VII
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MARÍA EN AIN-RIMMON

Una tarde una criada golpeó suavemente la puerta de la habitación de Isabel mientras ella cosía.

—Una joven extranjera solicita el honor de saludarte.

—Hoy no recibo visitas.

—Eso han dicho tus criadas a la joven, pero ella insiste.

—¿Quién es esa importuna?

—No quiere revelar su nombre ni su familia.

—¿Quién la ha traído aquí?

—Llegó escoltada por un grupo de rechabitas que se marcharon inmediatamente en sus asnos, envueltos en una nube de polvo.

—¿Rechabitas, dices? ¿Cuáles fueron sus palabras cuando entró por nuestra puerta?

—Dijo: «En el nombre de la Madre».

Isabel se encolerizó.

—¿Por qué no me has dicho eso en seguida, nieta de un camello? ¿Ha comido esa señora? ¿Le habéis lavado los pies? ¡Oh, desventuradas! Trae ahora mismo agua y una jofaina, jabón y una toalla de lino. Y trae algo de comer, lo mejor que haya en la casa. Busca un vino dulce. No tardes —Isabel dejó su bastidor y salió de prisa.

Regresó muy pronto trayendo a una joven de la mano; le dijo solemnemente apenas cerró la puerta:

—En el nombre de la Madre, esta casa es tu casa y estas criadas son tus criadas, seas quien seas y cual fuere tu intención.

Como respuesta, la joven se quitó el velo con un rápido movimiento del brazo, besó a Isabel en ambas mejillas y se echó a llorar silenciosamente.

Isabel exclamó asombrada:

—¿Cómo puede ser? Tienes la cara de mi hermana Ana cuando era niña. Los mismos ojos verde mar, la nariz recta, el mentón saliente. ¿Eres la hija de Ana, niña?

María asintió secando las lágrimas con sus dedos.

—¿Por qué lloras?

—Por la alegría de estar segura bajo tu techo.

Isabel dio una palmada.

—¡Deprisa, perezosas, de prisa, como si os persiguieran los lobos!

Llegaron corriendo en montón, una con agua caliente en una jarra de plata, otra con una jofaina adornada con peces entrelazados, jabón perfumado y una toalla bordada; otra con una gran bandeja de bronce cubierta de platillos —encurtidos dulces, olivas, pepinos dispuestos en torno de una fuente de pichones de paloma asados, rellenos de hierbas aromáticas y guarnecidos con lechuga de Cos—. Isabel cortó rebanadas de un delicado pan de trigo y extendió sobre ella membrillo en conserva. Preguntó a sus criadas por encima del hombro:

—¿Dónde están los dátiles de Jericó? ¿Y los higos en vino de Chipre?

—Ya los traen, señora. Aquí vienen. Y una jarra de vino dulce del Líbano.

—Iros ahora, niñas. Yo misma lavaré los pies de esta señora.

La miraron fijamente y se retiraron en silencio.

Isabel puso afectuosamente la mano bajo el mentón de María y alzó su cara para mirarla mejor.

—Pareces desfallecida de hambre, hija mía —dijo—. Aquí tienes agua para lavarte las manos. Come y bebe, ¿qué esperas? Mientras tanto te lavaré los pies.

María respondió sonriendo:

—No se conoce el jabón en las negras tiendas de los rechabitas. Son muy amables pero de costumbres poco limpias. Antes de comer, deja que goce el placer de hundir mis dedos en esa jofaina de agua tibia.

—Tu querida madre es igual; nunca tiene prisa.

María comió y bebió a su satisfacción. Más tarde, volvió a levantar sus manos y su boca, dio gracias al Señor y guardó silencio.

Isabel esperaba que hablara.

Finalmente, María dijo al advertir el estado de Isabel:

—Que el Señor bendiga el fruto de tu vientre.

Isabel respondió:

—En el momento en que me besaste, el niño saltó de alegría dentro de mí.

—¿Está bien mi tío, el señor Zacarías?

—Está bien, aparte de que ha enmudecido, como sin duda habrás oído. Pero la mudez no es un gran defecto en un marido y le ahorra las continuas disputas sobre algunos puntos complejos de la ley con sus amigos, un hábito que yo nunca aprendí a amar. Zacarías conoce la ley de un extremo al otro y siempre triunfa en las discusiones, aunque no siempre logra convencer a su adversario. ¿Están bien tu querida madre y el sabio Joaquín?

—Estaban muy bien en nuestro último encuentro. Siempre me han visitado tres veces por año, cuando asisten a los grandes festivales.

—Todos los años pienso viajar a Jerusalén, pero por algún motivo nunca voy. No puedo soportar las muchedumbres. Dime, ¿cuándo piensan buscarte marido? Ya es hora y el arancel de redención para una muchacha menor de veinte años es sólo de diez siclos.

—Ha sido como un don, y no como un préstamo, que me ofrendaron al Señor; esto pone en manos del sumo sacerdote el derecho de darme en matrimonio. Y él me ha casado.

—¿Estás casada? ¿Con quién? ¿Cuándo? ¿Por qué no he sido invitada a la boda?

María se desconcertó.

—El sumo sacerdote decidió prometerme a José de Emaús, que está casado con tu hermana Abigail. —Agregó de prisa—: He estado en casa de Lysia, tu sobrina. Lysia ha sido muy buena conmigo, la bondad misma.

—¡José de Emaús! ¡Qué elección increíble! José debe tener casi setenta años y sus seis hijos son ya hombres mayores. No es rico. No es culto. Ni influyente. Recuerdo que todas nosotras torcimos la cara cuando fue elegido para Abigail, pero Abigail, por supuesto, tiene un pie defectuoso y no es presentable por otros motivos.

—Todos dicen que es un buen hombre.

—Oh, sí, en cierto sentido demasiado bueno. Piadoso y generoso, casi hasta la tontería. ¿Te trata bien?

—Jamás lo he visto.

—Pero si has dicho que estás casada con él.

—No, no he dicho eso.

—Si estás prometida, ¿por qué no te ha llevado a su casa? ¿Por qué has venido aquí como una fugitiva?

María murmuró:

—Perdóname, tía Isabel, pero no te lo puedo decir.

—¿Eso significa que te lo han prohibido o que no lo sabes?

María se echó a llorar nuevamente.

—No me obligues a responder, querida tía Isabel. Dame albergue y paz. Nadie debe saber que estoy aquí. Absolutamente nadie.

Isabel estaba muy asombrada.

—¿Quién te ha enviado aquí con la escolta de los hijos de Rahab?

—Ha sido Ana, la hija de Fanuel, nuestra madre custodia.

—Una anciana muy aguda. Dime, ¿sabe el viejo José que has venido?

—No lo creo. Y no me parece que le importara mucho si lo supiera.

—¿Que no le importaría lo que hace su prometida? —El tono de Isabel era indignado.

—Te ruego que no me interrogues —exclamó María alarmada—. Seré tu fiel sierva, tía. Dormiré sobre la paja y comeré cortezas, si es preciso, y te serviré con mis manos y mis pies, pero por favor no me interrogues. Ya he dicho demasiado.

Isabel rió.

—Refrenaré mi curiosidad, querida, aunque eres una visita muy extraordinaria. Pero una cosa quiero saber: ¿estás en dificultades? ¿Has huido de Jerusalén porque has cometido algún crimen? Dime, al menos eso.

—Por la vida del Señor, no soy culpable de ningún crimen.

—Muy bien. Sólo te lo he preguntado para saber cuál debe ser mi actitud. No querría comprometer a mi pobre Zacarías albergando a una criminal sin su conocimiento, aunque desde luego un huésped es sagrado. Además hay distintos grados de criminalidad. Cualquier muchacha puede cometer una tontería, especialmente con un hombre, y no sería severa contigo si así fuera. Pero eso es todo lo que necesito saber. Estoy encantada de que me acompañes durante mi confinamiento; espero que tu presencia me impida perder la serenidad con las criadas. Además, amo a tu madre. Fue mi favorita desde que nació hasta que el matrimonio nos separó. Por ella te atenderé tan tiernamente como las matronas romanas sin hijos atienden a sus monitos de la India.

María sonrió levemente.

—¿Pero qué dirás a mi tío Zacarías?

—Absolutamente nada. No tiene por qué saber qué compañía femenina tengo en mis apartamentos privados. Después de todo, he pagado con mi dote la hipoteca de esta propiedad. Si no hubiese sido por mí, habría perdido todo. ¿Juegas a las damas? ¿Sabes bordar bien? ¿Tocas la lira?

María respondió con modestia:

—Hemos recibido educación muy completa en el templo.

—Espléndido. Dime, hija mía, ¿cuáles son las últimas noticias de Jerusalén? ¿Qué ocurre en el palacio? ¿Todavía goza de favor la reina Doris? Conozco bien a Doris. Dora, la residencia de su familia, está cerca de aquí y ella vivió allí durante su largo exilio de la corte. ¿Ya ha partido a Roma el príncipe Antípater?

María empezó a decir algo pero se interrumpió y calló.

—Pero eso no es ningún secreto, ¿verdad?

María respondió tan casualmente como pudo:

—Nada sé acerca de la reina Doris. Su hijo partió de Cesárea hace un mes. —Y agregó de prisa—: Pero ahora es el rey Antípater, cogobernante de los judíos con su padre, y no sólo el príncipe.

Isabel parecía incrédula.

—¿Cómo? ¿Estás segura?

—¿Si estoy segura de qué? ¿De que ha partido?

—De que ahora es el colega de su padre.

—Por supuesto. Yo estaba presente cuando se anunció públicamente en el patio de los gentiles. Los levitas tocaron muchas trompetas y todo el mundo gritó «¡Dios salve al Rey!».

Isabel se levantó del suelo, donde ambas habían estado sentadas con las piernas cruzadas, y empezó a caminar de un lado a otro.

—¿Y qué puede significar este nuevo movimiento en el tablero? —exclamó—. ¿La gente está alarmada o ansiosa en Jerusalén?

—¿Alarmada? ¿Y por qué?

—¿Conoces la reputación del rey Herodes?

—He oído muchas cosas sobre él, tanto buenas como malas.

—¿Pero menos buenas que malas?

—Mucho menos, es verdad.

—¿Y no sorprende a nadie que Herodes haya elevado a su hijo a esa dignidad? ¿Acaso se cree que eso se ajusta a su carácter celoso y tiránico?

—No he oído expresiones de sorpresa. El rey Antípater nunca ha dado motivos de queja a su padre. Incluso quienes tienen buenas razones para odiar la casa de Herodes reconocen que Antípater ha demostrado siempre una noble y piadosa naturaleza. Además, el rey Herodes está envejeciendo. No sé mucho de estas cosas, pero ¿no es natural que después de su decepción con los príncipes Alejandro y Aristóbulo se apoye sobre Antípater como sobre un bastón que nunca se romperá ni lastimará sus manos?

—Defiendes a Antípater con energía. Es afortunado que tu tío Zacarías no esté aquí para escucharte. ¡Cómo detesta a la familia de Herodes!

—¿Por qué debería alarmarse el pueblo de Jerusalén si se otorga la diadema a Antípater?

—Porque Herodes generoso es Herodes peligroso. Tu sabio padre Joaquín nos dijo esto mismo a mí y a mi marido hace algunos años. Desde entonces he verificado muchas veces su verdad. A propósito ¿se han visto más prodigios últimamente en la ciudad?

—La gente siempre cuenta historias ridículas de algo que ha visto, oído o soñado. No presto atención.

—Yo las tomo con seriedad. Los prodigios, tanto reales como imaginarios, son usualmente preludio de hechos de sangre.

—¡Que la piedad del Señor lo impida!

Isabel estaba desconcertada. Esa noche, insomne, recordaba en su cama la conversación. María había dicho que estaba prometida a José, pero que José posiblemente no sabía dónde estaba, y que probablemente no le importaba. ¿Habría mentido María? Ana, su madre, jamás había mentido; a veces eludía una pregunta, pero nunca mentía. Y sin duda el anciano José, tan absurdamente correcto, no podía tratar con desdén o sin respeto a la hija de Joaquín. Era increíblemente cortés; se contaba que una vez había enviado un criado en pos de un huésped que le había robado una jarra de plata, para darle la tapa, diciendo: «Señor, esto es parte del regalo que te ha hecho mi amo». Sin embargo, José era un extraño marido. Joaquín era inmensamente rico. María era su hija única y heredaría esas riquezas.

Isabel se preguntó si María no habría sido seducida por alguien que no podía o no quería casarse con ella. ¿No habría tratado entonces el sumo sacerdote de darla apresuradamente en matrimonio a José? ¿No habría José descubierto el engaño, después de pagar el precio, devolviéndola discretamente al templo, para no dar su paternidad al hijo de otro hombre? ¿Y no la habría enviado Ana aquí, para evitar el escándalo, de acuerdo con el sumo sacerdote y escoltada por los rechabitas? Sin embargo, María había jurado que era inocente de todo pecado. ¿La habrían violado?

De pronto, Isabel recordó que María había dicho al principio que estaba casada. No sólo prometida; casada. Y luego había aclarado que sólo estaba prometida. Una mujer casada una vez no podía prometerse sin la disolución previa del matrimonio. ¿Sería eso lo que había querido decir? No parecía probable. ¿Y había dicho realmente que estaba prometida a José? No; sólo que el sumo sacerdote había decidido el compromiso.

Isabel no logró resolver el problema y decidió no perder más horas de sueño. Tal vez María dejaría escapar el secreto un día por una indiscreción casual.

Pasaron así dos agradables meses cuando llegó a Ain-Rimmon, desde Jerusalén, con su marido, Shelom de Rehoboth, una antigua criada de confianza de Isabel. Ésta la había hecho llamar porque era una hábil partera. Una mujer que concibe por primera vez a los treinta y seis años debe estar preparada para un parto difícil.

Shelom estaba casada con el hijo del anterior mayordomo de la propiedad. Traía muchas noticias acerca de los problemas de palacio.

—Sí, mi señora, lamento decir que toda la ciudad está convulsionada. Aparentemente, nadie sabe cómo empezó todo ni cómo puede terminar. Mi cuñada decía el día que nos separamos: «Es indecente. Parecería que viviéramos entre los bárbaros y no en una ciudad temerosa de Dios como Jerusalén». Mi cuñada es una mujer que se excita muy fácilmente, pero en nuestro barrio hay muchas como ella. Le angustian los gritos y alaridos del palacio por las noches. En la tortura, los eunucos gritan más que las mujeres; sin duda, no tienen orgullo de su sexo.

—Es que debe ser angustioso, querida Shelom. Pero aún no me has dicho qué ocurre.

—No lo sé con seguridad y no quisiera incurrir en el reproche de Salomón a los charlatanes que cuentan historias. Pero te diré lo que se comenta. La historia empezó con Jochebed, la mujer de Feroras, el hermano del rey. Ella es de Betania; su padre era un trabajador viajero que hacia injertos. No lo sé de modo directo; pero la familia de mi marido dice que es la mujer más astuta de todo Israel. «Cómo pudo casarse el príncipe Feroras con una mujer de origen tan bajo», dice mi marido, «es un misterio; debe haber sido hechizado». Sea como sea, ella hizo una estrecha alianza con los nacionalistas fariseos. Recordarás que el rey Herodes los condenó a una elevada multa cuando se negaron a jurar fidelidad al emperador, y que Jochebed pagó esa multa de buena gana. Pues algunos de ellos empezaron a profetizar, para complacerla, que el cetro de Herodes pasaría a las manos de ella y de Feroras. Los espías de Herodes le contaron esta profecía; él ordenó a Feroras que se divorciara, pero el príncipe se negó y dijo que antes moriría. Lo que hacia más grave la cosa era que la reina Doris es la más íntima amiga de Jochebed, y que el rey Antípater tiene gran amistad con Feroras que fue muy generoso con él cuando sólo era un ciudadano privado. Después Salomé, la hermana del rey Herodes entró en el juego. Herodes estaba en buenos términos con ella desde que la ha casado con su amigo Alexas, un rico filisteo que, según se dice, es agente de la señora Libia. Salomé se arregló para demostrar, para regocijo de Herodes, que esa profecía estaba relacionada con ciertas locas habladurías acerca de un Mesías y que, detrás de la profecía, se preparaba un complot contra su vida en que estaba implicado Bagoas, el chambelán del rey. De manera que Herodes arrestó a todas las personas que ella nombró.

—¿Quizás Feroras sería ese Mesías?

—Oh, no, señora, no el príncipe Feroras sino un hijo que tendrían él y su mujer; y el hijo de Bagoas sería el principal ministro de ese Mesías. De modo que Herodes que, si se me permite decirlo así, no está dispuesto a aceptar ningún Mesías aparte de él mismo, reprobó de inmediato la profecía…

Isabel interrumpió el relato con grandes risas.

—Es muy cómico, querida Shelom. O has entendido mal el nombre o se trata de otro Bagoas. Bagoas, el chambelán, es eunuco desde la infancia.

—Cómico o triste, señora, es la verdad. Según la profecía, el niño Mesías restauraría milagrosamente la virilidad de Bagoas y le permitiría engendrar hijos. Así que, como decía, el rey Herodes reprobó la profecía e hizo estrangular a Bagoas. También dio un escarmiento a los nacionalistas, matando a nueve. Por supuesto, como eran fariseos, creían en la resurrección del cuerpo; pero él burló sus esperanzas quemándolos vivos. Ejecutó también a otros veintitrés hombres e hizo estrangular a cuatro mujeres. Ah, y también empaló al pequeño y bello homosexual Gratus, ése que siempre le acomodaba la cama y le daba el beso de las buenas noches. Y no quiso en ese momento castigar a Feroras ni a Jochebed, porque no había pruebas que los vincularan con la conspiración, supongo; y Feroras, indignado de que lo sospecharan capaz de alta traición, juró que regresaría de inmediato a su principado, del otro lado del Jordán, y que no volvería a Jerusalén hasta que el rey muriera.

—Palabras terriblemente osadas. ¿Lo ha liquidado ya Herodes?

—Sí, mi señora; él murió poco después y el rey llevó su cuerpo de regreso a Jerusalén para probar que era un mentiroso, y ordenó uno de esos costosos funerales que reserva a los miembros de su familia a los que ayuda a retirarse del mundo, y derramó cubos de lágrimas.

—¿Y qué ocurrió con Jochebed? Si conozco a Herodes, la habrá acusado inmediatamente de envenenar a Feroras.

—Conoces bien al rey, señora, pero este plan era algo más complejo de lo que seguramente piensas. Dijo que ella le había dado lo que creía un filtro de amor y que, como se descubrió luego, era un veneno; y que esa droga se la había dado la reina Doris quien, a su vez, la había recibido meses atrás del árabe Sileo. Sometió a tormento a las damas y criadas de la corte de Feroras, y con preguntas hábilmente elegidas trató de obligarlas a acusar a la reina. Al principio, ellas no comprendieron lo que se les pedía, pero finalmente una fue bastante inteligente para gritar desde el potro: «Quiera el Dios que gobierna la tierra y los cielos castigar a la reina Doris, única responsable de mi sufrimiento». Inmediatamente aflojaron las sogas, y ella narró la historia requerida; luego, otras mujeres que esperaban su turno ante el potro, la confirmaron y agregaron todos los detalles que les parecieron necesarios. De modo que ahora la reina Doris ha sido despojada de sus joyas y de sus costosos vestidos y expulsada.

—Mi pobre amiga Doris… ¡Qué historia tan extraña! Y en esas confesiones, ¿había alguna acusación contra el rey Antípater?

—En el informe oficial del juicio no se menciona el nombre del rey Antípater.

—No, naturalmente. Pero de todos modos, corre gran peligro.

—¿Lo crees así? La conspiración, si realmente la hubo, suponía la eliminación de Herodes y la usurpación del trono por el príncipe Feroras, de modo que no es razonable acusar de complicidad a Antípater. La gente dice que el rey aprovechó la ocasión para expulsar a Doris, que lo había ofendido tratando con cierta severidad a las esposas más jóvenes (ella insistía mucho en la etiqueta de la corte, seguramente por haber estado tanto tiempo en el exilio), pero que cuando Antípater regrese de Roma ella recuperará su posición. Dicen que estas noticias serán dolorosas para Antípater pero no pueden inspirarle alarma por su propia seguridad; y que es seguro en este asunto tan confuso es que el rey Antípater es el hijo más leal que ha tenido nunca un padre malvado.

—Tienen razón cuando afirman que el rey Antípater no se alarmará: su firme lealtad no le permitiría ver el peligro. Pero estoy segura de que ese peligro es verdadero y mortal.

—¿Por qué piensas, señora, que el rey desea la muerte de Antípater?

—No tengo la menor idea. Sólo sé que Herodes no lo habría hecho rey si no pensara matarlo poco después. Ahora que Doris se ha marchado definitivamente del palacio, Antípater no tiene más posibilidades de sobrevivir que un niño pequeño jugando con una serpiente venenosa.

María estaba sentada algo más lejos, ocupada con su aguja. De pronto lanzó un grito y palideció.

—¿Qué ocurre, hija mía? Pareces un fantasma.

—Me he pinchado el dedo; mira, ¡sangra!

—Una costurera tan buena como tú ya debería estar acostumbrada a los pinchazos. ¿Te asusta ver un poco de sangre?

—Fue un pinchazo profundo. Sentí que me llegaba al corazón:

—Pronto, Shelom —dijo Isabel—. Trae un cordial. El mejor es el de coscojo. Ya sabes dónde está. Mira, ¡se ha desmayado! ¿No es raro?

—Yo la estaba mirando. Se pinchó porque se desvanecía, y no al revés. Pero no puedes ocultarme la verdad, señora. Cuando llegué a casa de tu padre, tu hermana Ana tenía la misma edad, o algo menos; y esta muchacha es mi señora Ana de entonces. Que el Señor bendiga su belleza. Aquí está el cordial. Deja que lo acerque a sus labios. Recuerda, señora, que me enviaste a atender a tu hermana cuando parió: ésta es la niña que traje al mundo.

—Shelom, ni una palabra más. Eres tan atrevida como siempre.

—Sí, mi señora, y tú me perdonarás como siempre.

María se recobró y continuó tranquilamente con su costura como si nada turbara su paz, pero poco después se excusó y se fue a la cama.

Pocos días más tarde, Shelom se encontraba en el jardín con Isabel. Entre ellas, sobre las losas de piedra, había un saco de rosas cortadas; arrancaban los pétalos para hacer perfume. Shelom dijo:

—Señora, se me ha prohibido saber nada acerca de cierta joven que te acompaña, pero ¿has observado su color?

—No. ¿Qué quieres decir?

—Que dentro de unos pocos meses, cuando ya hayas dado a luz, tendré que ocuparme de otro nacimiento. Lo veo en el color desigual de sus mejillas.

—¿Bromeas, Shelom? Te gusta tanto bromear… ¿O es verdad?

—Es verdad. ¿Por qué me miras así, señora? Oí hablar del casamiento de la niña, aunque ¿quién puede saber por qué la han enviado aquí?

—¿Qué es lo que sabes, Shelom?

—Sucede que el hermano de mi marido es el escribiente del templo que redactó el contrato matrimonial entre esta niña y tu cuñado José de Emaús, de la casa de David. Se lo dijo a mi marido cuando recordó que yo había estado al servicio de la madre de la muchacha.

—¿Y cuándo se celebró el matrimonio?

—No lo sé con seguridad. Una pensaría que poco después, a juzgar por el estado de la chica.

—Shelom, te doy mi palabra de que estoy en una situación muy incómoda, y lo peor es que sé tan poco como tú.

—¿Temes que el niño no sea de José?

—No me puedo permitir un temor semejante, y te prohíbo que lo sugieras.

—Estoy a tus órdenes, señora.

—Shelom, eres una buena persona. Debes ayudarnos a ambas.

—Sí, mi señora. Por el bien de mi señora Ana, por el tuyo y el de la niña. ¿Por qué se habrá desmayado? ¿Hablábamos de algo que tuviera que ver con ella?

—No. Tú hablabas del príncipe Feroras y de su esposa y del rey Antípater. Quizá ella no estaba escuchando sino que seguía sus propios pensamientos y de pronto sintió ansiedad por ella y por el niño. Yo había hablado de un niño jugando con una serpiente venenosa. Quizá eso la asustó.

—Es bastante probable, señora. Me pregunto si tendrá consciencia de su estado.

—Tal vez no. Pero pronto la tendrá y deberá decirme algo. Mientras tanto, no diré una palabra, y te pido que hagas lo mismo.

Esa misma tarde María se acercó a Shelom.

—La señora Isabel asegura que eres mujer discreta.

—La señora Isabel no suele prodigar sus elogios y agradezco que tenga tan buena opinión de mí.

—Shelom, hay una cosa que no puedo pedirle a tu ama. Tal vez quieras ayudarme. Tiene la mayor importancia. Deseo enviar un mensaje a alguien, en Italia. Has dicho que tu marido trata con los mercaderes de Cesárea. ¿Podría él entregar secretamente un mensaje? Tengo un poco de oro: será todo tuyo si puedes arreglar el asunto en silencio. Y mira, tengo también un alfiler de oro de Babilonia. También lo tendrás, aunque me lo regaló mi querida madre.

Shelom respondió en voz perfectamente serena:

—Guarda tu alfiler, niña. El mensaje ya ha sido enviado.

María la miró.

—Si aún no te lo he dicho.

—Me lo has dicho cuando te has pinchado el dedo.

—No te comprendo.

—El mensaje fue enviado el día que salí de Jerusalén.

—Es absurdo. ¿A quién?

—Al hombre en quien piensas. Un mensaje de advertencia acerca de las intenciones de su padre. No dije a la señora Isabel que yo había previsto el peligro que amenaza a tu amigo.

—¿Tienes un espíritu familiar?

—No. Pero te quiero. Y después de llegar he enviado otro mensaje al mismo hombre. Mi marido lo llevó hace una semana; lo entregará a su agente en Jamnia.

—¿Y cuál era el mensaje?

—Le dije cuál es tu estado.

—¿En qué palabras?

—En estas palabras. —Shelom se inclinó y escribió en el suelo letras hebreas:

TFTH — KAPH — DALETH — HE
HE + YODH — ALEPH + YODH
LAMEDH BEHT + TETH + VAV

—Es una forma nueva de escribir —dijo María—. ¿Las letras representan números? Parece un hechizo.

—Un hechizo que le alegrará.

—¿Por qué no me dices más?

—Te he dicho mucho más que tú a mí.

María miró fijamente a Shelom, que devolvió su mirada con la expresión de una criada que ha hecho bien su tarea.

—Eres una mujer extraña —dijo finalmente María.

—Ya me comprenderás a su tiempo, hija del Loto.

En Jerusalén, Cleofás decía a Joaquín mientras subían juntos el empinado camino al templo:

—¡Pero no puede ser verdad!

—¿Por qué no? Simón, el sumo sacerdote, tiene el derecho de darla en matrimonio a cualquier hombre que elija. Y José de Emaús pertenece a una familia honorable.

—Aunque no es levita.

—Sin embargo, se ha casado con la hermana de tu mujer y la mía.

—La del pie deforme. Cuando se arregló ese casamiento, él era un comerciante próspero de edad mediana. Ahora es viejo y calvo y ya ha dividido la mayor parte de sus riquezas entre sus hijos.

—Aún tiene propiedades en Emaús.

Cleofás dijo impetuosamente:

—Te están ocultando algo, buen Joaquín. Pienso que el sumo sacerdote la entregó a José porque no encontró a nadie más.

Joaquín se detuvo bruscamente.

—¿Qué quieres decir?

—Tal vez ella se condujo tontamente —respondió Cleofás, tratando de hablar en tono ligero.

—¿Te refieres a mi hija? —preguntó Joaquín, entrecerrando los ojos—. Hermano, refrena tu lengua para no ofenderme. —Sus dedos apretaron con fuerza su báculo de madera de almendro.

Cleofás dijo apresuradamente:

—No quise decir nada. Muchas veces las muchachas se conducen de modo irreflexivo, y en especial en tiempos de fiesta… A veces se comprometen inocentemente. Incluso mi propia hermana…

—Sí, Cleofás, tal vez tu hermana, ¡pero no mi hija! —Volvió la espalda a Cleofás y empezó a descender lentamente la colina; no quería entrar en el templo enfurecido por la pasión.

Cleofás estaba irritado consigo mismo por haber hablado tan estúpidamente. Trataba de averiguar por Joaquín si era verdad el rumor de que José, de acuerdo ya en casarse con la muchacha, había acudido a casa del sumo sacerdote con los diez siclos necesarios para redimir a la novia; pero, por alguna razón desconocida, no se había firmado el contrato. Si tan sólo hubiese omitido esa infortunada observación… Ahora había ofendido mortalmente a Joaquín, uno de sus más queridos amigos, y tendría que escuchar los reproches de su esposa, cuya hermana Ana era la esposa de Joaquín. Aguardó un momento en el sitio en que Joaquín lo había abandonado, luego se volvió y descendió deprisa.

Pronto alcanzó a Joaquín, tomó su manga y dijo:

—Hermano Joaquín, perdona mi locura. Está escrito: «Incluso un tonto, si calla, es considerado sabio». Pero yo, peor que un tonto, ya no tengo ese consuelo.

Joaquín respondió:

—En el mismo libro está escrito: «Una respuesta amable aleja la ira», y además: «En un hombre, es un honor dejar de disputar». Ven, subamos nuevamente a orar juntos al Señor en el templo. —Pero cuando se acercaban a la cima dijo serenamente—: Hice mal, Cleofás, cuando me jacté en tu presencia de haberme librado de la pesada responsabilidad de buscar marido para mi hija. Como te has demostrado sabio al confesar tu locura, te confiaré mi aflicción, demasiado onerosa para un solo corazón. Un sueño sugirió al sumo sacerdote el compromiso de mi hija con José de Emaús; ella había hilado el lino púrpura para la cortina sagrada en casa de su hija casada, Lysia. Se dirigió a José y le preguntó si estaría dispuesto a considerar ese matrimonio y si, en ese caso, vendría de Emaús un día determinado con el dinero. José aceptó sin vacilar, pero llegó un día después. La mañana anterior, muy temprano, mi pobre hija caminaba con una compañera del colegio de vírgenes a casa de Lisia cuando unos bandidos se apoderaron de ellas en una calle estrecha y las raptaron. Dejaron en libertad a la otra virgen fuera de las puertas de la ciudad. Ella regresó sin haber sufrido el menor daño, ni siquiera le habían quitado sus adornos de oro; pero mi hija no regresó. El sumo sacerdote no quiso decirlo a voces en la ciudad por el temor de dañar su reputación; esperaba que poco después los bandidos dijeran cuál era el precio del rescate, que él pagaría discretamente. Pero desde entonces, no se ha sabido nada de ella. La ansiedad me consume.

—Hermano Joaquín, no deseo aumentar la carga de tu dolor, pero veo en este asunto la mano de cierta persona. Si el objeto del rapto era el rescate, ¿por qué liberaron los bandidos a la compañera de tu hija? O, al menos, ¿por qué no robaron sus joyas? Puede ser que en un momento como éste, en que vuelan de boca en boca las profecías mesiánicas, a cierta persona no le agrade un matrimonio entre un miembro principal de la casa de David y una hija de los herederos reales. Tal vez haya ordenado a uno de sus agentes levitas que la deshonre. Ya conoces la ley. Si el contrato no estaba firmado en el momento del rapto, ella era todavía virgen, y el secuestrador sólo necesitaba ofrecer el dinero a su custodio y luego puede casarse tranquilamente con ella.

—Si, como supones, el hombre de Sodoma ha robado mi oveja, no escapará a mi furor. Soy un anciano, pero tengo manos bastante fuertes para estrangular.

Cleofás frunció el ceño. Alzó la mano en señal de advertencia y dijo:

—Calla, necio. ¿Acaso no está escrito?: «Mía es la venganza, dijo el Señor, yo ajustaré la cuenta».

Los labios de Joaquín se movieron; luchó consigo mismo y por fin se dominó.

—Y también está escrito: «Quien escucha los reproches alcanza la comprensión». Te lo agradezco, hermano Cleofás.

Continuaron su camino y entraron en el templo en paz con el Señor, y cada uno con el otro.