XX
-
EL QUE CURA
Los misterios religiosos se ocupan en gran medida de predicciones astronómicas. Los misterios crestianos no son una excepción. Jesús había nacido en el solsticio de invierno, el cumpleaños del sol cuando alcanza el punto extremo sur, o derecho, de su recorrido; pero su bautismo y su unción eran una ceremonia de renacimiento que se cumplía el noveno día del mes Ab, fecha de la elevación heliaca de la estrella del perro. Según los escritores apocalípticos judíos, el noveno de Ab era también el día del nacimiento predestinado del Mesías, porque la estrella mesiánica de la profecía de Isaías era la estrella del perro, enseña calebita de la casa de David; además, la elevación de la estrella del perro determinaba el principio y el final verdaderos del año del fénix (o año sótico) de 1.460 años comunes; y en términos místicos se describía al Mesías hijo de David como el nuevo fénix. También es notable, incidentalmente, que Jesús se asemejara, por tener dos nacimientos, al dios Dionisos, «el niño de la doble puerta», nacido primero de su madre Semele y luego del padre Zeus, como enseñan los mistagogos a los iniciados de la iglesia de Alejandría cuando pasan al tercer grado de reconocimiento.
La última noche de la fiesta de bodas, que duró una semana, Jesús informó a sus cortesanos que, apenas su herida lo permitiera, saldría a contemplar su reino; y que, si lo que veía le agradaba, volvería a convocarlos para pronunciar sus órdenes reales. Mientras tanto, que todos regresaran a sus hogares a orar y vigilar asiduamente.
Dijo a su reina:
—No puedo llevarte a mi casa, bienamada, aunque tus doncellas de honor te han prometido que lo haría, porque no tengo casa. Mientras no ocupe un palacio, no necesitaré un hogar constituido. Dormiré bajo las estrellas o aceptaré el pobre albergue que puedan ofrecerme amigos o extraños. Sin embargo, si deseas acompañarme durante mis viajes, no puedo impedir que lo hagas.
—Mi señor, ¿me llamas «bienamada» y dices «si deseas acompañarme»? Me dicen que has tenido antes casa y otras posesiones, pero que las has entregado a tu madre, deshaciéndote desde entonces de todas tus ganancias. Cuando poseas nuevamente una casa, llámame; no pido un palacio. ¿Cómo podía pensar yo que cuando llevase estas ropas y esta corona sería la esposa de un mendigo errante? Mi señor: formula el deseo de que tu sierva te acompañe, y ella te obedecerá; o bien permite que retorne a Betania y aguarde allí pacientemente hasta que lleguen tiempos mejores.
—Regresa en paz a Betania con tu hermano Lázaro y espérame allí.
—Como desee mi señor.
El corazón de María estaba dolorido. Contra su voluntad, se había enamorado de Jesús y de buena gana lo habría seguido hasta el fin del mundo con la esperanza de que, finalmente, su dedicación haría que él se inclinase a ella con amor; porque, como María no ignoraba, había siempre una forma de eludir un voto apresurado. Sin embargo, su orgullo de mujer —o el poder de Michal, por así decirlo— le imponía fingir indiferencia, y su hermana Marta elogiaba esta juiciosa actitud.
—Tu belleza lo atraerá, y por fin pedirá como un favor lo que sólo es su derecho.
Cuando Jesús fue capaz de caminar, aunque con gran dolor, llamó a Juan. Juan regresó de inmediato a Tabor y lo halló en la glorieta sagrada.
—Amo de la vendimia —dijo—, ¿tomarás primero los racimos grandes o los pequeños, o recogerás la uva al azar?
—Primero los pequeños; tienen mayor necesidad de mí.
—Los grandes tienen mayor valor.
—Sin embargo, es preciso vendimiar toda la viña. Las cabezas de las academias y los jefes del sanhedrín pueden aguardar hasta el fin; los pobres y los proscritos no pueden esperar.
—Tu cabeza no se vuelve hacia Jerusalén. Dime a qué ciudad del norte irás, y prepararé el camino.
—Lo he visto escrito: «Mirad sobre la montaña los pies del mensajero de buenas noticias que publica la paz».
—¿Qué harás en ese lugar?
—Elegir los pilares para mi gilgal. Ya me has dado uno excelente.
—¿Necesitas pilares labrados, apenas trabajados o sin labrar?
—Bastamente labrados. Será mejor que mi propia mano se ocupe del pulido.
Juan partió entonces a preparar el camino para Jesús, que seguía montado en un asno, acompañado por Judas a pie. Se dirigió a la ciudad de Cafarnaúm, sabiendo que había tomado su nombre de la tumba del profeta Nahúm, autor del versículo profético que Jesús había citado. Cafarnaúm es una pequeña ciudad de frontera situada en el extremo norte del lago de Galilea y junto a la ruta principal de Egipto a Damasco; posee una aduana, una industria de salazón de pescado y famosos trigales.
Cuando llegó a la plaza del mercado, Juan se sentó en el suelo junto al tenderete de un alfarero y empezó a mirar con atención las caras de las personas que pasaban. Como ninguna le agradó, se levantó y se dirigió al puerto. Allí vio dos pescadores que se disponían a izar sus velas para seguir un cardumen de peces que se había avistado a cierta distancia de la costa. Los reconoció, porque los había bautizado pocas semanas antes en Beth Arabah.
—¡Venid en seguida! —les gritó.
A la vista de su blanco manto de pelo de camello se arrojaron sobre la borda y nadaron hasta la costa. Ambos eran hombres altos, rudos, excitables, ni bien instruidos en la ley ni escrupulosos en su observancia, pero miembros, por lo menos, de una sinagoga respetable. Juan exclamó:
—¡Mirad, hijos! Aquí viene el cordero de la Pascua, nacido de una oveja blanca, con su corona de oro y el cetro en la mano. Os encargo que lo sigáis y lo atendáis en su palacio —señaló el camino en dirección a Jesús, que se acercaba en su asno.
Los pescadores se asombraron ante esas extrañas palabras, pero Juan era un profeta, y ellos sabían que no era fácil discernir el significado de las profecías. Se adelantaron e hicieron una profunda reverencia a Jesús, que les pregunto:
—¿Qué queréis de mí, amigos?
Ellos respondieron desconcertados:
—Señor, ¿dónde está tu palacio? Nos han enviado a atenderte a tu palacio.
—¿Sois discípulos de Juan?
Buscaron a Juan con la mirada, en procura de ayuda, pero había desaparecido. Uno de ellos dijo impulsivamente:
—Yo soy ahora tu discípulo, señor. Soy Simón, hijo de Jonás; los griegos de nuestra flota me dan el nombre de Pedro, la Roca. Éste es mi hermano Netzer, a quien llaman Andrés, el Osado.
—La Roca servirá como fuerte pilar para mi gilgal. De modo que Simón viene conmigo. ¿Y tú, Osado?
Andrés aguardaba, con las manos temblorosas.
—Juan ordenó que ambos fuéramos contigo.
—Está bien. Os mostraré mi palacio.
Los condujo, fuera de la ciudad, hasta un terebinto que crecía en un promontorio rocoso junto al lago. Allí desmontó con dificultad, pidió a Judas que atara el asno y dijo:
—Éste es mi palacio, y sois mis honorables huéspedes. Mirad, señores: juntos subimos los amplios vuelos de escaleras de mármol hasta las grandes puertas de madera de encina. Golpeamos; abren; entramos con las cabezas erguidas y pasamos por el suelo pulido de serpentina y malaquita entre la vasta multitud de servidores y cortesanos. Todos visten ricas ropas y se inclinan ante nosotros —llamó a Judas por encima de su hombro—. Trae agua perfumada, chambelán. Trae una jarra de oro y dos jofainas de plata para los pies de mis huéspedes. ¿Está servido el banquete? ¿Dónde está el ungüento, dónde las guirnaldas para sus cabezas?
Pedro se echó a reír. Andrés dijo:
—Señor, con mi ojo derecho veo un árbol verde en una elevación rocosa; con el izquierdo, las glorias reales que describes.
—Está bien, guarda las dos visiones aparte, la presente y la futura. ¿Salíais en busca de pesca?
—Sí, señor, pero los peces son pacientes y nos perdonarán.
—Yo os enseñaré el arte de pescar hombres, no peces.
—¿Con línea y anzuelo?
—A veces, uno por uno, con línea y anzuelo; a veces a centenares, con red.
—Tu anzuelo está en nuestras bocas. Ahora puedes tirar de la línea y llevarnos a tierra.
Continuaron hablando todo el día bajo el árbol, y al atardecer regresaron al puerto, pero aún no sabían quién era, excepto que su nombre era Jesús de Nazaret y que había estudiado con los esenios.
Jesús vio, en un bote amarrado al desembarcadero, remendando sus redes, a dos hombres a quienes conocía: Jaime y Juan, los tímidos, suspicaces y sinceros hijos del pescador Zebedeo. En un tiempo habían transportado maderos a través del lago para sus hermanos. Envió a Andrés en busca de ellos. Andrés, que los conocía bien, corrió a decirles:
—¡Venid pronto, hermanos! ¡Lo he encontrado!
—¿A quién has encontrado?
—Al hombre que puede responder a todas las preguntas.
Reconocieron a Jesús y saltaron a tierra para saludarlo. Unas sencillas palabras que él había dicho durante su anterior encuentro ardían en sus corazones desde entonces, aunque en el momento casi se habían negado a aceptarlas como verdaderas. Él había dicho entonces:
—El sabio Hillel, bendita sea su memoria, pronunció un agudo juicio: «Ningún hombre que está atareado en sus negocios puede tornarse sabio». Yo diría más: Ningún hombre que está atareado en sus negocios puede amar a Dios.
Ahora sus palabras fueron:
—Jaime y Juan, os necesito. ¿Vendréis conmigo?
Al principio, no comprendieron qué les pedía; pero antes de la caída de la noche se habían convertido en sus discípulos y estaban dispuestos a ir con él adonde los condujera. Los crestianos de Alejandría, en el intento de identificar a Jaime y a Juan con los héroes griegos Cástor y Pólux, pretenden que él los rebautizó «los hijos del trueno»; pero la verdad es que el nombre de Jesús para ellos fue Benireem, «los hijos del antílope». Esto se refiere, en parte, a un texto del Libro de Job donde se dice que el antílope, tímido, suspicaz y sincero, se puede domesticar con gran dificultad o de ningún modo; y en parte también a un versículo de la bendición de Moisés, en que Efraím y Manasés, los hijos de José, aparecen como los dos cuernos del antílope, porque Jesús, más tarde, llamó a cada uno de los doce discípulos con el nombre de una tribu de Israel.
Su primera aparición en una reunión pública, después de la coronación, fue el sábado siguiente, de acuerdo con la tradición de que el mesías hijo de David se presentara por vez primera el día del Sabbath. Ni voces ni trompetas anunciaron su llegada; y a Judas, el único de los presentes que conocía su carácter de rey, la ocasión le pareció indigna y trivial, aunque como un leal discípulo se abstuvo de comentarios. A instancias de Jaime y Juan, que lo describieron como «uno de los hombres más conocedores de la ley y de los profetas», Jesús fue invitado a leer la segunda lección en la más pequeña de las tres sinagogas de Cafarnaúm. Él entró con la congregación, se sentó sin llamar la atención en un banco, en el centro, y se unió a la plegaria.
El pasaje que debía leer era el comienzo del capítulo cincuenta y ocho del Libro de Isaías, donde Jehová habla a su profeta del modo siguiente:
Clama a voz en cuello, no te detengas; alza tu voz como trompeta, y anuncia a mi pueblo su rebelión y a la casa de Jacob su pecado.
Que me buscan cada día, y quieren saber mis caminos, como gente que hubiese obrado justicia, y que no hubiese dejado el derecho de su Dios; pregúntanme derechos de justicia, y quieren acercarse a Dios.
¿Por qué, dicen, ayunamos y no hiciste caso; humillamos nuestras almas y no te diste por entendido? He aquí que en el día de vuestro ayuno halláis lo que queréis y todos demandáis vuestras haciendas.
He aquí que para contiendas y debates ayunáis, y para herir con el puño inicuamente; no ayunéis como hoy, para que vuestra voz sea oída en lo alto.
¿Es tal el ayuno que yo escogí, que de día aflija el hombre su alma, que encorve su cabeza como junco, y haga cama de saco y de ceniza?
¿Llamaréis a esto ayuno, y día agradable a Jehová?
¿No es antes el ayuno que yo escogí, desatar las ligaduras de la impiedad, deshacer los haces de opresión, dejar ir libres a los quebrantados, y que rompáis todo yugo?
¿No es que partas tu pan con el hambriento, y a los pobres errantes metas en casa; que cuando vieres al desnudo lo cubras y no te escondas?
Después de leer en voz alta los ocho versículos, en el apenas inteligible hebreo antiguo, Jesús empezó a explicarlos. El Dios de Israel, declaró, había ordenado ayunos; pero no, como se suponía en general, para causar angustia y miseria a su pueblo. Se había instituido el ayuno para tres fines: para purgar al cuerpo de los groseros humores debidos a la gula y el exceso de bebida, para recordar al ayunador la naturaleza del hambre y para permitirle dar los alimentos, que de otro modo habría consumido, a quienes los necesitaban más que él. El Dios de Israel era un Dios misericordioso, y pensar que había ordenado el ayuno como prueba de su severidad o como una mortificación de los excelentes cuerpos que había dado a los hombres era a la vez un error y una ingratitud.
Jesús predicaba sin hacer tediosas referencias a lo que hubieran dicho este o aquel rabino, y en qué ocasión; tampoco hacía gala de conocimiento literario. Hablaba simple y autoritariamente, de un modo rara vez escuchado en esa sinagoga. Casi todos los hombres y mujeres presentes (porque en las sinagogas del campo los hombres y las mujeres se sientan indiscriminadamente juntos) se sintieron aferrados por un agudo anzuelo y resolvieron llevar una vida más justa. Se escuchó un profundo suspiro de arrepentimiento.
Finalmente Jesús dijo:
—Un hombre rico ayuna en Cafarnaúm. El ayuno le irrita. Dentro de él, su vientre clama por pastel de ciervo y por el vino de dátiles de Jericó; su garganta está seca, su boca se hace agua. Llega su esclavo canaanita: «Señor, han venido los huéspedes de Jorazín. ¿Qué les daré de comer?». Él escupe en la cara del esclavo y dice: «¿Qué me importa a mí eso, perro? Diles que estoy ayunando. Deben esperar hasta la caída de la tarde». Su hermano le reprocha: «Hermano, eso no está bien. Desairar a un huésped es deshonrar a Dios». La controversia se torna más amarga, y finalmente el rico llama necio a su hermano y le vuelve la espalda. Ha ayunado hasta el anochecer, pero ¡a qué costo! Decidme, ¿de qué vale ese ayuno a los ojos de nuestro Dios?
En ese momento, un rico mercader de grano, uno de los funcionarios de la sinagoga, se puso de pie, fuera de sí de ira, señaló a Jesús con el dedo y aulló:
—¡Déjanos en paz! ¿Qué te importa cómo vivimos y ayunamos en Cafarnaúm? Se ha dicho: «Nada bueno viene de Nazaret», y tú vienes de Nazaret. Vuelve a Nazaret, y predica allí a los pecadores.
Jesús respondió de inmediato, pero no se dirigió al hombre sino al maligno espíritu que lo poseía.
—¡Silencio, demonio! ¡Sal de ese hombre!
El mercader de grano cambió de color y empezó a quejarse con voz cambiada, como si fuera realmente la voz del espíritu maligno:
—Ay, ahora veo quién eres… Sí, veo quién eres. Eres el elegido de Dios. Lees nuestros pensamientos secretos. Escuchas nuestras conversaciones privadas. ¿Has venido a destruirnos?
El hombre dejó escapar un largo alarido, como el de un lobo, y sufrió un acceso. Los que estaban cerca se apoderaron de sus brazos para que no se hiciera daño, pero él se liberó, golpeando su cabeza contra los macizos bancos.
—¡Sal, y no vuelvas a atormentar nunca más a este hombre!
El mercader dejó de debatirse; sus miembros se relajaron y recuperó su propia voz. Mientras el servicio continuaba, Jesús lo llevó afuera y habló con él en privado. Era un hombre que había caído en la desesperación pensando que sus pecados jamás serían perdonados. Cuando Jesús le aseguró el perdón de Dios, un gran peso desapareció de su corazón. El brusco cambio del aspecto y del paso de ese taciturno mercader, a su regreso a la sinagoga, asombró a la congregación.
Cuando se dijeron las últimas plegarias, Jesús fue a hacer su comida de mediodía a la barca de Pedro y Andrés, que era también su morada. Encontró allí a la suegra de Pedro, gimiendo miserablemente sobre un montón de velas en un rincón oscuro, junto a la popa. Pedro se disculpó y explicó que la anciana sufría de fiebre, pero Jesús se acercó a ella, tomó su mano y susurró a su oído. Luego la ayudó a ponerse de pie y dijo en alta voz:
—¡Mujer, tu fiebre ha desaparecido!
Había adivinado de inmediato la verdad. La esposa de Pedro, preocupada porque Pedro y Andrés no habían pescado esa semana, había comenzado a pensar: ¿qué sería de todos si no volvían pronto a su tarea? No se había atrevido a reprochar a Pedro, conociendo su temperamento violento y sabiendo que se había entregado de todo corazón a su nuevo maestro; y su madre había asumido sus temores. Jesús comprendió que no sólo estaba enojada con Pedro, sino con él mismo por ser la causa del ocio de Pedro, y también con su propia hija, que había complacido a Pedro preparando una espléndida comida para la ocasión. Había decidido entonces echar a perder la comida simulando alta fiebre. Las palabras que susurró Jesús fueron:
—Madre, si deseas la salvación, perdona a tu hijo, honra a tu huésped, y no ocasiones la vergüenza de tu hija.
Pedro y Andrés se sorprendieron ante el aparente milagro, y la anciana, que comió y bebió de buena gana, no los desengañó. Su hostilidad hacia Jesús se disipó cuando vio que él la trataba con mayor amabilidad y respeto que su propio yerno.
Las noticias de estas dos espectaculares curas se difundieron rápidamente, y ese fresco anochecer, cuando el Sabbath terminó oficialmente, llevaron a la barca, a presencia de Jesús, gran cantidad de personas enfermas para que él las curara. Desconcertado por esto, él protestó que no había ido a Cafarnaúm como médico. Pero aunque despidió a los enfermos, ellos se negaban a irse, insistiendo en que podía curarlos si lo deseaba. Algunos eran incurables, y a ellos sólo podía ofrecerles palabras de consuelo; alentó a otros con una promesa de recuperación si no hacían nada para agravar su estado, porque encontraba fácil diagnosticar las enfermedades causadas por los excesos físicos, y en dos o tres casos practicó curas inmediatas. Se trataba de personas cuyos males físicos se debían a algún disturbio del espíritu, y entre ellas se contaba un hombre que sufría de antiguo una parálisis en la pierna. Alivió esos disturbios, informó a los enfermos que estaban curados, y los despidió.
La cura más notable que realizó en el distrito de Cafarnaúm fue la de un leproso; no un verdadero leproso sino uno que sufría de vitíligo en la cara. El hombre se arrodilló ante él, diciendo:
—Cúrame, señor. Sé que el hijo de tu madre tiene ese poder.
Jesús tocó el estragado rostro, murmuró una palabra de poder y dijo luego en voz alta:
—Sé limpio.
Mientras los cinco discípulos miraban, las manchas blancas empezaron a desvanecerse de las mejillas y la frente del hombre.
—En el capítulo catorce del Levítico encontrarás las normas para tu purificación —le dijo Jesús—. Debes mostrar tu cuerpo al sacerdote de este pueblo, y obedecer sus órdenes al pie de la letra. Cuando veas que toma ramitas de mejorana, coscoja y cedro; cuando salpique al ave viva con la sangre del ave sacrificada sobre agua que corre, recuerda esto: tu lepra ha sido una advertencia por tu pecado, por el amor adúltero que sientes hacia la esposa de tu hermano. Al comienzo fue de pequeña altura como la mejorana; luego se elevó como el coscojo y por fin ha cubierto el cielo como un cedro.
—Señor, el cedro está cortado y veo el zafiro del cielo.
—Es el trono de nuestro Padre. Ahora vete en paz, y di solamente al sacerdote lo que ha ocurrido.
El hombre prometió hacerlo así y se alejó feliz, pero el sacerdote difundió la noticia de la cura, y Jesús se vio rodeado de leprosos que imploraban la salud, algunos con el rostro carcomido por la enfermedad. Les habló amablemente, pero no emprendería su curación. Su posición se había tornado difícil: si atendía a todos los enfermos que acudían, no tendría tiempo para comer, dormir, orar ni meditar. Sus discípulos se fatigaron de alejar visitantes de la barca y de repetir:
—Nuestro maestro no puede atenderte.
Algunos llegaban a llamar después de medianoche.
Una tarde, Jesús predicaba, a puertas cerradas, en la sinagoga donde había curado al mercader de granos. Afuera la muchedumbre gritaba y murmuraba, cuando de pronto su intimidad fue invadida desde lo alto. Alguien empezó a romper el techo, y luego bajaron con cuerdas un colchón donde yacía un paralítico. Todos, menos Jesús, estaban sorprendidos e iracundos. Jesús sonrió. Dijo al paralítico:
—Hijo mío, tus pecados han sido perdonados.
Los doctores de la ley presentes quedaron boquiabiertos.
Jesús sabía lo que pensaban: «Sólo el Señor Dios y el Mesías tienen el poder de perdonar los pecados».
Les pregunto:
—¿Querríais que dijera simplemente: «Enrolla tus ropas de cama y llévatelas, desvergonzado»? ¿Acaso podría hacerlo? Está paralítico, y su parálisis se debe a su sentimiento de culpa. Mientras no sepa que sus pecados están perdonados, debe yacer ahí, rígido, y debéis llevarlo sobre vuestros propios hombros. Yo no he dicho «Perdono tus pecados». Sólo Dios puede hacerlo. Le he dicho únicamente algo que él sabe que es verdad: que Dios ha perdonado sus pecados, puesto que lo ha castigado suficientemente. Porque, como decían nuestros padres, «el dolor purifica el pecado». Y ahora, enrolla tu cama y llévatela. Éste no es lugar para enfermos.
El hombre saltó del colchón, lo recogió y se lo llevó. Jesús continuó predicando sin pensar más en el asunto, pero la congregación estaba tan asombrada por lo que había visto que perdió el hilo de sus palabras.
Salió de Cafarnaúm antes del alba y fue a orar en un lugar solitario a varias millas de la ciudad, pero le siguió un grupo de personas enfermas que interrumpió sus devociones. Hizo por ellos lo que pudo y luego, dando un gran rodeo, cruzó el Jordán y entró en la vieja ciudad de Betsaida, en cuya sinagoga había sido invitado a predicar.
Su fama le había precedido, y halló ante la puerta de la sinagoga tal multitud aguardando que corrió hacia una callejuela y por ella hacia la casa del presidente del templo. El griterío volvió a elevarse y la gente sitió la casa, golpeando las puertas y ventanas. Se oyeron ruidos de pasos en lo alto y el presidente se alarmó:
—Si no lo impides, echarán el techo abajo y vendrán veintenas de leprosos a hacernos impuros.
Jesús se dirigió a una ventana alta y se dirigió a la multitud.
—Abrid paso para que pueda salir; quien me toque, lo hará a su propio riesgo —le obedecieron. Salió, caminó hasta el desembarcadero, subió en un pequeño bote y se apartó de la costa. Desde el bote predicó a la muchedumbre durante algunas horas.
A la noche dijo a su discípulo Juan:
—El demonio que poseía a ese hombre de la sinagoga me desafió a regresar hacia Nazaret. Es un desafío que no puedo evadir. Iremos allí mañana.
Remaron por el lago, desembarcaron en un sitio desierto y echaron a andar hacia Nazaret. Nadie, en los pueblos por donde pasaron los reconoció, y pudieron llegar a Nazaret sin ser molestados. Allí Jesús descansó en casa de María.
Halló a su compañero de tareas Tomás trabajando aún en su banco de carpintero y lo invitó a ser su sexto discípulo. Tomás aceptó la invitación con estas palabras:
—Ciertamente iré contigo. Mi profesión es seguirte. ¿Adónde te diriges ahora?
—Este hijo de Adán debe subir a las colinas y bajar a los valles y atravesar los ríos y las llanuras; es un viaje que durará hasta la Pascua del año próximo.
—¿Y dónde terminará?
—Donde terminó el viaje de Adán.
Las noticias del extraordinario avance de Jesús por el Jardín de Galilea habían llegado a Nazaret. Sus vecinos estaban asombrados, y uno dijo:
—Sin duda no es posible que sea el mismo Jesús, el hijo del carpintero José, a quien nosotros llamábamos el egipcio.
Otro respondió:
—¿Quién sabe? Siempre hubo en él algo extraño. Podía tocar impunemente serpientes venenosas, y a veces las aves descendían y se posaban en sus hombros.
Y un tercero agrego:
—Ha dado gran fama a nuestro pueblo. Si ha podido hacer curaciones en Cafarnaúm, ¿por qué no aquí? Por mi parte, tengo la esperanza de librar mi espalda del reumatismo que me aflige todos los inviernos.
Y dijo el primero:
—Si es así, yo sufro de grandes accesos de bilis después de comer; y si Jesús puede curarme no me importa mucho cómo lo haga, aunque dicen que sus hechizos no están estrictamente de acuerdo con la ley.
Luego empezó el escándalo.
—Dicen que aprendió magia en Egipto, mientras estudiaba allí, y que logró sacar del colegio de magos el encanto secreto, escrito en un trozo de pergamino.
—¿Cómo lo hizo?
—Se dice que antes de entrar en el colegio hizo una incisión en su cuero cabelludo, abriendo allí un pequeño bolsillo donde deslizó el pergamino. Y consiguió salir con él entre los perros dorados de la entrada.
—Parece una historia probable. De las diez medidas de magia, Egipto retuvo nueve.
—Aunque por otra parte, podría ser pura ficción. Después de todo, lo invitaron a explicar las profecías de Isaías en la sinagoga de Cafarnaúm y lo cumplió decorosamente. No seríamos prudentes si no le pidiéramos que hiciera lo mismo. Si ese hombre está poseído por un espíritu maligno, no es probable que se atreviera a tocar los rollos sagrados.
Después de largas consultas se envió un mensajero a Jesús, informándole que había sido honrado con la invitación a leer y explicar la segunda lección el sábado próximo. Pedro pidió al mensajero que aguardara mientras consultaba con el maestro, que descansaba, y luego regresó y le dijo:
—El maestro tendrá gran placer en cumplir vuestra petición.
Cuando llegó el Sabbath, Jesús entró en la sinagoga con sus seis discípulos. Su madre no lo acompañaba; aún estaba enojada con él por la forma en que había tratado a María Cleofás. Sorprendió al pueblo de Nazaret ver a su antiguo carpintero cojeando penosamente, con los músculos de la pierna contraídos en la cadera, el rostro adelgazado por el ayuno y tenso por el dolor, y más pálido que nunca. Se oyeron murmullos y risas contenidas. Jesús nada dijo; se unió a las primeras plegarias y escuchó a los siete ancianos que leyeron, por turno, partes de la ley de Moisés, mientras el meturgaman, o intérprete, traducía al arameo local. Luego llegó el momento de la segunda lección. Jesús pidió el rollo de Isaías, buscó el capítulo sesenta y uno, que era el pasaje previsto, y empezó a leer en alta voz los primeros tres versículos:
El espíritu del Señor Jehová es sobre mí, porque me ungió Jehová; me ha enviado a predicar buenas nuevas a los abatidos, a vendar a los quebrantados de corazón, a publicar libertad a los cautivos, y a los presos abertura de la cárcel;
A promulgar año de la buena voluntad de Jehová, y día de venganza de Dios nuestro; a consolar a todos los enlutados;
A ordenar a Sión a los enlutados, para darles gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar del luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado; y serán llamados árboles de justicia, plantío de Jehová, para gloria suya.
Habló luego, inicialmente, de los árboles de la justicia, los siete árboles con que la sabiduría ha construido su templo. Los mencionó en orden y describió sus diversas cualidades, así como a sus siete arcángeles custodios, explicando que cada día de la semana tenía su árbol propio, desde el primero, el día de la retama, hasta el séptimo, el día del granado.
Preguntó:
—¿Dónde se podrá encontrar la sabiduría?
Y respondió:
—Dónde podría ser si no es debajo del membrillo, es decir, en la meditación con amor a Dios —y agregó—: Alimentad vuestro corazón con estas frutas. Porque uno ha sido enviado desde el bosquecillo para predicar buenas noticias a aquéllos de vosotros que sean de corazón manso, a liberar a aquellos de vosotros que estén cautivos o prisioneros, a volver a unir los corazones partidos. No me refiero a cautivos atados con ligaduras visibles, a los hombres encarcelados en celdas de piedra; a ellos se envían otros mensajeros; hablo de los hombres y mujeres atados por las cadenas de su propia culpa y aprisionados por la propia dureza de su corazón. Bajo el membrillo sus pecados serán perdonados, y se regocijarán de la luz y de la libertad.
Se interrumpió y se oyó un murmullo de impaciencia, aunque nadie se atrevió a expresar lo que todos sentían.
Jesús dejó a un lado el rollo.
—Hoy se cumple esta profecía de Isaías. ¿Qué más me pediréis? Sé bien qué hay en vuestros corazones. Hace dos días os oí discutir en esta misma habitación, aunque las puertas estaban cerradas. Oí lo que cada uno decía. ¿Necesito acaso la magia egipcia para mis obras en Galilea? La magia egipcia sólo tiene poder en Egipto. En las tierras de Israel sólo prevalece el poder del Señor. Y no he venido aquí como médico; ya tenéis uno en Nazaret. ¿Acaso he venido para estropear su negocio? Pagadle bien y os preparará medicinas que alivien vuestras espaldas doloridas y vuestros vientres biliosos, aunque no vuestros corazones partidos. En cuanto a mí mismo, he sido alguien extraño para vosotros en otro tiempo. Todavía hoy soy un extraño. Me despreciabais cuando era uno de vosotros; ahora que me he marchado, me odiáis. Miráis mi pierna torcida y bromeáis: «Cúrate a ti mismo, médico». Desvergonzados, ¿no es ésa una ofensa a nuestro gran antepasado Jacob, que sufrió la misma herida luchando contra el adversario en Penuel? ¿No es también una ofensa contra Moisés, que en honor de Jacob ordenó que la carne del muslo fuera una porción sagrada, como sigue siendo hoy? Preguntáis: «¿Por qué no hace en Nazaret lo que ha hecho en Cafarnaúm?». Pues porque en Cafarnaúm hallé fe, y no sólo entre los judíos. Un capitán sidonio de policía pidió a este hijo de Adán: «Cura, por favor, a mi siervo Esteban, que es un buen hombre y un judío de Jerusalén, y está demasiado enfermo para venir en persona». Y este hijo de Adán respondió: «Si fuera a curar los enfermos de todas las casas de Cafarnaúm, ¿cuándo acabaría? He venido para los sanos tanto como para los enfermos». Y él dijo: «Di tan sólo la palabra, y mi criado se curará, aunque hables a una milla de distancia». Y Esteban fue liberado de sus pecados, y curó.
Luego hizo una pausa y exclamo:
—¡Parientes y amigos! Ningún profeta es aceptado por su propio pueblo hasta que su muerte abate los resentimientos y los convierte en jactancia. Por lo tanto os diré esto: en los tiempos de Elías, cuando el hambre oprimió a toda Israel durante tres años y medio, había muchas viudas hambrientas. Sin embargo, Elías no fue enviado a ninguna de ellas con su inagotable jarra de aceite y su inagotable tonel de pan; sólo fue enviado a la viuda del sidonio Sarepta. Y de los muchos leprosos que había entonces, no curó a ninguno sino a Naamán el Sirio.
Los superiores de la sinagoga se indignaron ante esas palabras y los seis discípulos empezaron a temer por Jesús, porque Nazaret era notoria por su violenta justicia. En Jerusalén o en las grandes ciudades del Jardín un hombre podía especular inquisitivamente acerca de la naturaleza de Dios, o interpretar la ley de Moisés de modo tan libre que sólo se conservara su sombra, o declararse uno u otro de los grandes; su atrevimiento no le acarrearía más que una reprimenda o, a lo sumo, una paliza. Pero en Nazaret, como en muchos pueblos serranos de la Alta Galilea, se mantenían aún las viejas costumbres. Cerca del pueblo había un barranco llamado Barranco de los Enredadores, y tradicionalmente se ejecutaba despeñando por él a toda persona que predicara doctrinas nuevas y peligrosas, tuviera algo que ver con la magia, o dijera ser lo que no era.
Apenas terminó el servicio y Jesús salió de la sinagoga, la concurrencia se apoderó de él y lo condujo hacia el barranco. Él ordenó con calma a sus discípulos:
—Volved a casa, hijos míos. Decid a mi madre que iré en seguida.
No luchó con sus captores, sino que echó a andar despreocupadamente al frente. Por otra parte, ellos dejaron en libertad los brazos de Jesús porque observaron que sus propios dedos se entumecían y acalambraban. Jesús empezó a hablar serenamente con ellos de cosas indiferentes: la cosecha de frutas, el alto precio que se había pagado recientemente por cierto campo que atravesaban. Todo el mundo guardó silencio mientras él hablaba; su voz se alzaba incesantemente hasta que llegó a ser un grito que estalló en sus oídos estremeciendo sus orejas, pero luego retornó gradualmente al tono de la conversación. Pronto dejaron de tener conciencia de lo que decía. Cada hombre buscó apoyo en su vecino, y todos unieron sus brazos. Su voz llegaba hasta ellos en olas quebradas, como una distante canción traída por el viento, mientras avanzaban adormecidos colina arriba. Cada vez se acercaban más al barranco: los hombres dormían sobre sus pies como viejas mulas entre las varas de los carros.
De pronto un violento grito sonó en sus oídos:
—¡Alto! ¡Alto, enredadores de Jerusalén, o sois todos hombres muertos!
Obedecieron, y la larga fila miró estúpidamente el abismo. Tres pasos más y habrían perecido. Desde unos arbustos, a la derecha, oyeron nuevamente la voz de Jesús, que les ordenaba regresar en paz a sus hogares.
Giraron sobre sus talones y huyeron aterrorizados, como si los persiguieran los Shedim.