XV
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LA MANCHA

Jesús volvió a Jerusalén con sus padres la Pascua siguiente. Esa vez José le permitió quedarse en la ciudad, después de la fiesta, para asistir a los debates y conferencias públicas.

Después de despedirse de su familia fuera de las murallas, subió al templo. Un hombre de ojos húmedos que estaba sentado junto a la puerta del este lo reconoció y le dijo con una sonrisa destinada a ganar su buena voluntad:

—Me alegra encontrarte, sabio Jesús de Nazaret. Esperaba verte hoy. Tengo una invitación para ti: que arbitres imparcialmente entre dos amigos que discuten un importante punto de la ley. Cada uno afirma que está en lo cierto, y han hecho una apuesta.

—Es incorrecto hacer una apuesta acerca de la ley. Además, no soy un doctor.

—No hay nada incorrecto en la discusión misma, y ya has iniciado el camino para ser doctor.

—Gracias sean dadas a Dios —se apresuró a decir Jesús—. ¿Quiénes son esas personas?

—Maestros de una academia.

—Entonces, que tomen por árbitro al jefe de la academia.

—Me pidieron que esperara aquí a que vinieras; ellos insisten en que sólo tú puedes decidir ese punto.

Jesús refrenó el impulso de enviar al anciano a ocuparse de sus propios asuntos; había algo maligno en su expresión. Pero recordó la paciencia que había demostrado siempre el sabio Hillel cuando se le pedía que resolviera problemas triviales; y al menos en una ocasión había habido una apuesta de por medio.

—Haré lo que me pides —dijo de mala gana.

El anciano lo condujo hasta una sombría habitación que daba al patio de los gentiles, y dijo a un levita alto y de aspecto estúpido que miraba por la ventana:

—Retén aquí a este joven por un rato, amigo, mientras busco a las dos personas de quien te hablé.

Jesús preguntó indignado:

—¿Acaso no te he dado mi palabra de que arbitraría en la discusión?

Pero el anciano ya se había marchado.

Dijo entonces al levita:

—Por tu ropa, señor, pienso que eres un levita de la guardia del templo. ¿Es ésta la habitación de la guardia?

El levita asintió en silencio.

—Extraño lugar para un debate.

El levita asintió de nuevo y dijo, tras una larga pausa:

—Muy extraño —y después de una pausa aún más larga, agregó—: Debes decir la verdad, sabes. Será mejor que hagas una confesión completa y que devuelvas lo que has tomado. El capitán de la guardia no es un hombre duro. Él se ocupa siempre de los jóvenes.

—No comprendo. ¿Quién es el anciano que me ha traído aquí?

—¿Él? Es Jofni el Sapo. Nunca olvida un rostro. Y tú eres el muchacho que escapó por poco durante la Fiesta de los Tabernáculos, ¿verdad? El que robó a Meleagro el cambista y logró salir corriendo por la puerta escondiéndose entre la multitud.

Jesús rió.

—Yo no estuve en Jerusalén para la Fiesta de los Tabernáculos.

—Eso lo dices tú. Entonces, ¿qué delito has cometido?

—No se me acusa de ningún delito. Es una broma a mis expensas. Déjame partir.

—Me han ordenado que te retenga.

En ese momento, la guardia regresó de la ronda de la mañana. El capitán preguntó:

—¿Quién es este joven?

—Lo ha traído Jofni, reverendo señor.

El capitán frunció el ceño y preguntó:

—¿Eres tú, por casualidad, el hijo de José de Emaús?

—En un tiempo mi padre vivía en Emaús. Su nombre es José, hijo de Eli. Ahora reside en Nazaret, en Galilea.

—Sí, de él se trata. Entonces lamento decir que debes considerarte arrestado.

—Aquí llega Jofni con los testigos, señor —dijo el levita.

Entraron los dos doctores, el primero y el segundo, seguido por un hombre más joven que traía una pluma y un tintero de asta colgando del cinturón. El primer doctor dejó caer cuatro dracmas en la mano de Jofni, que salió, sonriendo, y se dirigió a su puesto en la puerta del este.

El segundo doctor, que parecía incómodo, dijo:

—No queremos que este asunto se haga público, ¿comprendes, capitán? No debe haber escándalo. ¿Podemos retirarnos a tu habitación privada?

—Está a tu disposición, sabio doctor.

Una vez allí, el capitán dijo a Jesús con amabilidad:

—Ya no eres un niño. ¿Sabes algo de la ley?

Jesús se inclinó.

—¿Eres entonces Jesús, hijo de José de Nazaret, antes de Emaús, y de su esposa Miriam?

—Lo soy.

—¿Siempre has vivido con ellos?

—Desde mi nacimiento, en Bethlehem de Efrat.

—¿Cómo es que has nacido allí?

—Mi padre llevó a Bethlehem a mi madre cuando su tiempo se acercaba. Como pertenecía a la casa de David, deseaba que yo naciera en el territorio familiar. Ése fue el año en que Herodes murió, unos cuatro meses antes.

—¿Quiénes eran los padres de tu madre?

—Era hija de Joaquín de Cocheba, uno de los Herederos, muerto luego en la pobreza, pero estaba a cargo del templo.

—¿Puedes leer con facilidad?

—Gracias a la ayuda de mi Hacedor.

—Lee esto.

Era una página arrancada del libro de cuentas del tesoro del templo, donde estaba anotado el contrato de matrimonio entre José hijo de Eli, de la casa de David y la tribu de Judá, nativo de Emaús, y Simón hijo de Boeto, sumo sacerdote, custodio de la discípula del templo Miriam, hija de Joaquín el Heredero, natural de Cocheba y de su esposa Ana. La fecha era diez meses anterior al nacimiento de Jesús; pero sólo cuatro meses después aparecía el registro del recibo de diez siclos, y en ese recibo se había escrito en letras muy pequeñas y débiles: «Falta medio siclo».

El contador dijo:

—Las palabras escritas en caracteres pequeños son de mano del sumo sacerdote de ese momento. Es un caso muy extraño. He buscado en los registros, y hallé un recibo por el pago del medio siclo restante: fue enviado desde Alejandría por el sumo sacerdote después de que el rey Herodes lo depusiera, y estaba pegado a una página posterior. Ese recibo es de un mes después de la muerte del rey.

Jesús, muy pálido, preguntó:

—¿Quieres decir que mi padre José no desposó a mi madre hasta que estuvo encinta?

—De él mismo o de otro —dijo el capitán de la guardia—. He hecho algunas investigaciones privadas, y he oído el rumor de que tu madre fue raptada por unos bandidos inmediatamente después de la firma del contrato, y retenida por ellos durante unos tres meses. Esto puede explicar por qué José no quería, al principio, pagar ese medio siclo restante. Muchacho, no deseo aumentar tu angustia, pero debo explicarte la posición legal. Hay una regla que creó Moisés, no yo, y que yo debo hacer cumplir: nadie que haya nacido fuera del matrimonio puede entrar en los santos patios de este templo. La pena por infringir esta regla es la muerte. Tú has obrado en la ignorancia; puedo ver que no lo sabías; y por lo tanto haré un informe escrito sobre este asunto, para no atraer el escándalo a tu casa, aunque estoy obligado a informar al sumo sacerdote Anás de mi decisión. Pero si no puedes asegurar que te equivocas con respecto a la fecha de tu nacimiento, y que has nacido de un matrimonio legitimo, no tengo otra alternativa que prohibirte la entrada. Observa que no te tengo por bastardo, y no puedo hacerlo porque no tengo pruebas claras de la fecha de tu nacimiento.

—Aunque me condene por mi propia boca —dijo Jesús—, sé que nací cuatro meses antes de la muerte del rey Herodes, el día del solsticio de invierno. Mi madre me lo ha repetido frecuentemente.

El segundo doctor dijo enérgicamente al primero, que sonreía con aire de triunfo:

—Toma mi nuevo manto bordado, porque has ganado la apuesta. Sonríe como un perro mientras corres con él por la ciudad. Y me congelaré hasta morir antes de aceptar el tuyo a cambio, Porque hoy has obrado aún peor de lo que crees, y poco me dolerá no volver a ver tu rostro. Ven conmigo, muchacho, a mi casa, y sé mi huésped hasta que retornes junto a tus padres en Galilea. Porque eres un hombre bueno, y el sabio Hillel, bendita sea su memoria, ha dicho justamente: «Mejor es un sabio bastardo que un sumo sacerdote ignorante».

Pero Jesús había caído al suelo con los miembros rígidos y la expresión torcida por el dolor. Un terrible grito recorrió el edificio.

El día siguiente Jesús dijo en voz débil al segundo doctor, que le atendía con arrepentido cuidado:

—Me harías un gran bien, sabio, si enviaras a uno de tus criados a buscar un bloque de madera de olivo, una gubia y un martillo.

—¿Para qué, muchacho?

—Para ver si mis manos han olvidado el oficio del que dependerán en el futuro, porque aparentemente jamás seré un doctor de la ley. Ayer una gran niebla blanca cubrió mi mente y no puedo recordar sencillos textos de la Escritura que creí grabados a fuego en mi memoria. Una gubia, un martillo, un bloque de madera.

Se los trajeron, y al ver que aún podía manejar hábilmente sus herramientas dio las gracias a Dios. Luego dijo:

—Hazme aún otro favor, sabio, y envía uno de tus criados para que me acompañe una parte del camino, porque no estoy seguro de recordarlo.

—Irá contigo todo el camino, si lo deseas.

Jesús regresó a Galilea y se separó del criado del doctor cuando vio su casa. Nada dijo de lo ocurrido a su padre ni a su madre. No pudo obligarse a hacerlo. Por otra parte, no se vería privado de asistir a la sinagoga aun si era un bastardo, porque una generosa regla establecía que ningún hombre sería apartado de la comunión religiosa con sus vecinos por una falta de sus padres o antepasados. La principal muestra que dio de su inquietud espiritual era que no leía de las Escrituras, más que los textos ordenados para cada día, y que ya no los discutía con nadie. Trabajaba en su oficio con mayor diligencia, y era más puntilloso que nunca en su conducta hacia sus mayores. Todo el mundo advirtió el cambio. En general, decía la gente de Nazaret y de Bethlehem, era un alivio que ya no fuera un niño prodigio sino un buen aprendiz de carpintero. Su conocimiento, su independencia y la agudeza crítica de su mente les asustaban.

—Ya hemos visto esto antes —decían los ancianos—. El cambio llega con la pubertad. El espíritu visitante se aleja volando para no regresar. En los días de nuestros abuelos había un joven en Caná, un isacarita, que desconcertaba con sus conocimientos a los profesores griegos de matemáticas y astronomía en la universidad de Gadara. Cifras, cifras y más cifras le servían como los familiares de las brujas. Pero con la pubertad el espíritu se marchó y el joven abrumado por la melancolía, deshonró la casa de su padre al tomar su propia vida.

Pasaron cuatro años; cuando llegaban la Pascua o la Fiesta de los Tabernáculos, Jesús decía a Jaime y a José:

—No, hermanos; id vosotros a Jerusalén, y que el espíritu del Señor os acompañe. Soy el más joven; esta vez me quedaré en casa y cuidaré el ganado. Tal vez vaya el año próximo.

La Pascua del segundo año, un grupo de samaritanos irrumpió una noche en el templo, entró en el patio de los sacerdotes y esparció huesos humanos para convertirlo en un lugar impuro; y por eso se maldijo a la nación samaritana en todas las sinagogas, y se prohibió su entrada para siempre en el patio de los gentiles.

El quinto año murió el anciano José. Jesús sintió gran dolor y ayunó durante tres días enteros. Luego María lo llamó aparte y le dijo:

—Mientras José vivía, no podía decirte un secreto acerca de tu familia que ahora debes conocer. Temía que lo miraras con otros ojos. E incluso ahora me espanta causarte aflicción.

—Madre, no podrías afligirme, incluso si mi dolor no entumeciera tanto mis sentidos que ya no distinguen el calor del frío. Porque hace cinco años, cuando leí en los registros del templo cierto contrato de matrimonio, recibí una herida en el corazón, y el cuchillo está aún clavado en la herida. Eres mi madre, y estoy obligado a honrarte, y así lo hago. Pero menos, porque sé que el hombre a quien llamaba padre no lo era en la carne; así como honro más su memoria, porque me ha tratado como a un hijo querido. Madre, ¿qué debes decirme? En Jerusalén se me acusa de bastardo, y a ti de haber engañado a mi padre entre el día en que se comprometió a casarse contigo y el día en que te fue a buscar para llevarte a su casa. ¿Por qué no me advertiste a tiempo de esa mancha? Me has alimentado con esperanzas; me has enviado a un rabino; has persuadido a mi padre de que me presentara en la sinagoga de Nazaret. Pensabas, quizá, que la verdad nunca sería conocida. ¿Cómo has podido llevarme al templo para ser circuncidado? A mis ocho días de edad, ¿querías asociarme a una perversa infracción de la ley? ¿Y cómo pudo José apoyarte en esto? Sin embargo, no me atrevo a reprochar nada al querido muerto.

María preguntó suavemente:

—Jesús, hijo, ¿piensas que una mujer como yo pecaría? ¿Tiemblan mis ojos cuando te miro? ¿Ves en mis mejillas el culpable rubor de la vergüenza?

—Desde que el capitán de la guardia me mostró el contrato en el templo, y me prohibió que volviera a entrar a los patios interiores si no podía probar mi legitimidad, una nube cubre mi mente. Problemas que antes tenía el poder de resolver fácilmente se han convertido en enigmas. En especial, la contradicción entre tu aire de inocencia y el informe escrito de tu vergüenza: no puedo reconciliar ambas cosas. Quizá, si pudiera, la nube se disiparía, porque esta cuestión desgarra mi alma como un águila de día y de noche. Aún amo al Señor con todo mi corazón, pero entre los jirones de mi antiguo conocimiento flamea como una enseñanza una frase del sombrío Shammai: «De todo hombre viviente se puede decir lo mismo: mejor fuera para él no haber nacido». Hillel intentó refutar ese punto de vista, pero por una vez Shammai triunfó. Todo hombre, dijo, nace necesariamente en el error, y el error lleva al pecado, y el pecado al disgusto divino; y cuando un hombre disgusta a su Hacedor, mejor fuera para él no haber nacido. Como herederos de Adán pagamos por el pecado de Adán. En mi infancia, madre, yo me veía como un doctor, un profeta, un rey… Sin duda ha sido esa falta de humildad la que Dios ha castigado en mi.

—Está escrito: «El castiga a quien ama». Hijo mío, escucha. Te juro, por vida del Señor, que jamás he pecado con un hombre, voluntaria ni involuntariamente; te juro que no eres bastardo, sino hijo de rey. No me casé con el generoso José hasta que murió mi marido el rey; y fue un matrimonio sólo en apariencia, y el único medio para preservar tu vida de tus enemigos.

Después de llegar a este punto, María esperó serenamente a que Jesús hablara, mirando intensamente su rostro.

Por fin, asombrado, preguntó:

—Entonces, madre, ¿quién soy?

—Eres el rey sin corona de los judíos, el heredero secreto del trono que nadie ocupa desde los días del rey Herodes.

Jesús miró a María con horror e incredulidad.

—¿Quieres decir…?

—¿Si quiero decir qué, hijo?

—Casi preferiría ser un bastardo —gimió él—. ¿Quieres decir, madre, que eras la esposa secreta del malvado rey Herodes?

—Dios me guarde —dijo ella—. Tu padre fue el príncipe más noble, dulce e infortunado en la historia de nuestra raza.

Lentamente la niebla se desvaneció y brilló el sol. Mientras María narraba a Jesús la historia de su nacimiento, él sentía retornar como un torrente los poderes perdidos de su mente, de ningún modo afectados; antes bien, se sabía capaz de llevar su pensamiento mucho más allá de esos poderes. No había llorado antes; pero ahora las lágrimas fluían mientras decía:

—¡Oh, madre, si hubieras hablado antes! ¡Si José estuviera vivo, y yo pudiera echarme a sus pies y agradecerle su inmenso amor!

—Has sido para él el mejor de los hijos.

Y luego, María le habló de los tres astrólogos que lo habían adorado, y de la masacre de Bethlehem, y le contó cómo el sobrino de Kenah los había llevado a salvo, a través del desierto, hasta On-Heliópolis. Y concluyó:

—El sabio Simeón que fue tu maestro en Matarieh no era el viejo maestro que pretendía ser. Era Simón, hijo de Boeto, amigo de tu verdadero padre, que había sido sumo sacerdote. Dos meses después de su expulsión, tomó los votos nazarenos por un año y se dirigió como ermitaño al desierto árabe. Cuando regresó, flaco, bronceado, casi irreconocible, no fue a su lujoso hogar de Alejandría sino a Matarieh, a nuestra pobre vivienda. Era tu custodio espiritual y sentía que ayudarte en esos días de peligros y pobreza era su obligación, así como educarte de modo digno de tu destino.

—¿Cómo supo que estábamos en Leontópolis?

—José y yo te llevamos con nosotros a Alejandría después de nuestra llegada a Egipto, antes de que él se marchara a Arabia. Fuimos allí a pagar el medio siclo que completaba el imperfecto contrato de nuestro matrimonio. Pero José temía mostrarse en el barrio judío por la presencia de los agentes de Herodes que servían activamente a tu tío Arquelao, el etnarca de Judea. De modo que yo llevé el dinero a Simón y le dije dónde estábamos. Y nada dije a José, que jamás imaginó la identidad de Simeón. Se creía que el sumo sacerdote Simón había muerto en el desierto.

—¿Ha muerto?

—Aún está con los esenios en Calirroe. Recibo noticias de él una vez por año.

—¿Y qué ha sido de la corona de oro que los tres astrólogos me trajeron al establo de Bethlehem?

—Está en Ain-Rimmon, al cuidado de mi tía Isabel. Un día la reclamarás; un día la llevarás puesta.

—¿Yo? El emperador ha abolido la monarquía judía.

—No la ha abolido. Sólo ha retirado el título real a los aspirantes indignos y criminales. El trono es tuyo según el derecho romano, por ser el único heredero sobreviviente de tu padre. El testamento del rey Herodes, que te lo otorga, está en poder de las vírgenes vestales: nadie puede modificarlo ni dejarlo de lado.

—Desdeñaría una corona entregada por los romanos si me odiaran los hijos de Israel por apoyar a sus enemigos.

—Tu noble padre usaba una corona romana.

—Era rey por su propio derecho, y hubiera recibido bendiciones si la hubiera quitado de su cabeza.

—¿Qué otra corona aceptarías?

—Una otorgada por mi propio pueblo.

—¿Cómo? ¿Desafiando a los romanos? ¿Conducirías tu pueblo a la guerra?

—No; al arrepentimiento y al amor. Acepto tus palabras como proféticas, hija de Rahab. Un día, por la gracia de Dios, usaré esa corona.

—Que te dé felicidad y paz, y libertad a tu pueblo.

Conversaron hasta muy tarde esa noche. Por la mañana Jesús tomó una decisión: cuando terminara el duelo por José, partiría con la bendición de su madre a prepararse para su destino real bajo la guía de Simón, hijo de Boeto. Cedía a María todas las propiedades legadas por José y sus propios ahorros; ella permanecería en Nazaret. La vieja Shelom de Rehoboth, ahora viuda, vendría a su casa a hacerle compañía.

Jesús echó al hombro su bolso de herramientas y sus provisiones de grano desecado, frutas secas y agua, y se dirigió al vado más próximo del Jordán. Lo atravesó y continuó hacia el sur por la Baja Transjordania hasta el mar Muerto, y luego, a lo largo de su costa, hasta la ciudad de Calirroe. La colonia esenia estaba a poca distancia de la ciudad. Sus redondeadas cabañas de madera estaban dispuestas en círculo dentro de un gran terreno irregular cercado por terraplenes coronados con espinos y revestidos de piedra. Cuando golpeó al portal y pidió que lo admitieran vio a Simeón que se acercaba por el suelo arenoso. Ambos se besaron afectuosamente.

Simeón vestía túnica blanca y un blanco delantal. Llevaba un cinturón de cuero —como un talismán contra el Enemigo— que sostenía una paleta de albañil. Todos los esenios llevaban esa paletas perpetuando la costumbre de los israelitas durante su paso por el desierto de Zin. Dijo al portero:

—Busca al padre Manahem.

El portero volvió con otro esenio, alto, delgado y de mirada desafiante. Tomó a Jesús por la mano derecha y luego, para sorpresa de Simeón, del portero y del mismo Jesús, dio a éste dos vivos golpes en la cabeza, diciendo:

—Ni con furia, ni con reproche: sólo para que recuerdes al padre Manahem —luego lo abrazó y lo condujo a presencia del superior.

El superior, que era muy anciano y estaba a cargo de esa comunidad de cuatrocientos cincuenta hermanos y novicios, se puso de pie cuando se acercó Jesús.

—¿Un postulante para el noviciado?

—Así es.

—¿Quién eres?

Simeón respondió por él.

—Joshua hijo de Abiathar —era como decir Jesús hijo de Antípater, puesto que entre los esenios no se utilizaban nombres griegos.

—¿Legítimo?

—Legítimo.

—¿De qué tribu?

—Judá.

—¿Qué condiciones tiene?

—Las mejores.

—¿Oficio?

—El que ves.

—¿Instruido en la ley?

—Por mí mismo.

—Que tome los votos.

El padre Manahem dijo a Jesús:

—Se requieren estos votos para un año de servicio. Si después de un año demuestras ser digno de más progresos en la orden, compartirás las aguas de la purificación y, como novicio, se te pedirá que tomes nuevos votos. Si después de dos años deseas convertirte en un miembro pleno, y no se encuentra falta en ti, se te exigirá que tomes votos perpetuos y participarás del Todopoderoso.

—No he venido aquí como postulante sino para saludar a mi maestro y para continuar mis estudios. Si no se permite esto salvo si me convierto en postulante, me alegraré de hacerlo. El padre Manahem ve en mí un postulante, y el padre Simeón también; no discutiré su juicio. ¿Qué votos me exigiréis?

—¿Juras por el Dios viviente demostrar obediencia absoluta al Superior de esta orden, y a cualesquiera confesores o tutores que él ponga sobre ti, y guardar todas las normas de esta orden tal como se te enseñe? ¿Juras ejercer piedad hacia el Señor y justicia hacia los hombres; ayudar a los justos y rechazar a los malvados; no hacer daño a nadie; reprobar a los mentirosos; no gastar palabras; no proferir juicios apresurados; abstenerte de mujeres, perfumes, ungüentos, cosas impuras, huevos y guisantes; no derramar la sangre de hombre, ave o bestia; amar la verdad y mantener los diez mandamientos; no comunicar a nadie ningún misterio peculiar de esta orden; no tener secretos con tus confesores; no prestar otros juramentos ni tomar votos mientras éstos se mantengan en vigencia?

—Hago una excepción con el voto de secreto. No puedo revelar a mi confesor secretos que otros me han confiado.

—Puedes callar ante tu confesor secretos que no son tuyos.

—Entonces tomaré los votos.

Le dieron una túnica azul loto, un delantal blanco, un cinturón de becerro y una paleta de madera. El superior dijo a Simeón:

—Padre Simeón, instruye a este joven en el uso de la paleta. Padre Manahem, quédate.

Cuando se cerró la puerta el superior dijo a Manahem:

—Vi los bofetones desde la ventana.

—Bien dados.

—¿Como los del predecesor de tu predecesor a Herodes el Edomita?

—El muchacho tiene las marcas de la realeza.

—¿Cómo lees su destino?

—Glorioso; extremadamente miserable; por fin, glorioso de nuevo.

—Atiéndelo bien, pero imparcialmente.

El significado del diálogo era el siguiente: cuando Herodes era un niño, en Bozrah, donde estaba anteriormente instalada la colonia esenia, el padre que tenía el título de «Manahem» lo había visto pasar por la puerta, camino de la escuela, y le había pedido que se acercara. Al llegar a su lado, Manahem le había dado dos bofetones, diciendo: «Ni con furia ni con reproche; sólo para que recuerdes al padre Manahem». Herodes había enrojecido de ira, pero Manahem le había dicho:

—Cuando seas rey de los judíos recuerda al padre Manahem de Bozrah, que te golpeó como una osa golpea a sus oseznos, con buena intención.

—Me tomas por otro. Soy edomita, no judío.

Manahem dijo entonces:

—Será como te digo de todos modos. Serás un rey glorioso, y tus dominios serán más dilatados que los del rey Salomón; pero aunque tus intenciones sean piadosas, tus crímenes serán horribles.

Herodes no olvidó nunca a Manahem, y durante toda su vida fue benévolo con los esenios. Llamó en su honor «Puerta de los Esenios» a una de las puertas de Jerusalén, aunque ellos jamás iban al templo.

La primera regla de la orden que Jesús aprendió fue la prohibición de escupir en compañía: debía retirarse y escupir hacia la izquierda, que era el lado de las cosas malas e impuras —y no hacia la derecha, el lado de las cosas buenas y puras— cubriendo su saliva con arena mediante su paleta de madera. La segunda regla se refería a sus necesidades corporales: debía apartarse, cavar un hoyo con la paleta, cubrirse con sus ropas para que el ojo del sol no recibiera ofensa, y luego volver a usar la paleta, como hace un león con sus garras, para llenar nuevamente el hoyo. La tercera consistía en levantarse todas las mañanas antes del amanecer y no hablar una palabra con nadie antes de ofrecer ciertas antiguas plegarias a Jehová, suplicando que el sol se elevara. Los esenios no veneran al sol como un Dios, pero si a Jehová que ha hecho el sol; y mientras existió el templo, se abstuvieron de adorar en él. Esto se debía en parte a que, como el profeta Amós, aborrecían los sacrificios sangrientos; pero sobre todo porque los sacerdotes les impedían observar el hábito de sus antepasados de orar a la salida del sol junto a la puerta del este, mirando hacia el este en lugar de volverse hacia el santuario como los demás judíos. Herodes se proponía, después de purgar el templo, ponerlo a cargo de los esenios, nombrando sumo sacerdote a su primo Aquiabo, muy respetado por ellos y educado en Calirroe.

La ley de Moisés gobernaba sus vidas, y cualquiera que blasfemara contra Moisés era castigado con la muerte, como si hubiera blasfemado contra Jehová. Esta regla era ininteligible para otros judíos, excepto las sectas ebionita y terapéutica, aliadas de los esenios, porque el secreto de éstos era que daban el nombre de Moisés a los aspectos temporales de Jehová. Jehová era el principio divino de la vida, la luz y la verdad; Moisés, este mismo principio trasladado a la carne. Aquellos de vosotros que hayan participado en ciertos misterios griegos comprenderán qué quiero decir si comparan el mito de Moisés con los que exponen los mistagogos. Según la tradición oral de los esenios, que difiere en muchos aspectos de la información contenida en el Éxodo, Moisés era hijo de la hija de Faraón, no engendrado sino originado de una almendra que un ángel de Jehová, Dios de Israel, le entregara secretamente en On-Heliópolis. Faraón envió asesinos para matar al niño, cuyo nombre real era Osarsiph, pero la partera israelita lo ocultó en el cesto de cosechar y lo confió a las aguas del Nilo. Jochebed, esposa de Amram, pastor de Goshen, lo encontró entre los juncos, lo llamó Moisés, que significa «sacado», y lo llevó a su casa. En su juventud Moisés regresó a On-Heliópolis y con una maravillosa demostración de fuerza e inteligencia atrajo la atención de su abuelo Faraón, que ignoraba su identidad. Luego Moisés hizo con éxito la guerra contra les etíopes para Faraón; pero cuando las multitudes lo aclamaron, Faraón, celoso, trató de matarlo. Entonces, por orden de Jehová, Moisés provocó las diez plagas de Egipto usando su vara mágica de almendro y rescató al pueblo elegido de Jehová de su cruel servidumbre en Pelusia. Faraón se lanzó en su persecución y las arenas movedizas del lago de los Juncos lo devoraron con todo su ejército. Moisés dio leyes a los israelitas mientras erraban por el desierto de Sinaí; pero cuando ya estaban a la vista de la tierra prometida, un escorpión enviado por el adversario de Dios le picó en el talón. Recogió y partió ramas, hizo una pira y se consumió sobre ella. Sus cenizas fueron enterradas en una tumba secreta; su alma subió al cielo en la forma de un águila, y su espíritu viajó hasta el mar, en Hezrón, donde tres reinas espectrales se acercaron llorando en una barca. Llevaron consigo su espíritu a una isla situada en el extremo oeste, más allá del océano, la isla de los Manzanos, donde no hay nieves ni calores intensos ni tempestades, y sólo el suave viento del oeste sopla incesantemente desde el mar.

Así la vida y la muerte de Moisés tienen para los esenios el mismo doble significado que la vida de Dionisos, Osiris o Hércules posee para los mistagogos: lo consideran a la vez como un antiguo rey y el creador de las leyes, y como el símbolo del nacimiento, plenitud y decadencia recurrentes del año. Creen en la resurrección del alma que —dicen está unida al cuerpo como a una prisión—, y cuando se libera de las ataduras de la carne sube brillando hacia lo alto y se reúne con la multitud de almas brillantes que dan al sol su maravillosa luz; pero el espíritu, que diferencian del alma, y que tiene la forma y apariencia del cuerpo, es guiado por Elías o algún otro ángel al paraíso presidido por Moisés. Allí los espíritus viven juntos y felices en un castillo de cristal en cuyas puertas giran sin cesar ardientes ruedas de luz. Los esenios recibieron esta doctrina de los pitagóricos, quienes a su vez la recibieron de Abaris el hiperbóreo; pero los esenios sostienen que Moisés mismo la dictó a los sacerdotes hiperbóreos. Comoquiera que fuese, en la filosofía esenia hay incrustadas muchas teorías tomadas de los persas y los caldeos.

Muchos de ellos son médicos y logran extraordinarias curaciones mediante imposición de manos, cocimientos de hierbas, agua de fuente, aceite santificado, canciones sagradas, piedras preciosas de distintas clases, y saliva mezclada con arcilla. También curan a los posesos invocando a Rafael y a otras potencias angélicas cuyos nombres guardan en secreto, y al semidios Moisés con sus veinte títulos estacionales, en particular el de Joshua o Jesús. Otros son diestros para interpretar los sueños o para la predicción astrológica. Cuando un esenio desea abstraerse en la meditación, cubre su cabeza y permanece inmóvil durante días, ayunando, dentro de un círculo con ciertas letras o cifras que solicitan el favor de Dios. A veces se instalan en sus círculos para dominar a los espíritus malignos que los molestan, o para aplacar la ira de Dios. El más famoso de los santos esenios fue Honi el dibujante de círculos, celebrado también por su agudo y lúcido juicio acerca de la ley, que vivió en la época de los últimos macabeos. Se le atribuye popularmente la interrupción de una terrible sequía: ayunó dentro de un círculo hasta que Dios se apiadó de él y envió la lluvia. Se dice que evitó la muerte durante setenta años, también dentro de un círculo, hasta que pronunció accidentalmente una palabra, en la época en que Arquelao fue desterrado, y descubrió que todos sus amigos y conocidos habían muerto; entonces rogó a Dios que tomara también su vida. Pero esto es sólo una fábula. Fue lapidado por los soldados de Hircano el Macabeo cuando se negó a maldecir a los sacerdotes del templo durante el sitio de Jerusalén.

No se permitía, dentro del recinto de los esenios, la presencia de mujeres, aunque fueran ancianas, ni de niños. Tenían prohibido usar armas o construirlas, y consideraban deplorable la risa, cuando no surgía del regocijo por la generosidad divina. Algunos de los iniciados de mayor edad sonreían continuamente; pero los más jóvenes solían ser muy taciturnos. Aparte de las tres principales comunidades agrupadas alrededor del mar Muerto había otras, menos estrictas, en varias partes de Judea. En ellas se permitía el matrimonio, aunque sólo con fines de procreación; sus iniciados, que no vivían enclaustrados en un recinto, eran conocidos como «esenios libres». Una de estas comunidades, que ya no existe, estaba en el pueblo de Betania, cerca de Jerusalén.