XXV
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EL GARROTE DEL CARPINTERO

Seis días antes de la Pascua llevó a sus discípulos por ese famoso vado del Jordán, no lejos de Jericó, por donde en los tiempos antiguos había pasado Josué a la tierra prometida, al frente de los israelitas listos para el combate. En la costa opuesta se encontró, como había concertado, con su hermano Jaime y gran cantidad de ascetas ebionitas que lo recibieron con extraordinarias muestras de respeto, besando sus manos, sus mejillas y el ruedo de su vestido. Mientras se dirigían a un bosquecillo de palmeras próximo, un mendigo ciego gritó desde el borde del camino:

—¡Hijo de David, ten piedad de mí! ¡Ten piedad de mí, hijo de David!

—¿De qué modo puedo ser piadoso contigo?

—Devuélveme la vista, señor.

Jesús se acercó al mendigo, lo tomó por el mentón y miró atentamente sus ojos; convencido de que el principio de la vista no estaba destruido, oró larga y gravemente, y luego cubrió sus ojos con arcilla mezclada con su propia saliva.

—Apártate de la multitud, hijo de la fe; arrodillate junto al río y repite el «Oye, oh Israel» tres veces; luego quítate la arcilla y lávate la cara con agua.

El hombre obedeció; poco más tarde se oyeron agudos gritos de alegría mientras regresaba de prisa a dar gracias a Jesús. Su vista retornaba, aunque aún no podía distinguir a los hombres de los árboles, excepto por el movimiento.

—No me agradezcas a mi; sólo a nuestro Dios —dijo Jesús.

Al anochecer, el mendigo podía ver tan claramente como antes; sin embargo, había estado ciego durante veinte años.

La noticia de esta curación se difundió entre la muchedumbre de peregrinos de Transjordania que atravesaban el vado. Se preguntaban unos a otros:

—¿Quién es ese santo profeta que ha devuelto la vista a un ciego en el vado? ¿Es cierto que el ciego lo ha llamado hijo de David?

A la mañana siguiente Jesús llegó a las afueras de Jerusalén. Envió a Jaime y a Juan a un cruce de caminos, algo más adelante, donde hallarían un asno joven atado a un poste en una posada. Debían desatarlo y traérselo. Si alguien se oponía, la contraseña era «El maestro lo necesita». Nadie se opuso, y entregaron el asno a Jesús, a quien hallaron sentado debajo de una palmera, vestido con un manto y una túnica rojos, nuevos, que Judas había llevado desde Bozra, envueltos en una manta y sin que ellos lo supieran. Tenía una guirnalda de vid en la cabeza, y una rama florecida de granado en la mano derecha. Alzaron las manos asombrados y gritaron casi con tanto júbilo como el mendigo ciego.

Jesús nada dijo; no era necesario. Finalmente había llegado la hora largamente esperada de la manifestación, la hora triunfal prevista por el profeta Isaías:

¿Quién es éste que viene de Edom, con vestidos teñidos de Bozra?

Y por el profeta Zacarías, que había dicho:

Alégrate mucho, hija de Sión; da voces de júbilo, hija de Jerusalem;

He aquí tu rey que vendrá a ti, justo y salvador, humilde

y cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna.

Amontonaron sus ropas en el lomo del animal, como habían hecho los hombres de Ramoth-Gilead cientos de años antes, mientras aclamaban como rey a Jehú. Jesús montó y entró como un rey en la ciudad por la Puerta de Jericó; sus discípulos cantaban con toda su voz estos versículos del salmo Oh, dad gracias al Señor:

Abridme las puertas de la justicia; entraré por ellas,

alabaré al Señor.

Esta puerta de Jehová, por ella entrarán los justos. Te

alabaré, porque me has oído y me fuiste por salud. La

piedra que desecharon los edificadores, ha venido a ser

cabeza de ángulo.

De parte de Jehová es esto:

es maravilla en nuestros ojos.

Éste es el día que hizo Jehová; nos gozaremos

y alegraremos en él.

Oh, Jehová, SALVA AHORA, te ruego; oh Jehová,

ruégote hagas prosperar ahora.

Bendito el que viene en nombre de Jehová.

Arrojaban sus mantos al suelo para que su cabalgadura los pisara y bailaban extáticamente a ambos lados. Los miembros más jóvenes y ruidosos de la multitud, arrastrados por el entusiasmo, cubrieron la calle con las ramas de palmera que traían a la ciudad como combustible para los hornos de Pascua; golpeaban entre sí las copas de metal y con los labios fruncidos imitaban el potente son de las trompetas.

No es verdad que la ciudad se conmoviese mucho, como podría haber ocurrido si los salvajes ebionitas hubieran cumplido su promesa de actuar como animadores, cubiertos de cenizas. Pero todos ellos, con la sola excepción de Jaime, el hermano de Jesús, lo habían abandonado en Jericó la noche anterior profundamente ofendidos porque él, en lugar de permanecer en su austera compañía, había preferido pasar la noche en casa de Zaqueo, el principal recaudador de impuestos del distrito y notorio enemigo del pueblo. Sin embargo, el ruido de los gritos y los cantos hizo que muchos habitantes de Jerusalén saliesen a las puertas y a los terrados.

—¿Quién es ese hombre noble vestido de escarlata que viene en un asno blanco? —se preguntaban los vecinos unos a otros.

—Es Jesús de Nazaret, el profeta, a quien hace poco los jebusitas arrojaron piedras y pescados podridos en la Puerta del Pez. Ahora regresa vestido como un grande.

—¿Él, un grande? ¡Antes tendrá que probarlo!

—Dicen que ayer, en el vado, le devolvió la vista a un ciego.

—¿Acaso por eso es un grande? Entonces, las ferias están llenas de grandes, de médicos que con un pase de la mano hacen jóvenes a los viejos, pegan narices en caras corroídas y extirpan granos y verrugas.

—Dicen también que en Betania, hace más o menos un mes, volvió a la vida a un joven esenio a quien María la Peluquera, una kenita, había puesto en un trance tan profundo como la muerte. Estuvo cuatro días en la tumba, y su espíritu había descendido a las cavernas inferiores del Sheol antes de que el profeta lo llamara.

—Dicen…, pero también dicen muchas cosas tontas e increíbles. Una vez que un espíritu desciende al Sheol, no puede retornar hasta que el último día Gabriel hace pronunciar a su trompeta el nombre indecible.

—Excepto si un profeta dice antes el nombre.

—¿Se atrevió a eso el tal Jesús? ¡Está penado con la muerte por lapidación!

—¿Quién puede saberlo con seguridad? La ciudad está llena de locos rumores. De todos modos, se concuerda en que Jesús es diferente a todos los demás hombres.

—Y todos los demás son diferentes unos de otros. Si es un grande, ¿por qué trae un séquito tan pobre? ¡Una docena de locos y un montón de muchachos mal educados!

—¡HOSANNA! ¡SALVA AHORA! —gritaban los discípulos—. ¡SALVA AHORA, Señor! —Porque «Salva ahora» era el grito prescrito por el profeta Jeremías para el día del tumulto, que por fin alboreaba—. Jesús desmontó de su asno ante la puerta oriental del templo, donde depositó su guirnalda y la rama de granado, cambió sus vestiduras rojas por otras blancas, se quitó los zapatos y fue inmediatamente absorbido por la gran muchedumbre de peregrinos que se apretujaban en los patios del templo. Los gritos de «¡HOSANNA!» se perdían entre el jubiloso clamor universal y las resonantes palabras del salmo:

¡Oh, entra entonces por sus puertas con alabanza!,

¡Acércate con regocijo a sus patios!

Jesús permaneció toda la tarde con sus discípulos en el patio de los gentiles, apoyado en su báculo, observado y observando; pero nadie lo aclamó, ni él hizo una declaración real. Por la noche fue tranquilamente a Betania, a la casa de Simeón el Humilde, que utilizaban los esenios libres como centro de reunión y donde él había prometido pasar la noche.

Allí ocurrió un ominoso acontecimiento. Mientras estaba con Simeón, una mujer de ojos tremendos golpeó tres veces la puerta, con violencia. El portero le preguntó qué deseaba.

—Deseo ver a Jesús de Nazaret.

—Aquí no se admiten mujeres.

—Entonces, que Jesús de Nazaret salga.

—¿Quién eres?

—Soy la tercera María.

El portero entró para informar a Jesús, pero María la Peluquera se lanzó al comedor, con una jarra de alabastro llena de ungüento de terebinto en la mano. Se deslizó velozmente al lado de Jesús, rompió la jarra contra el borde de la mesa y derramó sobre su cabeza, su barba y su túnica el fragante ungüento. Toda la casa se llenó de perfume. Luego se arrodilló, sollozando; las lágrimas mojaron los pies de Jesús, pero ella se desató el pelo y los secó con él.

—¡Ay de Adán! —exclamó llorando—. ¡Ay de Adán, en su viaje de un arca a otra arca!

Jesús, con el rostro más pálido que nunca, preguntó:

—Mujer, ¿de quién es este presente?

—Es el presente de paz de la segunda María.

—Lo acepto de buena gana aunque venga por tu mano, y desafiando a tu señora.

Ella se puso de pie y salió de prisa.

Los esenios estaban indignados. No admitían mujeres en sus reuniones y consideraban indecente el uso de ungüentos en los banquetes. Uno de ellos preguntó:

—¿Quién era esa mujer? ¿Y por qué se ha desperdiciado ese ungüento?

Empezaron a calcular su valor y a preguntarse cuánto dinero se habría obtenido vendiéndolo para dar limosnas a los pobres.

Los discípulos defendieron cálidamente a Jesús. Judas dijo:

—Los pobres están permanentemente en vuestras puertas. ¿Por qué escatimar este honor a uno que ha renunciado a todas las posesiones terrenales? Si fuerais serios en vuestra solicitud por los pobres habríais hecho lo mismo. Una cosa es ser un saduceo orgulloso y otra es ser un humilde ebionita; pero un esenio libre se mueve en un puente sobre las aguas de la destrucción.

Jesús dijo entonces:

—Era María la Peluquera. Ha venido a ungirme para mi entierro. Que no se olvide su acción, porque ha venido a hacer la paz. El amor ha sido su ruina, llevándola a la hechicería por el camino de los celos.

Al oír su nombre, los esenios se pusieron precipitadamente de pie y salieron a purificarse, diciéndose unos a otros:

—Hemos sido increíblemente engañados. ¿Cómo puede ser este loco el santo prometido por Juan el Bautista y por el venerable centinela de Horeb?

Abandonado por todos, excepto sus discípulos, Jesús permaneció meditabundo ante la mesa. Galilea lo había rechazado. La región montañosa de Judea no le había dado la bienvenida, ni tampoco Transjordania. Los samaritanos, los edomitas, los judíos de Leontópolis meramente habían contemporizado con él. Jerusalén lo había ahuyentado con la mano derecha de los jebusitas y la izquierda de los levitas. La Hembra había conspirado contra su vida. Los ebionitas lo habían abandonado antes, y ahora los esenios. Y sin embargo era aún el rey de Israel, el último de una larga estirpe, un rey aún no proclamado; y todavía confiaba en la bondad de Jehová y en la veracidad de los profetas. Aunque estuviera predestinado a seguir el camino de Adán, lo seguiría con una diferencia.

Empezó a recitar el hermoso, aunque oscuro, poema de Isaías:

¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y sobre quién se ha manifestado el brazo de Jehová?

Y subirá cual renuevo delante de él, y como raíz de tierra seca; no hay parecer en él, ni hermosura; hemos de verlo, pero no hay en él atractivo para que le deseemos.

Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos.

Ciertamente llevó él nuestras enfermedades, y sufrió nuestros dolores; y nosotros le tuvimos por azotado, por herido de Dios, y abatido.

Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz sobre él; y por su llaga fuimos nosotros curados.

Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.

Angustiado él, y afligido, no abrió su boca; como cordero fue llevado al matadero, y como oveja delante de sus trasquiladores; enmudeció, y no abrió su boca.

De la cárcel y del juicio fue quitado, y su generación, ¿quién la contará? Porque cortado fue de la tierra de los vivientes; por la rebelión de mi pueblo fue herido.

Y dispúsose con los impíos su sepultura, mas con los ricos fue en su muerte; porque nunca hizo él maldad, ni hubo engaño en su boca.

Con todo eso Jehová quiso quebrantarlo, sujetándolo a padecimiento. Cuando hubiere puesto su vida en expiación por el pecado, verá linaje, vivirá por largos días y la voluntad de Jehová será en su mano prosperada.

Del trabajo de su alma verá y será saciado; con su conocimiento justificará a muchos mi siervo justo, y él llevará las iniquidades de ellos.

Por tanto yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartiré despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los perversos, habiendo llevado él el pecado de muchos, y orado por los transgresores.

Cuando concluyó, miró a su alrededor los rostros desconsolados de los doce discípulos, suspiró profundamente y guardó de nuevo silencio. Ninguno de ellos se atrevía a moverse; incluso desplazar un codo habría parecido una ofensa contra él, tan honda y lamentable era su aflicción. Luego advirtieron que su pecho subía y bajaba y que su cara se movía; todo él parecía aumentar en tamaño y majestad, y supieron que estaba a punto de profetizar.

Aguardaron, deslumbrados, y de pronto las palabras brotaron de su boca con tremenda energía:

—Amén, amén: ¡no alimentaré el rebaño! —rugió; y tomando su báculo pastoral, el que tenía flores labradas, lo partió en dos sobre su rodilla derecha ejercitando toda su fuerza.

Ellos miraban espantados.

—Amén, amén: hijos míos, ¿por qué hacer lo que no es provechoso? ¿Por qué ofender al puro en beneficio del impuro? Dejad a la oveja debatiéndose entre los espinos, dejad a la oveja perdida balando en la ciénaga; dejad sin atar el miembro roto; olvidad vuestras obligaciones hacia mí. Regresad al corral, sed los amos del corral, tocad allí flautas, bailad, cantad y comed la carne con gordura.

Pedro recogió los trozos de madera de almendro y los miró afligido, como miraría un niño a un juguete roto. Como respuesta, Jesús tomó su otro báculo, el que sólo tenía franjas labradas, y también lo rompió, arrojando los pedazos por la ventana abierta.

—¿Qué usarás ahora como báculo, señor? —preguntó Pedro, con la voz llena de reproche.

—Mañana temprano iréis al matadero y me traeréis un garrote de carnicero y una soga de carnicero.

El espíritu profético lo abandonó. Se echó atrás en su silla y rió suavemente. Parecía completamente cambiado ahora, tanto en sus maneras como en su persona, jovial y alegre. Los discípulos se asustaron del cambio, pero le sonreían tímidamente.

Dio una palmada a Pedro en el hombro y dijo:

—Valor, Pedro. Aún no ha llegado el fin —mirando las copas llenas de vino que los esenios habían abandonado, pregunto—: ¿Qué nos impide, amigos, beber y alegrarnos esta noche? Os concederé la dispensa de vuestros votos si bebéis conmigo como hombres honestos —tomó entonces la copa más próxima, que vació de un trago; y golpeándola contra la mesa empezó a cantar los versos de una alegre canción galilea de bodas. Los discípulos, que también bebieron, hacían palmas al ritmo de la música y participaban en el coro. Luego algunos de ellos empezaron a bailar sobre la mesa, castañeteando con los dedos, mientras Tadeo y Simón de Caná gritaban bromas obscenas sin que nadie se opusiera. Jesús dijo—: El desgarramiento del dolor, el desgarramiento de la ira, el desgarramiento de la diversión; ah, el de la diversión ha sido siempre el mejor. Apartaos de las profecías, hijos, y reíd de las locuras de este mundo.

Sus corazones sintieron gran alivio. Ya no debían continuar pretendiendo que eran, en el fondo de su corazón, más piadosos de lo que eran. Habían sido leales a Jesús en los buenos y en los malos momentos; pero ahora que él resolvía la duda que los había torturado durante meses, haciendo que se sintieran secretamente traidores a él, lo amaban aún más que antes. ¡No; aún no había llegado el fin! Israel no estaba preparada para la salvación. Podían aflojar las tensas cuerdas de sus corazones.

Sólo Judas se abstuvo del vino, alegando un malestar, y a medianoche era el único de los discípulos que podía tenerse en pie sin vacilar. Se dijo: «No puede ser; conozco bien al maestro. No es un hombre que pueda ceder, como parece, a una brusca desesperación. Es un rey; su legitimidad es indudable; es de los que llegan hasta el fin. Simplemente, está representando un papel. Representa un papel para probarnos. Mañana aclarará todo».

Pero a la mañana siguiente Jesús mantenía su extraño estado de ánimo. Recordó a Pedro que debía ir al matadero y bebió vino sin agua, instando a los demás discípulos a hacer lo mismo. Judas recordó las palabras de Isaías: «¡Ay de aquéllos que se levantan por la mañana y continúan bebiendo!». Cuando Pedro regresó con el garrote y la soga, todos salieron al jardín. Jesús dijo a Judas:

—Tengo hambre. Sube a esa higuera y tráeme un puñado de higos.

—No hay ninguno.

—¿Cómo, ninguno?

—No, maestro, no es la estación.

Jesús se enfureció y, estirando los dedos, invocó solemnemente al gusano que había roído las raíces de la calabaza de Jonás para que destruyese la higuera del mismo modo.

Las hojas tiernas del árbol empezaron a marchitarse ante sus ojos; al día siguiente el árbol estaba seco.

Judas dijo:

—Maestro, ¿y tu parábola del granjero sabio y la higuera, esa higuera que era emblema de Israel? El granjero se abstenía de derribarla aunque no había dado fruto durante tres años; ¡y sin embargo tú destruyes este árbol sin esperar a ver qué rinde en la estación de los higos!

Jesús rió desdeñosamente.

—¿Cómo? ¿No ves mi nuevo báculo, manchado con la sangre del rebaño? Hagamos hoy una gran acción, una acción honorable, que encienda los corazones de los sencillos peregrinos. Purifiquemos los patios exteriores del templo, comenzando por la basílica del rey Herodes.

Los condujo hacia el templo. El vino exaltaba sus ánimos y debilitaba sus pies. Se detuvieron a beber nuevamente en una posada, cerca de las puertas de la ciudad.

Judas nada dijo, pero se preguntó: «¿Qué significa esto? Si el templo es un ídolo, ¿qué necesidad hay de purificarlo? ¿Y por qué especialmente las partes exteriores? El otro día relató la parábola del hombre que limpia cuidadosamente la parte exterior de su plato cubierto sin levantar la tapa para ver la comida impura que hay en su interior; y estaba hablando de los sacerdotes del templo».

El clero levita se burlaba de la estricta norma farisaica que prohibía entrar a la colina del templo con dinero o mercancías, e incluso con los pies calzados; ellos consideraban que únicamente el santuario y los patios interiores eran sagrados en algún sentido; que nadie debía pisar con demasiada veneración el patio de Israel o el patio de las mujeres, y que el patio de los gentiles no era más sagrado que cualquier otra parte de la ciudad vieja de Jerusalén. En cuanto a la basílica edificada por Herodes al sur del patio de los gentiles, les parecía un mero salón de acceso, y permitían allí la presencia de tenderetes destinados a que los peregrinos pudieran adquirir palomas, ovejas y otras bestias para los sacrificios si deseaban ahorrarse la subida hasta el monte de los Olivos, donde estaba el mercado. Este comercio de ganado implicaba otro: el cambio de dinero. Un gran inconveniente de la ocupación romana era que los romanos conservaban el derecho exclusivo de acuñar oro y plata; y a causa del mandamiento contra la adoración de falsos dioses, no se podían utilizar en el templo las monedas más recientes, donde se veían la cabeza del emperador y la inscripción «Tiberius Caesar Augustus, sumo sacerdote, hijo del dios Augustus». Por eso, todo judío que entrara en la basílica a comprar una paloma y llevara sólo dinero impuro, debía cambiarlo antes por dinero puro en las tiendas de los cambistas. Se toleraban algunas monedas extranjeras, y las monedas de cobre de Herodes, con emblemas judíos, eran aún corrientes.

Al llegar a la basílica, Jesús se situó junto a la puerta, y dio palmadas para pedir silencio, mientras sus discípulos hacían lo mismo. Se reunió una multitud curiosa. Entonces, en voz alta y clara, recitó parte de la profecía del Libro de Jeremías:

Palabra que fue de Jehová a Jeremías, diciendo: Ponte a la puerta de la casa de Jehová y predica allí esta palabra, y di: Oíd palabra de Jehová, todo Judá, los que entráis por estas puertas para adorar a Jehová. Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: Mejorad vuestros caminos y vuestras obras, y os haré morar en este lugar.

No fiéis en palabras de mentira, diciendo: templo de Jehová, templo de Jehová, templo de Jehová es éste.

¿Es cueva de ladrones delante de vuestros ojos esta casa, sobre la cual es invocado mi nombre? He aquí que también yo veo, dice Jehová.

Andad empero ahora a mi lugar que fue en Silo, donde hice que morase mi nombre al principio, y ved lo que le hice por la maldad de mi pueblo Israel.

Ahora pues, por cuanto habéis vosotros hecho todas estas obras, dice Jehová, y bien que os hablé, madrugando para no hablar, no oísteis; y os llamé y no respondisteis.

Haré también a esta casa sobre la cual es invocado mi nombre, en la que vosotros confiáis, y a este lugar que di a vosotros y a vuestros padres, como hice a Silo:

Que os echaré de mi presencia como eché a todos vuestros hermanos, a toda la generación de Efraím.

Tú pues, no ores por este pueblo ni levantes por ellos clamor ni oración, ni me ruegues, porque no te oiré.

Recitó tres veces este pasaje; los discípulos se mantenían a su lado, obligando a la gente a escuchar. La multitud creció y las tiendas quedaron vacías de clientes. Luego, Jesús dijo:

—Los judíos del tiempo de Jeremías no escucharon ni se arrepintieron; pero se vio luego que las palabras del Señor eran verdaderas, porque el templo fue destruido. El noveno día del mes Ab fue destruido por el fuego. Pero el pueblo se arrepintió junto a las aguas de Babilonia, y el templo se volvió a erigir; y ahora ha sido reconstruido con más gloria que nunca, pero las antiguas abominaciones reviven. Hombres de Israel, ¡nuestro Dios es deshonrado en su propia casa! ¿Quiénes son los pecadores? Los pecadores son los hijos de Leví. Toman para sí demasiado; reservan para su propia tribu la santidad a expensas de todos los demás israelitas. ¿No está acaso escrito en el salmo 15 que nadie que trafique con dinero podrá estar en la colina sagrada? ¿No es este lugar donde estamos parte de la colina sagrada? Sin embargo, los hijos de Leví no se preocupan por esta profanación, mientras quede inviolado su propio recinto. Cierran los ojos a la iniquidad y dicen «No sabemos nada», aunque traficantes con un profano cargamento utilizan los patios exteriores para cortar camino entre un barrio de la ciudad y otro. ¿Cuánto tiempo aguantaremos esto? Mirad esos grandes edificios: sí no os enmendáis, pronto no quedará piedra sobre piedra, sino que todos serán derribados.

Luego tomó su soga de carnicero y la plegó, haciendo con ella un látigo mientras todos miraban. Y entonces exclamó:

—¿Quién está de mi parte? ¡Con esta soga purgaré de iniquidad estos patios!

Algunos de los comerciantes empezaron inmediatamente a levantar sus mesas, tendidas sobre caballetes, y a recoger sus mercancías para marcharse; conocían bien el proverbio: «Una muchedumbre de peregrinos es una muchedumbre peligrosa». Pero el presidente de la corporación de cambistas se adelantó osadamente y tendió a Jesús un papel diciendo:

—¡Lee esto, señor, si puedes leer! Es el recibo del tesorero del templo, el mismo yerno del sumo sacerdote; un recibo por mil siclos de dinero legal que nuestra corporación paga cuatro veces por año para obtener el privilegio de cambiar dinero en esta puerta. ¿Te pones por encima de la autoridad del tesorero del templo?

Jesús respondió:

—¿Y no pones tú al Dios de Israel por encima de la autoridad del tesorero y la del sumo sacerdote? ¡Cuidado con esta soga!

Empezó entonces a volcar las mesas de los cambistas, y el dinero cayó a raudales al pavimento; el oro, la plata y el cobre mezclados. Los cambistas se arrojaron desesperados al suelo, recogiendo las monedas bajo los pies de la multitud y gritando como mujeres que paren. Los discípulos abrieron las jaulas de las palomas, liberándolas en aleteantes bandadas, mientras las ovejas corrían balando de un sitio a otro. Aumentó la confusión una cantidad de jóvenes alocados que perseguían monedas o aves entre gritos y risas. Aunque nadie tuvo la desvergüenza de robar grandes cantidades a los cambistas, su presidente se quejó más tarde de que, en total, su corporación había perdido un mes de ganancias.

Jesús siguió hasta el propio templo y barrió los patios de todo tráfico prohibido, llegando hasta el límite que sólo los levitas podían trasponer. Varios centenares de personas lo apoyaron, recogiendo sus palabras:

—¿Se ha convertido el templo en cueva de ladrones?

Porque los galileos, que formaban la mayor parte de la muchedumbre, estaban resentidos desde mucho antes, no sólo por la presencia de los cambistas y los vendedores de animales de la basílica, sino también por los precios exorbitados que pedían para compensar los elevados aranceles impuestos por el tesorero del templo.

Cuando el sumo sacerdote recibió las primeras noticias del tumulto, no se alteró mucho.

—Los peregrinos de Pascua son hombres de sangre caliente —dijo a su yerno el tesorero—, y tal vez los mercaderes de la basílica se han excedido y ahora sufren justamente por su codicia. En verdad, esta pretendida limpieza que se ha hecho de los patios exteriores del templo confirma los sentimientos religiosos del populacho, aunque no su inteligencia. No se habla de daños importantes, y ahora que han expresado sus sentimientos, se puede esperar que la grandeza y vastedad del templo y la digna conducta de nuestra tribu impida nuevos disturbios. No, no haré que los apaleen. Si llamara a la guardia se irritarían y aparecerían sus dagas ocultas. Finalmente deberíamos llamar a los romanos, y sería peor el remedio que la enfermedad.

El tesorero respondió:

—Pero, santo padre, ¿y los comerciantes? ¿Volverán hoy a su tarea?

—Mejor sería que no.

—Pero eso será una gran pérdida para ellos y para el templo; y los peregrinos que desean cambiar dinero o comprar aves se fastidiarán.

—Y los comerciantes aprenderán a contentarse con ganancias menores; y los peregrinos comprenderán muy pronto los inconvenientes de una conciencia demasiado escrupulosa cuando tengan que volver sobre sus pasos y subir sin aliento al monte de los Olivos hasta las tiendas de Hino para comprar sus ofrendas. No; daré la orden de que todo comercio debe cesar hasta que termine la fiesta.

—¿Y qué harás con Jesús de Nazaret? ¡Él dirigió la acción!

—¿Jesús de Nazaret? ¡No tenía idea de que había sido él! Según mis informes, se trataba de un edomita de Bozra. ¿De modo que ese hombre obstinado no comprendió la sugerencia que se le hizo en la Puerta del Pez?

—No, y se cuentan de él extrañas historias. La más extraña y persistente es que devolvió la vida a un muerto en Betania hace algunas semanas, utilizando el Nombre.

—Como los muertos son, por definición, incapaces de volver a vivir; y como, de todos modos, sólo un sumo sacerdote puede conocer el Nombre, incluso aunque la versión de la corte suprema no sea la única verdadera, no me parece que debamos preocuparnos por disparates como ése. ¿Qué más has oído?

—Ayer cabalgó por la ciudad vestido de rojo con una rama en la mano, seguido por un gran grupo de niños que gritaban.

—¿Es verdad lo que dices? ¿Cómo no he sido informado de esto? Entonces, el asunto es más grave de lo que suponía. Si su locura ha adoptado forma violenta, debemos actuar con toda rapidez. Deberíamos haberle arrestado durante la Fiesta de los Tabernáculos; recordarás que Nicodemon, hijo de Gorion, lo impidió oficiosamente.

—A propósito, santo padre; alguien importante, no recuerdo quién, me dijo en esa ocasión que este Jesús es la misma persona a quien se ordenó, hace unos veinte años, no volver a pisar el templo mientras no desmintiera las sospechas de bastardía.

El hijo del sumo sacerdote, el jefe del archivo, dijo:

—Sí, he sido yo. Oí la historia y me interesó, de modo que consulté los registros. Justifican el cargo en gran medida. Infortunadamente, sin embargo, el expediente está incompleto: no está allí el contrato de matrimonio de su madre. Sin él no podemos acusar a Jesús, porque el supuesto padre, el único testigo relevante, ha muerto hace varios años, según he descubierto.

—Es un hombre peligroso —dijo el tesorero—; peligroso, resuelto y con dotes superiores a las comunes. Estaré preocupado durante el resto de la fiesta si no podemos encerrarlo. Temo que el rechazo experimentado en su infancia le haya inducido a meditaciones sobre males imaginarios y que, como muchos fariseos pobres del campo, haya terminado por identificar sus propios sentimientos con los del pueblo en general. Santo padre, ¿puedo transmitir de inmediato tu orden de arresto al capitán del templo?

—¿Arrestarlo en el templo? —exclamó Caifás—. Hijo, harías las cosas mil veces más graves. Espera basta que oscurezca, aguarda hasta que se retire a descansar por la noche. Como repite sin cesar ese pesado de José de Arimatea en el sanhedrín, debemos hacer las buenas obras a escondidas.

—Con tu permiso —dijo el jefe del archivo—, enviaré mañana a alguna persona importante para que se enfrente a él en el templo con unas pocas preguntas que lo pondrán en ridículo, que no podrá contestar sin verse en problemas con los romanos o con sus propios seguidores y que, por lo tanto, no intentará contestar. No habrá necesidad de arrestarlo si la cosa marcha como yo espero.

—Lo dejo en tus manos, hijo mío. ¿Por qué no haces tú mismo las preguntas?