VIII
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EL JUICIO DEL REY ANTÍPATER

Pasaron algunos meses hasta que el rey Antípater, que encabezaba la embajada de Herodes a Roma, logró convencer al presidente de la corte del senado de que pronunciara sentencia de muerte contra Sileo el Árabe.

Esto le costó veinte talentos de plata, puesto que el presidente había sido sobornado por la parte contraria para que postergara el juicio hasta que la embajada regresara a Judea; se esperaba que si ninguno de sus miembros estaba en Roma para recordar al emperador la gravedad del caso, sería posible obtener una remisión de la pena. Antípater había cumplido ya todas sus demás misiones, incluyendo la presentación del testamento de su padre para la aprobación del emperador. El emperador había expresado su satisfacción por el testamento y lo había confiado al cuidado de las vírgenes vestales. Pero Antípater no podía regresar mientras no tuviera la promesa del comandante de la guardia pretoriana de que la fecha de la ejecución de Sileo no sería postergada. Probablemente, eso costaría otros tres o cuatro talentos.

Diez días más tarde, mientras continuaba sus negociaciones con el comandante, Antípater recibió, más bien con ira que con alarma, una carta anónima fechada cuatro meses antes en Jerusalén. La encontró entre los pliegues de su servilleta durante el desayuno. Contenía información detallada acerca de la conspiración nacionalista, la muerte de su tío Feroras, el suplicio de las damas de la corte, los cargos criminales aducidos contra su madre, la reina Doris; pero él no creyó que estos hechos hubiesen ocurrido porque no había la menor mención al respecto en los despachos posteriores que su padre le enviaba regularmente.

Mostró la carta a dos miembros de su comitiva dignos de confianza, esperando que manifestaran su disgusto ante tales libelos anónimos. Para su sorpresa, no lo hicieron. Reconocieron que la carta aclaraba rumores que habían recibido de fuentes seguras de Jerusalén y que no habían querido perturbarlo por el momento. Antípater podía ver en sus rostros que ya habían oído hablar de todo lo que contenía la carta. Ellos le pidieron que se quedara en Roma, bajo la protección del emperador, mientras no supiera si su padre lo acusaba de complicidad en la conspiración nacionalista o en el asesinato de Feroras.

Antípater les reprochó su credulidad; dijo que una conciencia limpia era la mejor armadura posible contra la malicia y las mentiras, como su padre había demostrado recientemente al acudir a Roma para responder a las infundadas acusaciones de Sileo. Por lo tanto, pensaba regresar a Jerusalén apenas Sileo fuera ejecutado. Escribió de inmediato a su padre que esperaba partir diez días más tarde, que le enviaba una lista detallada de sus gastos en Roma, lamentando que los gastos legales de la causa de Sileo fuesen tan elevados. Alcanzaban la cifra de casi doscientos talentos de plata, de los cuales sesenta se habían invertido en el soborno de jueces y funcionarios de la corte.

Augusto manifestó sincera pena cuando Antípater fue a despedirse. Le entregó costosos regalos así como una carta de recomendación para entregar a Herodes. En ella, como era característico en él, hacia un juego de palabras con el nombre de Antípater: «Un hijo tan respetuoso no debería llamarse Antípater, sino Filópater, alguien que no se opone a su padre sino que lo ama. Te envidio, querido Herodes, porque tienes como colega real a un Filópater y puedes confiar que él quite de tus hombros parte del terrible peso de los asuntos públicos. El celo con que te defiende es notable». Augusto sabía, naturalmente, que Antípater no significa verdaderamente «opositor al padre» sino, en el otro sentido de la preposición «anti», «el que actúa como delegado de su padre». Era un nombre hereditario de la casa de Herodes que, según supongo, significa originariamente «sacerdote de Hércules-Melkarth».

Luego manifestó sus condolencias a Antípater por la muerte de su tío Feroras, noticia que había recibido oficialmente de Antioquía, en el último informe trimestral.

—¡Entonces es verdad! —exclamó Antípater, sin poder contener las lágrimas.

—Una advertencia —dijo amablemente Augusto—: también he recibido informes oficiosos de que tu madre, la reina Doris, ha caído en desgracia. Te sugiero que no defiendas ciegamente su causa, como haría el hijo generoso que eres. Tu padre se ofende con facilidad; acepta que puede ser culpable mientras no tengas pruebas evidentes de su inocencia.

Antípater preguntó:

—¿De qué se acusa a mi madre, César?

Pero Augusto no quería decir más.

—El informe no era oficial —dijo, sonriendo, para expresar que abandonaba el tema.

Sileo fue ejecutado por los Idus de septiembre, y el día siguiente Antípater y su séquito partieron de regreso en una galera rápida, la Fortuna. Encontraron mal tiempo en el mar Jónico y luego en el Cretense; pero la calma reinaba nuevamente cuando avistaron la costa de Cilicia y encontraron el transporte regular de Cesárea a Roma. Entre el correo que traía había una carta de Herodes dirigida a Antípater en Roma, donde le pedía que regresara de inmediato, estuviera terminado o no el asunto de Sileo, porque cada día se sentía más agudamente su larga ausencia de los asuntos públicos. Herodes, en tono muy afectuoso, sólo se refería de modo incidental a la muerte de Feroras, lo que hizo pensar a Antípater en el extravío de una carta previa, y también mencionaba una «leve dificultad» con la reina Doris quien, tras demostrar «una severidad más digna de una madrastra» hacia sus esposas más jóvenes, no había aceptado sus reproches con tan buen ánimo como él tenía derecho a esperar. Sin duda todo marchará mejor, hijo rey, cuando vuelvas y seas, como siempre, la prenda visible del amor entre tu madre y yo; y por esta razón, tanto como por otras de las que ya he hablado extensamente, ven sin demora e iza tus velas para coger el viento del Oeste».

Antípater, sintiendo que quitaban un gran peso de su corazón, mostró esa carta a los mismos dos miembros de confianza de su sequito.

—Leed vosotros mismos —dijo—. Esa misteriosa advertencia provenía de enemigos que intentaban crear dificultades entre mi padre y yo. No es extraño que fuera anónima. Me alegro ahora de no haber seguido vuestro consejo.

—Quiera Dios que sea así, majestad. Olvida, por favor, lo que te habíamos recomendado.

Antípater había observado, en la parte posterior de la carta, un grupo misterioso de letras hebreas —evidentemente números— en caracteres muy pequeños. Pocas semanas antes, había hallado en una carta de Jerusalén, un grupo de letras similar. Desempacó entonces sus archivos y buscó la carta anterior que, según recordaba, era un informe del mayordomo de sus propiedades en Jamnia. La encontró sin dificultad y comparó las cifras. El primer grupo decía, leído de derecha a izquierda, al modo oriental:

El segundo grupo era el siguiente:

La caligrafía era idéntica, pero ¿qué podían significar esos números? ¿Eran mensajes cifrados? Entonces no podían estar dirigidos a él, puesto que no había hecho ningún arreglo para mantener correspondencia cifrada con nadie. ¿Podían ser para algún otro miembro de su séquito? ¿O se trataba meramente de los números de registro usados por el servicio de envíos?

Copió los dos grupos en un trozo pequeño de pergamino y los estudió con la atención absorta que los viajeros suelen dedicar a las minucias durante un viaje monótono por el mar en calma, pero nada pudo deducir de ello. Lo que más le asombraba era que empleaban los caracteres antiguos usados en las primeras versiones de las Escrituras, y no en el moderno alfabeto cuadrado.

El barco remontó el Orontes hasta Antioquía, donde Antípater descendió para saludar a Quintillo Varo, recientemente designado gobernador general de Siria, con quien tenía antigua amistad. Varo lo recibió con expresión asombrada y lo invitó a una audiencia privada; pero cuando, en lugar de formular una confesión trágica o una apasionada petición de ayuda, Antípater habló alegremente de asuntos corrientes y conocidos comunes, se tornó impaciente y preguntó a boca jarro si la muerte de Feroras no significaba una grave complicación.

—No, excelencia, ninguno de mis asuntos estaba en sus manos. Esto no significa que la noticia no haya sido un golpe amargo y repentino. Yo quería a Feroras. Fue para mi más un padre que un tío cuando yo estaba en el exilio, y confieso que lloré cuando me enteré de su muerte; en verdad ayuné un día entero, cubierto de cenizas y vestido de tela de saco, como es nuestra costumbre.

—Majestad, ¿por qué no confías en mí? Soy tu amigo.

—¿Qué debo confiar?

—Tus bien fundados temores.

—No comprendo, excelencia.

—Ni yo, majestad. Puedo ser tan discreto como tú, si quieres, pero por lo menos una cosa debo decirte. Tu padre me ha invitado a Jerusalén por un asunto legal, que no especifica pero cuya naturaleza me figuro, y me propongo viajar allí dentro de pocos días pasando por Damasco, donde se me ha pedido que resuelva un problema de límites. Seré muy feliz si me acompañas en mi coche. La razón me dice que recibirás una bienvenida más honrosa como amigo mío que como hijo de tu madre o colega y heredero de tu padre. ¿Es esto bastante claro?

—Eres muy amable, excelencia, pero si mi real padre tuviera alguna sospecha de mi lealtad, como sugieres, sería poco aconsejable aumentarla poniéndome bajo tu protección, como si me creyera culpable de algún crimen. Además, me ha pedido que me apresure, y no puedo desobedecer. Continuaré mi viaje por mar y, si el viento no cambia, llegaré dentro de cuatro días.

—Tienes un alma noble, majestad, pero en esta época la nobleza de alma no suele hallar recompensa. Quédate conmigo; asumiré toda la responsabilidad por tu demora, y te ayudaré con todas mis fuerzas si tu padre presenta cargos contra ti. Porque una mano lava la otra y cuando seas el único soberano, sin duda recordarás tu deuda conmigo. Si rechazas mi ofrecimiento, podrías encontrarte sin un solo amigo que te apoye en tus dificultades.

—Perdón, excelencia. Mi deber hacia mi padre es lo primero.

Varo perdió los estribos.

—Según dicen, majestad, nadie puede convencer a un tonto de que el arco iris no es su escalera. No insistiré más. Si esa escalera se derrite debajo de tus pies y caes al agua, no me pidas que te arroje un remo o un tonel. Tu padre tiene otros hijos; tal vez ellos deseen mi favor y mi amistad más que tú.

—No temo ahogarme. Como escribe Píndaro:

Si el designio del cielo es salvarte, estarás a salvo

aunque navegues en un colador por el océano.

Ambos se separaron, Antípater volvió a embarcar y la Fortuna se hizo nuevamente a la mar, pero cuando entraba en Sidón se abrió una vía de agua contra los restos de un naufragio. Esto representó una demora de varios días y, cuando partió nuevamente, violentos vientos del noreste desarbolaron sus mástiles y le impulsaron hasta pocas millas de Alejandría. Tuvo que regresar lentamente, a fuerza de remos, con muchos hombres heridos a bordo y escasas provisiones.

Sólo llegó a Cesárea el último día de octubre. El hermoso doble puerto de Cesárea, construido por Herodes costosamente sobre una costa informe y dominado por una estatua colosal de Augusto que se podía ver desde muchas millas de distancia, era tan cómodo como el Pireo. El largo muelle que rompe la violencia de las olas y encierra el puerto exterior no mide menos de doscientos metros de ancho, y obras de fortificación protegen los amplios depósitos del puerto interior. En la magnífica ciudad hay templos, baños, mercados, gimnasios y un anfiteatro del mejor estilo griego.

La Fortuna penetró en el puerto exterior, cuya entrada se abría hacia el norte, y su capitán saludó al encargado del puerto:

—¡Ah del puerto! Aquí la galera Fortuna, capitán Firmicus Sidonius, doscientas toneladas, en viaje desde Roma. Trae a bordo a su majestad el rey Antípater y un cargamento de lingotes de cobre de Sidón. Limpia de fiebre. Se necesita un cirujano para diez hombres heridos durante la tempestad. Nos proponemos amarrar junto al pabellón real, detrás del fuerte druso.

Después de una pausa, la voz estentórea del esclavo del encargado del puerto lanzó la respuesta:

—Instrucciones para el capitán: amarra en el muelle del cobre, del lado oeste, y descarga.

El capitán insistió:

—¡Ah del puerto! Repito que viaja a bordo su majestad el rey Antípater. Amarraremos en el pabellón real.

La respuesta fue:

—Instrucciones repetidas. Amarra en el muelle del cobre y descarga. Se enviará un cirujano a bordo.

El capitán presentó sus excusas a Antípater.

—Majestad, el encargado del puerto es un pequeño tirano enloquecido y no me atrevo a desobedecer sus órdenes sin tu venia. ¿Qué debo hacer?

—Tal vez la tempestad haya dañado el pabellón real. Ve al muelle del cobre como te ordena. Me agradará caminar por el muelle hasta la ciudad. Mis piernas están deseosas de tierra firme.

La Fortuna se acercó al muelle del cobre e inmediatamente los esclavos saltaron a bordo para ayudar a vaciar las bodegas.

—¡Atrás, perros! —gritó el capitán haciendo chasquear su látigo—. Dejad desembarcar a su majestad antes de poner vuestros pies en cubierta.

Se bajó la planchada que se amarró a un noray. Miembros de la comitiva de Antípater lo cubrieron con un manto púrpura, descendieron y aguardaron sobre el muelle.

Uno de ellos susurró a otro:

—Extraña recepción. ¿Recuerdas cuánta pompa rodeó la despedida cuando partimos a Roma?

—¿Por qué no está aquí el comandante del fuerte druso para saludar al rey? ¿Están todos locos en Cesárea?

—Ocupaos primero de los heridos —dijo Antípater—, y que alguien busque frutas frescas para ellos.

Se hizo esto, llegó el cirujano y Antípater descendió. Un sargento del cuerpo de guardia de Herodes seguido por varios soldados salió de atrás de un edificio. Saludó a Antípater y dijo:

—Majestad, el rey Herodes requiere tu presencia inmediata en Jerusalén; debes tomar la posta sin demora.

Los miembros de la comitiva estaban asombrados. ¡Apenas un sargento! Uno de ellos le preguntó:

—¿Dónde está tu comandante? ¿Por qué no ha venido personalmente a saludar al rey?

El sargento respondió:

—Mis instrucciones, que proceden directamente del rey, me imponen no responder a ninguna pregunta ni permitir demoras. La silla de posta está lista para su majestad cerca de aquí, y debo acompañarla hasta Jerusalén. Tengo también la orden de desarmar a su majestad.

—No traigo armas —dijo Antípater.

—Igualmente debo registrar a su majestad.

—¿Y mi comitiva?

—No tengo instrucciones al respecto: pueden hacer lo que deseen, permanecer aquí o escoltarte en caballos alquilados.

—¿Mi padre el rey goza de buena salud?

—Su majestad me perdonará pero no me está permitido responder a ninguna clase de preguntas.

—Muéstrame primero tus órdenes.

Estaban en regla y Antípater permitió el registro. Luego subió al vehículo y los caballos partieron al trote sobre el muelle. Los miembros de la comitiva quedaron boquiabiertos; luego los más leales se dirigieron a pie a la ciudad, alquilaron caballos y corrieron para alcanzar a Antípater. Jerusalén estaba a veinticinco millas hacia el interior.

Antípater llegó al palacio sin otra escolta que el sargento, porque los guardias de Herodes detuvieron en la puerta de la ciudad a los miembros de la comitiva. El sargento lo entregó al jefe de la guardia, que le dedicó una mirada sombría y un saludo apenas formal, sin decir palabra. Nadie se acercó a darle la bienvenida, y un joven oficial a quien había demostrado cierto favor se apartó de prisa, ocultándose detrás de una columna.

Con la cabeza erguida, Antípater entró en la embaldosada sala del juicio donde ya era esperado: señales de humo habían transmitido la noticia de su llegada a Cesárea unas horas antes. Herodes, pálido y delgado estaba sentado sobre el trono y apoyado en cojines; Varo se encontraba a su derecha en una silla curul de marfil. Ambos acababan de resolver un litigio entre algunos nómadas sirios acerca de sus derechos de pastoreo en Transjordania.

Antípater saludó con corrección. Se produjo un súbito silencio cuando recorrió el salón de extremo a extremo, subió los escalones y se dispuso a abrazar a Herodes.

Herodes lo rechazó violentamente, apartó la cabeza y exclamó:

—¡Que el Señor te confunda, vil desventurado! ¡No te atrevas a tocarme! ¿No es éste el perfecto parricida, Varo? Planea traicioneramente mi muerte y luego me cubre de besos. Fuera de mi vista, y prepara tu defensa en las pocas horas que te quedan. Mañana serás juzgado; el excelente Quintilio Varo que hoy ha llegado aquí por una afortunada casualidad, será tu juez.

Antípater quedó estupefacto. Se volvió hacia Varo, que le dedicó una dura mirada y luego nuevamente hacia su padre quien, sin mirarlo, gritó:

—¡Vete de aquí, he dicho!

Antípater hizo una profunda reverencia y luego dijo a Varo:

—Excelencia, ignoro los cargos que se me hacen, ¿cómo podré defenderme de ellos?

—Seguramente los cargos serán expuestos por escrito; los recibirás antes de una hora.

Herodes aulló:

—¡No, Varo, no! ¡No, por Hércules! Si le entrego los cargos, utilizará sus relaciones con los guardianes para conseguir falsos testigos, y tendrá tiempo para imaginar diabólicos pretextos.

Varo respondió suavemente:

—Es usual, en las causas criminales, dar al acusado tiempo suficiente para preparar su defensa.

—Ésta no es una causa usual. Se trata, simplemente, de parricidio —Luego gritó a Antípater—: ¿Por qué no te apresuraste para regresar como te ordené? ¿Dónde has estado todo este tiempo desde que partiste de Antioquía? Has salido diez días antes que Varo y, sin embargo, llegas después que él. ¿Has visitado a tu cómplice Antífilo en Egipto? ¡No, no, no respondas, te ruego! ¡Guarda para mañana tus mentiras!

Antípater pasó la noche en la prisión del palacio, bajo custodia, sin que se le permitiera comunicarse con nadie. Pidió las Escrituras, para serenar su mente y le entregaron un ajado lío de rollos. Por azar, el Libro del Génesis estaba abierto en el capítulo referente a la destrucción de Sodoma. Empezó a leer y las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos fueron:

Huye por tu vida, no mires atrás ni te quedes en el llano.

Huye a la montaña para no ser consumido.

Suspiró y pensó: «Primer Libro de Moisés, capítulo diecinueve, versículo diecisiete: "Huye por tu vida, no mires atrás ni te quedes en el llano. Huye a la montaña para no ser consumido". Una advertencia que llega demasiado tarde». De pronto una luz brilló en su mente y recordó las cifras escritas en el reverso de sus cartas. Empezaban con esa misma serie, 1, 19, 17. Las recordó sin dificultad porque las había estudiado con atención; ahora, con manos temblorosas empezó a buscar en las Escrituras las siguientes dos citas de la primera serie. El Libro décimo octavo del Canon de Jerusalén era el de Job. 18, 18, 8. El capítulo dieciocho, octavo versículo:

Es arrojado a la red, camina sobre una trampa.

12, 3, 27. El tercer capítulo del Libro Segundo de los Reyes, versículo veintisiete:

Entonces tomó a su hijo mayor, que debía haber reinado

y lo ofreció en holocausto al fuego sobre el muro.

Los tres textos componían la advertencia de no caer en la trampa que su padre había preparado para él, y de huir para salvar su vida, porque su padre se proponía sacrificarlo tan despiadadamente como el rey de Moab había sacrificado a su hijo mayor. Una advertencia que llegaba demasiado tarde. Supuso que el otro mensaje sería similar. Sin embargo, era totalmente distinto: traía noticias.

Deuteronomio, 24, 9.

Recuerda lo que hizo a Miriam el Señor tu Dios

después de tu venida de Egipto.

II Samuel, 11,5.

Y la mujer concibió y llamó y dijo a David:

«Estoy encinta».

Josué, 15,32.

Y Lebaoth y Shilhirn y Ain y Rimmon.

Entonces Antípater se echó a llorar, entre el temor y la alegría. María esperaba un hijo y estaba segura con sus parientes en Ain-Rimmon. ¿Estaría segura? ¿No era posible que hubiese provocado la furia de Herodes el descubrimiento de su boda secreta? ¿No habría traicionado el secreto de María alguno de los rechabitas que habían simulado el secuestro? ¿No la habría arrestado y sometido a la tortura Herodes?

Rogó silenciosamente a Dios que, cualquiera fuese su propio destino, María lograra escapar de la maldad de sus enemigos y dar a luz a su hijo con felicidad. Su amor por ella no se parecía a ningún otro que hubiese experimentado. Se sentía a la vez como su padre, su amante y su hijo. Durante la boda, cuando unió sus manos con las de María y sintió el sabor del trozo de membrillo que ella puso entre sus labios, experimentó la sensación de la realeza que Simón había mencionado. Había sido como si muriera en su propio viejo y gastado mundo para renacer en el glorioso de María. Su imagen, tal como la había visto por vez primera, estaba fija en su mente, serena e inmóvil como la estatua de una diosa. Su vestido de boda era de lino blanco con franjas azules, su manto era de tela de oro ribeteada de rojo, su cinturón de conchillas de oro bordadas. Sus sandalias de plata se curvaban como lunas crecientes, y llevaba en la mano una serpiente de piedras preciosas. En su diadema, por encima de sus serenos ojos verde mar, centelleaban doce racimos de diamantes; rodeaba su frente la cinta de Michal. La santidad manaba de ella cuando se dirigió a él repitiendo la antigua fórmula:

—Soy la madre de Adán y la madre de Salma; y a ti, Caleb, Caleb de Mamre, elijo como mi amor. —Él había temblado como un hombre enfermo.

Ahora, al pensar en ella, volvía a temblar. Sólo un encuentro, primero y último; y esa misma noche, antes del alba, ella había egresado a casa de Lysia, mientras él partía a Cesárea a embarcarse dirección a Roma. Antípater habría dado un año de su vida por verla un instante, por decirle una palabra. ¿Un año de vida? ¿Tendría siquiera una semana?

¿Y el niño?

Toda esa noche, tendido en el suelo de piedra con su manto púrpura, pensó en el niño. ¿Sería un varón? Su corazón le decía que sí. Cuando se durmió tuvo sueños maravillosos, cuya gloria iluminaba todavía su celda en el momento en que entró el carcelero, una hora después del alba, trayendo su desayuno: agua en una vasija de barro y un trozo de pan de centeno rancio.

—¿Qué traes? —preguntó Antípater, aún medio dormido.

—El pan y el agua de la aflicción, hasta que vuelva.

—Palabras de buen augurio. El prisionero a quien se le dijeron por primera vez salió en libertad.

—¿De veras? Supongo, entonces, que sus crímenes eran menos odiosos que el tuyo. —Salió, cerrando la puerta con estrépito.

Antípater dio gracias al Señor por el nuevo día, se lavó las manos y empezó a comer. El influjo de sus sueños continuaba, de modo que el agua le pareció vino de Lemnia enfriado con nieve, y el pan, bizcochos de miel. Pasó el resto de la mañana leyendo las Escrituras con la mente serena; y en especial el capítulo del Génesis que narra cómo se libra Isaac del cuchillo del sacrificio que esgrime su padre Abraham le dio consuelo y esperanza.

A mediodía fue llamado nuevamente a la sala del juicio, que los judíos llaman Gabbatha o el Pavimento. Vio una vez más sentados juntos a su padre y a Varo; los saludó respetuosamente y se arrodilló como un suplicante a cierta distancia, esperando que se leyeran los cargos.

Herodes se puso de pie, agitó un papel y gritó:

—Es absurdo seguir todos los pasos de un juicio formal cuando tengo pruebas como ésta en la mano: una carta que te envió tu maldita madre, Doris, a quien ahora he repudiado y desterrado. Fue despachada un mes después de tu partida, pero mis fieles servidores de la policía la han interceptado. Dice así: «Quédate en Roma, querido hijo. Todo ha sido descubierto. Ponte bajo la protección del César».

Tendió la carta a Varo, quien observó secamente:

—Cuando la reina Doris escribió esta carta sin duda sufría de algún agudo dolor reumático. Tiene el temblor que caracteriza las confesiones obtenidas mediante la tortura.

Herodes miró con furia a Varo y aulló, entre silbidos asmáticos:

—Es la escritura de una mujer culpable cuyo temblor apenas le permite sostener la pluma. Espero, excelencia, que consideres concluyente esta prueba y pronuncies tu veredicto de inmediato.

—Tu hijo es ciudadano romano, majestad; temo que no podemos abreviar el proceso como propones (excepto, por supuesto, si él se declara culpable de los cargos presentados en su contra), sin grave ofensa al emperador.

Antípater se irguió, de rodillas.

—Padre, no me puedo declarar culpable de cargos que no he oído. Y te ruego que no me condenes sin escucharme. Que mi madre haya escrito «todo ha sido descubierto» no debe considerarse una prueba de mi culpabilidad, ni de la suya. Puede haber perdido temporalmente la razón, lo que explicaría el temblor de su letra, normalmente firme. Incluso es posible que alguien haya falsificado esa carta para desacreditamos.

Herodes interrumpió con lamentaciones y exclamaciones de furia, declarando que nunca un buen padre había sido peor servido por sus hijos, y que el más ingrato de todos era su hijo mayor, Antípater. ¡Cuánta ternura y amor, cuánto dinero y honor había dilapidado en él! Y ahora, ese mismo hijo conspiraba vilmente para asesinarlo en su ancianidad, sin poder siquiera esperar hasta que los buitres del tiempo limpiaran los secos huesos de la vida que aún le quedaban.

—¡Y qué prodigiosa hipocresía en estos últimos años! ¡Qué bien ha fingido cuidarme, darme sabios consejos, despedir a los criados infieles, aliviar la carga de mis tareas públicas, sólo para descargar mejor el golpe final! —Luego, puso sobre los hombros de Antípater toda la responsabilidad por la muerte de Alejandro y Aristóbulo, acusándolo de haber sobornado testigos y de ejercer influencia oculta durante todo el proceso. Dijo, gimiendo y secándose los ojos, que ahora creía inocentes a esos, pobres muchachos; pero no había sido él su asesino; había sido Antípater. Su falso hijo Antípater, cuya vida entera podía resumirse diciendo «un misterio de maldad».

Ocultó la cabeza entre las manos y fingió llorar. En ese momento, Nicolás de Damasco, que había sido el consejero de la acusación durante el juicio de Alejandro y Aristóbulo, y también del de Sileo, se adelantó a leer los cargos. Era un hombre pequeño y delgado, con el cuello torcido y expresión desdeñosa.

Primer cargo: Antípater se había quejado a su madre la reina Doris, en cierta fecha, de que su padre, el rey herodes, había vivido demasiado tiempo y se tornaba más joven cada día; él tendría la barba gris antes de llegar al trono, y sería demasiado viejo para sentir placer con la mera posesión del reino.

Segundo: en una conversación con su tío Feroras, en cierta fecha aproximada, Antípater había llamado a su padre el rey «asesino y bestia salvaje», afirmando que «si tan sólo tenemos el valor y la fuerza de los hombres, seremos libres de vivir sin miedo nuestras vidas».

Tercero: Antípater había pedido a On-Heliópolis, en Egipto, un veneno sutil y mortal, que le había traído un tal Antifilo, miembro de su comitiva, y que él había entregado secretamente a Feroras para que se lo administrase a Herodes. De ese modo, Antípater, que había sido enviado por su padre a Roma por un asunto urgente, hubiera evadido toda sospecha; pero había vacilado y destruido todo el veneno, excepto una pequeña dosis que sería exhibida ante la corte.

Cuarto: Batilo, el liberto a quien Antípater había enviado de regreso desde Roma con mensajes para el rey, poco después de su llegada, había traído consigo un nuevo frasco de veneno para entregar a Feroras si el anterior no producía efecto; ese veneno había sido hallado y también se presentaría ante la corte.

Luego Nicolás presentó pruebas escritas de la culpabilidad de Antípater, acerca de esos cuatro cargos, en la forma de declaraciones arrancadas con la tortura a la reina Doris, a diez damas de la corte al servicio de Feroras, a Jochebed, esposa de Feroras, y a su hermana Noemí; así como también a Antífilo, a Batilo y otras personas. Leyó rápidamente esas declaraciones, que luego entregó a Varo.

Varo las estudió con interés y observó que la escritura de la reina Doris, después de la tortura, era idéntica a la muestra en la que sólo la aquejaba la culpabilidad; y que en ambos casos había usado el mismo papel barato y la misma tinta sucia, lo que le parecía extraño.

—¿Por qué extraño, excelencia? —preguntó Nicolás.

—¿Y preguntas por qué, mi buen Nicolás? Pues… porque es el mismo papel en que todos los testigos han escrito sus declaraciones: típico papel de cárcel, y tinta de cárcel. No pretendo ser un experto criminólogo; pero, por el cuerpo de Baco, no he sido en vano magistrado durante treinta años. He aprendido a cultivar el sentido común elemental. ¿Qué papel usan las reinas? El más perfectamente fabricado, el más liso, ése del que un rollo pequeño cuesta cincuenta dracmas, perfumado con rosas o con almizcle. Pero este papel áspero, sucio y desparejo… es increíble que haya estado nunca en el escritorio de una reina elegante como Doris. Si no hubiese oído la afirmación del rey Herodes en sentido contrario, pensaría que la carta privada de la reina al rey Antípater en Roma ha sido escrita al mismo tiempo que la confesión, obtenida, según se ha admitido, mediante la tortura.

Esta respuesta desconcertó a Nicolás; Varo continuó:

—En las diez declaraciones de las damas de la corte de Feroras, que narran la historia de modo casi idéntico, se alega que el rey Antípater informó a su madre, en presencia de ellas, de que viajaba a Roma «para alejarme lo más posible de esa bestia, mi padre». Esto contradice la afirmación realizada en el tercer cargo, de que el rey Antípater fue enviado a Roma por su padre con una misión urgente, así como una carta que el rey Herodes me mostró hace algunos meses, donde dice lo mismo. También se acusa al rey Antípater de hallar «crueldad» en su padre, por «redactar su testamento de tal modo que mi hijo nunca podrá reinar después de mí». No puedo aceptar esta acusación. Tanto el rey Antípater como la reina Doris conocían el contenido de ese testamento, me refiero al que ahora ha sido cancelado. Y jamás hubieran podido decir tal cosa, porque ese testamento, como se me informó en la oportunidad de su presentación oficial, hacia al príncipe Herodes Filipo heredero del trono sólo si el rey Antípater era el primero que moría; e incluso en ese caso, la sucesión retornaba al hijo de Antípater a la abdicación o muerte del príncipe Herodes Filipo. Pero si el rey Antípater vivía, y sucedía a su padre, el derecho del príncipe Herodes Filipo caducaba, y el rey Antípater, con el consentimiento del emperador, podía designar a su hijo como único heredero si así lo deseaba. Esta discrepancia afecta gravemente mi confianza en el conjunto de las pruebas presentadas.

En el silencio siguiente, Antípater reunió suficiente osadía para hacer su defensa, breve y sencillamente.

—Padre, su excelencia Quintilio Varo me alienta a sugerir que esas declaraciones no son dignas de confianza porque todas ellas han sido arrancadas mediante la tortura; y que la carta de mi madre fue también arrancada por la tortura, desde luego sin tu conocimiento. Puedo probar también que las cartas de mi madre están invariablemente escritas en el mejor papel de Alejandría, y jamás en griego, sino en dialecto edomita y con caracteres hebreos. Mi madre no conoce bien la gramática griega, no habla bien la lengua y sólo puede escribir en ella con gran dificultad. Además, como sabes, se me ordenó ir a Roma por tu voluntad, y contra mi deseo: no es cierto que fuera para evitar tu presencia. Y te agradezco padre, por admitir que he sido un hijo leal y responsable desde que me sacaste de mi vida privada para mostrarme el mundo que puede construir el amor de un padre. Pero es difícil soportar que me consideres no sólo un hipócrita, un fratricida y un parricida sino también un demente. Cuarenta años de mi vida he pasado libre de toda acusación de crimen, y jamás habría podido esperar de tu asesinato otra cosa que un espíritu torturado y la condenación final. Piensa: mi salario anual de cincuenta talentos, aparte de tus regalos y de la retribución de mis diversas funciones, es mucho más de lo que he gastado nunca; gozo del título y la autoridad de rey; me has recomendado a la protección de los hombres más nobles del Imperio. Y lo que es más importante aún: en toda mi vida no he oído de ti una palabra que no fuera amable, ni he tenido ocasión de quejarme de la forma en que me has tratado, siempre justa y generosa. No hay nadie en el mundo, desde el súbdito más pobre hasta nuestro gran benefactor, el mismo emperador Augusto César, que pueda negar la verdad de lo que te digo. Entonces, que me vuelva contra ti, como hacen a veces contra sus amos los perros pastores de Molosia, sólo podría explicarse por un acceso de locura; pero si estuviera loco, esto se vería también en mis otras acciones. ¿Crees quizá que me posee un espíritu maligno? En ese caso, te ruego que lo expulses en el nombre del sagrado Dios de Israel, alabado sea.

Herodes dijo entre dientes, tironeando de su barbita:

—Arrancaré de ti el espíritu maligno, pero no en el nombre del Señor. Lo haré en el nombre del emperador, y con el potro, el brasero y los tornillos para los pulgares.

—Estoy pronto para someterme a la tortura, padre, ya que mi causa está juzgada de antemano.

Varo objetó:

—No, no, rey Antípater; eres ciudadano romano y por tanto no puedes ser sometido a la tortura. El emperador jamás aprobaría que se practicara la tortura bajo el derecho romano en un oficial de alto rango de las fuerzas imperiales. ¿Podrías dar pruebas del afecto y confianza del emperador de que acabas de jactarte?

—Aquí hay dos cartas; una del mismo emperador, la otra de su esposa, la señora Livia. Están dirigidas a mi padre, pero todos pueden leerlas.

—Se leerán más tarde —dijo Herodes, arrebatando las cartas y ocultándolas entre los cojines de su trono—. Nicolás, continúa con la acusación.

Nicolás podía ver que la causa marchaba muy mal. La simpatía general de los presentes, excepto la del mismo Herodes y sus hijos Filipo y Arquelao, que tenían aspiraciones al trono, se inclinaba ahora a Antípater. Estaba demostrado que las pruebas presentadas, que al principio parecían concluyentes, estaban falsificadas al menos en parte; y la actitud de Antípater era la de un hombre inocente y profundamente herido. Por lo tanto, Nicolás se puso de pie dispuesto a atacar a Antípater con los ricos recursos del arte forense: lo llamó ibis inmundo, negra sierpe de Psilia, parricida incomparable. Lo denunció como traidor y asesino de sus hermanos inocentes, como seductor de Jochebed y de su hermana Naomí, como ejecutante regular de la parte del demonio Azazel en las orgías de lujuria y blasfemia de las brujas, en las que saltaba desnudo bajo la luna llena rodeado por un círculo de doce mujeres también desnudas.

—Por tu propia confesión, detestable macho cabrio, no tenías otro motivo para tu parricidio que la pura maldad diabólica; la ambición, según supongo, de cometer un crimen sin paralelo en la historia o la leyenda, envenenando al padre que, como tú mismo has admitido, jamás cometió contigo la menor injusticia ni te dijo otra cosa que palabras amables, implicando en tu execrable delito a tu madre y al último hermano superviviente de tu padre. —Luego se volvió hacia Varo y le pidió:

—¡Destruye a este lobo insaciable, a esta hiena! ¿Ignoras que un parricida es un mal universal, cuya existencia ultraja a la naturaleza y difunde la mala suerte allí donde se posan sus pies inmundos, y que un juez que no castiga a un monstruo semejante debe enfrentarse al ceño de la justicia divina?

Cuando Nicolás concluyó con sus furibundas frases, Varo preguntó en tono formal a Antípater qué deseaba responder.

—Nicolás formula una arbitraria acusación de brujería y blasfemia que no ha intentado demostrar ni puede demostrar, y que no tiene relación con los cargos leídos al comienzo del juicio. Aparte llamarme con feos apodos, nada nuevo ha agregado a la causa y me alegra poder abstenerme de toda respuesta, porque no soy hombre pendenciero y no me agrada emplear un lenguaje sucio con ningún hombre. En cambio, llamo por testigo de mi inocencia de todos los crímenes mencionados por la acusación al Dios de mis padres.

Luego Nicolás urgió a Varo a examinar el veneno contenido en el frasco que, según se había dicho, había traído Antífilo de Egipto. Sugirió ordenar que lo tomara un criminal condenado para probar si era o no mortal.

Varo aceptó.

Se hizo entrar a un bandido de Galilea, a quien se había traído de antemano para esta demostración, y se le ofreció el perdón si tragaba un poco de polvo mezclado con miel. El hombre aceptó, lo tomó y en seguida cayó al suelo retorciéndose, apretando su estómago y su garganta, y gritando espantosamente. Lo llevaron a morir afuera.

Varo se echó a reír.

—Eso no es un veneno sutil —dijo—. Es arsénico, uno de los venenos más brutales y violentos. Los síntomas son muy conocidos e inconfundibles, y Feroras jamás se habría arriesgado a usarlo si no hubiese sido víctima de la misma locura inexplicable de que se acusa a Antípater. Si ese bandido, después de tomar el veneno, hubiera agradecido sonriendo a su Dios por haber escapado con vida, partiendo luego feliz del palacio, yo habría suspendido el juicio para ver si se trataba de un veneno de acción lenta. Pero ahora no puedo creer en el testimonio, arrancado por la tortura a Jochebed, mujer de Feroras, de que éste sea el veneno sutil supuestamente traído de Egipto por Antífilo. Mi experiencia con los fabricantes egipcios de venenos me ha enseñado a apreciar su talento, que supera en mucho al veneno de que aquí se trata. Rey Herodes, ¿puedo hablar unas palabras contigo en privado?

La corte pasó a un cuarto intermedio, y no se reveló lo que el rey Herodes dijo a Varo; pero el procedimiento concluyó el día siguiente cuando Varo se despidió con toda cortesía y regresó a Antioquía sin dar sentencia.

Una semana más tarde Herodes reabrió la causa, sobre la base de que se había descubierto nueva evidencia. Sus agentes, dijo, habían hallado una carta escrita por Antífilo en Egipto al registrar a su esclavo, que se la traía a Antípater en Jerusalén. Decía lo siguiente:

«Te he enviado la carta de Acme con riesgo de mi vida, que dos casas reales amenazan. ¡Éxito en sus asuntos!».

Herodes dijo a sus agentes que la otra carta debía ser encontrada a toda costa, y sugirió que se registrara a fondo al esclavo. Naturalmente, la carta apareció cosida en el borde de su manto; era supuestamente de Acme, una judía al servicio de Livia, y estaba dirigida a Antípater:

«Le he escrito a tu padre en las palabras exactas que me has dictado, y luego le he entregado otra carta a mi señora Livia, también según tus mismas palabras, como si se la hubiese enviado tu tía Salomé. Esto debe producir la merecida muerte de Salomé, porque el rey Herodes creerá naturalmente que conspiraba contra él».

Luego Herodes mostró aún otra carta, que acababa de recibir por el correo de Roma. Era, sin duda, la carta que había escrito Acme al dictado de Antípater, y decía:

«Como una verdadera hija de Israel he atendido aquí tus intereses. Acabo de hacer una copia exacta de una carta escrita a mi señora Livia por tu hermana Salomé. Como verás, te acusa de traición y perjurio; sin duda ha sido el producto del viejo odio que siente hacia ti porque le has impedido casarse con ese pícaro pagano, Sileo. Destrúyela por favor después de leerla, porque ha sido escrita con riesgo de mi vida». Se adjuntaba una supuesta copia de una dudosa carta firmada «Salomé».

Sacaron a Antípater de la cárcel en mitad de la noche para mostrarle estos documentos. Negó haber tenido trato alguno con Acme, y sugirió que las cartas habían sido falsificadas por Antífilo.

—Eso lo resolverá el emperador —respondió Herodes—. Te enviaré a Roma para que seas juzgado allí.

—Hazlo así, padre. El emperador es justo, y no es fácil imponerle decisiones. El podrá establecer si las cartas firmadas por «Acme» han sido realmente escritas por ella, o si son falsificaciones de algún enemigo mío.

Pero Herodes no se arriesgó a enviar a Antípater a Roma. Fueron allí, en cambio, Nicolás y Arquelao, con un resumen de las pruebas presentadas en la primera audiencia de la causa, las copias de las cartas exhibidas en la segunda audiencia (aunque no los originales) y el pedido urgente de permiso para ejecutar inmediatamente al parricida. Herodes armó a sus enviados con ricos dones para Livia y para el secretario jurídico del emperador, y envió también veinte talentos de plata a Varo, en Antioquía.