XII
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EN LEONTÓPOLIS
Seguían al catafalco de Herodes, llorando vigorosamente, numerosos amigos, parientes, esclavos y libertos, afligidos representantes de las muchas comunidades griegas y sirias que había protegido, cientos de edomitas y nabateos, gran cantidad de plañideras profesionales, y los hombres de su ejército privado, unidos a él por largos años de servicio leal. Pero entre los judíos piadosos de Jerusalén corrió la voz de que todos debían abstenerse ese día de demostraciones de pesar, aunque hubiesen sufrido una pérdida en su propia familia; y cuando terminó el funeral, una gran procesión subió al templo a llorar a los jóvenes que habían sido quemados vivos, junto con sus rabinos, por derribar el águila dorada de la puerta del este. Hacían un ruido terrible que continuó día tras día y noche tras noche hasta que Arquelao perdió la paciencia y ordenó al comandante de la guarnición de Jerusalén que buscara a Carmi, el capitán de la guardia del templo, y le exigiera perentoriamente poner fin a esa molestia. Carmi fue reconocido mientras se acercaba al templo, y una lluvia de piedras le obligó a retirarse. Los lamentos continuaron aún con mayor furia.
En esos días entraba en Jerusalén el habitual torrente de judíos piadosos que acudía a celebrar la Pascua, y su llegada se aprovechó para una reunión masiva en los tres patios en que se pidió la expulsión del sumo sacerdote ausente designado por Herodes justamente antes de su muerte —notoriamente perverso— y de todos los extranjeros que residían dentro de las murallas de la ciudad. Esta segunda demanda no era una expresión de xenofobia nacional, porque el pueblo de Judea era hospitalario con los residentes extranjeros y porque su ley le imponía no olvidar nunca la época en que ellos mismos eran huéspedes de los egipcios. Era una protesta contra el empleo de las tropas celtas y galas que se habían conducido con tal brutalidad en el asunto del hipódromo, y de los tracios que habían ejecutado la masacre de Bethlehem, así como contra la presencia en el palacio de Maltacia la Samaritana, madre de Arquelao, de quien se creía que había sido el genio maligno de Herodes durante sus últimos días. Porque los judíos consideran más extranjeros que cualquier otro extranjero a los samaritanos, aunque siguen con loable exactitud las leyes de Moisés. Descienden de colonos asirios —o, como ellos sostienen, chipriotas— establecidos muchos siglos antes en Sichem, cuando los pobladores efraimitas fueron reducidos a la cautividad y trasladados a Asiría; esos colonos habían adoptado la religión israelita para aplacar al Dios cuya ciudad y cuyos altares habían ocupado, afligidos por las depredaciones de los leones. Una amarga disputa separa a los judíos y a los samaritanos desde que el clero samaritano se opuso sin éxito a la reconstrucción del templo en Jerusalén por Nehemías; ellos sostenían que la centralización del culto en Jerusalén, no autorizada por el Pentateuco, daría a los judíos sobre los samaritanos un poder que no habían conquistado y del que ciertamente abusarían. Los judíos se molestaron por su interferencia; y cuando el culto del templo empezó a atraer los dones de los campesinos efraimitas a Jerusalén, el clero samaritano construyó en el monte Gerízim un templo rival que destruyó finalmente Juan Hircano el Macabeo por idolatría, puesto que los samaritanos adoraban, tanto como a Jehová, a su compañera divorciada, Ashima, la diosa paloma. Los samaritanos tenían todavía prohibida la entrada en el templo de Jerusalén, incluso en el patio de los gentiles, y un proverbio corriente entre los ortodoxos decía: «Come el pan de Samaria y la carne del puerco».
Arquelao, en lugar de ignorar la protesta del pueblo, o de recordarle sus obligaciones con los huéspedes extranjeros, envió a los celtas a disolver la reunión; y en los subsiguientes disturbios unas tres mil personas murieron asesinadas o pisoteadas. Por lo tanto, cuando partió a Roma unos días más tarde, con gran comitiva, para persuadir al emperador de aprobar la división del reino en tetrarquías, en otro barco salió una embajada de cincuenta miembros de la corte suprema para pedir, en cambio, que el reino se convirtiera en una sola provincia del Imperio. Pensaban que si un sumo sacerdote por ellos elegido, con el apoyo de la corte suprema y del gran sanhedrín, así como de un consejo de delegados de las ciudades griegas, administraba esa provincia, el «problema judío», como lo había llamado Augusto en un reciente discurso ante el Senado, dejaría de existir. La embajada llegó a Roma el mismo día que los herodianos, y la mañana siguiente, cuando ambos grupos se dirigían al palacio para saludar al emperador, tres o cuatro mil mercaderes y funcionarios judíos, con sus mujeres y sus hijos, recibieron con gritos de aliento a los representantes de la corte suprema, y silbaron y abuchearon a Arquelao.
El príncipe Filipo había permanecido en Jerusalén como administrador temporal del reino, bajo la enérgica protección de Varo, el gobernador general de Siria; pero Antipas y Salomé, que acompañaron a Arquelao a Roma, vieron la poco amistosa recepción de los judíos, y empezaron a lamentar su acuerdo con él. Naturalmente, cualquier arreglo político era preferible al plan propuesto por los embajadores de la corte suprema; pero les irritaba que Arquelao hubiese hecho tan difícil todo para ellos. Antipas logró conseguir una audiencia con el emperador antes de la hora fijada para la audiencia pública y, a espaldas de sus hermanos, pidió la ratificación del último testamento firmado por Herodes cuando estaba irritado con Arquelao y Filipo. Antipas mostró a Augusto una copia certificada declarando que ignoraba la existencia de ese testamento que lo designaba único heredero del reino; de lo contrario, jamás habría consentido en el reparto de un patrimonio que era legítimamente suyo.
Livia estaba presente, y por su consejo Augusto recordó a Antipas la inconveniencia de repudiar un acuerdo jurado, incluso si había sido hecho por ignorancia; y declaró con firmeza que el único testamento con validez legal era el original, custodiado por las vestales. Era en virtud de ese testamento, agregó Augusto, que se proponía aceptar los legados suplementarios a Livia, a él mismo y a otros miembros de su familia mencionados en el último testamento —no firmado— que acababan de poner sobre su mesa, porque el testamento que ahora presentaba Antipas había sido redactado tan mesuradamente que algunos de esos legados habían sido omitidos, y él no podía atreverse a convalidar ese documento cuando existía la posibilidad de que el testador no tuviera perfecto dominio de sus facultades en el momento de la firma. Sin embargo, como los principales beneficiarios del testamento original, es decir, el rey Antípater, el príncipe Herodes Filipo, y sus herederos, estaban ahora muertos o bien habían renunciado a sus derechos sobre el estado; y como no había en el testamento providencias para la distribución de la herencia en tan complejas circunstancias, necesariamente el nuevo testamento se debía interpretar como una indicación válida y suficiente de las intenciones de Herodes en el momento de su muerte.
Añadió:
—Sólo en un punto concuerdo contigo. No habiendo heredero, de Antípater, y diré al pasar que deploro profundamente el misterioso asesinato de Antípater el Joven, la corona debe mantenerse en suspenso. Quiero decir que te ahorraré toda sensación de resentimiento, porque no daré a tu hermano Arquelao el título de rey. Deberá contentarse con el de etnarca.
El título de etnarca no significaba un gran honor; también era un etnarca el hombre del común que presidía los asuntos judíos en Alejandría.
Se dice que la razón esencial de que Livia impusiera ese arreglo a Augusto era la presión de Salomé. Sólo en el testamento final se mencionaba el pequeño reino filisteo otorgado a Salomé; y ella había prometido que lo legaría en su testamento a Livia si se le permitía gozar de su usufructo durante el año o dos años de vida que le restaban, porque su salud decaía rápidamente.
Augusto admitió luego a Arquelao y Antipas a la audiencia pública, en que repitió su decisión, aunque consideró justo decir luego en privado a Arquelao:
—Te otorgaré el título de rey dentro de diez años, si te lo has ganado.
Llamó entonces a los enviados de la corte suprema, que se quejaron violentamente de Arquelao; y sus argumentos en pro de la provincialización del reino de Herodes, y de su administración por una asamblea representativa fueron tan atractivos que casi estuvo a punto de volverse atrás en su arreglo con Arquelao y Antipas. Admitió que el proceder de Arquelao durante la Pascua había sido precipitado y lamentable, pero dijo por fin:
—Sabios judíos, no puedo conceder lo que pedís. Mi razón principal, con franqueza, son los miles de personas de vuestra religión que se apretujan en todas las entradas de mi palacio y que intervienen en un asunto que de ningún modo les concierne. Solicitáis que pida al senado la autonomía política de Palestina…
—¡Dentro del Imperio, César! —dijo el líder de la embajada.
—Sí, no es necesario decirlo. Pero estas personas no son nativos de Palestina, o sólo muy pocos; y su presencia hoy en las calles me advierte que no debo fortalecer el poder de vuestro sumo sacerdote ampliando su dominio temporal, y por lo tanto religioso. ¿Cómo puedo saber, en caso de aceptar vuestra petición, si Jerusalén no se convertirá en el foco de una conspiración mundial de judíos contra la hegemonía romana? Hay judíos en todas partes; todos ellos son prósperos, y tan ávidos como ladrones en sus asuntos comerciales.
—Ay, César, es un gran error generalizar, a partir de tu experiencia con las colonias mercantiles judías de Italia, Asia Menor y Egipto, acerca de la prosperidad o la unanimidad de los judíos. Hay cientos de miles de judíos pobres en el mundo; y al menos en Palestina, numerosos cismas desgarran nuestra religión. En cuanto a una conspiración mundial, puedes estar seguro de que nosotros, en Jerusalén, somos gentes pacíficas y no tenemos ningún deseo de extender los limites de nuestra influencia religiosa. Lamentamos la conversión obligada de los edomitas al judaísmo, determinada por los reyes macabeos, y la más reciente conversión voluntaria de gran cantidad de griegos que se han acercado a nosotros más por razones comerciales que por sus convicciones religiosas. Los judíos de la Diáspora son, en general, tan pacíficos como nosotros, y ninguno sigue la profesión de las armas.
—Nicolás de Damasco narra una historia diferente. Me informa de que vuestros poetas sagrados os han prometido un Mesías conquistador que aguardáis de día en día, y cuyo destino es destruirnos. Admito que los judíos de esta ciudad son en su mayoría mercaderes o contables, y no soldados; ¿pero qué significa eso? En nuestros días, los hombres ricos no necesitan combatir, puesto que pueden contratar tropas mercenarias.
—Has sido sincero, César, y también nosotros lo seremos. Existe realmente la profecía de un rey destinado a liberarnos de la opresión extranjera, así como cierto rey David liberó a nuestros antepasados de los filisteos unos trescientos años antes de la fundación de Roma; pero no se menciona una fecha particular, e incluso algunos teólogos piensan que esa profecía se ha cumplido, cincuenta años antes de la fundación de la República Romana, cuando el rey Ciro el Persa nos libró de la opresión del rey Darío el Medo. Si otorgas lo que te pedimos, ya no se esperará la llegada de ese rey hipotético, aunque sólo sea porque no habrá una opresión extranjera de la cual liberarse. No interfiere con nuestro honor nacional ser súbditos de Roma, así como hemos sido, en tiempos antiguos, súbditos de Asiría, Persia y Egipto, mientras los romanos nos permitan vivir en paz y conservar nuestras instituciones ancestrales; y si aceptas nuestra petición, recompensaremos con abundancia la protección militar y naval que nos otorgues.
Pero Augusto temía ofender a Livia si continuaba escuchando a los embajadores, y por lo tanto los despidió, diciendo con cortesía:
—Hombres sabios, espero hallar tiempo un día para estudiar vuestra literatura sagrada, aunque se me ha dicho que es difícil alcanzar su dominio.
Joaquín, el padre de María, que era uno de los principales miembros de la embajada, respondió:
—He estudiado las Escrituras durante sesenta y cinco años, César; y todavía muchas cuestiones religiosas de fundamental importancia escapan a mi comprensión.
Joaquín hubiera podido presentar, como ejemplo, las relativas a la eventual aparición del Mesías; si no se define aquí cuidadosamente el término «Mesías», la historia de la vida de Jesús perderá algo de su clara belleza.
La palabra «Mesías» significa «el Cristo» o «el Ungido»; y por lo tanto sólo puede aplicarse a un rey ungido, no a un hombre común, por distinguidos que sean sus dones espirituales o sus éxitos militares. El estudioso Zacarías, el cuñado de Joaquín, distinguía en su inconclusa enumeración de profecías mesiánicas cinco Mesías diferentes: el hijo de David, el hijo de José, el hijo del hombre, el Sumo Sacerdote y el Siervo que Sufre. Le preocupaba, como a los teólogos más importantes de ese momento, establecer si todas esas distinciones eran verdaderas: ¿no había quizá sólo cuatro Mesías, o tres, o dos, o tal vez sólo uno a quien podían atribuirse razonablemente los títulos y atributos de los otros cuatro?
El concepto más popular era el de hijo de David. Este Mesías debía ser un monarca en el sentido temporal corriente, gobernando el mismo territorio que había gobernado antes David. Era el rey pastoral previsto por el profeta Ezequiel, el autor de los salmos 17 y 18, los profetas Zacarías y Malaquías, el autor de la segunda parte del Libro de Isaías, la Sibila de los Oráculos, el autor del Salterio de Salomón, Esdras y muchos otros. Debía nacer de una madre virgen en Bethlehem de Judá, Bethlehem de Efrat, después de un periodo atribulado por guerras, hambres y calamidades naturales, los así llamados dolores de parto del Mesías, y en un momento en que los judíos pisaban el fango de la miseria. Sería llamado en un hogar oscuro y ungido rey por el eternamente joven profeta Elías, de quien había escrito el predicador Ben Sira: «Tú que estás preparado para el tiempo, como se ha profetizado; para contener la ira del hombre ante la ira más potente del Señor, para volver los corazones de los hombres hacia sus hijos y para restaurar las tribus de Israel». Elías debía preparar el camino del Mesías, quien luego entraría triunfalmente en Jerusalén, cabalgando en un asno joven. Esa sería la señal para una guerra sangrienta de los opresores de Israel contra Jerusalén, en la cual la ciudad sería tomada y dos tercios de sus habitantes masacrados. Sin embargo, el Mesías, alentado por divinos milagros, reuniría a los fieles sobrevivientes en el monte de los Olivos y los conduciría a la victoria final. Luego congregaría las tribus dispersas y reinaría pacíficamente durante cuatrocientos, o como decían algunos, mil años; y los reyes de Egipto, Asiría y el resto del mundo honrarían su trono en la nueva y santa ciudad de Jerusalén. Ese reino del cielo sería una época de prosperidad sin parangón, una nueva edad de oro.
El hijo de José, o hijo de Efraim, era también un Mesías guerrero, cuyo reino coronaría del mismo modo la paz universal. También debía ser su cuna la Bethlehem de Judá, donde había nacido su antepasada Raquel; pero reinaría principalmente sobre las diez tribus del norte, que se habían apartado de Rehoboam, el último rey de todo Israel. Como los samaritanos habían profanado Sichem, algunos esperaban que apareciera en el monte Tabor, la montaña sagrada de Galilea, y otros en Sichem, para purificarla para sus propias finalidades. El hijo de José era un concepto que rivalizaba con el hijo de David, cuyo culto estaba centrado en Jerusalén: los hombres del norte consideraban que la bendición de Jacob a sus hijos, mencionada en el Génesis, no justificaba el derecho de Judá —que da nombre a los judíos— al gobierno perpetuo de Israel. La profecía anunciaba, con cierta ambigüedad:
El cetro no se apartará de Judá, ni el bastón del comandante de entre sus pies, hasta que se acerque el hombre a quien pertenecen, aquél a quien el pueblo aguarda.
Cuando eso ocurriera, según los hombres del norte, el Mesías devolvería a Judá el cetro real y el bastón del comandante; debía ser, por tanto, josefita, porque el patriarca Jacob había profetizado que de él descendería el Pastor, la roca de Israel, y que se reservaban para él bendiciones «hasta los últimos limites de las sierras eternas». A este hijo de José, guerrero, se asociaba un predicador de la Penitencia, que podía ser Elías.
Pero ¿qué significaba «José»? ¿No se refería, tal vez, a toda la sagrada nación de Israel, conducida por Moisés fuera de Egipto, y no a las dos tribus de Efraím y Manasés, con las que se identificó luego el nombre y que, con excepción de unos escasos restos, habían sido arrastradas al cautiverio en Asiría setecientos años antes y para no volver? En ese caso, el hijo de David podía ser también el hijo de José; y entonces, el significado de la bendición de Judá era que Judá mantendría su soberanía tribal hasta que llegara el momento de extenderla a todo Israel.
Un aspecto desconcertante del Mesías guerrero —no era posible decidir entre el hijo de David o el hijo de José— era que, según Isaías, se pondría en marcha en Edom, que en los tiempos de Isaías estaba fuera del territorio judío, y con vestiduras teñidas de Bozrah. Si se reconocía la evidente connotación de Bozrah —su carácter de capital edomita—, debía ser un príncipe edomita. Pero tal vez, como sugerían los críticos, se hablaba de la otra Bozrah, la del golfo Pérsico, donde florecía desde hacía siglos la industria del tinte púrpura.
El tercer Mesías era el hijo del hombre, pero este mesianato era una dudosa tradición proveniente del séptimo capítulo del apocalíptico Libro de Daniel, en que Daniel ve a cierto hijo del hombre a quien el Anciano de los Días, de cabeza blanca, otorga eterno dominio sobre todos los pueblos, naciones y lenguajes. El hijo del hombre no era un rey humano, y entraría en Jerusalén montado, no en un asno, sino en una tempestad, al decir de Daniel. Sin embargo, se lo podía considerar el espíritu o la emanación de cualquiera de los dos primeros Mesías, encargado de realizar en el cielo aquello que se cumplía simultáneamente en la tierra.
El cuarto Mesías debía ser un rey sacerdote, asistido por un general de Judea. El mejor texto para estudiar sus derechos era el hermoso, aunque no canónico, testamento de Leví. Por ser sacerdote, este Mesías debía proceder de la tribu de Leví, y no de Judá o de José. Santificaría las conquistas de su general, instituiría la paz universal, reformaría el calendario, revisaría el canon escritural y limpiaría de pecado al pueblo. Era difícil reconciliar este concepto con los otros; sin embargo, Zacarías, como leal hijo de Zadok no podía rechazarlo brutalmente, como sin embargo rechazaba la teoría farisea de la resurrección universal al fin del milenio y el juicio final, por Jehová, de todas las almas que habían existido.
El último de la lista era el Siervo que Sufre; un pequeño grupo de fariseos pesimistas estudiaban sus aspiraciones de verdadero Mesías. El texto que lo justificaba se hallaba en el capítulo cincuenta y tres de Isaías: no había de ser un conquistador glorioso, como el hijo de David o el hijo de José, sino un hombre feo, corrompido, despreciado, un chivo emisario del pueblo, un pecador sentenciado a una muerte deshonorable, mudo ante sus acusadores que finalmente le enviaban de prisa a la tumba, aunque de alguna manera sería recompensado después de la muerte con los despojos de la victoria. También había una referencia a su muerte en el capítulo doce de Zacarías: «Aquellos que lo han atravesado lo mirarán y llorarán por él como se llora al hijo único». Zacarías, para quien el Siervo que Sufre era una especie de profeta rechazado, no podía considerarlo de ningún modo un Mesías porque su reino sería póstumo y un reino póstumo parece una contradicción en los términos. Sin embargo, por prolijidad, se sintió obligado a incluir en su enumeración los textos referentes al Siervo que Sufre, junto a los comentarios correspondientes, en alguno de los cuales se sugería que así como el profeta Elías había resucitado al hijo muerto de la viuda de Sarepta, o el profeta Elisha al hijo muerto de la Sunamita, este Mesías había de sufrir la muerte, pero resucitado de los muertos por un acto especial de Jehová.
Era extraordinario que ese Mesías fuera un heredero real llamado bruscamente de un hogar oscuro y ungido por un profeta. En general, un heredero real estaba, o bien alojado en un palacio espléndido y rodeado por el respeto debido a su situación, o bien confinado por un rival usurpador en el calabozo de su fortaleza más segura, adonde ningún profeta pudiera visitarlo con la aclamación tradicional y el cuerno de aceite sagrado para la unción. Sin embargo, en el caso de Jesús esa condición de oscuridad se cumplió al pie de la letra. Apenas conocían su existencia unas pocas personas; y de éstas, sólo su madre, José, y Simón el hijo de Boeto sabían dónde estaba. Él mismo, aunque consciente desde temprana edad que poseía poderes negados a otros niños, y sujeto a bruscas visiones que manifestaban claramente su destino, ignoró su verdadera identidad hasta que María se la reveló en la pubertad; a partir de ese momento guardó el secreto, aún ante sus íntimos, hasta los treinta años.
A los siete años era el líder de un grupo de niños, hijos de las mujeres del mercado judío, que solían jugar entre los tenderetes. Era pequeño para su edad, pero robusto y ancho de hombros, y tenía el rostro pálido, con grandes ojos luminosos y muy hundidos, y pelo negro rojizo. Los juegos a que jugaban los niños de Leontópolis eran en general versiones dramáticas de la antigua historia judía cuidadosamente planeadas y desarrolladas con exactitud, porque Jesús exigía de sus compañeros obediencia con una autoridad que les inspiraba a la vez temor y regocijo. Como Moisés, los sacaba de Egipto al desierto cargados de botín; en el papel de Gideón, tendía una emboscada a los midianitas y los perseguía doscientas millas más allá del Jordán; en el de David, huía de la corte del rey Saúl, el maniaco homicida, y se encontraba en secreto con el hijo de Saúl, su querido Jonatán. Siempre les daba la ilusión de que participaban en los hechos reales, porque describía con gran riqueza las circunstancias de cada escena, hasta que ésta aparecía claramente ante sus miradas interiores.
Un día la hermanita de un compañero le reprochó que no jugara a bodas y funerales, o a ninguno de los otros juegos habituales del mercado.
—Hemos tocado la flauta para ti, y no bailabas. Hemos llorado por ti, y no fingías siquiera llorar con nosotros.
No pudo encontrar respuesta para ese reproche, aparte de decir:
—Mis juegos son mejores —luego se arrepintió y dijo a la niña—: ¿Pero a qué quieres que juegue contigo, Dorcas?
—Juguemos al arca de Noé y a la paloma que volaba buscando tierra firme.
Él se sentó e hizo un arca con barro y trocitos de junco, y luego animales de barro que se acercaban de dos en dos y de siete en siete al arca.
Dorcas se quejó.
—Yo no quería decir un arca de juguete: quería decir un arca verdadera donde podamos entrar.
—Paciencia; primero déjame terminar los animales y las aves. —Sus dedos trabajaron rápidamente, y ella se quedó mirando hasta que terminó. Luego él se puso de pie, se inclinó gravemente ante ella y le dijo—: Está a punto de empezar el diluvio, Dorcas; ven conmigo al arca. Soy Noé, y tú eres mi esposa, y más atrás vienen nuestros hijos y sus esposas, y luego los animales. Entra conmigo.
Dorcas tomó su mano y ambos pretendieron entrar en el arca. Apretando firmemente los dedos de Jesús, ella sintió que realmente entraba en un arca verdadera, de tres pisos, como la mencionada en el Génesis, y por encima del fuerte ruido de la lluvia tamborileando en el techo oyó los mugidos, rugidos, rebuznos, chillidos y balidos de las bestias. Finalmente la lluvia cesó, y ella vio cómo la paloma de barro que tenía Jesús en la otra mano se cubría de plumaje y echaba a volar, aleteando, por la escotilla del techo. Dorcas gritó de miedo y soltó su mano, y la ilusión se rompió. El arca era nuevamente un juguete hecho de barro del Nilo, y la paloma de barro yacía con las alas rotas en el suelo.
—Dorcas, Dorcas —dijo él—, ¿no podías esperar a que la paloma regresara con la rama de olivo?
Jesús poseía también visión profética natural. Cuando un día un chico egipcio que jugaba a «se ha soltado un camello», dio contra el hombro de Jesús de modo que ambos cayeron, éste se puso de pie y dijo:
—Ay, ese camello no terminará nunca su carrera.
Y se vio que eso era cierto, porque el chico siguió con el juego, se metió gritando entre los animales del mercado, que se escaparon, y una mula lo mató de una coz.
En otra ocasión jugaba a «espías en Jericó» en el techo de la casa de su padre. Él era Caleb y un muchacho llamado Zeno era el compañero de Caleb, y ambos estaban escondidos entre la paja del techo de la casa de Rahab, y la muchacha que hacía el papel de Rahab estaba a punto de ayudarles a descender con una cuerda. Pero Zeno resbaló antes de afirmarse en la cuerda, cayó con los brazos y las piernas abiertas al suelo, y su cabeza dio contra un banco de madera. Los demás chicos, que representaban a los hombres de Jericó, gritaron:
—¡Ha muerto, ha muerto! —y huyeron. Jesús se quedó en el techo, con los pies colgando, sumido en sus pensamientos. La madre y el padre del chico caído vinieron corriendo desde la casa de enfrente, y empezaron a llorar, creyéndolo muerto. Se reunió una multitud de vecinos, y la madre señaló a Jesús, y gritó:
—¡Mirad, vecinos, mirad! Allí está el asesino de mi hijo, el hijo del carpintero ha empujado del techo a mi inocente hijo. Es su segunda víctima. El primero era el chico egipcio a quien maldijo porque lo había empujado.
Jesús saltó indignado desde el techo y cayó de pie sobre un montón de tierra.
—Mujer —dijo—; ni empujé a tu hijo, ni maldije al chico egipcio.
Se abrió paso a través de la multitud, se inclinó sobre su compañero, cuyo rostro estaba blanco como la tiza, y cogiendo su mano dijo:
—Zeno, Zeno, responde: ¿te he empujado?
Zeno respondió inmediatamente:
—No, mi señor Caleb; mi pie resbaló. Vamos rápido a escondernos en la montaña, y después de tres días retornaremos al lado de Josué —se puso de pie de un salto, mientras el color volvía a sus mejillas.
Aproximadamente en esta época José envió a Jesús a la escuela, en casa del rabino más próximo. Ignoraba que Jesús ya había aprendido a leer en griego y hebreo, las dos lenguas del mercado, en la tienda de un escribiente de cartas para quien a veces hacia recados. Jesús era un niño prodigio de una clase que no es rara entre los judíos: jamás olvidaba lo que había oído o leído una vez.
Llegó a la escuela temprano, antes que los demás, y el rabino le dio unas palmaditas en la cabeza y dijo:
—Está escrito: «Yo, la sabiduría, habito con la prudencia y hallo el conocimiento de ingeniosas invenciones. Por mi reinan los reyes y los príncipes hacen justicia. Amo a quienes me aman, y quienes me buscan temprano, me encontrarán». Pues verdaderamente has venido muy temprano —y luego rezó—: «Bendito seas, Dios nuestro Señor, que nos has ordenado escuchar la palabra de la ley».
Jesús respondió como José le había enseñado:
—«Y que la belleza del Señor nuestro Dios sea con nosotros, y señala tú el trabajo de nuestras manos».
El rabino preguntó:
—¿A qué ingeniosas invenciones crees que se refería Salomón, hijo?
—En primer lugar, supongo, al alfabeto.
El rabino estaba encantado.
—Comencemos de prisa nuestros estudios. Te enseñaré todo acerca del alfabeto.
Tomó una plantilla de madera de su caja de letras, y estampó una letra en una tableta de arcilla.
—Ésta es Aleph, hijo mío, la primera letra. Di Aleph.
Jesús repitió obedientemente:
—Aleph.
—Examina bien la letra. Es Aleph; repite la palabra.
—Aleph.
—Y otra vez, para que no se te olvide.
—Aleph.
—Excelente. Ahora podemos pasar a la letra siguiente; es Beth.
—Pero, rabino —exclamó Jesús con decepción—, no me has terminado de enseñar Aleph. ¿Cuál es el sentido de esa letra? El escribiente de cartas me ha dicho que lo sabrías.
El maestro se sorprendió.
—Aleph significa Aleph, es decir, «buey».
—Sí, rabino. Sé que Aleph significa «buey», pero ¿por qué la letra tiene la forma que tiene? Es como la cabeza de un buey con el yugo en el cuello, ¿pero por qué está inclinada en un ángulo tan extraño?
El rabino sonrió y dijo:
—Paciencia, hijo mío. Primero, aprende a reconocer las letras y luego, si quieres, especularás sobre su forma. Sin embargo, algo te diré acerca de Aleph. Se recuerda que, en el principio de los tiempos, hubo una disputa entre las letras del alfabeto; todas reclamaban jactanciosamente la prioridad sobre las demás. Expusieron extensamente sus motivos ante el Señor. Sólo Aleph no dijo nada, ni pidió nada. El Señor, complacido con Aleph, le prometió que con ella comenzaría los diez mandamientos, y así lo hizo al decir Anokbi Adonai: «Yo soy el Señor». Hijo mío, es una lección de modestia y silencio. Y ahora, ésta es la letra Beth. Repite: Beth.
—Ya que me ordenas decir Beth, digo Beth. Pero ya sé las veintiséis letras y puedo escribirlas en su orden correcto en el viejo y en el nuevo. ¿No contestarás mi pregunta sobre Aleph? Porque, sin duda, cada letra del alfabeto, si es verdad que es una invención ingeniosa, debe representar alguna verdad referida a esa letra. El buey, ¿sacude la cabeza con impaciencia? ¿O ha muerto mientras avanzaba?
El rabino suspiró y dijo con decisión:
—Vuelve en paz a tu casa con tu padre, pequeño Jesús, antes de que lleguen los demás alumnos. Le dirás de mi parte que debe enviarte a un maestro más sabio que yo.
Jesús, tristemente, dio el mensaje a José. Éste preguntó:
—¿Pero cómo puede ser que el rabino te envíe de regreso tan pronto?
—Le pregunté la razón de que la letra Aleph tuviera la forma que tiene y no lo sabía.
José consultó con María, y ambos decidieron poner a Jesús en manos de un rabino cuya sabiduría tenía gran renombre y vivía en el otro extremo de la ciudad.
El día siguiente Jesús fue a casa del segundo maestro, a quien el primero había mencionado entretanto su experiencia con Jesús. El segundo estaba decidido a impedir que el muchacho turbara la rutina de la escuela haciendo preguntas impertinentes, como él las llamaba.
—Está claro como el día —había dicho el segundo maestro al primero—. Se burlaba de ti, seguramente instigado por ese pícaro escribiente.
—Tal vez tengas razón; pero me parece un chico inteligente, y no puedo creer que haya en él tanta malicia.
Jesús entró en la nueva escuela, saludó con reverencia al maestro, respondió con los demás niños a su bendición, y luego se sentó entre ellos sobre el tapiz, con las piernas cruzadas, cuando el maestro le ordenó con brusquedad que se pusiera de pie.
Lo hizo.
—¿Vienes a aprender? —preguntó el maestro.
—Sí, rabino.
—Me ha dicho tu antiguo maestro, el erudito rabino Hoshea, que ya sabes el alfabeto.
—Es verdad, rabino.
—Eres un niño muy instruido, entonces. Quizá eres versado ya en la literatura sagrada.
—Por la gracia de Dios he dado un primer paso, rabino.
—¿Cuál?
—He comenzado con la letra Aleph.
—¡Espléndido, espléndido! Sin duda, has descubierto por qué la letra tiene esa forma…
—Medité toda la noche, rabino; y a la mañana se me concedió la respuesta.
—Ilústranos, por favor, con tu maravillosa iluminación.
Jesús unió reflexivamente sus cejas y dijo:
—Es ésta. Aleph es la primera letra, y Aleph es el buey que sustenta al hombre, la primera y más honorable de sus posesiones de cuatro patas.
—Justifica esa afirmación. ¿Por qué no es más honorable el asno?
—El mandamiento contra la codicia menciona antes al buey que al asno.
—¡Qué descaro! ¿Y por qué no a la oveja? ¿No has pensado en la oveja?
—He pensado en la oveja, aunque el mandamiento nada dice; pero es obvio que más honorable es el buey, como se demuestra en la alegoría de los dos matrimonios de Jacob, que primero se casó con Lea, es decir la vaca, y luego con Raquel, es decir la oveja.
El maestro ocultó su creciente ira y dijo:
—Continúa, Hiram de Tiro.
—Aleph, tal como lo entiendo, es un buey sacrificado con el yugo sobre el cuello; esto significa que el estudio de la literatura debe comenzar con el sacrificio. Debemos dedicar al Señor nuestra primera y más preciosa posesión, cuyo emblema es el buey bajo el yugo: es decir, nuestro trabajo obediente hasta el día de la muerte. Ésta ha sido la respuesta que me fue dada.
—Dime, ¿vienes a esta escuela como discípulo o como doctor de la ley? —exclamó el maestro, con un lento deje irónico que los muchachos temían más que sus arranques de pasión.
Jesús replicó sencillamente:
—He oído decir: «Siembra donde recoges, cosecha donde siembras». Me has preguntado por qué tiene su forma la primera letra del alfabeto, y te he dado la explicación que vino en respuesta a mi plegaria. Ésa fue mi siembra. En cuanto a mi cosecha, querría saber, si estás dispuesto a sembrar, por qué tiene su forma la última letra del alfabeto.
El maestro recogió su vara de madera de estoraque y avanzó hacia Jesús con gruñidos amenazantes. Pálido de ira, dijo:
—¡La última letra del alfabeto! ¿Quieres decir la letra Tav, rabino Jesús?
—No soy yo el rabino, sino tú; y a Tav me refiero.
—Tav es la última letra, y no hay que buscar muy lejos la explicación de su forma. Porque Tav tiene la forma de una cruz; y una vergonzosa cruz es el destino de los desvergonzados discípulos que presumen de discutir con sus maestros. ¡Ten cuidado, Jesús, hijo del carpintero, porque ya se ve su sombra en mitad de tu camino!
Jesús balbuceó:
—Si te he ofendido, rabino, verdaderamente lo lamento. Pediré a mi padre que me envíe a otra escuela.
—No antes de que me ocupe de ti como corresponde, retoño de la locura. Porque está escrito: «En el corazón del niño anida la locura, pero la vara del castigo la alejará de allí». No tengo paciencia con los niños necios y presumidos; y los que no lo son respetan mi vara.
Jesús dijo osadamente:
—Piensa bien lo que nos dices, rabino. ¿Acaso ignoras el juicio del sabio Hillel? «El maestro apasionado no puede enseñar, el niño tímido no puede aprender».
Era más de lo que el maestro podía soportar. Dejó caer la vara con todas sus fuerzas sobre la cabeza de Jesús. La vara voló en pedazos.
Jesús no se apartó ni se defendió, sino que miró fijamente al hombre encolerizado, que volvió luego a su silla y trató de continuar la clase. Pero de pronto llevó las manos a su corazón y cayó hacia adelante, muerto.
Y de este modo terminó, por un tiempo, la educación de Jesús; porque ningún otro rabino de Leontópolis quiso aceptarlo como alumno. Durante varios meses, la gente de la calle señalaba a Jesús moviendo la cabeza y murmurando:
—Es el niño que mató a su maestro haciéndole preguntas desvergonzadas. Dicen, sin embargo, que ese hombre sabio le respondió terriblemente antes de morir, y profetizó que moriría en la cruz de los criminales.