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SIMPLES

Yo, Agabo el Decapolitano, he comenzado esta obra en Alejandría el año noveno del emperador Domiciano y la he acabado en Roma en el año décimo tercero del mismo[1]. Es la historia del hacedor de maravillas Jesús, legitimo heredero de los dominios de Herodes, rey de los judíos, que en el año quincuagésimo del emperador Tiberio fue condenado a muerte por Poncio Pilatos, el gobernador general de Judea. De las muchas hazañas de Jesús, no fue ésta la menos fabulosa: aunque sus ejecutores certificaron su muerte después de una crucifixión normal, y lo pusieron en una tumba, volvió dos días después al lado de sus amigos galileos de Jerusalén y los convenció de que no era un espectro; luego dijo adiós y desapareció de modo igualmente misterioso. El Rey Jesús (porque tenía derecho a ser así llamado) es ahora adorado como un dios por una secta conocida como los crestianos gentiles.

Crestianos es el nombre común de los cristianos, es decir «seguidores del rey ungido». Crestianos significa «seguidores del Chrestos, o buen hombre» —bueno en el sentido de simple, integro, llano, auspicioso— y por lo tanto es un término menos sospechoso para las autoridades que «cristianos»; porque la palabra christos sugiere desafío al emperador, que ha expresado su intención de aplastar de una vez para todas el nacionalismo judío. Por supuesto, «chrestos» puede usarse en el sentido peyorativo de «simple». Chrestos ei, «¡Qué hombre tan simple eres!» fueron las palabras exactas que dirigió desdeñosamente Poncio Pilatos a Jesús la mañana de la crucifixión; y como los cristianos se enorgullecen de su simplicidad, que los más sinceros entre ellos llevan a extravagantes extremos, recibiendo del mundo el mismo desdén que el propio Rey Jesús, no rechazan el nombre de «los simples».

Originariamente esta fe se limitaba a los judíos, que tenían una idea de Jesús muy distinta de la popularizada por los crestianos gentiles; luego se difundió gradualmente de los judíos de Palestina a los de la Diáspora, cuyas comunidades se encuentran en Babilonia, Siria, Grecia, Italia, Egipto, Asia Menor, Libia, España —en verdad, en casi todos los países del mundo—, y ahora se ha tornado internacional, y los gentiles son decididamente la mayoría. Porque el visionario Pablo de Tarso, que dirigió el cisma gentil y sólo era medio judío, admitió de buena gana en su iglesia a los numerosos gentiles convertidos a la fe judía y conocidos como temerosos de Dios, a quienes asustaban la circuncisión y los rigores rituales del judaísmo y que por esto se veían impedidos de convertirse en hijos de Abraham con todos los honores. Pablo declaró que la circuncisión era innecesaria para la salvación y que el mismo Jesús había tomado a la ligera las leyes ceremoniales judías fundándose en que la virtud moral supera a la escrupulosidad ritual a los ojos de Jehová, el dios judío. Pablo les aseguró también que Jesús (a quien nunca conoció) había dado la orden póstuma de que fuera institución permanente de la iglesia crestiana la comida simbólica de su cuerpo y la bebida de su sangre. Este rito, conocido como eucaristía, proporciona un bienvenido puente entre el judaísmo y los cultos sirios y egipcios del misterio —me refiero a aquéllos en que se come sacramentalmente el sagrado cuerpo de Tammuz y se bebe sacramentalmente la sagrada sangre de Dionisos—; y por ese puente han pasado miles de conversos. Sin embargo, los crestianos judaicos rechazan la eucaristía por idólatra. También rechazan por blasfema la idea crestiana gentil de que Jesús tiene con Jehová una relación muy parecida, por ejemplo, a la del Dios Dionisos con el padre Zeus que lo engendró en la ninfa Semele. Un dios engendrado, dicen los judíos, debe tener lógicamente una madre; y niegan que Jehová haya tenido el menor trato con ninfas o con diosas.

El hecho es que los judíos, como nación, se han convencido de que se diferencian en un aspecto principal de todas las demás naciones que habitan junto al mar Mediterráneo: es decir, que nunca han tenido obligaciones con la gran Triple Diosa de la Luna que generalmente se considera madre de las razas mediterráneas, ni con ninguna otra diosa o ninfa. Esta pretensión es insostenible, porque sus libros sagrados conservan nítidas huellas de sus anteriores devociones, especialmente en la idea que dan de sus héroes Adán, Noé, Abraham, Jacob y Moisés. En verdad, los supersticiosos atribuyen a la ineluctable venganza de la diosa el hecho de que los judíos sean en el presente quizá la más miserable de las naciones civilizadas —dispersos, sin hogar, sospechosos—; han sido los principales líderes de los movimientos religiosos contra ella, no sólo en su propio país, sino en todos los de la Diáspora. Han proclamado a Jehová único Gobernador del Universo, representando a la diosa como una mera diablesa, bruja, Reina de las Cortesanas, súcuba y causa primera de todos los males.

Jehová, parece evidente, fue considerado antiguamente un devoto hijo de la gran Diosa que la obedecía en todo y, gracias a su favor, absorbió a cierta cantidad de dioses y diosecillos rivales de diversos nombres: el Dios Terebinto, el Dios Trueno, el Dios Granado, el Dios Toro, el Dios Chivo, el Dios Antílope, el Dios Ternero, el Dios Delfín, el Dios Carnero, el Dios Asno, el Dios Centeno, el Dios de la Curación, el Dios Luna, el Dios de la Estrella del Perro, el Dios Sol. Posteriormente (si está permitido escribir en este estilo) hizo exactamente lo mismo que su divinidad equivalente romana, Júpiter Capitolino: constituyó una trinidad celestial juntamente con dos de las tres personas de la diosa, es decir, Anatha de los Leones y Ashima de las Palomas, equivalentes de Juno y Minerva; la persona restante —una especie de Hécate llamada Sheol— se retiró a gobernar las regiones infernales. La mayor parte de los judíos sostienen que aún reina allí, porque dicen: «Jehová no tiene parte en Sheol» y citan la autoridad del salmo 115: «Los muertos no elogian a Jehová, ni lo hace nadie que desciende al silencio». Pero Júpiter, cuya esposa y anterior madre, Juno, está aún a cargo exclusivo de los asuntos femeninos y cuya así llamada hija Minerva preside aún las actividades intelectuales, y es bisexual, jamás se preocupó de hacer lo que Jehová hizo justamente antes de su forzado cautiverio en Babilonia, es decir, repudiar a sus dos diosas asociadas e intentar gobernar en solitario esplendor a los hombres y a las mujeres. Y tampoco osó hacer esto el Zeus Olímpico. También él, se dice, fue en un tiempo el hijo devoto de la Triple Dkisa y luego, después de castrar a Cronos —amante de ella— la destituyó de su soberanía, pero dejó los asuntos femeninos a cargo de su esposa Hera, su hermana Deméter, y sus hijas Artemisa, Afrodita y Atenea. Ciertamente ha demostrado en ocasiones severidad para con ellas (si se puede confiar en los mitógrafos); pero no puede gobernar satisfactoriamente sin su ayuda. Dios sin diosa, sostienen por igual griegos y romanos, es insuficiencia espiritual; pero los judíos niegan esto.

En un pasaje algo obsceno del Libro del profeta Ezequiel debe buscarse el acta de divorcio entre Jehová y sus dos diosas asociadas, que allí reciben los nombres de Aholah y Aholibah. Sin embargo, la trinidad se mantuvo sin disolverse en el templo judío de Elefantina, en el Alto Egipto, hasta hace quinientos años.

Nadie puede comprender la historia de Jesús si no es a la luz de esta obsesión judía del patriarcado celestial; jamás se debe olvidar que, a pesar de todas las apariencias, a pesar incluso de su aparente apoyo al rito eucarístico, Jesús fue fiel a Jehová desde su infancia en adelante, sin un solo desmayo de su lealtad. Dijo una vez a Shelom, la partera que lo había traído al mundo, que había «venido a destruir las obras de la Hembra»; aceptaba el título de «hijo de David», del rey David, que había estabilizado la monarquía judía y persuadido a las sacerdotisas de Anatha —hasta entonces orgullosas gobernadoras de las tribus y los clanes— a contentarse con ingresar en su harén real. Y como segundo Adán, la tarea autoimpuesta de Jesús consistía en deshacer el mal que, según la leyenda patriarcal, había hecho el primer Adán al escuchar pecaminosamente los seductores argumentos de su esposa Eva.

¿Quién decidirá si el patriarcado es una solución del eterno problema de las relaciones entre hombres y mujeres mejor que el matriarcado o las diversas componendas adoptadas por las naciones civilizadas? Todo lo que es necesario registrar aquí es que en una etapa crítica de su historia, los judíos resolvieron prohibir toda ulterior participación de sacerdotisas en sus ritos sagrados. Las mujeres, dijeron, tienen un efecto perturbador sobre la vida religiosa: introducen el elemento sexual, que de modo inevitable tiende a confundir el éxtasis místico con el erotismo. A favor de este punto de vista hay mucho que decir, porque el efecto de la promiscuidad sexual en la época de los festivales es aflojar los lazos de la vida familiar y desordenar el sistema social. Además, la teoría judía tiene un aspecto político: la única esperanza de supervivencia de su nación, situada en la encrucijada del mundo, consistía en mantenerse estrictamente aislada, evitando los enredos extranjeros en que las reinas y sacerdotisas, enamoradas y amantes del lujo, invariablemente involucran a sus pueblos. Sin embargo los judíos, que sólo en parte son orientales, jamás han sido capaces de mantener a sus mujeres en perfecta sumisión, y por tanto jamás han logrado servir a Jehová con la pureza que profesan. La gran Diosa, a quien pertenecía originariamente la tierra de Palestina, los hace tropezar continuamente y los seduce a la locura. Ellos escriben Belial el nombre más antiguo de Belili, que significa destrucción total. Su apostasía de la diosa les daba inicialmente remordimientos, y el poeta Jeremías, que vivía en ese periodo, se refiere así a algunos: «Ahora volveremos a quemar incienso a la Reina del Cielo y a derramar libaciones en su honor como hemos hecho antes y como hicieron nuestros padres, nuestros príncipes y reyes, en las ciudades de Judea y en las calles de Jerusalén, porque teníamos entonces comida en abundancia, salud y prosperidad. Pero desde que dejamos de quemar incienso y ofrecer libaciones, hemos vivido en la desesperación, consumidos por el hambre y la espada». Sin embargo, los demás mantuvieron firmemente su resolución.

El venerable templo de la diosa en Hierápolis, en la costa siria del Alto Éufrates, una región que la leyenda bíblica vincula a los patriarcas Abraham e Isaac, merece una visita. Allí un Dios Sol, una especie de Zeus-Apolo-Dionisos que cabalga un toro, está casado con su madre, la Diosa Luna, que cabalga un león y sostiene en la mano una serpiente. La trinidad, gobernada por la Madre, se completa con una ambigua deidad bisexual a quien está consagrada la paloma. El templo, atendido por mujeres oraculares y sacerdotes eunucos, da al este; en la parte exterior del portal hay dos enormes pilares fálicos, como los que había ante el templo del rey Salomón; en el interior, todo es oro, joyas y mármol. El ritual es complicado e incluye la prostitución prematrimonial de las mujeres jóvenes y la autocastración de los jóvenes y, para los demás, intercesiones, conminaciones, himnos de alabanza, libaciones, purificaciones, quema de incienso, sacrificios de ovejas, cabras y niños, holocaustos de bestias vivas colgadas de árboles de terebinto, y también oráculos realizados mediante peces sagrados y el sudor de las estatuas. Se dice que el templo fue fundado en honor de la Diosa Luna por Deucalión (a quien los judíos llaman Noé) cuando por fin amainó el diluvio que había arrasado Asia. También en su honor se exhibe un arca sagrada de madera de acacia y se vierte agua en el abismo por donde, según se dice, desaparecieron las aguas del diluvio.

Los cananeos, a quienes los israelitas conquistaron y esclavizaron durante Josué, adoraban a esta diosa. Todavía sus restos son fieles al culto del terebinto, la paloma y la serpiente, todavía hornean tortas de centeno en honor de la diosa y defienden el derecho de toda joven a reunir una dote mediante la prostitución.

Reconozco la utilidad política de mantener ocultos de todos, a excepción del círculo interior de iniciados crestianos, ciertos hechos fundamentales relacionados con el nacimiento y la parentela de Jesús. Los he descubierto por medio de pacientes y discretas inquisiciones, y es evidente para mí que, si hubiesen sido mencionados al emperador, éste no merecería censura por sospechar que el comunismo religioso ultraterreno de la crestiandad sólo era un disfraz del monarquismo militante judío. Reconozco también la utilidad de la decisión de Pablo cuando disoció todo lo posible la nueva fe de su antigua fuente; y aunque sería injusto decir que los judíos como nación rechazaron a Jesús, es verdad que desde la caída de Jerusalén los escasos remanentes de los nacionalistas judíos no sólo detestan a los crestianos gentiles, sino también a los de origen judaico. Estos pecaron por lo que en ese momento parecía una negativa cobarde y nada patriótica a colaborar en la defensa de la ciudad sagrada, cuando abandonaron Judea y se establecieron en Pella, en la otra margen del Jordán.

Los crestianos judaicos habían cumplido al píe de la letra la ley bajo el liderazgo original de Jaime (me refiero al obispo de Jerusalén, que era medio hermano de Jesús). No eran cobardes; simplemente consideraban que hacer la guerra era un pecado. Como el mismo Jesús había previsto el destino de Jerusalén y derramado lágrimas por la ciudad, no se podía esperar que arriesgaran su salvación eterna por defender sus murallas. Después de ser capturados por Tito, muchos de ellos sintieron la tentación de renunciar al judaísmo debido a la doble desventaja de ser maltratados, como judíos, por los romanos, y despreciados, como traidores, por los judíos. Pero no estaban dispuestos a renunciar a su lealtad a Jesús. ¿Debían entonces modificar sus principios y entrar en la iglesia crestiana gentil, originariamente controlada por el apóstol Felipe pero reorganizada, tras la muerte de Felipe, por su anterior enemigo y perseguidor Pablo, el hombre que había arrojado a Jaime por las escaleras del templo? Eso hubiera sido unirse a los incircuncisos y a los conversos crestianos de todas clases y condiciones, ceremonialmente impuros, de los cuales pocos conocían cinco palabras de hebreo y todos consideraban virtualmente abrogada la ley mosaica.

Era una difícil elección, y sólo unos pocos eligieron la alternativa, más heroica, de mantenerse fieles a la ley. Los crestianos gentiles eran tolerantes con los que se doblegaban, porque Jaime había muerto, Pablo había muerto y Pedro había muerto, y habían recibido de Jesús mismo la orden de perdonar a sus enemigos. Era importante que indecentes disensiones no contradijeran una religión de amor fraterno. Aunque no era posible que se suscitara de nuevo el problema de la circuncisión, se reparó la brecha mediante un compromiso doctrinal; y lo que es más: los gentiles, como ellos decían, amontonaban brasas ardientes sobre las cabezas de los judaistas aliviando sus dificultades económicas. Porque la disputa de Pablo con la iglesia original había sido en gran medida un asunto de dinero. Para ser admitido al apostolado había contado con una gran suma recolectada entre los conversos de Asia Menor y con una visión extática del cielo que le había sido concedida en un trance epiléptico. Le informaron fríamente que los dones del espíritu no se podían comprar y que la visión era indecentemente ambiciosa.

Este arreglo tenía sus desventajas, como todo arreglo: la mayor era la cantidad de miserables contradicciones en la versión oficial de la vida y enseñanzas de Jesús que procedía de la fusión de tradiciones rivales. Los mediadores entre las dos sociedades eran los pedrinos, o seguidores del apóstol galileo Pedro, que por alguna extraña razón era un fanático, o militante nacionalista, convertido, rechazado por los seguidores de Jaime por haberse unido a los seguidores de Pablo, y por los seguidores de Pablo por haberse unido a los seguidores de Jaime. Como Jesús había previsto, fue sobre la roca pedrina que la iglesia fue finalmente fundada: hoy el nombre de Pedro se ve en los dípticos encima del de Pablo.

Que nadie se confunda por los libelos contra los judíos en general y los fariseos en particular que, a pesar de la reconciliación nominal de las iglesias, aún circulan entre los crestianos de Roma. Los judíos son acusados por los libelistas gentiles de haber rechazado universalmente a Jesús. Permitid que lo repita: los judíos no hicieron nada de eso. Todos sus discípulos eran judíos. Los crestianos judaicos siguieron siendo una secta honorable en Judea y Galilea hasta la así llamada «secesión de Pella». Durante los años intermedios, participaron indudablemente en el culto del templo y de la sinagoga, lo que no es sorprendente si se considera que Jesús había hecho lo mismo, diciendo explícitamente a la mujer del samaritano Shechem: «La salvación vendrá de los judíos».

Se acusa también a los judíos de haber condenado oficialmente a Jesús a la pena de crucifixión después de un juicio formal del Beth Din, o corte suprema religiosa; pero no hicieron esto. Nadie que tenga el menor conocimiento del procedimiento legal judío puede creer que la corte suprema lo condenara a muerte ni dudar de que lo crucificaron los soldados romanos por orden de Pilatos.

En cuanto a los fariseos, que los libelistas presentan como los mayores enemigos de Jesús: él nunca condenó en su totalidad a esta ilustrada secta, sino sólo a algunos miembros individuales que no estaban a la altura de sus elevadas aspiraciones morales, o a extraños que pretendían falsamente ser fariseos, en especial aquéllos que, aprovechándose de su método dialéctico de enseñanza, trataban de hacer que cayera en afirmaciones revolucionarias. Porque los fariseos suavizaron con su característica humanidad las disposiciones más duras de la antigua ley mosaica y a la vez predicaban y practicaban las mismas virtudes que ahora los crestianos gentiles pretenden exclusiva y originalmente crestianas. Su código moral había sido formulado por vez primera, poco después del exilio, por los descendientes del clero aarónico inicial, que habían sido expulsados de las altas magistraturas durante el reinado del rey Salomón por los usurpadores zadokitas o saduceos; como eran sacerdotes sin estipendio ni obligaciones eclesiásticas que los distrajesen, pudieron refinar los valores espirituales sin la contaminación de la política. ¿Cómo podía Jesús denunciar a los fariseos? Es como hacer aparecer a Sócrates denunciando a los filósofos en general sólo porque hallaba fallos en los argumentos de un sofista determinado.

Los eclesiásticos saduceos, que eran necesariamente políticos, tenían muy poco sentido de la peculiar misión espiritual que los judíos sentían, en conjunto, como a ellos encomendada, y siempre estaban dispuestos a acercarse hasta mitad de camino a los extranjeros omitiendo deliberadamente sus peculiaridades nacionales. Cuando los fariseos —la palabra significa «los separados», porque se separaban de lo impuro— iniciaron su rebelión religiosa popular bajo la dirección de los macabeos contra los seléucidas helenizantes, herederos sirios del rey Alejandro el Grande, fueron los saduceos quienes deshicieron su tarea al persuadir a los últimos macabeos de que se deslizaran nuevamente hacia el helenismo. El principio fariseo de no tomar las armas si no era en defensa de la libertad religiosa fue abandonado por los saduceos; y la subsiguiente expansión de un reino pobre y pequeño mediante guerras agresivas contra Edom y Samaria demostró finalmente la eficacia de su obra negativa.

Los crestianos gentiles, cuando afirman que Jesús hizo criticas aparentemente dañinas a la ley mosaica, olvidan que en muchas ocasiones se limitaba a citar con aprobación las criticas del rabino Hillel, el más respetado de los doctores fariseos; no os ocultaré que en ciertos remotos pueblos sirios donde los crestianos judaicos y los judíos aún logran vivir amigablemente, los crestianos son admitidos en las sinagogas, y considerados como una subsecta de los fariseos.

Había, reconozco, muchos grados de fariseísmo en los tiempos de Jesús; como él señaló, la prosperidad material tiende a debilitar el sentido espiritual, y muchos de los llamados fariseos olvidaron el espíritu de la ley, recordando sólo su letra; pero en general el espíritu triunfaba sobre la letra, y en la orden monástica de los esenios, los más conservadores de los fariseos, se practicaban la espiritualidad y la caridad de modo más ordenado y humano que en cualquier sociedad crestiana actual que no haya modelado su disciplina siguiendo estrechamente la esenía.

Se preguntará qué razón tenían los libelistas para difundir esas afirmaciones si no había en ellas verdad. La respuesta es evidente. Los restantes crestianos judaicos se niegan todavía a deificar a Jesús, puesto que para los judíos sólo hay un dios; pero como los crestianos gentiles ignoran el hebreo, los judaístas poseen naturalmente una gran ventaja para exponer tanto las profecías mesiánicas relacionadas con Jesús como el cuerpo conjunto de sus pronunciamientos y sus discursos morales. Esto ha provocado celos y resentimientos. Verdades que a un gentil educado en la fe olímpica le parecen una iluminación totalmente original son, para los judaistas, un desarrollo lógico del fariseísmo.

Oí una vez a un crestiano romano exclamar, en una fiesta de amor a la que fui invitado:

—Oíd, hermanos y hermanas en Cristo, ¡traigo buenas noticias! Jesús ha modificado los diez mandamientos dados a Moisés, agregando dos propios: «Amarás al señor tu Dios con todo tu corazón, tus fuerzas y tu alma». Y «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».

Grandes aplausos.

Un ex-judaísta, sentado a mi lado, parpadeó un poco y luego dijo secamente:

—Sí, hermano, eso ha sido bien dicho por el Cristo. Y ahora he oído que esos pícaros copistas judíos han robado su sabiduría e interpolan el primero de esos dos mandamientos supremos en el sexto capítulo del Libro del Deuteronomio, y el segundo en el capítulo diecinueve del Libro del Levítico.

—¡Que el Señor Dios perdone ese perverso hurto! —exclamó una piadosa matrona en el otro extremo de la mesa—. Estoy segura de que los fariseos están detrás de eso.

Yo no deseaba provocar un tumulto, y me abstuve de recordarle que Jesús había elogiado a los fariseos como «los justos que no necesitan arrepentirse» y como «los de cuerpos sanos que no necesitan médico», y que en su fábula del fugitivo pródigo los había tipificado en el hijo honesto que permanece en el hogar: «Hijo, siempre has permanecido a mi lado, como era tu deber, y todos mis bienes son tuyos».

En las iglesias crestianas, como entre los órficos y otras sociedades religiosas, se enseñan las doctrinas secretas sobre todo en forma de drama. Aunque ésta es una forma antigua y admirable de transmitir la fe religiosa, tiene sus desventajas cuando los personajes son históricos y no míticos, y cuando los adoradores aceptan como verdad literal lo que sólo es invención dramática. Tengo aquí una copia del Drama de Navidad que emplea actualmente la iglesia egipcia, en que los principales personajes son el ángel Gabriel, María, la madre de Jesús, la prima de María, Isabel, el marido de Isabel, el sacerdote Zacarías, José, el marido de María, tres pastores, tres astrólogos, la partera Salomé, el rey Herodes, la profetisa Ana y Simón el sacerdote. La obra está escrita con sencillez pero con arte, y no veo en ella defecto alguno como literatura devocional. Su finalidad es demostrar que Jesús era el esperado Mesías judío, y, además, ese mismo niño divino previsto por todos los misterios antiguos: griegos, egipcios, celtas, armenios e incluso indios. Por ejemplo, la tercera escena se inicia, en un escenario oscurecido, en el establo de Bethlehem.

El gallo (cacareando): ¡Cristo ha nacido!
El toro (mugiendo): ¿Dónde?
El asno (rebuznando): ¡En Bethelhem!

Estas criaturas no son, a propósito, extraños personajes tomados de las fábulas de Esopo: son animales sagrados. El gallo es sagrado para Hermes, conductor de las almas, y para Esculapio, el médico. Aleja la oscuridad de la noche, es el augur del sol que renace. Recordaréis que casi las últimas palabras que dijo Sócrates antes de beber la cicuta fueron para recordar a un amigo que había prometido un gallo a Esculapio: expresaba, supongo, su esperanza de resurrección. El gallo figura también en el relato de los últimos sufrimientos de Jesús y se interpreta ahora como un augurio de la resurrección, aunque esta explicación me parece rebuscada. El toro y el asno son las bestias simbólicas de los dos Mesías prometidos: el Mesías hijo de José y el Mesías hijo de David, con los cuales identifican los crestianos a Jesús. Los comentadores judíos explican invariablemente los «pies del toro y del asno» mencionados en el capítulo treinta y dos de Isaías como referidos a los dos Mesías.

Después de ese breve diálogo entre las criaturas, amanece y se descubre a la Sagrada Familia reunida. La virgen madre y el niño en su antigua pose: la madre usa un manto azul y una corona de estrellas de plata; el niño, como es tradicional, está en el pesebre de los animales, que se usa para el mismo fin en los misterios délficos y eleusinos. José, barbado, se apoya en un báculo algo más atrás, sin corona y ni siquiera ropaje morado, representando a todos los hombres justos que han conquistado un sitio en la divina iluminación merced a su virtud. Se acerca gradualmente la música distante de flautas y tambores. Entran tres alegres pastores, como aquéllos del monte Ida que adoraban al niño Zeus… O (si está permitido revelar esto) como los mistagogos vestidos de pastores que, en la ceremonia del Adviento que da su nombre a los misterios de Eleusis, presentan a la luz de las antorchas al niño nacido de virgen y exclaman: «¡Alegraos, alegraos, hemos encontrado a nuestro rey, hijo de la Hija del Mar, acostado en esta cesta entre las cañas del río!».

Ahora bien; no pongo en duda la tradición de que el niño Jesús estuviera en un pesebre en un establo, ni que los pastores acudieran a adorarlo; pero no se debe pensar que el resto de la escena es literalmente cierto. Es, por el contrario, lo que Aristóteles llama, en los términos de su Poética, «filosóficamente verdadero». Y no puedo, aunque mis fuentes son dignas de confianza, estar seguro de que mi propia narración de la Navidad es correcta en todos los aspectos, pero hasta cierto punto puedo llegar. Un experto en escultura o cerámica griega puede normalmente restaurar los detalles perdidos de una obra de arte deteriorada: tomemos como ejemplo un ánfora negra, con figuras que representan una escena de Orfeo arando el infierno. Si allí están las Danaides con sus cedazos y, junto a ellas, el experto advierte en una zona despintada parte de un racimo de uvas y dos dedos de una mano que aferra y, más allá, un trozo basto de roca, tiene suficiente y ve, imaginativamente, a Tántalo abriendo la boca de sed y al criminal Sísifo empujando colina arriba la humillante roca. Mi problema de reconstrucción es mucho más difícil, porque se trata de historia, y no de mitos. Sin embargo, la historia de Jesús desde su natividad en adelante se mantiene tan ajustada a lo que se podría considerar un modelo mítico preestablecido que, en muchos casos, he podido presumir acontecimientos que, según mi posterior investigación histórica, habían ocurrido realmente; y esto me alentó a esperar que mi informe, aunque no se puede probar enteramente, no carece por completo de veracidad. Por ejemplo, Jesús tiene tanto en común con el héroe Perseo que el intento del rey Acrisio de matar a Perseo niño parece vinculado también con la historia de Jesús; este Acrisio era el abuelo de Perseo.

También he contemplado la representación de otro drama religioso, referente a los sufrimientos finales de Jesús. El temor crestiano de ofender a los romanos hacía de ese drama una obra maestra de desvergüenza. Como sólo se mostraba en el escenario lo que se había hecho o dicho públicamente, la infame conducta de Pilatos parecía correcta y hasta magnánima, y toda la culpa de ese asesinato judicial recaía, por implicación, sobre los judíos, cuyo vocero pretendía ser el sumo sacerdote.

Pero debo poneros sobre aviso para que no toméis al pie de la letra las Escrituras hebreas. Sólo las rapsodias de los poetas hebreos, los así llamados «libros proféticos» pueden leerse sin la constante sospecha de que el texto haya sido retocado por los sacerdotes editores; y dichos libros han sido en su mayoría incorrectamente fechados y atribuidos a autores que jamás podrían haberlos escrito. Los judíos justifican estas prácticas indignas de los eruditos diciendo: «Quienquiera que diga una buena palabra en el nombre de quien debería haberla pronunciado trae la salvación al mundo». Los libros históricos y legales se han corrompido tanto en el curso del tiempo, en parte por accidente, y en parte por las modificaciones, que ni siquiera el erudito más agudo puede albergar la esperanza de desenredar todas las marañas y restaurar el texto original. Y sin embargo, comparando los mitos hebreos con los mitos populares de Canaán, y la historia judía con la historia de las naciones vecinas, se puede obtener cierto conocimiento válido acerca de los hechos antiguos y las tradiciones legales más vinculadas con la historia secreta de Jesús, que es todo lo que debe ocuparnos aquí.

Y, por otra parte, ¡qué historia extraordinaria es! Aunque soy un esclavo de los libros, jamás, en todas mis lecturas, he encontrado nada semejante. Y, después de todo, si los crestianos gentiles, a pesar de la clara prohibición de la idolatría que se halla en la ley hebrea, se sienten inclinados a compartir la sustancia sagrada de Jesús en su simbólica eucaristía, y a adorarlo como un dios, declarando: «Nadie ha sido nunca como él, ni lo será, hasta que vuelva a la tierra», ¿quién podría censurarlos, aparte de los judíos devotos? Ser puesto en un pesebre al nacer, ser coronado rey, sufrir voluntariamente en una cruz, conquistar la muerte, ser inmortal: éste fue el destino del último y más noble vástago de la estirpe real más venerable del mundo.