III
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EL NACIMIENTO DE MARÍA

Mientras tanto, los criados de Joaquín habían regresado junto a Ana en Cocheba, pero no le dieron ningún mensaje de su marido. Dijeron:

—Nuestro señor ordenó que volviéramos a casa, todos menos uno; nuestro señor parecía dispuesto a viajar.

Cuando ella insistió, le contaron los rumores de la humillación de Joaquín en el templo, en la puerta del tesoro. Ana sintió gran aflicción y dijo a Judith, su joven criada:

—Tráeme mis vestidos de luto.

—Oh, señora, ¿ha muerto alguno de tus parientes?

—No, pero guardaré luto por el hijo que nunca nacerá de mi y por el marido que me ha abandonado sin una palabra y en busca, temo, de una concubina apropiada, o quizás incluso de otra esposa.

Judith trató de consolarla.

—Aún eres joven y hermosa y mi señor es viejo. Si él enferma y muere, según la ley del Levirato, su hermano tendrá la obligación de casarse contigo y darte hijos en su memoria. El hermano de tu marido es veinte años más joven, y robusto, y tiene ya siete hijos hermosos.

Ana dijo:

—No permita el Señor que yo espere nunca la muerte de mi marido, que jamás ha sido mezquino conmigo en nada y es un hombre justo y devoto.

Cortó su pelo muy corto y mantuvo el duelo durante cuatro Sabbaths.

Una mañana, muy temprano, Judith se acercó a Ana.

—¿No oyes, señora, el griterío y la música en las calles? ¿No sabes que ya comienza la Fiesta de los Tabernáculos? Abandona tus ropas de luto, y vayamos juntas a Jerusalén con nuestros vecinos; nos alojaremos allí en casa de tu hermana y festejaremos la estación del amor.

Ana respondió irritada:

—Déjame con mi aflicción.

Judith no la dejó.

—Señora —insistió—, tu gente irá a la fiesta desde todos los pueblos; y si pierdes sus chismes lo lamentarás durante doce meses. ¿Por qué sumar un dolor a otro?

—Déjame con mi aflicción —repitió Ana, aunque en voz más amable.

Judith se mantuvo desafiante, con los brazos en jarras y las piernas separadas.

—En los días de los Jueces —dijo—, había una mujer que, como tú, no tenía hijos, y llevaba tu mismo nombre. ¿Qué hizo? Pues no se quedó en su casa, gimiendo para sus adentros como un viejo búho en un arbusto. Fue al principal santuario del Señor, que estaba en Siloé, para recibir el año nuevo, y allí comió y bebió, ocultando sus penas. Luego se aferró a uno de los pilares del altar e imploró un hijo al Señor, silenciosa y sombríamente, como alguien que durante la esquila intenta conseguir un premio. Eh, el sumo sacerdote, antepasado de mi señor, vio que sus labios se movían y su cuerpo se retorcía. Pensó que estaba ebria; pero ella explicó qué ocurría, que no tenía hijos y que sus vecinos la despreciaban. Eh le aseguró entonces que todo marcharía bien si acudía al altar por la mañana muy temprano, cuando aún estuviera oscuro. Ella lo hizo, y nueve meses más tarde alumbró un niño hermoso, y verdaderamente muy especial, porque fue el profeta Samuel.

—Tráeme ropas limpias —dijo Ana, con brusca resolución—. Elige algo adecuado para la ocasión, porque, después de todo, iré a Jerusalén. Y mi criada Judith vendrá conmigo —mientras hablaba, la voz de tenor del sacerdote se alzó en la calle del pueblo.

—¡Despertad! ¡Vamos a Sión, a la casa del Señor!

Más tarde se dirigieron a Jerusalén en un coche arrastrado por asnos blancos. Joaquín poseía seis pares de asnos blancos, y ésta era la mejor pareja. Se adelantaban ahora a los fieles de Cocheba que habían salido algunas horas antes que ellas: hombres, mujeres y niños vestidos de fiesta que avanzaban a pie llevando dones de uvas, higos, y cestos con palomas sobre los hombros, siguiendo a un buey con los cuernos dorados y una corona de olivo para el sacrificio y a los flautistas que estaban a la cabeza de la procesión. Todos los pueblos de Judá honraban del mismo modo a Jehová y grandes polvaredas se levantaban en todos los caminos. Ante las puertas de Jerusalén, los ciudadanos aguardaban en todas las calles y lanzaban gritos de bienvenida.

Las calles de la ciudad parecían un bosque. Había ramas verdes atadas a las fachadas; se habían construido glorietas en cada puerta de la ciudad, en cada plaza, en cada terrado. En los mercados se vendían prodigiosas cantidades de aves y animales apropiados para el sacrificio. Había tenderetes de frutas, vino y golosinas; los niños pequeños correteaban vendiendo tirsos y ramas de membrillo. Los celebrantes debían llevar ramas de membrillo en la mano izquierda y tirsos en la derecha durante la jubilosa procesión en torno al altar de las ofrendas.

Judith preguntó a Ana:

—Señora, ¿es verdad que esta fiesta fue creada para recordar a los israelitas su viaje por el desierto con Moisés, en los tiempos en que vivían en glorietas de ramas, y no en casas de piedra? Es difícil creer que hallaron en el desierto suficientes árboles con follaje para eso.

—Tienes razón, hija. La fiesta se celebraba en esta montaña siglos antes del nacimiento de Moisés, pero nunca menciones lo que he dicho, porque lo negaré.

—Como me parece que sabes más que los sacerdotes, ¿quieres decirme, señora, por qué el tirso tiene tres ramas de sauce, palma y mirto, con la palma en el centro, el mirto a la derecha y el sauce a la izquierda?

—Aunque no sé más que los sacerdotes, por lo menos puedo decirte lo que sé. Éste es el Festival de los Frutos, el Festival de la Luna Llena de Eva. Una vez, cuando la luna llena brillaba en el Edén, nuestra madre la segunda Eva cogió una ramita de mirto y dijo: «Es un árbol ideal para hacer una glorieta de amor», porque ansiaba los besos de Adán. Arrancó una hoja de palmera e hizo de ella un abanico, diciendo: «Con esto avivaré el fuego», porque en ese momento Adán sólo la amaba como a una hermana. Ocultó ese abanico. También tomó una rama en que aún no habían brotado las hojas y dijo: «Éste es el cetro. Se lo daré a Adán y le diré «Gobiérname, si quieres, con este nudoso cetro». Y finalmente cogió varas de sauce, del que tiene corteza y hojas como lanzas, y dijo: «Estas ramas servirían para una cuna». Porque la luna nueva le parecía una cuna y ansiaba un niño.

—¿Y las ramas de membrillo, señora, para qué las llevan?

—Se dice que nuestra madre Eva dio a Adán un membrillo y así le obligó a amarla como ella quería ser amada.

—Pero la estrella hecha de membrillo que las mujeres estériles comen con la esperanza de despertar sus entrañas…

—De nada sirve —interrumpió Ana—. La he comido, entre oraciones, cada fiesta, durante siete años.

—Dicen que el membrillo de Corfú sirve y que todos los demás fallan.

—No dicen la verdad. Dos veces he hecho traer membrillos de Corfú, y una de la misma isla de Macris. Dinero perdido.

Judith chasqueó la lengua, compasivamente.

—He probado todo —suspiró Ana.

Continuaron un rato en silencio.

Judith comenzó de nuevo.

—Una vez oí decir a una mujer, una jebusita muy, muy anciana, que la primera Eva plantó el árbol en el jardín, que Adán arrancó la fruta prohibida y que ella lo expulsó por su falta.

Ana enrojeció.

—Esa anciana debía estar ebria. Abusas de mi confianza. No repitas esas habladurías peligrosas en mi presencia.

Judith rió silenciosamente, porque ella misma era una jebusita. Los jebusitas eran los pobres de Jerusalén; descendían de los originales habitantes cananeos, y los israelitas perdonaban sus muchas supersticiones idólatras porque eran útiles como esclavos o criados. Los jebusitas aún adoraban secretamente, en la fiesta, a la diosa Anatha, que había dado nombre al pueblo de Betania y cuya leona sagrada había amamantado a la tribu de Judá. Y en la Pascua, o Fiesta de los Ázimos, aún lloraban a Tammuz, su hijo asesinado, Dios de la Espiga de Centeno.

La hermana de Ana las recibió complacida en su casa, donde cantaron himnos, narraron historias y conversaron en la glorieta del terrado hasta la medianoche. El día siguiente comenzó la fiesta. Los sacrificios del primer día fueron un macho cabrio como ofrenda por los pecados, dos carneros, trece bueyes de cuernos dorados y catorce ovejas. El macho cabrio se dedicaba al año pasado; los carneros al verano y el invierno; los bueyes a las trece lunas nuevas; las ovejas a los primeros catorce días de cada mes, cuando la luna es joven. Acompañaba la ofrenda de cada bestia un sacrificio de harina y aceite, y otro de sal para que las llamas ardieran azules. Luego se debía celebrar la Noche de las Mujeres, en que se colocaban y encendían cuatro altos candelabros dorados de cuatro brazos en el patio de las mujeres del templo; levitas y sacerdotes bailaban alrededor de ellos una danza de antorchas con música de trompetas y rítmicas sacudidas de los tirsos hacia cada uno de los cuatro cuartos del cielo y hacia el cenit. En un tiempo se hacían estos gestos en honor de Anatha, señalando los cinco puntos de la pirámide de su poder; ahora era Jehová quien reclamaba ese honor.

Al atardecer Judith dijo a Ana:

—Vamos al patio de las mujeres, señora, y luego unámonos al regocijo de las calles.

—Iremos al patio, pero luego volveremos a esta casa. Como mi marido se ha marchado y no sé adónde, sería indecoroso que fuera contigo a las calles con semblante de fiesta.

—La luna de Eva sólo brilla una vez por año. Aquí están las ropas que me has pedido que escogiera de tu arca de cedro.

Ana reconoció el vestido de boda que había usado diez años antes, en su casamiento.

Miró fijamente los ojos de Judith y preguntó:

—¿Qué significa esta locura, hija?

Judith se ruborizó.

—Se nos ordena que esta noche nos alegremos y vistamos nuestras ropas más ricas. Éstas son tus ropas mejores, señora, ¿y cómo se alegrará más una mujer que vistiendo su traje de boda?

Ana acarició suavemente los bordados multicolores y dijo después de un largo silencio, aunque con voz de alguien que ansia dejarse persuadir:

—¿Cómo puedo vestir como una novia, hija, si he estado casada diez años?

—Si llevas tu vestido de novia nadie te reconocerá como la esposa de Joaquín, y podrás celebrar la fiesta a tu placer.

—Pero falta la toca. Las polillas se comieron la lana y la puse a un lado para remendarla.

—Aquí hay una toca mejor que la que llevabas en tu boda, señora. Es un presente de tu esclava Judith, que te ama.

Ana miró la toca púrpura recamada de perlas y con bordados de hilo rojo y dorado.

Preguntó severamente:

—¿Dónde ha sido robada esta prenda tan hermosa?

—No ha sido robada. Antes de trabajar contigo pertenecí a Jemima, parienta de mi señor, que había heredado ropas y joyas de su madrastra. Cuando me marché, me elogió por ser trabajadora y me regaló la toca. Dijo: «Como ahora servirás en casa de Joaquín de Cocheba, que es uno de los Herederos de David, esta toca podrá otorgarte el favor de tu señora, o suavizar su ánimo si algún día la disgustas. Yo no tengo sangre real, ni tú la tienes; no podemos usarla».

Las lágrimas de Ana volvieron a brotar. Sentía intenso deseo de usar el vestido y la toca, pero no se atrevía. Judith preguntó a su ama:

—¿Durante cuánto tiempo humillarás tu corazón, señora?

—Mientras dure mi doble duelo. ¿Es cosa de nada ser estéril? ¿No es grave ser abandonada por un marido noble?

Judith rió con alegría.

—Lava tu rostro, pinta tus ojos con el verde cobre de Sinaí, frota nardo entre tus pechos. Ponte la toca real y tu vestido de novia y salgamos pronto, mientras todos los de la casa comen en la glorieta.

—Aléjate de mi presencia —dijo Ana, con furia—. No he pecado contra mi marido en todos estos años, y sería una locura que lo hiciera ahora. Alguien te ha prestado esa toca esperando que me induzca a la diversión y a la vergüenza; quizá tienes un amante atrevido que desea hacer de mi la cómplice de tus aventuras.

—Una mujer piadosa me ha dado esa toca, y pongo al Señor por testigo. ¿Quieres que responda a tu furia con maldiciones? Lo haría si creyera que eso puede encaminarte a la sabiduría. Pero sería presuntuosa si dijera algo más, cuando ya el Señor ha cerrado tu matriz y te ha convertido en el escarnio de tus hermanas fértiles —luego se marchó deprisa.

Ana alzó la toca púrpura; su principal adorno era una luna creciente de plata curvada en torno de una estrella de David, de seis puntas, bordada en rojo y oro; remataba en la pirámide dorada de Anatha, entrelazada con el triángulo vau rojo. A cada lado de la estrella había bordados ramitas de mirto, campanas, cedros, conchillas y granadas, los símbolos de una reina. La contempló y luego se la puso en la frente, pero parecía fuera de lugar en su cabeza rapada. Advirtió entonces que Judith había depositado un gran cesto redondo junto a la cama; en él había una peluca egipcia de pelo rubio rizado. Se la probó; le iba bien. Volvió a atar su toca, alzó su espejo de cobre y se miró. «Judith tiene razón», pensó. «Aún soy joven y hermosa». Su imagen le devolvió la sonrisa. Lavó su rostro, se pintó los ojos, frotó nardo entre sus senos, perfumó con mirra su vestido de novia y se lo puso. Luego llamó con una palmada a Judith, que llegó corriendo, vestida con ropas de colores alegres. Salieron de prisa, envueltas en mantos oscuros, sin hablar con nadie; nadie las vio.

Cuando llegaron al fin de la calle, Ana dijo:

—Oigo las trompetas. Mi ánimo flaquea. Me avergüenza ir al patio de las mujeres; si lo hago, alguien me reconocerá, sin duda alguna.

—Entonces, ¿adónde iremos?

—Que el Señor guíe nuestros pasos.

Judith la llevó en una y otra dirección por las callejuelas del barrio viejo hacia la Puerta del Pez. Era el barrio jebusita.

Ana creía soñar. Sus sandalias casi no parecían tocar el suelo, flotaba como una golondrina. Ningún hombre las molestó mientras caminaban, aunque la ciudad estaba llena de borrachos esa noche, y en dos ocasiones evitaron pendencias entre grupos que usaban el tirso de la celebración como un garrote. Finalmente, Judith llevó a Ana por un callejón y luego, sin detenerse, empujó una gran puerta entrecerrada, donde terminaba. Giró sobre sus bien aceitados goznes y se encontraron en un patio desierto; a la izquierda había establos, a la derecha un muro antiguo con un ornamentado portal abierto de par en par.

Por él pasaron a un jardín. Era el ocaso, y a través de las ramas de los árboles frutales llegaba el ruido de la fiesta; Ana se detuvo un momento, con el corazón palpitante, y escuchó el salpicar de una fuente en el otro extremo del jardín, donde había luces de colores. Fue hacia ellas, y Judith permaneció en el portal. Eran linternas con cristales de color, suspendidas en el exterior de una amplia glorieta; en su interior ardían velas de cera en un gran candelabro de ocho brazos. En el centro había un laurel; en él un nido de filigrana de plata con pichones de golondrina de oro, con sus bocas abiertas; la golondrina madre estaba posada sobre el borde con una mariposa cubierta de piedras preciosas en el pico.

—Ven aquí, Judith —dijo Ana—. Ven pronto, hija, a ver este hermoso nido.

No hubo respuesta; cuando Ana regresó al portal lo halló cerrado. Judith había desaparecido. Sin embargo, no estaba prisionera, porque el cerrojo se corría desde adentro. Regresó a la glorieta, intrigada, y vio en un rincón oscuro un diván cubierto por una tela púrpura, que no había advertido antes. Se tendió en él, con la cabeza apoyada en una muelle almohada, y suspiró de placer, mirando el nido de golondrinas.

Luego cerró los ojos y empezó a orar, silenciosa y sombríamente, como había hecho una vez en Siloé una mujer que tenía su mismo nombre cuando los abrió de nuevo, se inclinaba sobre ella un hombre grave y barbado, tan espléndidamente vestido que parecía un enviado de algún dios. Del cordón azul que rodeaba su cuello pendía una joya oval con siete gemas brillantes de distintos colores que centelleaban a la luz de las velas. Él la tomó por la muñeca derecha y dijo en voz grave:

—Tu plegaria ha sido escuchada, Ana. Coge esta copa y bebe en honor del Señor de esta fiesta.

—¿Quién eres, señor? —preguntó Ana.

—Soy el siervo de Uno de quien se ha dicho «Ha desdeñado a la muchedumbre de la ciudad».

Ana preguntó:

—¿Qué es, señor, la joya oval que cuelga de tu cuello?

—Cuando la heredera Sulamita, sin hijos, hizo esa misma pregunta al profeta Elisha, él contestó: «Amada del Señor, consulta a la luna de plata que llevas en tu frente». Y ahora, bebe como bebió también la Sulamita.

Puso en su mano una copa. Ella la alzó hasta sus labios y bebió obedientemente. Era un vino dulce, de sabor aromático y que dejaba luego cierta amargura. Las velas se extinguieron de pronto; le pareció que la glorieta se llenaba de música aunque no vio músicos; brillaron en el aire antorchas que describían el número ocho. El puso en los labios de la mujer una semilla de loto y dijo:

Traga íntegra esta semilla, hija de Michal. No la hieras con tus dientes, porque es un alma humana.

Ana tragó la semilla; sus miembros se entumecieron y empezó a perder el sentido. Había en sus oídos un rugido, como de tempestad en el mar y le pareció que la redonda tierra era arrancada de su soporte y que las estrellas bailaban extáticas; con un grito se unieron el sol y la luna. Un remolino la arrebató hacia el cielo, y no supo nada más.

Cuando despertó, estaba acostada en su propia cama, en la casa de su hermana, y era el anochecer del segundo día de la fiesta. Llamó a Judith con una palmada; la criada corrió a su lado, llorando de alegría.

—Oh, señora —dijo—, creí que estabas muerta… Tu sueño era tan profundo… Has dormido toda una noche y todo un día.

Ana, aún soñolienta, preguntó:

—¿Cómo he llegado aquí, hija?

Judith abrió mucho los ojos.

—¿Cómo has llegado aquí? No entiendo lo que quieres decir, señora.

—¿Cómo? ¿Llegué sin que me guiaras desde el jardín con el laurel hasta aquí?

—Señora, has yacido aquí sin moverte desde el momento mismo en que tomaste ese espejo para mirarte.

Ana advirtió que no llevaba su vestido de novia, como creía, sino el que había traído a Jerusalén, y que no tenía en la cabeza toca ni peluca. Suspiró y dijo:

—Entonces, el Señor se ha apiadado de mí. Fui tentada a cometer un terrible pecado, y quizás también tus pies habrían caído en la trampa si me hubieras acompañado.

—No lo permita Dios. No sé qué quieres decir, señora.

—En cambio —continuó Ana—, he sido premiada con un sueño maravilloso. Soñé que salía con mi vestido de novia y con una toca real que tú me habías regalado, y con una peluca rizada; fui a una glorieta de laureles donde vi un candelabro dorado encendido y un nido de plata lleno de pichones dorados. Allí oré fervientemente, echada en un diván, hasta que apareció un ángel del Señor. Me llamó por mi nombre y me dijo que mi plegaria había sido escuchada. Y me dio, en el sueño, vino perfumado y una semilla de loto que debía tragar entera, y mi alma fue arrebatada por un remolino hasta el tercer cielo.

—Oh, señora, ¡qué sueño de sueños! ¡Ojalá sea la profecía de un bien!

Ambas oraron juntas. Ana dijo:

—Te recomiendo que no cuentes a nadie mi sueño.

—Soy una mujer discreta.

—Has sido una criada fiel y amable, Judith, y te recompensaré. Te compraré tres varas del mejor paño y un manto nuevo antes de que regresemos a Cocheba.

—Si me das algo, señora, te lo agradeceré; pero ya he sido recompensada por todo servicio que te haya podido ofrecer.

—Por esa respuesta tan modesta recibirás seis varas de paño y unas sandalias además del manto.

Sin embargo, Judith había dicho la verdad. Ya había devuelto la toca real y la peluca a la madre custodia de las vírgenes del templo, llamada también Ana. Había dicho:

—Aquí están, Santa, las cosas que habías confiado a mi cuidado. Elógiame, si quieres, diciendo si he obedecido bien tus órdenes.

Ana había respondido:

—Te alabo, hija, y hoy se entregarán veinte piezas de oro a tu madre para que puedas tener un marido digno; pero si por algún signo o alguna palabra haces que alguien sepa lo que has hecho anoche, morirás miserablemente, con toda tu familia.

—Soy una mujer discreta.

La Fiesta de los Tabernáculos había terminado. Una mañana, Ana se acercó a Joaquín y susurró a su oído:

—Marido, creo que estoy encinta. Él la miró de modo extraño. Un momento después dijo:

—Vuelve a decírmelo, mujer, cuando estés segura. «Creo» nada significa.

Un mes después, cuando él regresaba de una visita a Jericó, Ana salió a recibirlo y le dijo:

—Marido, sé que estoy encinta.

Rodeó con sus brazos el cuello de su marido y lloró de alegría.

Joaquín estaba asombrado y no asombrado. Llamó a su mayordomo y le ordenó que eligiera ovejas y corderos sin mancha para el sacrificio; doce ovejas y diez corderos, así como una veintena de cabritos. El día siguiente los llevó en un carro a Jerusalén y los ofrendó en el templo como un sacrificio de prosperidad; pero sin explicar en qué consistía su prosperidad.

Aún tenía dudas en su corazón mientras se acercaba a los escalones del patio de los sacerdotes; aunque, siguiendo el ritual del templo, los subió con tanta decisión como si estuviera asaltando una ciudad. Pensó: «Si el Señor se ha reconciliado conmigo y ha escuchado mis plegarias, sin duda la placa de oro en la mitra del sumo sacerdote me lo dirá con claridad».

Porque era el sumo sacerdote mismo quien oficiaba ese día: era la Fiesta de la Luna Nueva. Mientras se acercaba al sumo sacerdote, que estaba de pie junto al altar del sacrificio, a pedir permiso para hacer su ofrenda, miró de frente la placa dorada para ver si estaba brillante o nublada. Brillaba como las llamas, y Joaquín se dijo: «Ahora sé que mis pecados han sido perdonados y mis plegarias escuchadas, así como las plegarias de Ana, mi mujer».

El sumo sacerdote acordó de inmediato el permiso, dirigiéndose a él por su nombre y preguntándole si la paz era con él.

Un sacerdote de rango inferior tomó los animales de Joaquín de manos de los sirvientes del templo. Las bestias luchaban y pateaban y el sacerdote elogió su excelente condición; luego, volviendo sus cabezas hacia el norte, y tras una breve plegaria, cortó sus cuellos y, recogiendo en un vaso de plata la sangre, la derramó en tierra alrededor del altar. Confió luego los cuerpos al grupo de carniceros levita que, trabajando diestramente sobre sus losas de mármol, extrajeron las entrañas, las lavaron de inmediato en la fuente del patio, y cortaron las ofrendas —los muslos— de cada cuerpo, así como el pecho y el hombro derecho, como requerían los levitas. Luego, cada ofrenda fue envuelta en cierta cantidad de entrañas y rodeada por una doble capa de gordura. El sacerdote las colocó en una fuente de oro, echó sobre ellas incienso sagrado y sal y, finalmente, después de ascender descalzo la rampa del altar, las arrojó con una breve oración al fuego del sacrificio, que ardió vivamente. El humo se alzó en línea recta en lugar de girar en torno al patio, como solía ocurrir en invierno, y Joaquín vio en esto un nuevo signo propicio.

El sacerdote le dijo que enviara sus criados a retirar el resto de los cuerpos, pero él declinó ese privilegio.

—No, no; que se entreguen a los servidores del templo, porque ésta es verdaderamente una ofrenda de prosperidad.

Descendió del templo con la mente sosegada y, al encontrar por casualidad a su vecino Rubén, lo saludó con sorprendente amabilidad, pero nada le dijo. No quería hablar prematuramente, por si su esposa sufría un mal parto o el niño nacía defectuoso.

Pasaron los meses y, en lo más ardiente del verano, Ana alumbró una hija. Mientras sostenía a la niña en sus brazos, viendo que todos sus miembros eran perfectos, exclamó:

—La viuda ya no es una viuda, y la mujer estéril es madre. ¿Quién correrá a la casa de mi desdeñosa vecina, la esposa de Rubén, a anunciar que he alumbrado una hermosa niña?

Joaquín dijo:

—Que nadie vaya, porque la niña es muy pequeña y quizás no viva —pero era hombre escrupuloso y envió de inmediato a dos criados a buscar a Kenah el rechabita. Cuando llegara, un acta de donación pondría en sus manos y las de su pueblo el pozo de la Quijada, y noventa y dos ovejas.

Una semana después Kenah llegó desde el Carmelo, acompañado por los testigos. Se otorgó y registró la donación, y el joven sobrino de Kenah formuló dulces profecías mientras tocaba la lira. Kenah hizo un voto de amistad con Joaquín, diciendo: «Si tú o tu esposa o tu hija necesitaran alguna vez nuestra ayuda, recuerda que esta gente es tu gente y que estas tiendas son tus tiendas, ocurra lo que ocurra».

Al regresar a sus praderas, envió secretamente una mujer a ver a Ana, la madre custodia de las vírgenes del templo, para darle un juego de joyas egipcias para echar suertes y adivinar; acompañaban este regalo un cubilete de sardónica edomita y un pañuelo de lino blanco para recibir las suertes.

Todo el mundo estaba satisfecho: los que vivían en casas y los que vivían en tiendas.