XXVI
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LA ESPADA
Esa noche Jesús regresó con sus discípulos a Betania. Fue a casa de Lázaro, pero el portero no le permitió entrar. Lázaro envió a Marta a explicar que, por una resolución general de los esenios libres, no se permitía que ninguno de ellos volviera a hablar con él, por estar asociado a una bruja y haber empleado la brujería. Sin embargo, para demostrar su gratitud al hombre con quien tenía una deuda imposible de pagar, pondría su casa a disposición de Jesús y se marcharía a otro lugar con sus dos hermanas. Jesús aceptó el ofrecimiento sin comentarios, pasó alegremente allí la noche con sus discípulos y regresó al templo el día siguiente.
Para ese momento, la noticia de lo que había hecho en la basílica había corrido por la ciudad como el fuego por la hierba seca. Había una neta diferencia de opiniones. Los saduceos condenaban la acción como una injusta interferencia con un comercio legítimo. Los fariseos principales estaban de acuerdo con ellos en deplorar el uso de la violencia en la colina del templo; porque si bien los mercaderes estaban en falta, era una presunción inexcusable castigar un pecado de sacrilegio cuando se podía dejar confiadamente la venganza en manos de Jehová. Pero grandes grupos de fanáticos y anavim —irreflexivos, de celo religioso fácilmente excitable en tiempos de festival, indiferentes a las consecuencias— alababan desmesuradamente a Jesús por su piedad y su valentía. Si alguien les preguntaba:
—¿Pero no es ése el mismo Jesús que fue expulsado de Cafarnaúm y Jorazín por los superiores de la sinagoga?
La respuesta no se hacía esperar:
—Fue por celos. No pudieron sorprenderlo en falta alguna; sólo que no es demasiado orgulloso para predicar a pobres como nosotros.
Las historias de curas maravillosas no perdían nada en su relato: la curación del enfermo de vitiligo se convertía en la de diez leprosos verdaderos; y se le atribuía la resurrección de tres o cuatro personas muertas en distintos puntos del país, entre ellas un muchacho sunamita, hijo único, como aquél que había traído el profeta Elisha de entre los muertos. También se decía que tenía el don de desaparecer bruscamente y reaparecer en el mismo momento en un lugar situado a cincuenta millas, y el de caminar por el agua. Muchos sentían inmensa esperanza. ¿Habría llegado finalmente el Mesías, precedido por Elisha en la apariencia de Juan el Bautista? Algunos de los signos requeridos ya se habían cumplido: Jesús había entrado en la ciudad en la forma establecida por el profeta Zacarías, vestido con las ropas teñidas prescritas por Isaías, y había llamado a Israel al arrepentimiento con palabras nada ambiguas.
Desde una escalinata de mármol en la parte sombreada del patio de los gentiles Jesús predicaba a una muchedumbre de unos cinco mil hombres y mujeres que escuchaban con extática atención. En esta ocasión no se refería, como solía hacer, a los dolores de parto del Mesías, a los tiempos peligrosos, a la hora de la aflicción nacional, a las guerras y a los rumores de guerra, a las naciones que se levantaban contra las naciones y a los reinos que se levantaban contra los reinos, a terremotos, hambres y desastres como no se habían visto jamás desde la creación. Recordaba en cambio con elocuencia las gloriosas hazañas del rey David y sus treinta y siete compañeros elegidos en su guerra de liberación contra los filisteos y en las guerras de conquista contra sirios y moabitas. Eran compañeros dignos de su jefe: Adino el Esnita, que había matado a ochocientos hombres en una sola batalla; Shammas el Hararita, que había combatido solo contra seis compañías de filisteos durante la batalla del sembrado de lentejas, dejando a todos los enemigos muertos en el campo; Benaias de Kabzeel, que había excavado en la nieve un pozo para los leones de la montaña y que, al caer uno, se había echado sobre él y lo había estrangulado con sus manos desnudas. Sin duda, esa estirpe de héroes no se había extinguido en Israel.
Revivía esas antiguas narraciones con el poder de sus palabras y sus gestos.
—¡Llénate de orgullo marcial, corazón pacífico! ¡Avanza con brío, humilde pie! ¡Porque fue aquí, en Jerusalén, que el rey David decidió reinar; y sus animosos compañeros adoraron en esta misma colina! —habló también del magnifico reinado de Salomón, hijo de David, cuyos navíos recorrían todos los mares del mundo y en cuyo ejército servían doce mil jinetes y mil cuatrocientos conductores de carros de guerra, ese rey de Israel que jamás había reconocido un dominio superior, el más sabio y el más favorecido por el Señor. Solemnemente recitó la plegaria que Salomón había pronunciado en la misma colina al consagrar el primer templo, poniendo a Jehová como testigo de la promesa, jurada a su padre David, de que siempre había de sentarse en el trono de Israel un príncipe de la línea real. «Quien tenga oídos para oír, que oiga».
Resonaron trompetas y veinte venerables sacerdotes vestidos de blanco salieron del patio interior y se dirigieron a la escalinata donde predicaba Jesús. En el centro de la procesión estaban el jefe del archivo y el capitán del templo, usando sus ropas ceremoniales. Con profunda reverencia, la gente les abrió paso.
El jefe del archivo saludó cortésmente a Jesús, quien devolvió el saludo con igual cortesía.
—¿Eres Jesús de Nazaret, señor?
—Así me llaman.
—¿Eres israelita?
—Lo soy.
—¿No te advirtieron, hace veinte años, unos hombres que habían ayudado a la construcción de las partes más sagradas de este templo, que no debías volver a trasponer sus puertas mientras no pudieras negar una acusación de bastardía que un doctor de la ley había hecho contra ti?
—Soy bien nacido; soy nativo de Bethlehem.
—¿Quieres decir, supongo, esa oscura aldea de Galilea, Bethlehem de Zebulón?
—Me refiero a Bethlehem de Judá, nada oscura y alabada por los profetas.
—¿Cómo podemos saber que no eres un bastardo? ¿Qué personas de reputación te han aceptado como bien nacido?
—Los esenios de Calirroe, en cuya estricta comunidad ingresé poco después de que los romanos usurparan el gobierno de nuestro país.
—¿A quiénes pones por testigos de esto?
—A Simeón y Hosea, esenios libres de Betania, ambos hombres de honor. Respaldaron mi postulación.
El jefe del archivo estaba desconcertado. Esperaba que Jesús balbuceara, se contradijera e hiciera una triste figura ante los ojos de sus seguidores.
—Interrogaremos más adelante a Simón y a Hosea —dijo frunciendo el ceño—. Mientras tanto, dinos, por favor, esto: ¿en virtud de qué autoridad has instigado a tus seguidores a expulsar de la basílica del rey Herodes a los vendedores autorizados de bestias y aves para la ofrenda, y a los cambistas de dinero impuro?
—Me has hecho cuatro o cinco preguntas, y las he contestado todas. Responde, por favor, a una mía. Habrás oído hablar de Juan el Bautista, Juan de Ain-Rimmon, mi pariente, a quien el tetrarca de Galilea, Herodes Antipas, decapitó hace poco en la fortaleza de Maquero, que nos bautizó, a mí y a mis discípulos, cuando nos ungió profetas. ¿Era Juan un verdadero profeta del Señor, o era un impostor?
El jefe del archivo se vio en un dilema. Sabía que los galileos, los transjordanos y los montañeses del sur reverenciaban a Juan como un gran profeta: declararlo impostor sería aprobar su ejecución por el odiado Antipas y atraer la deshonra a todo el clero. Sin embargo, confirmarlo como un inspirado profeta implicaba confirmar la propia autoridad de Jesús, porque en todas partes se decía: «El manto de Juan ha caído sobre su pariente Jesús».
Se volvió en busca de apoyo al capitán del templo, pero éste no pudo ofrecerle ayuda. Por fin respondió:
—Profeta o impostor, ¿cómo puedo saberlo?
—Entonces, ¿cómo puedo responder a tu pregunta, si la respuesta depende de la mía?
La muchedumbre aplaudió a Jesús jubilosamente, y los discípulos resplandecieron de orgullo; todos menos Judas de Keriot, que una vez más estaba afligido y asombrado. ¿Por qué había roto Jesús los principios que les había impuesto estrictamente? ¿Por qué, cuando se le preguntó en virtud de qué autoridad actuaba, había mencionado a Juan? ¿Por qué, no había respondido claramente que Jehová era su autoridad? Y lo peor: ¿por qué él, que hasta ahora había sido un profeta de la paz, había inspirado en los fanáticos y los anavim apasionadas ideas de gloria militar?
Jesús alzó la mano pidiendo silencio y dijo a los sacerdotes una parábola:
—Un propietario plantó una viña, la cercó, excavó una cuba para el vino en la roca y luego, al ser llamado de repente a otro lugar, la dejó en manos de unos arrendatarios. Tres años más tarde, como había acordado, envió un agente a cobrar el arriendo; pero los arrendatarios lo golpearon y lo expulsaron con las manos vacías. Otro recibió una herida en la cabeza, y dejaron medio muerto a un tercero. Cuando el propietario oyó estas noticias, se enfureció. Envió a su propio hijo, a quien amaba, a percibir el arriendo debido y a pedir indemnización por las heridas a sus criados, porque los arrendatarios sin duda lo respetarían. Pero ellos se dijeron: «Aquí viene el heredero; matémoslo y la viña será nuestra. El propietario está lejos y estamos a cubierto de su venganza». Hijo del sumo sacerdote, hombre de palabras suaves, tú que sonreías al oír que Juan, el profeta del Señor, había sido sacrificado a la adúltera de Séforis; confiesa si no has planeado, anoche, el asesinato de un hijo de David nacido en Bethlehem de Judá.
El jefe del archivo, boquiabierto, no logró articular una palabra.
—Ven, dejemos a este loco con su delirio —dijo finalmente al capitán del templo, tirando de su manga.
Mientras se volvían, dejando a Jesús en posesión del campo, éste lanzó un último dardo:
—Has hablado de mi rechazo por los constructores de este templo. ¿No has leído el salmo en que el rey David dice: «Me habéis herido cruelmente, pero el Señor me ha salvado de la caída? Y luego: «Abridme las puertas de la justicia; pasaré por ellas y alabaré al Señor. La piedra rechazada por los constructores se ha convertido en la piedra angular que sostiene el techo».
La muchedumbre creció aún más, y Jesús continuó predicando.
Herodes Antipas, que había llegado a Jerusalén para la Pascua, estaba alarmado. Sus servidores le informaron que Jesús levantaba contra él y contra Herodías a las muchedumbres de peregrinos por la muerte de Juan el Bautista. ¿Qué podía hacer? No tenía jurisdicción sobre Judea, y estaba igualmente en malos términos con el gran sanhedrín, la corte suprema y Poncio Pilatos, el gobernador general romano, a quien había ofendido recientemente al oponerse a darle apoyo cuando, desafiando la ley, había llevado a Jerusalén un conjunto de escudos votivos con el nombre del emperador. Pero por algo lo había caracterizado Jesús como un zorro. Conocía una pregunta que Jesús no podría responder sin embarazo, y conocía también al hombre que podía formularla: su mayordomo Chuza, hombre de duras palabras.
A Chuza no le asustó aceptar la comisión. Fue inmediatamente al patio de los gentiles, se abrió paso entre la multitud con codos y rodillas, emergió cerca de Jesús e interrumpió su discurso con un grito reiterado:
—¡Una pregunta! ¡Una pregunta!
Los discípulos intentaron obligarlo al silencio, pero él insistió:
—¡Una pregunta! ¡Una pregunta!
—Dila, importuno —respondió Jesús finalmente.
—¿La ley permite pagar el impuesto al César?
Cuando Chuza formuló esta pregunta, la multitud, tensa de emoción, creyó que estaba arreglada de antemano y que Jesús, quien hasta ahora sólo había hablado de las glorias del pasado, estaba a punto de comprometerse con un abierto desafío a los romanos.
—¡Ah! —suspiró la multitud expectante.
Con pretendida inocencia, Jesús dijo:
—¿El impuesto? ¿En qué moneda debe pagar al César un judío? ¿Tienes una moneda para mostrarme?
Chuza le dio un denario de plata, nuevo. Jesús lo examinó largamente, haciéndolo girar una y otra vez entre sus manos. Por fin preguntó:
—Dime, por favor: ¿quién es este hombre de mirada triste que lleva una corona de laurel?
Se oyeron tremendas risas y pasó algún tiempo antes de que pudiera oírse la respuesta de Chuza:
—Es Tiberio César Augusto, emperador de los romanos.
Jesús arrojó lejos la moneda, con repugnancia.
—¿Cómo te atreves a traer esto al templo? —preguntó indignado.
Chuza respondió a la furia con furia. Recogió la moneda caída, la guardó nuevamente en su pañuelo y gritó:
—Tuya es la culpa; yo pensaba cambiarla en la basílica, pero tú echaste a los cambistas. Y ahora que la has visto y la has tenido en la mano, responde a mi pregunta sin rodeos.
—No pagues a Dios lo que es del César, ni al César lo que es de Dios.
Se ha discutido con frecuencia el significado de esta afirmación, aunque en el contexto en que fue pronunciada sólo admite un sentido: «Jehová es tu único soberano; y al pagarle tu deuda de vida no debes llevarle nada manchado con la maldición gentil. La consecuencia era que todos los impuestos, excepto el impuesto del templo autorizado por el Deuteronomio, eran ilegales; y que si los judíos querían vivir sus vidas sin mácula debían expulsar a los romanos. Pero como Jesús no había incurrido en palabras que pudieran justificar su arresto por el capitán del templo, Chuza, que no se desconcertaba con facilidad, aprovechó la ambigüedad de la respuesta. Dijo enérgicamente:
—Chuza te da las gracias; Chuza, el mayordomo del tetrarca Herodes Antipas. Me alegra saber que apruebas que se pague al César lo que es del César. Contra mi deseo, mi esposa Juana ha estado financiando tu ministerio, infatuada, sin duda, por tu elocuencia barata. Pero de todos modos me alegra saber que sea cual fuere tu moral, porque mi esposa reconoce que en tu partido hay tres o cuatro prostitutas muy conocidas, tú eres, al menos, leal súbdito de Roma. Si pensara lo contrario, buscaría un bastón y le sacaría a palos a mi mujer toda su infatuación. —Luego aulló—: ¡Abran paso! —y se marchó como había venido.
Chuza tuvo éxito donde el jefe del archivo había fracasado, porque un hombre furioso y atrevido, con el ingenio aguzado por un motivo personal, siempre impresiona a una multitud. El auditorio de Jesús se dividió en una cantidad de grupos que disputaban con ardor; y cuando intentó volver a hablar oyó tal alud de preguntas y contrapreguntas que no se dignó responder. Con un breve y airado gesto de despedida descendió la escalera y salió cojeando, con el mentón en alto, por el camino que le abrieron, y luego abandonó el patio por la puerta más cercana, seguido por sus discípulos.
Más o menos una hora más tarde había regresado, aunque sin ser reconocido a causa del manto ricamente bordado que vestía. Con el rostro impasible y paso decisivo atravesó la muchedumbre dirigiéndose a la cámara del hogar, donde por antigua tradición se mantenía un fuego encendido para el Mesías, cuyo trono acolchado se encontraba protegido por una reja baja dorada. Pedro y Andrés estaban ya en el exterior de la cámara, bromeando amistosamente con el centinela levita. Jesús saludó a Pedro y a Andrés y luego dijo amablemente:
—Déjame pasar. Deseo sentarme en mi trono.
El centinela sonrió, pensando que se trataba de otra broma.
—¿Estás loco, hombre? Si entraras allí y te sentaras en el trono, el fuego del cielo te abrasaría. ¡Es para el Ungido!
—¿Quién es el Ungido?
—¿Eres un tonto o me tomas a mí por uno? El hijo de David que ha de conducir los ejércitos de Israel contra sus opresores. ¡Ojalá se siente alguna vez en su trono!
—Entonces, ¿por qué me impides el paso?
—¿Eres el hijo de David?
—El mismo rey David dice en un salmo: «El Dios de Israel dijo a mi Señor —refiriéndose al Mesías— siéntate a mi derecha hasta que haga con tus enemigos un escabel». ¿Cómo puede ser el Mesías el hijo de David? ¿Acaso un padre llamaría a su hijo «mi Señor»?
Mientras la lerda mente del centinela se debatía con la pregunta, Jesús pasó a su lado y entró en la cámara. El centinela aferró su bastón y corrió hacia él, pero Andrés le hizo una zancadilla, Pedro lo desarmó y entre ambos lo amordazaron con un pañuelo. Estaban solos en la cámara. Jesús pasó por encima de la reja y tomó solemnemente asiento en el trono del Mesías. Dijo a Pedro y Andrés:
—Quitadle la mordaza —y al levita—: Ve en paz, hombre. Di al capitán del templo que has visto al hijo de David sentado en el trono de David —el levita se alejó lleno de confusión.
Jesús descendió del trono, salió de la cámara y luego del templo, sin ser reconocido. Levitas con bastones corrían por todas partes buscándolo, y la tremenda noticia sacudió a la multitud:
—¡Jesús de Nazaret ha osado sentarse en el trono del Mesías, y no ha sufrido ningún daño!
Esa misma mañana Jesús había dicho a sus discípulos:
—Tengo gran deseo de comer a la manera de mis padres esta Pascua. ¿Por qué debemos privarnos de la carne y comer solamente pescado y pan sin levadura? Comamos a la vez la carne y la grasa.
Envió luego a Judas a Nicodemon, hijo de Gorion, con su petición privada de una habitación donde cenar.
Era el jueves, y ese año la Pascua caía en sábado; por lo tanto, según una norma de Shammai, no se podía asar el cordero pascual la noche del viernes puesto que el momento prescrito para cocinar su carne era el ocaso, y el Sabbath comenzaba el ocaso del viernes, y en el Sabbath estaba prohibido trabajar, y asar un cordero era trabajar. La solución de Shammai consistía en celebrar la fiesta la noche del jueves, y los galileos la habían adoptado, con permiso de los levitas, aunque los pobladores de Judea seguían una norma establecida por Hillel, que reputaba superior la Pascua al Sabbath, de modo que se podía comer el cordero legítimamente la noche del viernes.
Judas habló con el hijo de Nicodemon, que dispuso, en nombre de su padre, ceder una habitación en un piso alto, así como el cordero, el vino y todo lo que fuera necesario, pidiendo solamente discreción a Jesús, para que nadie supiera a quién debía esa cena, y su identidad quedara oculta de los habitantes de la casa.
—¿Dónde está esa habitación?
—No te lo puedo decir aún, pero una hora antes del ocaso uno de mis aguateros estará esperando en la calle de los Toneleros, en la parte más próxima al templo, y él te conducirá al lugar.
—Te lo agradezco en nombre de mi maestro. Pero, mi señor, si yo quisiera hablar urgentemente con tu padre, porque temo que mi maestro corra gran peligro antes de que termine el día, ¿cómo podría hacerlo sin atraer dificultades a tu casa?
—Golpea la puertecilla que está junto a los establos, a la entrada del portal. Dirás que vienes por el trabajo de copia. Haré que un empleado de confianza te reciba.
Entonces, cuando Jesús salió del templo, atestado de galileos que llevaban ovejas para que los carniceros levitas procedieran al sacrificio ritual, envió a Pedro y a Juan a la calle de los Toneleros, donde el aguatero los aguardaba. Los condujo a una casa en una calle lateral y ellos dijeron al portero:
—¿Cuál es la habitación de huéspedes donde el maestro cenará con nosotros esta Pascua?
El portero los guió a un gran salón donde encontraron todo preparado hasta en los menores detalles: agua lustral, jofainas y toallas; la mesa puesta para trece; una bandeja de pan de Pascua lista para el horno; altas jarras de vino; endibias limpias y cortadas; los ingredientes de la salsa dulce cuidadosamente medidos; una hermosa oveja ya desollada y eviscerada, con la espaldilla sagrada quitada para la cena de los levitas, colgada de un gancho. El hijo de Nicodemon había recordado incluso los trece báculos de viajero que los comensales debían tener consigo durante la cena, en recuerdo de la apresurada huida a Egipto de sus antepasados.
Pedro salió al balcón que servia de cocina, iluminado por el fuego; lo avivó con un abanico, y en el momento exacto en que caía la noche, cuando sonaron las trompetas de la colina del templo, tomó la oveja, la empaló en la tradicional vara de granado y empezó a asarla. Esa vara es otra reliquia evidente del culto cananeo de Rimmon, el dios del granado, que como ya se ha dicho fue absorbido por el culto de Jehová durante la época del rey Saúl; en un tiempo la oveja debía estar consagrada a Rimmon y probablemente reemplazaba a una víctima infantil, representante del dios mismo, aunque los judíos no conservan ninguna tradición al respecto. Del mismo modo, los báculos de viajero parecen una reliquia de los que llevaban en los tiempos antiguos los adoradores de Rimmon cuando bailaban el Pesach, una saltarina danza de invocación a su dios, y de cuyo nombre deriva la denominación hebrea del festival. Quienes hayan tomado parte en los misterios dionisiacos comprenderán exactamente lo que quiero decir, aunque los judíos piadosos se horrorizarían si pensaran que existe la más mínima relación entre el culto de Dionisos y el de Jehová; porque ellos aceptan universalmente la explicación del festival como una conmemoración del éxodo de Egipto al mando de Moisés.
Lo que había dicho Jesús acerca de su deseo de comer carne había parecido doblemente extraño a los oídos de Judas; no sólo estaba rompiendo una norma privada que había mantenido desde su infancia, sino el principio establecido públicamente por Hillel de no comer con glotonería el cordero de Pascua, como si fuera carne ordinaria, puesto que debía considerarse el símbolo de la participación común de todos los judíos en los dones de Jehová. En teoría, no debía compartir esa cena una cantidad de personas menor de diez ni mayor de veinte, aunque esta regla sólo se observaba en las casas saduceas más estrictas. La obligación de la hospitalidad estaba tan difundida entre los feligreses fariseos que en toda Jerusalén las puertas de las casas estaban abiertas para que pudieran entrar todos los que pudiesen encontrar lugar en la mesa; y el cordero de una casa podía dividirse, en ocasiones, entre doscientas o trescientas personas. La norma oficial era: «Para participar en la Pascua comerás un trozo de la víctima no menor que una oliva», lo que explica el proverbio: «Aunque la Pascua sea sólo una oliva, que el Hallel (el himno de alabanza) derrumbe el techado».
Sin duda, los sacerdotes del templo se habrían opuesto a esta norma, que reducía sus ganancias, si hubiesen sido capaces de afrontar la tarea de sacrificar suficientes corderos para alimentar al ejército de peregrinos que venía para la Pascua; pero proporcionar una víctima para cada veinte personas en un conjunto de por lo menos doscientas o trescientas mil era evidentemente imposible en el curso de una sola tarde. Los carniceros levitas iniciaban su trabajo exactamente a media tarde; lo realizaban con destreza y rapidez extraordinarias, mientras los sacerdotes formaban una infinita cadena entre las mesas de la matanza y el altar, pasando de mano en mano pequeños cubiletes de plata con unas pocas gotas de sangre de la víctima, y devolviéndolos apenas su contenido era derramado en el altar. Hora tras hora repetían esta acción como autómatas movidos por un péndulo; y cuando las trompetas del anochecer ponían fin a la tarea sentíanse como hombres que despiertan tras una prolongada pesadilla. Por lo tanto es digno de mención, aún teniendo en cuenta la necesidad de secreto, que Jesús cenara con sus discípulos en privado y a puertas cerradas, así como que dispusieran de una víctima entera para sólo trece personas.
Juan, que había estado ayudando a Pedro, regresó al fin de la calle para buscar a Jesús y a los demás. Pronto estuvieron juntos, con los pies calzados y sus báculos en la mano, para la cena tradicional: el cordero sin ningún hueso roto, las amargas endibias, la salsa dulce, el pan ázimo de la aflicción. Jesús, como cabeza de la casa, pronunció el agradecimiento prescrito:
—Bendito seas, nuestro Dios eterno, rey del mundo, que nos has santificado por tus órdenes, y que nos ordenas la Pascua.
La cena comenzó con la primera copa, que bendijo, añadiendo luego:
—Éste es el último vino que beberé antes de que el reino se establezca.
Los discípulos aplaudieron ruidosamente; el olor de la carne asada, después de más de un año de abstinencia, los excitaba prodigiosamente; del mismo modo, un asno de noria rebuzna y cocea cuando lo ponen en libertad en una verde pradera. Sólo Judas advirtió el tono profundo de dolor en las palabras del maestro, y observó que Jesús comía la carne ocultando su repugnancia. Compasivamente, su propio ánimo cayó en una negra desesperación. No pudo cantar Alabado sea el Señor; esperaba que la segunda copa pusiera algún calor en sus heladas entrañas.
Juan, como el más joven de la reunión, hizo a Jesús las preguntas prescritas por el ritual de la Pascua; y cuando todos hubieron cantado con toda su voz Israel fuera de Egipto, Jesús tomó entre sus manos un pan de Pascua —redondo, consistente, fino como el papel, caliente y recién sacado del horno— lo cortó en trozos y los repartió. Dijo:
—Así querrían hacer mis enemigos. Sin embargo, comed, comed mi cuerpo despedazado, porque he nacido en la casa del pan —luego alzó la jarra y sirvió la segunda copa, diciendo—: Así querrían hacer mis enemigos. Sin embargo bebed, bebed mi sangre viviente, porque crecí en la casa del vino.
Todos los discípulos comieron y bebieron sin pensar lo que les ofrecía; pero Judas se preguntó horrorizado. «¿Debemos comer y beber estos abominables alimentos en la fiesta misma de nuestro Dios, como beben y comen los griegos la sangre y el cuerpo de su dios en los misterios? ¿Qué es esto?». Aceptó el pan y llevó la copa a sus labios, pero ni comió ni bebió.
—Señor —dijo Pedro—, no has terminado tu historia de los arrendatarios de la viña. ¿Se atrevieron a matar al hijo del propietario?
—Lo mataron y arrojaron su cuerpo por encima del muro.
Inmediatamente, todos tuvieron súbita conciencia de su aflicción. La conversación vaciló y murió en su cabecera de la mesa, aunque en el otro extremo Tadeo y Simón de Caná continuaron discutiendo en alta voz cuál de ellos tendría el cargo de mayor responsabilidad en el reino prometido. De pronto advirtieron que gritaban en una habitación en silencio, y callaron confundidos. Todos los ojos se clavaron en Jesús. Él esperó aún un buen rato, pasando lentamente el dedo por el borde de su copa de vino, y por fin rompió el silencio:
—Uno de vosotros doce me matara.
El asombro fue general. En las mejillas de todos ardió el rubor de la inocencia puesta en duda, y se miraron unos a otros con incredulidad.
—Uno de vosotros me matará; uno de los que han puesto su mano en esta fuente, tal como está escrito en el salmo: «Mi amigo familiar, en quien confío, que ha comido pan conmigo, ha alzado su talón contra mí».
Los discípulos preguntaron:
—¿Yo? ¿Yo?
Él los miró sin ver, y murmuró oscuramente:
—¡A buen precio me habéis valorado!
Ante estas palabras, el corazón de Judas dio un brusco salto: un terrible rayo de luz brilló en su mente, y comprendió todo.
Debemos interrumpir esta narración de la cena de Pascua con otra historia, más antigua, sin la cual aquélla es del todo ininteligible; se encuentra, contada en forma algo oscura, en el largo poema que constituye los últimos capítulos del Libro de Zacarías. El autor del poema, que vivió en la época de los seléucidas, no debe confundirse con el autor de los primeros capítulos, que vivió poco después del cautiverio en Babilonia. En el prólogo relata cómo, obedeciendo de pronto a una llamada profética, se unió con un voto al servicio de Jehová, cambiando sus ropas urbanas por el áspero hábito pastoral —el vestido tradicional de los profetas de Jehová— y labró dos báculos de pastor que llamó Gracia y Concordia. Armado con esos báculos, salió a alimentar al rebaño, es decir, a predicar arrepentimiento a la manera de sus predecesores, profetizando la merced de Jehová si se volvían hacia él, y su ardiente disgusto si no lo hacían. Desde los primeros tiempos, los profetas eran leales ayudantes del clero; mientras los sacerdotes cumplían diestra y serenamente los sacrificios del templo y sus demás obligaciones rituales, los profetas recorrían el país exhortando apasionadamente al pueblo a la virtud moral. Pero ni siquiera los profetas amigos de Zacarías se habían mantenido fieles a la pura adoración de Jehová: los amos seléucidas de los judíos habían popularizado tanto los ritos de los dioses olímpicos y de la reina del cielo que el culto de Jehová casi se había extinguido. Zacarías se vio solo y predicando para oídos sordos.
Exasperado, gritó en la plaza del mercado:
—¡No alimentaré al rebaño! Así ha dicho el Señor: «Que las bestias enfermas mueran, y perezcan las que se enredan en la espesura; y por lo que a mi me importa, que las restantes se devoren unas a otras».
—Alzó su báculo Gracia, lo partió públicamente en dos, y fue a ofrecerse como esclavo del templo, para no volver a pisar las profanas calles de la ciudad. Dijo a los sacerdotes del tesoro:
—He venido para dedicarme a Dios. ¿A qué precio me valoráis?
Ellos respondieron desdeñosamente:
—La ley fija el precio de un hombre, en la flor de la edad, que desea consagrarse a Dios; en cincuenta siclos pesados en el santuario; y el de una mujer en treinta. Sin embargo, de acuerdo con el octavo versículo del capitulo veintisiete del Levítico, estamos autorizados para reducir el precio que se paga a las personas inferiores. Te valoramos, pastor indigno, en treinta siclos, porque en verdad has charlado tan ligeramente como una mujer.
Pesaron treinta siclos del santuario (el peso era superior al del siclo fenicio contemporáneo) y se los entregaron, diciendo:
Ve a ver ahora al sumo sacerdote y registra tu voto.
Zacarías se enfureció.
—¡A buen precio me habéis valorado!
Indeciso, con sus treinta siclos en una mano y el báculo restante en la otra, vio allí mismo, en el templo, a un alfarero gibeonita que se ocupaba de hacer vasos, mezclando la arcilla con sus pies descalzos, porque en ese tiempo los gibeonitas, aunque eran cananeos impuros eran empleados como artesanos del templo. La ira se apoderó de Zacarías. Arrojó los treinta siclos a los pies del alfarero para que se confundieran con la arcilla —acto simbólico que expresaba admirablemente sus sentimientos— y salió iracundo del templo; era todavía un hombre libre y un profeta.
Al llegar a la plaza del mercado, convocó al público con un grito y luego rompió su otro báculo, llamado Concordia, mientras exclamaba:
—¡Por Judá y por el resto de Israel, proclamo la discordia en el nombre del Señor!
En ese punto concluye el prólogo y comienza el poema propiamente dicho. En una visión, Zacarías se ve a sí mismo representando un terrible papel por orden divina: encarna al pastor indigno, que ni acude en busca de las ovejas perdidas, ni alimenta a las bestias enfermas que no pueden tenerse en pie para pastar, ni rescata a las que han quedado aprisionadas en la espesura; el pastor indigno que descuida todas sus obligaciones y (como los levitas del templo) se alimenta suntuosa y complacientemente de carne asada, comiendo «a la vez la carne y la grasa». Una terrible paradoja: se ve a sí mismo predicando falsamente en nombre de Dios, y haciéndose cargo de los pecados de todo el pueblo por puro amor a Dios.
Entonces se leen estas líneas; citaré el texto original, desvirtuado por la versión griega:
¡Ay de mi pastor indigno, que ha abandonado el rebaño! Su brazo derecho se marchitará del todo y su ojo derecho se oscurecerá por completo. ¡Despierta, espada, contra este pastor, aunque es mi amigo! Hiere al pastor, y las ovejas se dispersarán. Pero para aquéllos de corazón humilde, mi castigo será cariñoso.
Zacarías se ve a sí mismo predicando falsamente en los patios del templo, tratando de inducir al pueblo a avergonzarse, hasta que finalmente su propio padre y su madre gritan:
—Has dicho mentiras en nombre de Jehová; ¡no vivirás! —y lo atraviesan con la espada.
Este acto rompe el hechizo del mal. El pueblo siente brusco arrepentimiento, y Jehová se muestra misericordioso. Brota en Jerusalén la fuente de la gracia, para lavar el pecado y la impureza. Los ídolos son derribados, y se expulsan de la ciudad todos los falsos profetas que han participado en el culto de la reina del cielo, Tamuz, Dionisos y Zeus. Zacarías los ve refugiarse en los pueblos suburbanos; pretenden ser simples pastores y explican las heridas que ellos mismos se han infligido en sus orgías como el resultado de una pendencia en la casa de un amigo. Luego, el pueblo de Jerusalén «piensa en aquél a quien han traspasado»; ven el cuerpo del hombre muerto y por fin comprenden: él los ha salvado de la destrucción con sus provocativas falsedades. Lo lloran con tanta amargura como si fuera su hijo único.
Más tarde, alborea el tremendo día del Señor. Todas las naciones del mundo avanzan contra Jerusalén, la ciudad es tomada, las casas despojadas, las mujeres violadas y medio pueblo llevado al cautiverio. Pero el hijo de Dios se manifiesta de pronto; sus pies pisan el Huerto de los Olivos, que se abre en dos. Los fieles, salvados de la masacre, se refugian a su sombra. Ese día el cielo se oscurece como al ocaso, pero al atardecer se aclara y las aguas vivas —metáfora que los fariseos interpretan como «la doctrina divina»— fluyen desde la ciudad, hacia el este hasta el mar Muerto y hacia el oeste hasta el Mediterráneo. Dos terceras partes de la nación han perecido; pero la parte restante se ha refinado, como se refinan al fuego el oro y la plata. Jehová dice «Es mi pueblo», y ellos: «Es nuestro Dios».
Después de salvar a Jerusalén con este milagro, Jehová castiga a todos los opresores de la ciudad con una plaga. Luchan furiosamente unos contra otros y miríadas perecen, pero al fin la lucha cesa por agotamiento, y la plaga concluye. Los escasos sobrevivientes se convierten y van todos los años a Jerusalén para la Fiesta de los Tabernáculos. La plaga también ha afectado a los caballos y a las mulas que llevaban amuletos de bronce en forma de media luna en honor a la reina del cielo, que mueren. Ahora todo es puro y santo en Jerusalén; ya no hay alfareros cananeos en el templo, y los caballos y las mulas tienen inscrito el nombre de Jehová en los cascabeles que traen al cuello, unos cascabeles tan sagrados como los que llevan cosidos las vestiduras del sumo sacerdote.
Así concluye el poema; pero Zacarías no se atrevió a traducir esta visión a la acción, de modo que se ha convertido en una profecía que espera cumplimiento.
«¡Jesús se propone cumplirla!», se dijo Judas. «Ahora representa al pastor indigno, el falso profeta que descuida sus obligaciones pastorales y conduce erróneamente al pueblo en nombre de Jehová en los mismos patios del templo». Y recordó las palabras de Amós:
«Eduqué a vuestros hijos para que fueran profetas y nazareos; pero les habéis dado a beber vino y les habéis ordenado que no profeticen. Estoy hundido bajo vuestras iniquidades como un carro cargado de espigas. Por lo tanto, los de pies veloces perderán su agilidad; los fuertes no aumentarán su fuerza, ni se librarán los poderosos. Y ese día, el que tenga el más valeroso corazón entre los fuertes huirá desnudo», ha dicho el Señor.
Se explicaba, finalmente, todo lo que lo había condolido y asombrado: el desbordamiento en la casa de los esenios; la maldición de la higuera; la violenta purga del templo; su negativa a asumir que su autoridad provenía de Jehová; su abandono del sincero mensaje anunciando el inminente reino de Dios en favor de un falso mensaje anunciando la renovación de la monarquía davídica, sedienta de sangre; y ahora, esta eucaristía idólatra. Era evidente que había tomado partido por su propia destrucción, para ser el chivo emisario que carga con los pecados de todo el pueblo. Combinaba en su persona la profecía de Zacarías acerca del Pastor, y la de Isaías sobre el Siervo que Sufre, el hombre deformado, el varón de dolores que se dirige a su muerte en deliberado sacrificio, para contarse entre los pecadores. Contarse entre los pecadores es cometer pecado, y el varón de dolores debía pecar atrozmente para poder asumir las iniquidades de todo un pueblo: era la conciencia misma del atroz pecado lo que hacía de él el varón de dolores.
Pero ¿cómo podrían matar a Jesús su padre y su madre? Entonces Judas recordó lo que había dicho Jesús en la casa del recaudador de impuestos de Cafarnaúm: «Un profeta no tiene padre, madre ni hermanos; sólo sus amigos profetas». Entonces, ¿estaba incitando a sus propios discípulos a volverse contra él y a destruirlo como un falso profeta, de modo que, cuando el pueblo de Jerusalén viera su cuerpo atravesado, terminaría por comprender y se arrepentiría, precipitando así los dolores de parto del Mesías?
Judas, consternado, lloraba con la cabeza entre las manos. Trató de convencerse de que estaba equivocado, pero las palabras que Jesús pronunció a continuación no dejaban lugar a la menor duda. Se dirigió a los discípulos que estaban en el extremo opuesto de la mesa y les dijo:
—Hijos, cuando os envié en parejas sin báculo, zapatos ni bolso, ¿os faltó algo?
—Nunca, señor.
—Esos días se han ido. Ahora no podréis contar ya con la protección del Señor. Que cada uno tome un báculo y un bolso, si lo tiene. Y si en él no hay dinero, que venda su manto pastoral y compre una espada —se volvió, miró directamente a Judas y agregó en voz baja—: Porque está escrito: «Se contaba entre los pecadores»; y por mí llegará el fin.
Pedro se acercó a Juan, que estaba reclinado al lado de Jesús, y le susurró al oído:
—No puedo soportar esto por más tiempo. Querido hermano, pregúntale cuál es el traidor que lo matará.
Porque ni Pedro ni ningún otro discípulo, aparte de Judas, comprendía que Jesús estaba dictando una orden, y no formulando una acusación.
Juan apoyó tiernamente su cabeza en el pecho de Jesús y le hizo serenamente la pregunta. Como respuesta, Jesús mojó un trozo de pan en salsa dulce y se lo entregó ostensiblemente a Judas, diciendo:
—Haz prontamente lo que se debe hacer.
Judas se levantó de inmediato y salió, pálido de terror. Sus instrucciones eran claras: debía comprar una espada para matar a su maestro. ¿Cómo podía obedecer? ¿Cómo podía tomar la vida del hombre a quien más quería? ¿Y por qué lo había elegido Jesús como su asesino? ¿Por qué no al joven Juan, su favorito? ¿O a Jaime, el valiente? ¿O a Pedro que por primera vez lo había llamado Mesías? ¿O a su obediente hermano Tomás? ¿Era quizá porque sólo él había comprendido que la nueva doctrina era falsa, el único que había rechazado esa eucaristía idólatra, y por tanto el único que se había mantenido fiel a su misión? Sin embargo, en el poema, el padre y la madre de Zacarías se habían engañado, tomándolo por un falso profeta y matándolo con indignación; en tanto que él no se había engañado, sino que estaba convencido, en su corazón, de que a pesar de todas las apariencias Jesús era aún fiel a su Dios. Y sabiendo que así era, ¿cómo podía matarlo? «No matarás». Matar a Jesús, excepto con justa indignación, sería lisa y llanamente un crimen; él no podía cometer un crimen.
Trastabillando ciegamente por las calles iluminadas por la luna se encontró dirigiéndose al azar hacia la casa de Nicodemon. Echó a correr; corría como una liebre del monte.
Cuando llegó, llamó a la puerta pequeña y dijo, jadeando:
—Soy el copista.
Inmediatamente fue conducido a presencia de Nicodemon —regordete, rubicundo, afable, miope y de barba corta— que revisaba sus cuentas en su estudio.
Nicodemon se puso en pie de un salto y preguntó ansiosamente:
—¿Qué ocurre? Has venido corriendo. ¿No te han seguido hasta esta casa?
Judas movió la cabeza tristemente, incapaz de hablar, y rechazó el vino que le ofrecieron. Por fin recobró el aliento y dijo en voz entrecortada:
—Es esto: me ha designado su verdugo. Pero no puedo matar a mi amigo más querido; al hombre ungido por Juan. Antes tomaría mi propia vida, como hizo el portador de la armadura de Saúl en el monte Gilboa cuando el rey le ordenó que lo atravesara con su espada.
Nicodemon preguntó, con asombro y horror:
—Entonces, ¿ha decidido su propia muerte? ¿Qué espíritu maligno se ha apoderado de él?
Judas describió brevemente los acontecimientos de los dos últimos días, mientras Nicodemon lo miraba fijamente y escuchaba chasqueando la lengua. Tenía una mente ágil y Judas apenas tuvo que mencionar el poema de Zacarías para que él comprendiera todo. Antes de que concluyera su relato, Nicodemon ya había tomado una decisión; y sus palabras brotaron raudamente apenas le tocó el turno de hablar.
—Consuélate, Judas, hombre de corazón sincero; yo conozco el secreto del nacimiento de tu maestro, que me fue comunicado por Simón hijo de Boeto. Y también comprendo tu cauta referencia al portador de la armadura del rey Saúl, porque Nicanor el Esenio me comunicó el secreto de la coronación de Jesús. Porque conozco ambos secretos lo he apoyado todos estos meses. No, no permitiré que hagas lo que él te instiga a hacer, porque no puedo aprobar el nuevo rumbo que ha tomado, como un navegante que deliberadamente lanza su nave pesadamente cargada contra las rocas. Esto es forzar la mano del Señor, adelantar la hora. Tenemos una tradición: «El Mesías no vendrá sino cuando haya una generación totalmente culpable o totalmente inocente», y ese momento aún no ha llegado, porque hoy, en Jerusalén, la gran bondad y la gran maldad son vecinas. Además, en la academia se nos enseña que apresurar la hora es disgustar al Señor. La salvación de Israel, aprendemos, debe compararse con cuatro cosas: la cosecha, la vendimia, la recolección de especias y el nacimiento. A la cosecha, porque si el campo se cosecha antes de su tiempo, ni siquiera la paja es buena, en tanto que si se aguarda el momento preciso, tanto el grano como la paja son buenos. A la vendimia, porque si se despoja una viña antes de su tiempo, hasta el vinagre es malo, pero en el momento preciso tanto las uvas como el vino son excelentes. Por esto ha dicho el profeta Isaías: «Canta para ella, una viña de vino rojo». A la recolección de las especias, porque si se recogen cuando aún son verdes y tiernas…
Judas interrumpió:
—Oh, mi señor Nicodemon, perdóname pero no hay tiempo que perder. Cuando él comprenda que yo no me puedo obligar a matarlo, persuadirá a otro de mis camaradas y logrará que lo haga en mi lugar.
De mala gana, Nicodemon dejó su argumento inconcluso. Pero estaba de acuerdo.
—Sí, por supuesto, debemos actuar de inmediato. Es la única esperanza de Israel, como Israel es la del mundo. No debemos permitir que muera. Ha desesperado demasiado pronto, y por eso ha caído en el error, pero un error que procede del amor al Señor se repara fácilmente. Me comprometo a salvarlo; y aún más, a conseguir de un solo golpe lo que más anhelamos. Confía en mí, hombre de Keriot, y actuaré; pero necesito tu ayuda, porque lo que haga debe hacerse con sutileza.
—¿Cuál debe ser mi participación?
—Sólo ésta: irás a ver ahora mismo al sumo sacerdote y le ofrecerás tu ayuda para arrestar a tu maestro. Mejor será que pidas una paga, para que no se sospeche un subterfugio. Una vez que esté custodiado y a salvo, todo marchará bien. Pero aún no te revelaré mi plan, para que no fracase.
Judas lo miró dubitativamente, pero por fin cedió. Sabía que Nicodemon era honesto, piadoso y leal; quizá el mejor de todos los fariseos temerosos de Dios en Jerusalén.
El plan de Nicodernon se basaba en su observación de que Jesús jamás había predicado contra Roma; y nunca, excepto en su personificación del pastor indigno, había alentado ninguna especie de actividad revolucionaria. «Después de todo» se decía, «¿qué necesidad había de un conflicto entre Roma e Israel?». En los antiguos tiempos, Israel había estado sometida a Egipto, Asiria y Persia, y hasta los profetas lo aprobaban, siempre que el tributo pagado a los reyes extranjeros a cambio de su protección militar no interfiriera con las prácticas que se debían a Jehová. ¡Grande había sido la recomendación de Ciro de Persia que había formulado el profeta Isaías! Ahora bien: ¿por qué no podía Jesús demostrar amistad a los romanos, y presentar pacíficamente sus títulos al trono de Herodes, al mismo tiempo que ingresaba a la monarquía sagrada de la raza judía? El emperador se sorprendería, al comienzo, ante una reclamación que había estado dormida tanto tiempo; pero era un hombre razonable y advertiría de inmediato la ventaja que suponía tener una persona de la calidad de Jesús a la cabeza de los asuntos judíos: un ciudadano romano, quietista, de extraordinario poder personal y heredero de Herodes según el testamento custodiado por las vestales.
Por lo tanto, su plan consistía en dirigirse —después de que Judas salvara a Jesús de las espadas de sus discípulos ayudando a Caifás a arrestarlo— a Pilatos, con quien estaba en muy buenos términos, e informarle que Caifás había arrestado a un súbdito romano, y nada menos que al heredero secreto del trono de Herodes. Pilatos, tras pedir pruebas, para lo cual sería referido al mismo Jesús, preguntaría qué clase de hombre era, y entonces Nicodemon lo elogiaría en los términos más cálidos. Diría:
—Su excelencia, es la única persona que puede resolver los principales problemas que se les plantean a los romanos en la gobernación de los judíos asegurando la paz en todo el territorio, y aumentando vastamente las rentas imperiales al tornar inútil un costoso ejército de ocupación.
Luego explicaría que la tarea emprendida por Jesús durante los dos últimos años había consistido en fortalecer el partido fariseo mediante la integración de los sectores más pobres de la sociedad judía, para poner a toda la nación —excepto el clero del templo— bajo el control religioso de la sinagoga central. Al mismo tiempo había predicado la simplificación del ritual del templo y la abolición de los sacrificios de sangre; si Jesús conseguía su finalidad, los veinte mil sacerdotes y levitas cuyo mantenimiento era tan oneroso para la provincia se reducirían a algunas veintenas de levitas físicamente aptos para reemplazar, como policía, a los soldados romanos. Además volverían a ser consagrados los viejos altares locales de Siloé, Tabor y Ain-Kadesh, de modo que disminuirían los inconvenientes de la inmensa afluencia de peregrinos a Jerusalén durante las tres grandes fiestas; e incluso se resolvería el problema samaritano, con judíos y samaritanos reconciliados bajo el imperio de un rey sagrado que ambos podían reconocer. Todo el país estaría complacido (porque los judíos aman la monarquía), y el impuesto imperial, en la forma de una donación libre, sería pagado tan de buen grado cómo el impuesto del templo, sin necesidad de recaudadores de impuestos ni de una policía corrompida. No habría más mendicidad ni bandidaje. La supresión de las tetrarquías de Antipas y Filipo y la unificación de todo el país en un único estado acabaría con el costoso absurdo de las fronteras y las minúsculas cortes. Por supuesto, los romanos tendrían todas las facilidades para el paso de las tropas hacia sus guarniciones del otro lado del Jordán.
Sin duda, Pilatos no dejaría de ver tan convincentes argumentos; y en último caso, la decisión no era suya. Debería sacar a Jesús de las manos de Caifás, que no tenía derecho a juzgar a un ciudadano romano, y luego enviar un informe completo al emperador Tiberio
Nicodemon estaba lleno de ánimo aunque —lo que es sumamente extraño— en ningún momento se detuvo a considerar si Jesús aceptaría el papel que él le asignaba.