XXX
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LA DESPEDIDA
Los guardias, aunque seleccionados por su edad y experiencia, no estaban complacidos con la misión asignada por el capitán. Nada les gustaba custodiar el cuerpo crucificado de un mago, cuando podía haber en las inmediaciones brujas y ladrones de tumbas. Cayó la noche, y su desasosiego creció momento a momento mientras uno de ellos, nativo de Larissa, les contaba horribles historias de magia de Tesalia. Concluyó diciendo:
—Y éstas no son mentiras contadas de oídas, camaradas, porque mi joven madrastra era ella misma bruja, como os he dicho; una verdadera hija de Pan. Y yo removía su caldero en mi infancia.
No se atrevieron a dormir, y se mantuvieron cerca de la hoguera, a pocos pasos de la tumba, bebiendo vino.
Advirtieron luego vagas figuras que se movían a lo lejos. Gritaron un desafío, pero no hubo respuesta.
—Allí están, mis amigos —murmuró el sargento, aferrando su amuleto fálico de coral de la India.
—¿Cuánto falta hasta el amanecer? —se preguntaban.
—En Larissa, rara vez aparecen con su propia forma —dijo el tesalio—. Mediante ungüentos se disfrazan de gatos o lirones, y se escurren por cualquier hendedura. Allí no se emplean cuchillos ni navajas para cortar las extremidades; sólo usan los dientes, que afilan para ese fin. Mirad con cuidado los animales pequeños que corren por el suelo. Arrojad una tea encendida contra cualquier cosa que se mueva.
—Shh —interrumpió el sargento—. ¿Habéis oído?
—¿Qué ha sido? ¿Qué ocurre?
—Un ruido en el interior de la tumba.
Contuvieron el aliento en una agonía expectante, pero nada oyeron.
Al primer canto del gallo la tierra volvió a temblar. Hubo lejanos rumores; el suelo se movió debajo de ellos como una balsa sorprendida por una ola.
—¡Mirad allí, mirad! —chilló un soldado. La gran roca con que habían cerrado la boca de la tumba se desprendió y empezó a rodar por la cuesta, directamente hacia ellos. Se hicieron a un lado gritando de espanto; la roca aplastó la hoguera, dispersando la leña y volcando su jarra de vino. Era demasiado, incluso para antiguos veteranos. Huyeron, y no dejaron de correr hasta que llegaron a la Puerta de Joppa.
Las figuras que habían visto a lo lejos eran María, la madre de Jesús; María, su reina; María la Peluquera; Juan, Pedro y tres caudillos kenitas, que no confiaban en que los romanos custodiaran la tumba y montaban guardia a cierta distancia. Cuando se extinguió el fuego y los soldados pasaron corriendo a su lado, balbuceando de modo ininteligible, el miedo contagió a todos menos a María la Peluquera.
Se miraran inquietos.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Alguien ha visto algo?
Juan, que estaba escondido detrás de un espino cerca de los romanos, informó temblando:
—La roca bajó rodando y deshizo la hoguera.
María la Peluquera dijo:
—Es el momento de mayor peligro. ¿Quién vendrá conmigo a rehacer la hoguera y continuar vigilando hasta la mañana?
Los kenitas se disculparon.
—No es necesario. La luna da luz suficiente. Y es mejor no meterse con estas cosas a la luz de la luna.
—¿Tenéis miedo porque una roca ha rodado?
—¿Acaso se mueven solas las piedras?
María la Peluquera caminó resueltamente hasta los restos de la hoguera, amontonó nuevas ramas, y se agachó para avivar la llama soplando. Luego se puso de pie y fue hacia la tumba. La luz fluctuante del fuego iluminaba apenas el interior. Al pie de la losa donde esperaba ver el cuerpo halló una figura blanca. Gritó:
—¡Oh! ¡Oh! ¡Mirad dónde está! ¡Mirad!
—¿Qué hay allá? —gritó Pedro.
—Un espíritu sin cabeza al pie de la losa. El cuerpo ha desaparecido.
Pedro se echó a correr hacia ella. Pero su cuerpo estaba envarado por los azotes, y Juan, que lo acompañaba, llegó antes a la tumba. Atisbó el interior, y a la luz de una tea que habían arrebatado de la hoguera, vio que el espíritu era sólo un montón de ropas sepulcrales.
Dijo a Pedro que se acercaba cojeando:
—Los romanos nos han engañado. Alguien ha entrado en la tumba, dejando sólo el sudario.
Pedro entró sin vacilar. Lo que más le sorprendió fue que los ladrones hubieran plegado cuidadosamente el sudario de lino, colocándolo sobre la losa, junto a la toalla para la cabeza.
Los demás se acercaron entonces, y uno por uno se aventuraron a entrar. Nadie sabía qué hacer; pero como los guardias habían dejado sus mantos, sus armas y utensilios de cocina, decidieron aguardar a que regresaran.
Los guardias reaparecieron con la primera luz del alba, e inmediatamente se inició un ruidoso altercado entre Pedro y el sargento, que se acusaron mutuamente del robo de la tumba. Pedro mostró la orden de Pilatos acerca de la posesión del cuerpo y amenazó con dirigirse al capitán.
El sargento se echó a reír.
—Verdaderamente, Simón Barrabás, tu glotonería por los golpes es insaciable.
Los kenitas intervinieron y se restableció la paz. Después de largas discusiones quedó claro que ninguno de los presentes podía haber robado el cadáver, que su desaparición se debía a causas sobrenaturales, y que nada se podía hacer.
Era ya pleno día, y todos regresaron a la ciudad excepto María la reina, que se quedó llorando junto a la tumba.
Un hombre descalzo y envuelto en un manto emergió del jardín de la gruta. Se detuvo a su lado y preguntó por qué lloraba.
—Han robado el cuerpo del hombre que amaba. ¿Eres el cuidador de la gruta? ¿Puedes decirme dónde lo puedo buscar?
—¡María! —dijo él.
Ella miró con incredulidad. Era Jesús.
—Señor, ¿has conquistado, entonces, a la muerte? Quiso abrazar sus rodillas, pero él retrocedió.
—No debes tocar a alguien que ha estado en la cruz. Déjame ahora, bienamada. Vuelve a la ciudad y di a mis discípulos que estoy vivo.
Como en un sueño María fue al sitio donde habían acordado encontrarse —la habitación que Nicodemon les había cedido para la fiesta— y entró tempestuosamente.
—¡Está vivo! ¡Jesús está vivo! Lo he visto, Pedro: tenía tu manto. Lo reconocí por el remiendo en el hombro —Pedro había dejado su manto cuando María la Peluquera había gritado en demanda de ayuda, y luego había olvidado recobrarlo.
Juan dijo severamente:
—Mujer, no estás en tus cabales. Ya nos engañamos una vez, cuando vimos que el supuesto espíritu sólo era un montón de ropas.
—Te aseguro que lo he visto.
No le creyeron, y le pidieron que se marchara.
Ella se fue, y poco después Jesús entró silenciosamente en la habitación. Casi murieron de miedo. Él tenía una leve sonrisa en los labios y la mano sobre el picaporte; parecía un niño que baja de su dormitorio a medianoche a la sala donde sus padres conversan con sus invitados, y no sabe con seguridad cuál será su reacción.
Pedro lo miraba abriendo y cerrando la boca, sin poder hablar; Tadeo se desvaneció.
Tomás fue quien primero recuperó el habla.
—Si eres Jesús, deja que te toque, para asegurarme de que no eres un demonio.
—Mira mis manos. Mira mis pies. Pero no toques lo que está maldito.
—Si lo estás, permite que también yo caiga bajo la maldición. Me llaman tu hermano mellizo —Y tocó suavemente las palmas heridas.
Jesús dijo:
—He venido a deciros adiós. Dentro de muy poco, me veréis por última vez; y nuevamente muy poco después me veréis con más claridad que hasta ahora.
Felipe preguntó:
—¿Adónde irás, señor?
—Hay muchos apartamentos en la casa de nuestro Padre —luego se volvió hacia Pedro—: Simón, hijo de Jonás, ¿aún me amas?
Él susurró:
—Sí, señor, te amo.
—Entonces, alimenta a mis ovejas. Pero ¿verdaderamente me amas, hijo de Jonás?
—Sabes que te amo, señor.
—Apacienta entonces a mis ovejas. Pero ¿estás seguro de que aún me amas, Simón?
—Todo lo sabes, señor. Sabes que te amo con todo mi corazón.
—Entonces, alimenta al rebaño que no he guiado como debía.
—¿Y el reino de Dios? ¿Está próximo?
—La víspera de Pascua aprendí una cosa: no se puede tomar por la violencia el reino.
—¿Viviremos mil años?
—Mientras seáis jóvenes os vestiréis y ceñiréis vosotros mismos; vuestros pies irán adonde vuestros ojos ordenen. Pero un día la ancianidad se apoderará de vosotros, junto con la ceguera y la debilidad; otros os vestirán y ceñirán, caminaréis a tientas y finalmente un poder os conducirá a un lugar aborrecible. Sin embargo, ¿no está escrito: «Aunque hago mi cama en Sheol, he aquí que tú también, Señor, estás allí»? Venid, seguidme.
Pedro aún confuso por el temor, preguntó:
—Y Juan, ¿vendrá también?
—¿Qué te importa a ti si viene o no?
Se deslizó sin ruido escaleras abajo. Pedro descendió a trompicones, y luego todos los demás. Lo siguieron por las callejuelas, luego a través de la puerta oriental, por la empinada cuesta que desciende al valle de Kidron, por el puentecillo que llevaba al Monte de los Olivos. Les parecía que si ellos se movían más o menos rápido, también él iba más o menos rápido, de modo que jamás podían alcanzarlo ni perderlo de vista. Lo más extraño de esta experiencia, como recordaron más tarde, era que ya no cojeaba.
Pasaron por Getsemaní y subieron aún más. Cerca de la redondeada cima había tres mujeres, juntas y de pie: María, la madre de Jesús, María, su reina, y una mujer muy alta con el rostro velado. Las tres lo saludaron al mismo tiempo, como con una sola mano, y él se acercó a ellas sonriendo. Pero antes de que llegara, una brusca niebla envolvió la colina y, cuando se disipó, Jesús y las tres mujeres habían desaparecido.
Los discípulos no volvieron a ver a ninguno de ellos, aunque Jesús se les apareció con frecuencia en los sueños y en ocasiones, en visiones diurnas. Una vez, cuando regresaron a Galilea, lo vieron junto al lago, asando una trucha sobre las rojas brasas de un fuego de leña, con tal claridad que casi podían oír y oler el chisporroteo.
Aquí parecería terminar la historia de Jesús; pero el obispo ebionita me dijo:
—No, no ha terminado. Por su derrota de la muerte, Jesús sigue viviendo como un poder ligado a la tierra; ha sido dispensado de la prisión de Sheol, pero aún no ha ascendido al cielo. Es un poder del bien que induce a los hombres al amor y al arrepentimiento, en tanto que todos los demás poderes de la tierra (excepto únicamente Elías), son malignos, e instigan a los hombres al pecado y a la muerte. En estos días, ni la piedad ni la iniquidad son universales en Israel, y por lo tanto no es posible establecer el reino; pero será finalmente establecido, cuando la Hembra sea conquistada, y entonces él reinará sus mil años y todo el mundo le obedecerá. Porque será coronado una vez más; pero esta vez su reina será digna de su virtud: una mujer no carnal, ni vestida esplendorosamente como antes, sino modestamente cubierta de blanco lino. Siete lámparas de sabiduría arderán perpetuamente ante su trono, y las cuatro bestias de Horeb estarán agazapadas alrededor, de guardia, entonando sin cesar alabanzas. Y el mar corruptor no existirá. Hasta que llegue ese día, Israel será una nación peculiar, aunque dispersa y perseguida; y finalmente las doce tribus se reunirán en Jerusalén.