no era suficientemente sutil para comprender poemas profundos o complejas teorías religiosas.

Algunas de sus canciones sobreviven. En su mayoría contienen sencillas advertencias a los hombres o mujeres, para que no permitan que la ambición social o las preocupaciones rutinarias de la vida cotidiana aparten sus mentes de la contemplación del reino de Dios. Por ejemplo:

Mirad los cuervos

que no aran ni cosechan,

ni construyen silos

para guardar sus reservas;

Dios los cuida

como el pastor a sus ovejas.

Mirad los lirios del campo

que no hilan ni cosen;

la hermana de Salomón

con su gloria interior,

nunca tuvo hermosura

comparable en sus vestidos.

En la traducción en prosa ofrecida por esos Hechos y Dichos de Jesús dice «Salomón» y no «la hermana de Salomón»; supongo que esto se debe a que la reina de Saba admiraba la magnificencia de Salomón; pero esta enmienda estropea el equilibrio poético entre los cuervos como hombres y las flores como mujeres. También oculta la referencia al salmo de la coronación: «La hija del rey es pura gloria interior», porque aquí el rey es David, el padre de Salomón, y su hija es la «hermana y esposa» de Salomón, la Sunamita del Cantar. Esa versión omite irresponsablemente las dos estrofas explicativas de la canción:

Dios recuerda a los cuervos

que aliviaron la angustia

de Elías el Tishbita

en el desierto,

aunque los gobernantes de Israel

le negaron alimento.

Dios recuerda los lirios del campo

que íntegra enrojecieron la pradera

cuando la sangre pura de Abel

fue derramada por la espada de Caín.

Cada primavera lo saludan,

renovando a su Señor.

Es posible que la extraña recomendación de los impuros cuervos formulada por Jesús esconda una referencia a la bien conocida enemistad existente entre el cuervo y el búho; como decimos en griego, «La voz del búho es una cosa, y otra la voz del cuervo». Porque el cuervo era el ave de Elías el poeta y médico; y aunque impura, se consideraba de buen augurio, en tanto que el búho era el ave de Lilith, la primera Eva, a quien Jesús estaba decidido a destruir.

Y todavía más simple que esa canción de cuervos y lirios es esta otra que comienza:

No suspires, no te quejes,

yo aliviad tus temores:

porque benditos son los pobres.

De ellos es el reino de Dios.

Benditos los misericordiosos;

Él es misericordioso.

Benditos los puros;

verán su rostro.

Benditos los mansos,

su alfombra los aguarda.

Benditos los hambrientos;

serán alimentados.

Y otra que se refiere a la piedad divina:

Pedid, se os dará.

Buscad; encontraréis.

Golpead, la puerta se abrirá.

dulce es el corazón de Dios.

La canción Si tu ojo derecho te ofende recomienda la mansa aceptación de la opresión externa combinada con la orgullosa resistencia a la opresión interna. Y Juzga al árbol expone una norma de juicio moral:

Juzga al árbol por su fruto,

no lo juzgues por la hoja…

Jesús ponía algunas de sus fábulas en la forma aproximada de una balada, como la que se refiere al rico y al mendigo y a sus andanzas en el otro mundo, y aquélla que comienza:

El granjero sale a sembrar con pesado andar;

lleva colgada la bolsa de cuero con la semilla.

Mirad cómo va a lo largo de los alegres surcos

esparciendo la buena semilla ampliamente y a lo lejos.

Se dice que compuso también poemas dignos de comparación con los de Isaías y Ezequiel; pero ninguno de éstos ha sobrevivido.

A veces imprimía en la mente de sus discípulos un juicio moral mediante el desempeño de un acto simbólico, como por ejemplo en Caná, cuando asistió a la boda de su sobrino Palti. Ya muy tarde, el vino se acabó y no era posible conseguir más. El maestro de ceremonias, avergonzado y consternado, le pidió consejo. Jesús ordenó a los criados que volvieran a llenar las jarras de vino con el agua lustral que todo judío piadoso usa para lavar sus manos antes y después de las comidas, y que la escanciaran con la misma ceremonia que si fuera vino. Ellos vacilaron hasta que su madre, que era la mujer de mayor edad, insistió en que lo hicieran. Él mismo aceptó el primer vaso de agua, alabó su color y su delicioso aroma y lo probó como un connoisseur.

—Adán bebió un vino semejante en el Edén —dijo.

El maestro de ceremonias siguió su ejemplo y juró que nunca había bebido mejor vino. Esto significaba que había aprobado el mensaje de Jesús: «La limpieza, es decir, la santidad ante el Señor, es mejor que beber en exceso. Porque Adán, en los días de su inocencia, conoció júbilos más puros que su descendiente Noé, el inventor del vino; el vino es bueno, pero su exceso llevó a Noé a la desvergüenza, y a su hijo Cam al pecado y a la esclavitud». Sin embargo, según mi informante ebionita, Jesús quería decir aún más que esto: quería decir que Adán y Eva, en los días de la inocencia, se abstenían también del amor carnal —cuyo emblema en el Cantar es el vino— y que, cuando sucumbieron a él, después de la caída, el fruto de su unión fue Caín, el primer asesino, que trajo la muerte al mundo. Sólo mediante el retorno a ese amor entre el hombre y la mujer que desterraba el peligroso goce de la carne podía la humanidad regresar al Edén.

Jesús y el maestro de ceremonias representaron sus papeles con tal gravedad y verosimilitud que convencieron a unos pocos huéspedes ebrios de que, en realidad, estaban bebiendo vino; a partir de esto, los crestianos gentiles, que no se abstienen del vino ni del matrimonio, ¡le atribuyen un vulgar e insensato milagro semejante a los que realizan los juglares sirios en las ferias! Y también han hecho un milagro parecido con otro de sus actos simbólicos: la pretendida distribución de alimento a una gran cantidad de sus seguidores con sólo cinco panes.

Jesús hizo esto una tarde, en la ribera del lago de Galilea, después de refugiarse en una barca de una muchedumbre estimada en unas cinco mil personas, que había echado a correr en pos de él cerca de Tariqueas. Navegó lentamente en la barca durante varias millas a lo largo de la costa sudeste, hasta que todos regresaron a la ciudad, cansados y hambrientos, con excepción de unos mil. Desembarcó entonces, persuadido de que los restantes no eran espectadores ociosos sino sinceros buscadores de la verdad.

—De cinco mil, cuatro mil se han ido y mil se han quedado. ¿Qué haremos con ellos?

Pedro dijo:

—Señor, los cuatro mil han regresado a comer pan; que los demás hagan lo mismo.

—No. Les daré de comer, porque se ha dicho: «Que tu mano derecha rechace, pero la izquierda invite».

—Doscientas dracmas no comprarían suficiente pan para ellos aun si brotara súbitamente en este lugar desierto la tienda de un panadero.

—Yo les daré pan viviente.

El resto se narra en los Hechos y Dichos de Jesús, pero el significado original de lo ocurrido parece haberse perdido, porque la descripción es vaga y confusa.

Jesús se sentó en una roca y ordenó a la gente que se sentara sobre la hierba.

—Cinco panes bastarán —dijo— para seis compañías integras. Luego yo alimentaré a los demás.

—¿Quién, entre vosotros, tiene panes? —gritó fuertemente Pedro.

Un muchacho se adelantó: tenía cinco panes en un bolso y unos pocos pescados asados en otro.

Jesús dio instrucciones a sus discípulos:

—Como oficiales encargados de las comidas, tomaréis un cesto cada uno. Distribuiréis las raciones. Numerad seis compañías de hombres y mujeres; que se sienten en círculo a mi alrededor, dejando un espacio en el extremo sur. Pero antes, que todos se laven las manos en el lago.

Cuando esto se cumplió, empezó a predicar acerca del pan viviente, la palabra de Dios, y de lo bueno que es alimentarse con él día tras día, todo el año. También recordó que Elías, el profeta, había satisfecho el hambre de cien hombres con sólo veinte panes, después de afirmar: «Así ha dicho el Señor: todos comerán pan y quedarán sobras de pan». Porque los panes de Elías no eran panes comunes, sino que estaban horneados con la primera harina de las primeras espigas aventadas en Beth Shalishah, y con grano consagrado a Dios con agradecimiento; eran un pan viviente que contenía el espíritu de la cosecha, pan de la casa del pan.

—Traedme los cinco panes para santificarlos.

Le llevaron los panes. Jesús los santificó con la fórmula que empleaban los sacerdotes para consagrar los primeros frutos, y luego los partió en trozos que distribuyó por igual entre los cestos.

—Oficiales encargados de las comidas —dijo—, a vuestros puestos, cada uno a la derecha de media compañía.

Los discípulos obedecieron.

—¡A cada uno un pan!

Luego, a partir del espacio libre, se movió en la dirección del sol alrededor del círculo, tomando por turno el cesto de cada discípulo, entregando a cada persona un pan fantasma, y devolviendo el cesto cuando terminaba.

—¡Comed de buena gana! —exclamó Jesús—. Jamás se ha horneado un pan más sabroso ni fortalecedor —dio el ejemplo partiendo un trozo fantasma y masticando con deleite.

Alegre o gravemente, todos siguieron su ejemplo.

Luego regresó al espacio abierto, se detuvo y llamó a sus discípulos. Ellos corrieron hacia él. Dijo:

—Aquí queda pan. Volcadlo sobre la hierba.

Así lo hicieron, y él dijo:

—Mirad: hay suficiente para hacer cinco panes enteros. Que otros cinco hombres llenen el hueco.

Se llamó a otros cinco hombres y cada uno recibió su pan fantasma. Después santificó el pescado asado y lo repartió entre ellos, como si hubiera un pescado para cada uno.

—Se han ido cuatro mil; mil se han quedado. Quien tenga ojos para ver, que vea.

Después de decir esto, indicó a cada hombre del círculo que cediera su lugar a alguien que aún no hubiera comido. Cuando se volvió a formar el círculo, predicó nuevamente acerca del pan viviente. Contó que José, previendo siete años de hambre, construyó grandes graneros en Egipto, que llenó cada año de abundancia en previsión de un año de hambre. Y agregó:

—Jacob, el padre de José, y sus once hijos, fueron a Egipto en busca de comida; José indicó a sus hermanos y a sus hijos que se ocuparan del pan del pueblo, trabajando cada uno una semana por turno, y tomando el grano por turno de uno de los siete graneros —luego dividió el montoncillo de trozos de pan en siete, y los puso en siete cestos—. Aquí están los graneros —dijo, dando a cada uno de sus doce discípulos el nombre de un patriarca, y como se necesitaba una persona más para que representara a Benjamín, llamó al muchacho a quien pertenecían los panes y los peces.

Entonces comenzó la segunda distribución. Cada supuesto patriarca se adelantaba y distribuía pan a siete personas, a cada una un pan de un cesto distinto. Pedro, desempeñando el papel de Rubén, empezó la distribución; y cuando él y sus compañeros concluyeron cuatro distribuciones, volvieron al espacio libre donde estaba el muchacho.

Jesús le dijo:

—Vuelve a tu lugar en el círculo, Benjamín. Los cinco panes de los cestos te pertenecen por derecho, puesto que está escrito: «La parte de Benjamín era cinco veces mayor». Y también dice el salmista: «Allí está el pequeño Benjamín, su jefe» —luego exclamó a grandes voces—: Quien tenga ojos para ver, que vea. Cuatro mil han marchado y mil se han quedado. Y hay aquí otro José.

Cuando todos los miembros de la muchedumbre recibieron su comida y se lavaron las manos, los bendijo, los despidió y retornó a su sitio en la popa de la barca. Izaron la vela y mientras se alejaban la costa preguntó a sus discípulos:

—¿Cuántos panes dividí entre la multitud la primera ocasión?

—Cinco.

—¿Cuántos cestos había?

—Doce.

—¿Cuánto pan quedó?

—Lo suficiente para cinco personas.

—¿Y la segunda vez?

—La misma cantidad de panes, pero distribuidos entre siete cestos. Quedaron cinco panes, que fueron entregados a una sola persona.

—Habéis contestado bien. La primera vez se trataba de los cuatro mil que se habían ido; la segunda, de los mil que se habían quedado. ¿Quién comprende mis cuentas?

Sólo Mateo y Tadeo pudieron responder que comprendían.

—Tadeo, explica los cuatro mil que se marcharon.

—Son los cuatro mil años que, según nos has enseñado, han transcurrido desde los días de Adán.

—¿Y los doce cestos?

—Los doce signos del Zodiaco y los doce meses egipcios de treinta días de que nos has hablado.

—¿Y los cinco panes?

—Las cinco estaciones de setenta y dos días que también nos has enseñado, y que juntas suman los trescientos sesenta días del año público egipcio.

—¿Y los cinco panes restantes?

—Los cinco días añadidos al año público, cada uno un día de poder.

—Has respondido bien. Mateo, explica el otro acertijo.

—Los trece supervisores son los trece meses, cada uno de cuatro semanas, como nos has enseñado. El año tiene trescientos sesenta y cuatro días, como se puede leer en el libro del profeta Enoc. Se agrega un día piadoso, el día del Crestos, el niño propicio. Los cinco poderes a quien estaban antiguamente consagrados los cinco días se someten ante él.

—¿Quién es el niño?

—La semilla sembrada en buen suelo y que, como nos has enseñado, se cosecha santificando, para el uso de Dios, los primeros frutos.

—¿Y los mil que quedaban?

—Los mil años del reino de Dios, que se aproxima.

—Has respondido bien. ¿Quién explicará los peces?

Pedro dijo:

—Está escrito: «Recordamos los peces que comimos en Egipto».

Jesús dijo con reproche:

—Pedro, Pedro, eres osado en tus errores.

Después de un silencio, Felipe habló.

—Joshua era hijo de Nun, que significa hijo del pez. Tú eres Joshua porque Jesús es Joshua en griego, y el hijo del pez es un pez como su padre. Joshua significa: «Jehová salvará». Tú, el pez, has distribuido a Joshua entre los hambrientos, lo que significa que Dios los salvará si escuchan tus palabras y obedecen la ley de Moisés, porque Moisés también era un pez.

—¿Cómo es eso?

—Fue extraído del agua.

Jesús quedó complacido con la respuesta de Felipe; y hasta el día de hoy la contraseña secreta de los crestianos consiste en dibujar un pez con los dedos del pie en el suelo, o formar la cabeza de un pez con los dedos de la mano izquierda.

Sin embargo, según mi informante, todavía esto no era todo. Lo que había hecho Jesús era, al modo de los poetas, transmitir al mismo tiempo un significado sencillo y otro difícil. El sencillo era que el Dios de Israel alimentaría diariamente a su pueblo con las cosas necesarias para la vida si se dedicaban a su servicio todo el año, nutriéndose con las palabras que había confiado a Moisés y a los profetas. Pero el significado complejo era que Moisés seguía el calendario egipcio, con meses de treinta días dividido cada uno en tres semanas de diez días, y cinco días excedentes; pero ni en ese sistema ni en el que lo había reemplazado durante el cautiverio —un año de doce meses lunares, y un periodo de once días que se intercalaba a intervalos regulares— se encontraba la sagrada semana de siete días como una subdivisión exacta del mes.

Entre las muchas hazañas profetizadas para el Mesías hijo de José se contaba la reforma del calendario. Jesús no se había revelado aún como el Mesías, de modo que acababa de publicar el plan de su reforma, pero contentándose con su mera exposición y sin extraer las consecuencias. Al dividir el año en trece meses, cada uno de veintiocho días —que era el sistema seguido por los antepasados de los judíos antes de llegar a Egipto— cada mes tenía cuatro semanas, y sólo quedaba un día de más, es decir el del solsticio de invierno, el del nacimiento de Jesús y el de la siembra del grano sagrado; la última semana de siete días se agrandaba y convertía en una ogdóada, o semana de ocho días. Ocho es el número tradicional de la abundancia; y por esta razón el pan del templo llevaba la marca de una cruz de ocho puntas. En el nuevo calendario, en lugar de los cinco días excedentes, que en Egipto se consagraban a Osiris, Horus, Set, Isis y Neftis, sólo quedaría uno, que se consagraría al hijo del hombre profetizado por Daniel. Todas las estaciones del año le pagarían tributo. Porque Benjamín significa «hijo de mi mano derecha», y el hijo del hombre había de sentarse a la diestra de su Padre, el Anciano de los Días; y la derecha entre los judíos significa también el sur, donde había estado el muchacho dentro del círculo de espectadores.

El hecho de que Jesús se abstuviera de una explicación indujo a los crestianos gentiles a pensar erróneamente que quería decir: «Soy la realización de todas las profecías que se refieren a Tamuz, el dios del trigo». Porque había nacido el aniversario de Tamuz en Bethlehem, la «casa del pan», en la cueva de Tamuz, y su cuna había sido el pesebre de la cosecha de Tamuz. Y también sostienen que en Caná dio a entender: «Soy la realización de todas las profecías que se refieren al dios de la vid, Noé, Dusares o Dionisos. Soy de Nazaret, la «casa del vino»». Porque, más tarde, dijo a sus discípulos: «Yo soy la vid, y vosotros los renuevos»; pero en esa ocasión hablaba de Jehová, no de sí mismo, precediendo la profecía con un doble Amen. Posteriormente les dio motivos mucho más sólidos para su error, como se mostrará cuando corresponda. Algunos crestianos han ido tan lejos en su místico culto de Jesús que usan en el pulgar anillos con las letras Iota Eta Sigma, las conocidas iniciales de Dionisos como «dispensador de las aguas de la vida», porque éstas son también las primeras tres letras del nombre de Jesús escrito en griego.

Revela la preocupación de Jesús por el futuro reino de Dios una intuición profética que recibió súbitamente en una barca, en el lago de Galilea. Aconsejó a Pedro y Andrés, que lo acompañaban y nada habían pescado en toda la noche, que arrojaran sus redes en cierto lugar y que contaran los peces. Así lo hicieron, y la pesca fue de ciento cincuenta y tres peces. Es una historia que casi no vale la pena recordar, porque con frecuencia personas necias y estúpidas tienen intuiciones más notables, salvo si se piensa que ciento cincuenta y tres es un número simbólico que representa todos los lenguajes diferentes del mundo conocido. Jesús estaba diciendo «Cuando llegue el reino, incluirá hombres de todas las naciones del mundo».