IX
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LA SANGRE DE ZACARÍAS

Isabel dio a luz sin dificultades un robusto niño varón. Cuando las mujeres de la casa se reunieron a admirarlo, llamándolo cariñosamente «pequeño Zacarías», ella exclamó:

—No alabéis al niño. Trae mala fortuna. Y por favor no lo llaméis Zacarías. Su nombre será Juan.

—Oh, señora —dijeron—, debes estar equivocada. Tu marido no le daría nunca ese nombre. No es usual en la familia. Naturalmente, no le dará su propio nombre, para evitar la confusión. Pero ¿no sería apropiado Zefanías? Es parecido, y sin embargo diferente, y está cerca de Zacarías en el canon de los profetas. O quizá podría llamarlo Abías, o Samuel, o tal vez Ezron; todos ellos serían buenos. Pero Juan, no, nunca.

—Yo misma daré nombre al niño, porque mi marido es mudo, y Juan es el nombre que he elegido. Porque el texto del servicio de circuncisión dice explícitamente: «El padre hablará y dirá el nombre del niño, o si ha muerto, su pariente más joven». Pero mi marido no puede hablar, y no ha muerto.

Ellas protestaron.

—Una mujer no puede dar nombre a su hijo. Sería indecoroso.

—Mujeres, ¿a qué tribu pertenecéis?

—A Judá.

—Y tanto yo como mi señor, vuestro amo, pertenecemos a Leví. Buscad en las Escrituras y hallaréis que nuestra madre Lea dio nombre tanto a Judá como a Leví sin preocuparse de consultar con su marido Jacob.

El octavo día, es decir el siguiente al séptimo, en que Isabel dejó de estar ceremonialmente impura, el rabí de Beersheba fue a circuncidar al niño. Lo tomó de brazos de Shelom y dijo:

—Su nombre será Zefanías, me ha dicho el portero.

—No, no —respondió Shelom—. Se llamará Juan. La señora Isabel lo ha dicho con suficiente claridad.

—No lo circuncidaré con ese nombre —exclamó el rabino—, sin una autorización escrita de su padre.

Se llamó a Zacarías, que estaba en su estudio, preparando una enumeración de profecías mesiánicas, con comentarios, un trabajo al que se dedicaba desde hacía muchos años. El rabino le entregó una tableta de escribir y preguntó:

—¿Cómo se llamará?

Isabel irrumpió desde el dormitorio y se detuvo entre el rabino y Zacarías. Dijo con indignación:

—Marido: he decidido llamar Juan a este niño, y mi descarada servidumbre desea llamarlo Zefanías. Diles que no tienen derecho a interferir con mi elección.

Zacarías escribió:

«Se llamará Juan».

—¿Juan? ¿Qué significa Juan? —exclamó el viejo y testarudo rabino—. Mi señor de Ain-Rimmon, me avergonzaría dirigirme a un hijo de Aarón por un nombre tan moderno como Juan. Hasta anteayer no hubo ningún Juan en Israel.

Zacarías se enfureció. Gritó:

—¡Necio, necio, criatura obstinada como una mula! ¡Digo que se llamará JUAN!

Todo el mundo se asombró al oír hablar a Zacarías. Él mismo se asombró. Cayó sobre su rostro y dio gracias al Señor por haber desatado su lengua.

Luego se realizó la ceremonia de la circuncisión del modo habitual, y el rabino rezó:

—Dios nuestro y de nuestros padres, resguarda este niño para su padre y su madre, y que su nombre sea, en Israel, Juan, hijo de Zacarías. Que el padre se regocije con el producto de sus lomos, y su madre se alegre con el fruto de su vientre —sólo cuando el rabino se despidió y los llantos del niño se acallaron un poco, Zacarías empezó a considerar con aprensión los posibles efectos de haber recuperado la voz, deseando de todo corazón volver a la mudez. Recordó el horror de su visión en el santuario, sabiendo que ahora debía dar testimonio ante la corte suprema. Dijo tristemente a su hijo:

—¡Ay, pequeño Juan, temo que no viviré bastante para verte hablar y caminar!

Isabel protestó, con asombro:

—¿Cómo? ¿Que mi hijo quedará huérfano antes del año? ¿No tienes una bendición mejor para él?

Zacarías sintió que el reproche era justo. Respondió:

—Permite, mujer, que vuelva a mi estudio, porque no poseo el arte del discurso improvisado; pero antes de que caiga la noche, con la gracia del Señor, habré compuesto la bendición que pides.

Ahora bien, cuando lo habían llamado de repente para responder al rabino, dos trozos de pergamino, que formaban parte de su enumeración de profecías, habían sido arrastrados por la corriente de aire hasta quedar junto a su pluma y su bol de arena. Los recogió y los leyó. El primero era el bien conocido pasaje del capítulo cuarenta de Isaías que comienza:

Una voz grita: abrid camino a Jehová en el desierto,

enderezad en la estepa una calzada a vuestro Dios.

En el otro trozo estaba el pasaje igualmente bien conocido de los Salmos que comienza:

El Señor ha jurado un firme pacto con David…

El versículo que atrajo su vista fue:

Allí haré que florezca el cuerno de David; he ordenado

una lámpara para mi Mesías.

Ese hallazgo casual le dio lo que los poetas del Neguev llaman una llamarada, una brusca lengua de fuego que se apodera del sacrificio poético y lo consuma. Murmuro:

—Se dice que un hombre que ama al Señor y a su prójimo hallará al menos un poema escrito en su corazón si lo busca atentamente. Quiera el Señor darme habilidad y paciencia para transcribir el mío.

Con manos temblorosas empezó a escribir, tachando y reescribiendo hasta que su pluma de ganso se tornó roma y borroneaba las letras. Demasiado abstraído en sus pensamientos para recortarla, la arrojó por encima de su hombro y cogió una nueva. Y apenas media hora más tarde —salió corriendo de su estudio con el pergamino en la mano—, se inclinó sobre el niño dormido y canturreó:

El Dios de Israel, bendito seas,

que visitó con su majestad a sus hijos

y los rescató del cautiverio en Egipto,

¿no hará que florezca un blando cuerno

en la frente de sangre principesca de David

para el renacimiento de nuestra nación?

Dice lo mismo la lengua de cada poeta

que ha expresado la verdad desde que el mundo era joven

cantando proféticamente en su Nombre:

Una promesa de salvación de nuestros enemigos, de paz,

para servirle bien, con inmensa ventaja,

santos y sin miedo hasta que se acabe la vida.

Ahora se renueva el juramento que antes

hizo a nuestro gran padre Abraham

de que el Canaán sería nuestro para siempre.

Y de ti, niño, dirá el mundo asombrado:

«Mirad al precursor del rey que despeja el camino

predicando la salvación y el día anhelado,

como despeja el alba las dudas de la noche

con abundancia de oro puro, y a despecho del pecado

conduce con su luz nuestros pies a la merced.

Cuando Juan tuvo un mes de edad, Isabel hizo la promesa de consagrarlo a Jehová como Nazareo, según las reglamentaciones expuestas en el capítulo seis del Libro de los Números: jamás cortaría su pelo, jamás bebería vino ni comería uvas. Y emulando el poema de Zacarías, compuso para su hijo una canción de cuna que aún subsiste en Ain-Rimmon, donde yo mismo pude oír a una mujer del pueblo que se la cantaba a su niño inquieto:

Paseando por el jardín,

un bello día de primavera,

vi un alto granado,

rey de todos los árboles.

El fuego del sol ardía en sus hojas

más verdes que el berilo;

sus rojos pimpollos florecían

más dulces que la canela.

Con mano trémula arranqué una flor,

la puse entre mis pechos;

duérmete, mi niño,

fruto del alto granado.

Pronto llegó a Jerusalén la noticia de que Zacarías se había curado repentinamente de su mudez. Convocado a presentarse ante el sumo sacerdote, guardó en una caja de cedro su inconclusa enumeración de profecías firmó y selló su testamento, dio a Isabel y a su hijo Juan el beso de despedida y partió solo a caballo hacia la ciudad, con el corazón lleno de malos presagios.

Cuando, la tarde siguiente, anunció su llegada en la casa de Simón en el barrio viejo, se le pidió que aguardara en una antecámara, donde se le daría de comer y de beber. Simón convocó luego al consejo, o gran sanhedrín; sus miembros deberían reunirse tan cerca de su casa como fuera posible, y no en la casa de piedra tallada, como solían, «para el fin de investigar la naturaleza y las circunstancias de la reciente experiencia del sacerdote Zacarías en el santuario, por plantear ésta cuestiones de importancia política». Simón exigió que se mantuvieran en secreto la hora, el lugar y el asunto.

No se debe confundir el gran sanhedrín con el otro sanhedrín, llamado también Beth Din o corte suprema. Originariamente, sólo había uno; pero cuando el partido fariseo dominante prohibió a la reina Alejandra, viuda del rey Alejandro Janeo, el macabeo renegado, dar decorosa sepultura al cuerpo de su marido, ella logró persuadirles a cambiar su actitud prometiendo que, en el futuro, el sanhedrín sólo estaría integrado por fariseos, excluyendo a los saduceos, que habían sido los principales defensores de Alejandro y le habían ayudado en la masacre de ochocientos fariseos. Entonces los saduceos formaron un sanhedrín rival, que fue reconocido oficialmente por el padre de Herodes cuando Julio César lo designó gobernador general de Judea. El sanhedrín original, la corte suprema, siguió siendo exclusivamente fariseo y entendía sólo en asuntos religiosos; pero el sanhedrín político, que se llamó a si mismo gran sanhedrín y se ocupaba de asuntos profanos, era predominantemente saduceo, si bien los fariseos estaban representados. En términos ideales, entre los judíos no había distinciones entre asuntos laicos y religiosos, porque la ley de Moisés gobernaba la vida social y económica; sin embargo, el gran sanhedrín tenía gran utilidad política, porque podía ocuparse de manera realista de instituciones extranjeras que, dentro del estado de Judea, no tenían existencia para los fariseos. Por esta razón, la corte suprema insistía en que el Mezuzah —que se fijaba junto a la puerta de todo edificio no sagrado en sí— estuviera junto a la puerta de la casa de piedra tallada cuando allí se reunía el gran sanhedrín; pero durante las reuniones de la corte suprema la casa se convertía en un edificio sagrado y se quitaba el Mezuzah temporalmente. (El Mezuzah es un pergamino que lleva escrito, en un lado, el texto del Deuteronomio que comienza «Oye, oh Israel» y, en el reverso, el nombre divino Shaddai; se coloca, arrollado, dentro de un cuerno o una caja de madera, de modo que por una abertura pueda leerse el nombre).

Simón había decidido presentar el caso de Zacarías ante el gran sanhedrín, aunque el asunto parecía caer por completo dentro de la jurisdicción de la corte suprema; porque si se demostraba que Zacarías era culpable de alguna irregularidad ceremonial, el jefe del curso de Abías podría entonces persuadir a sus colegas saduceos, de mente amplia, a acallar el asunto con una postergación sine die y un informe en palabras discretas. Actuó rápida y secretamente para impedir que los presidentes conjuntos de la corte suprema pudieran reclamar la conducción de la investigación. Todos los miembros del gran sanhedrín tenían gran experiencia jurídica, y como se les exigía el dominio de lenguas extranjeras y de ciencias humanas aparte del conocimiento literal perfecto de las Escrituras canónicas, Simón esperaba que fuesen suficientemente mundanos para resolver el asunto sin escándalo.

Cuando sus mensajeros terminaron su tarea y quedó reunida en pleno una corte de investigación bajo la presidencia de Simón, ya había pasado una hora desde la puesta del sol; pero no se llamó de inmediato a Zacarías. Simón prefirió iniciar la investigación interrogando a Rubén, hijo de Abdiel, a quien se pidió que explicara por qué, la noche en que Zacarías había quedado mudo, había sacado secretamente del santuario algunos objetos húmedos envueltos en su manto.

Rubén miró a su alrededor: los graves ancianos, sacerdotes y doctores, miembros de pleno derecho de la corte, estaban sentados en semicírculo rodeando la silla del presidente; detrás de ellos había tres hileras de miembros asociados; dos escribientes, provistos de plumas y papel se disponían a tomar nota del procedimiento. Sintió entonces súbita alarma, y decidió revelar toda la verdad, y no continuar protegiendo a Zacarías.

Declaró bajo juramento que, al entrar esa noche en el santuario, había visto apagado el fuego del sacrificio en el altar del incienso, aunque las siete lámparas del candelabro sagrado ardían con brillo. Entonces, para salvaguardar el honor del curso de Abías, había recogido las cenizas húmedas del altar, encendido nuevamente el fuego y quemado incienso, como correspondía; y esas cenizas húmedas eran lo que había sacado del santuario, envueltas en su manto, al primer canto del gallo, cuando terminaba su misión, esperando que el guardián de la cortina que venía a relevarlo no advirtiera nada irregular.

Simón comentó:

—En mi opinión, hijo de Abdiel, has obrado bien; aunque sin duda habrías obrado aún mejor si hubieras narrado de inmediato lo ocurrido, a mí mismo, o al venerable jefe de tu curso —se inclinó ante el anciano sacerdote, que asintió gravemente, y agregó—: Hermanos e hijos, ¿desea alguno de vosotros interrogar aún al sabio Rubén?

Un joven miembro asociado de barba rizada se puso en pie y preguntó imperiosamente:

—Pregúntale, santo padre, qué mano maligna, según él supone, apagó el fuego.

Hubo un murmullo de asentimiento, mezclado con exclamaciones de disgusto. Los ancianos de barba blanca del frente torcieron el cuello para mirar con reproche al causante de esa inoportuna interrupción. Se decía que los asociados de la última fila debían ser vistos pero rara vez oídos. Además, las reglas de la corte no les permitían participar en la acusación; y aunque no se había expuesto un cargo contra Rubén ni contra Zacarías, de modo que no se podía aún hablar de acusación ni de defensa, era evidente que ese asociado no deseaba el bien de Zacarías.

De mala gana, Simón hizo la pregunta.

Rubén respondió:

—Santo hijo de Boeto: si digo cómo pienso que fue extinguido el fuego, esta honorable corte se enojará conmigo. Por tanto, me abstendré de toda opinión. Estoy obligado a revelar hechos; pero no conozco una regla que me imponga revelar los pensamientos más íntimos de mi corazón.

—Según entiendo —dijo Simón—, esta corte no censurará tu opinión, cualquiera sea su naturaleza.

Entonces, Rubén dijo:

—Notables del sanhedrín: a nadie se admite como miembro de este famoso tribunal si posee tan poca experiencia en las artes mágicas que no es capaz de exponer y castigar la magia cuando la practican los enemigos de nuestra religión. Hay setenta y uno de vosotros, la corte en pleno, en este salón donde sólo una silla está vacía, la reservada al gran profeta Elías, que aún no ha padecido la muerte. Llamo como testigo a Elías, si me oye, como puede hacer manteniéndose invisible, de que digo toda la verdad, sin agregar ni omitir nada. Fue así. Cuando entré esa noche en el santuario como asistente de mi pariente Zacarías, advertí de inmediato que el aire olía mal y que había unas marcas húmedas que manchaban el limpio suelo de mármol. El mal olor se podía deber sencillamente al incienso y las brasas apagadas; pero sentí que mi nariz percibía otra cosa: el olor sutil y ubicuo del mal. Y cuando me incliné a limpiar las marcas con la servilleta bordada, retrocedí con horror. Oh, sabios ancianos de Israel, contened vuestra furia; porque, tan ciertamente como que vive el Señor nuestro Dios, las marcas que vi eran huellas no del pie de un hombre sino, me horroriza decirlo, de las estrechas pezuñas de un asno sin herrar.

Sin detenerse a observar el efecto de esa terrible declaración sobre la corte, Rubén continuó:

—Se ha pedido que diga mi opinión acerca de la forma en que se apagó el fuego en el altar del incienso. La diré. Mi opinión es que mi pariente Zacarías, mediante hechizos blasfemos y abominables, conjuró allí en el santuario mismo de nuestro Dios, a un diabólico Lilim de patas de asno, y le obligó a servirle. ¿Por qué? ¿Acaso para persuadir al demonio a henchir el vientre de su esposa Isabel, que había sido estéril durante veinte años? Porque se acreditan esos poderes a los demonios. ¿O fue llamado el demonio para revelar el sitio exacto de un tesoro enterrado? ¿O para causar algún grave daño a alguna persona a quien Zacarías odiaba? No puedo responder a estas preguntas; pero mi opinión meditada es que un demonio fue convocado y que acuciado por su odio diabólico, ese demonio apagó las llamas con un chorro de agua inmunda que lanzó de su boca. ¿Por qué creo algo tan poco probable? Porque, a pesar de que busqué cuidadosamente, no pude encontrar en el santuario ninguna vasija que hubiese podido servir para apagar el fuego. Y si se me pregunta por qué pienso que Zacarías quedó sin habla, mi respuesta será ésta: un ángel del Señor dejó mudo a Zacarías para que su boca no pudiese pronunciar nuevas blasfemias, encantos ni palabras abominables.

Simón preguntó nuevamente:

—Hermanos e hijos, ¿desea alguno de vosotros interrogar al sabio Rubén?

Todos guardaban silencio, asombrados y escandalizados, esperando que algún otro hablara primero. Finalmente, el mismo asociado de barba rizada que había hablado primero se puso de pie, pero esta vez miró con modestia a su alrededor y tosió como si pidiera permiso para formular otra pregunta.

Alentado por un suave rumor, dijo:

—Santo padre, por favor pregúntale esto: «Las huellas que has visto, ¿eran las de un asno caminando a cuatro patas o sobre las patas traseras?».

Simón hizo la pregunta.

—Sobre las patas traseras —respondió Rubén, estremeciéndose. Luego reiteró su historia sin contradecirse, aunque Simón intentó atacar las pruebas mediante el ridículo.

Posteriormente Simón pidió a los asociados que se retiraran para mantener una consulta con los miembros de pleno derecho: por supuesto el tema era decidir si la causa debía remitirse a la corte suprema, ya que había asumido un giro tan penoso y desconcertante. Pero los celos derrotaron al desconcierto. Se hizo una votación y decidió continuar con la investigación.

Se llamó nuevamente a los asociados, y una vez que los escribientes leyeron la declaración de Rubén, se convocó a Zacarías. Éste entró parpadeando, porque se había dormido de fatiga.

Simón dijo en voz suave:

—Hijo de Baraquías, esta corte desea saber cómo se extinguió el fuego en el altar del incienso durante la noche de tu ministerio en que perdiste el habla. Antes de que respondas, debo advertirte que se te acusa de hechicería.

Zacarías guardó silencio unos momentos. Luego preguntó con amargura:

—¿Diré la verdad, que ultrajará a todos, o una cómoda mentira? —añadió gimiendo—: Quisiera Dios que volviera a enmudecer.

—Debes decir la verdad, hermano, si deseas que se te haga justicia.

—Si digo la verdad me mataréis; pero mi alma no tendrá paz si miento o si omito la verdad. ¿No preferís dejarme piadosamente en paz? ¿No será mejor que disolváis esta corte?

—No puedo disolver una corte de investigación. Sólo puedo postergar la vista. ¿Desearías una postergación?

Zacarías reflexionó. Después de una pausa, dijo:

—Una postergación sólo significaría mayor angustia. No; sea entonces así. Diré la verdad esta noche, pero debéis jurar por el Dios viviente que si he de morir por lo que diga, no tomaréis venganza sobre mi familia y me mataréis limpiamente, por amor a la verdad. ¿Habéis oído? Jurad por el santo nombre que no moriré ahorcado, estrangulado ni por el fuego, y que daréis decorosa sepultura a mi cuerpo. Porque morir es odioso, pero morir maldito significa vagar sin morada entre lagartos y chacales como un fantasma errante que busca perpetuamente el descanso.

Simón respondió con gentileza:

—Ese juramento no es necesario. Di toda la verdad y confía en la piedad del Señor —luego leyó la declaración de Rubén y preguntó a Zacarías si era verdad.

—No dudo de que Rubén ha visto lo que declara haber visto —dijo Zacarías—, ni tampoco de que su poco caritativo corazón ha creído y cree que soy capaz de un crimen abominable. Su odio contra mi arde desde que, hace dieciséis años, di testimonio ante la corte de que el pozo de la Quijada era propiedad de mi cuñado Joaquín, a quien veo aquí presente. El corazón de Rubén es un nido de quejas. Quiera el Señor purificarlo con una brusca llama que no queme —calló nuevamente pero luego, de modo entrecortado y jugueteando nerviosamente con las filacterias que tenía en el brazo, continuó:

—Yo estaba ofreciendo incienso en el altar, con vestiduras limpias y el cuerpo puro después de haber ayunado todo el día. El guardián de la cortina se marchó del santuario a mi llegada, como es la costumbre. Y yo concluía el rito cuando oí de pronto una voz débil. Provenía del otro lado de la cortina sagrada y me llamaba por mi nombre: «Zacarías». Respondí: «Aquí estoy, Señor. Habla, que tu siervo te escucha». La voz dijo: «¿Qué es lo que quemas en mi altar?». Y yo respondí: «Dulce incienso, Señor, según la ley que has dado a tu siervo Moisés». La voz preguntó luego: «¿Es el sol de la santidad una prostituta o un catamita? ¿Acaso llega a mis narices el olor del estoraque, el ligamento de la concha, el incienso olíbano y la cañaheja, todo molido y ardiendo juntamente sobre brasas de cedro? ¿Ofrecerías un baño de sudor al sol de la santidad?». Yo no pude articular palabra. Me prosterné y oí que se descorría la cortina y se acercaban unos pasos majestuosos. Y luego un silbido y un chisporroteo cuando se apagaba bruscamente el fuego del altar. Perdí el sentido.

El sanhedrín escuchaba en terrible silencio. Ningún hombre osaba mirar el rostro de su vecino para leer lo que en él estaba escrito.

Por fin, Simón dijo en voz temblorosa:

—En cierta oportunidad, el sumo sacerdote Juan Hircano ofreció incienso en ese mismo altar y a esa misma hora cuando una voz divina le anunció la victoria de sus hijos sobre el malvado rey Antioco. Pero sólo oyó la voz, y no un ruido de pasos. Continúa con tu declaración.

—¿No he dicho suficiente?

—Hay más. ¡Continúa!

—Entonces, cuando volví en mí, vi, cuando por fin recobré el sentido y alcé la cabeza, vi…

—¿Qué?

—Vi… ¡Oh, Dios misericordioso, devuélveme la mudez!

—¿Qué fue lo que viste?

—Santo hijo de Boeto, compadécete de mí porque debo explicar la naturaleza de mi visión. Vi una potencia vestida con esas ropas luminosas que tú mismo usas durante los grandes festivales. Esa potencia sostenía contra su pecho un perro de oro de tres cabezas y un cetro dorado de la forma de una rama florecida de palmera; y tan ciertamente como que el Señor nuestro Dios vive, esa potencia estaba entre la cortina y el muro derecho; la potencia superaba la estatura humana y dijo en la misma voz débil y serena: «No te asustes, Zacarías. Sal y di a mi pueblo verazmente lo que has visto y oído». Y no pude hacerlo, porque enmudecí.

En la frente de Zacarías aparecieron perlas de sudor que rodaban hasta su barba, donde brillaban a la luz de las antorchas que ardían, a su lado, en un brazo de hierro. Abrió la boca para continuar, pero la cerró convulsivamente.

Simón sentía dolor por Zacarías en lo más intimo de su corazón. Dijo a la corte:

—He concluido con mi interrogatorio. ¿Es necesario hacer más peguntas al hijo de Baraquías? Estas palabras son fruto del delirio o una imaginación enferma. Registrarlas en el acta de esta reunión sería extremadamente desaconsejable.

Un anciano doctor llamado Matías, hijo de Margaloto, se puso en pie resueltamente.

—Santo hijo de Boeto —dijo—; si sólo Zacarías hubiese dado testimonio de esta aparición, apoyaría tu propuesta de que cerremos nuestros oídos a ese delirio. Pero ¿qué hacer con el testimonio de Rubén? Rubén vio huellas. ¿Puedo interrogar a mi vez al hijo de Baraquías?

—Concedido —dijo Simón.

Matías dijo:

—Responde con cuidado, Zacarías. ¿Te reveló su rostro esa potencia que hablaba en nombre de Dios?

Zacarías dijo con labios temblorosos:

—Hijo de Margaloro, se me ha ordenado decir la verdad. Reveló su rostro.

—Oíd esta blasfemia, ancianos e hijos de Israel. ¿Para qué debemos oír más pruebas? ¿No está escrito que el Señor dijo a su siervo Moisés: «Pero mi rostro no lo podrás ver; porque ningún hombre lo verá y vivirá»?

Zacarías semejaba un antílope atado. Exclamó:

—El señor Dios me ha dado oídos para escuchar, ojos para ver, boca para hablar. ¿Por qué debería desdeñar estos dones sagrados? Oídme, ancianos e hijos de Israel, oídme bien: ¿Qué fue lo que vi? Vi el rostro de la potencia, y ese rostro brillaba, aunque su brillo no era enceguecedor, y parecía —su voz se alzó hasta convenirse en un chillido— ¡el rostro de un asno salvaje!

Entonces se oyeron un suspiro y un murmullo, como el suspiro y el murmullo que preceden a las tormentas. Y de aquí y allá brotó una exclamación contenida:

—¡Ay! ¡Blasfemia, blasfemia!

Todos los presentes se pusieron de pie y empezaron a desgarrar sus vestiduras. Eran hombres de mundo y se abstenían de romper violentamente sus ropas como hacen los judíos humildes de los pueblos cuando alguien pronunciaba una palabra blasfema. Se contentaban con romper las breves costuras de blasfemia de que estaban provistos sus mantos, exclamando:

—¡Ay de la boca que dice esas palabras!

Rubén alzó su voz sobre el clamor.

—Simón, hijo de Boeto, declaro que ese hombre, aunque pertenece a mi clan, es un hechicero que ha profanado el santuario con la hechicería. Exijo que esta declaración sea aceptada como un cargo, que se pida a Zacarías una respuesta inmediata y que, si no la puede dar, se haga una votación y un recuento para una sumaria sentencia de muerte.

Simón replicó severamente:

—No se puede obrar así, hijo de Abdiel. Has sido convocado como testigo, ¿te postulas ahora como acusador? ¿Debo recordarte que nos hemos reunido como corte de investigación y no como corte de justicia? Incluso si fuéramos una corte de justicia calificada para atender en este caso, no podríamos condenar de inmediato al hijo de Baraquías. La norma dice: «Cuando la sentencia es de inocencia se puede dar en el día; si es de muerte, sólo se puede pronunciar el día siguiente». ¿E ignoras la ley que prohíbe que se juzgue a un hombre, como tú quieres, sin llamar por lo menos a dos testigos?

Simón sufría gran angustia. Aunque sabía en su interior que Zacarías era inocente, no podía decir ante la corte que la visión podía ser divina o angélica. Y menos aún podía exponer sus propias sospechas, capaces, en caso de ser aceptadas, de lanzar directamente la nación a la guerra civil. Sin embargo, esas sospechas tenían tan sólido fundamento que no habría vacilado en presentarlas como un hecho consumado. Sólo era posible una explicación de esa visión, ahora que la relacionaba con un incidente que le había contado, el día siguiente, el sacerdote de la guardia del templo. La guardia del templo era una patrulla permanente formada por un sacerdote y siete levitas; marchaban en torno del templo de día y de noche, a intervalos regulares, para ver si los centinelas vigilaban y si todo estaba en orden. Había un centinela en la cámara del hogar, otro en la cámara de la llama, y un tercero en el ático. El sacerdote de la primera guardia había informado al oficial superior, el capitán del templo: «Cuando entré en el ático, después de mi relevo de la tercera guardia, encontré dormido al centinela Zicri, hijo de Shamai. Di fuego a su manga con mi antorcha, como exigen mis órdenes, pero ni siquiera entonces despertó. Parecía borracho o drogado, porque se quemó un poco la carne de su brazo antes de que despertara». El capitán del templo, al dar la noticia, había rogado: «Por favor, santo padre, no lleves el asunto ante la corte suprema, porque Zicri es hermano de mi esposa y ya ha sufrido por sus locuras. Te diré, además, sinceramente, que ha cenado anoche en mi propia mesa».

Simón podía imaginar la escena tan vívidamente como si la hubiera visto desde las escaleras del altar. La clave de la aparición era el pasaje subterráneo secreto que iba desde la torre de Antonia hasta el patio interior. La excusa de Herodes para construir ese pasaje había sido que, si un brusco tumulto en el templo ponía en peligro los instrumentos sagrados de culto, éstos se podían llevar rápidamente a la seguridad de la torre. Cerca del final del pasaje, una estrecha escalera conducía a las habitaciones de depósito situadas sobre el santuario y, de allí, a la cámara vacía situada inmediatamente encima del Sancta sanctórum. Esa cámara era el ático donde había de guardia un centinela. En el suelo de esa habitación vacía había una puerta trampa por la cual muy rara vez, y después de un sacrificio propiciatorio y un campanilleo de advertencia, repetido siete veces, descendían obreros telmenitas para realizar alguna reparación indispensable en el sancta sanctórum. Descender desde lo alto de ese recinto tremendo, cuando era necesario, era la única forma de evitar la maldición de la entrada. Además, ahora se guardaban las vestiduras y ornamentos del sumo sacerdote —que la potencia había usado— en la torre de Antonia, bajo la custodia del capitán del templo, que había sido designado personalmente por Herodes. Simón podía reconocer, por otra parte, los tres objetos mencionados por Zacarías en su declaración: la cabeza de onagro de oro de Dora, el perro dorado de Salomón y el cetro dorado de David.

¿Quién era la potencia? Simón lo sabía. Había leído las Historias del egipcio Manetón. Manetón recordaba que la ciudad de Jerusalén había sido fundada por los reyes pastores de Egipto cuando los faraones de la décimo octava dinastía los expulsaron de la gran ciudad de Pelusia, la ciudad del sol. Los israelitas eran entonces vasallos de los reyes pastores. Cuando una o dos generaciones después, huyeron de Egipto dirigidos por Moisés, regresaron —después de pasar largo tiempo en el desierto— a Canaán, donde renovaron su culto al dios de los pastores y a su esposa Anatha, la diosa de la luna. Acompañó a ese homenaje una ofrenda masiva de prepucios, porque durante su vagabundeo por el desierto los israelitas habían abandonado la costumbre egipcia de la circuncisión.

El dios de los pastores era el Dios Sol egipcio Sutekh, o Set, que aparece en el Génesis como Set, hijo de Adán; y cuando el rey David despojó de Jerusalén a los jebusitas, descendientes de los pastores, Set se convirtió en el dios de todo Israel con el nombre de Jehová. El Menorah —el sagrado candelabro de siete brazos del santuario— evocaba esta historia. Representaba al sol, a la luna y a los cinco planetas: Marte, Mercurio, Júpiter, Venus y Saturno; y de acuerdo con los doctores de la ley ilustraba el texto del Génesis en que Jehová dice, el cuarto día de la creación: «Sea la luz». El Menorah se colocaba hacia el oeste-sudoeste, un punto del cielo que sólo tiene relación con el sol cuando éste declina, de modo que cuando el rey Josías reformó la religión solar judía, no se alteró ni suprimió la antigua tradición: «En esa dirección tiene su morada Dios el Señor». Sin embargo, dibujad un mapa de Judea y Egipto donde Jerusalén sea el centro de una brújula de doce puntos, y seguid la línea que corre hacia el oeste-sudoeste. El ojo recorre colinas salvajes y lugares desiertos hasta que encuentra el Nilo, en el comienzo del Delta, y allí mismo, en la costa oriental, On-Heliópolis, la ciudad más antigua y sagrada de Egipto, la ciudad del Dios Sol Ra, cuyos títulos conquistó, cuando estaba senil y vacilante, Set. On-Heliópolis, donde crece el sagrado árbol persea cuyas ramas alza cada mañana el Dios Sol; On-Heliópolis, donde el fénix inmortal muere y renace en su nido de incienso olíbano; On-Heliópolis, donde Moisés era sacerdote; On-Heliópolis, en cuyas cercanías construyó el sumo sacerdote judío Onías, fugitivo, un templo rival del templo de Jerusalén, justificando su acción con el capítulo diecinueve de Isaías:

Ese día, cinco ciudades de la tierra de Egipto hablarán la lengua

de Canaán y jurarán lealtad al Señor de los ejércitos.

Una de ellas será la ciudad del sol.

Y ese día se elevará un altar al Señor en mitad de las tierras

de Egipto y un pilar en su frontera.

Porque On-Heliópolis está a la vez en el centro de Egipto y en su frontera.

¿Quién era, entonces, la potencia? La potencia sólo podía ser el mismo Herodes, disfrazado de la deidad. Coronaba una vida de premeditación con ese acto increíblemente osado que pretendía identificar al Dios de Israel con su antigua imagen de Set, a quien los egipcios adoran bajo la apariencia de un onagro o asno salvaje.

«¡Qué terrible locura!», pensó Simón. Creer que podía hacer retroceder la sombra del reloj de sol, creer que los ancianos de Israel, después de adorar durante siglos a un Dios trascendente, un Ser tan único y remoto que no era posible comprender su naturaleza ni conocer su apariencia —aunque también un Dios de misericordia, justicia y caridad podían ser inducidos a doblar la rodilla ante esa bárbara deidad de cabeza de bestia. Ante ese infame Set que había despedazado a su hermano Osiris y enviado escorpiones a matar al niño Horus; ante Set, ese demonio del siroco que respiraba fuego, odiado por los dioses, a quien los griegos llamaban Tifón; ante Set, el gran opresor de la humanidad en cuyo odioso nombre se arrojaban aún victimas todos los años a la bestia de los cañaverales, el almizclado cocodrilo de dientes amarillos de Pelusia.

Simón sabía que Zacarías estaba en peligro de muerte. Los mismos muros de la corte parecían gritarle imprecaciones. No debía haberse engañado; debía haber distinguido de inmediato entre la Voz del Señor, que habla interiormente, y la voz del hombre, que sólo llega a la oreja; entre la majestad del Señor que arde en el corazón y en la mente, y el orgullo del hombre que se dirige al ojo; entre los maderos del bosque, como los llaman los poetas, y la divina sabiduría que ha abatido los más bellos troncos para su templo sagrado.

Simón pidió silencio y resumió el caso.

—Si el hijo de Baraquías, mediante conjuro, invocó a un demonio maligno para profanar el santuario, según el cargo formulado por Rubén hijo de Abdiel sin autorización de esta corte, seguramente la furia del Señor caerá sobre él. Porque está escrito: «Apartaré mi rostro del que se vuelve a los espíritus familiares y a los brujos y lo cortaré de mi pueblo». Es manifiestamente imposible que fuera Dios mismo, y no un demonio, quien apareció ante Zacarías, puesto que Zacarías vive aún y está escrito que quien mira el rostro del Señor morirá instantáneamente; Moisés sólo vio la espalda de Dios. Además, Zacarías, aunque no haya conjurado personalmente ese demonio, aunque sólo lo haya encontrado accidentalmente en el santuario, se ha dirigido a él con reverencia como si fuera el Señor. ¿No ha roto por lo tanto el primer mandamiento que dice: «No tendrás otro Dios más que a mí»? Yo no puedo concebir, personalmente, que Zacarías sea culpable de una grave falta; sin embargo, dudo que esta honorable corte tenga autoridad para juzgar esta causa, aunque asumiera el carácter de una corte de justicia. Me parece, por lo tanto, que debemos dirigirnos a la corte suprema, que puede resolver casos insólitos como éste.

Rubén interrumpió con indignación:

—¡Hemos escuchado con nuestros oídos sus blasfemias! ¡Sólo por eso merece la muerte por lapidación!

—Hijo de Abdiel, no nos insultes con tu continua pretensión de ignorancia. Se impone la muerte por lapidación a un blasfemo sólo cuando une el nombre sagrado a una maldición o una obscenidad; la blasfemia referida a los atributos del Señor se pena con una severa flagelación. Y es mi obligación advertirte que, si en un caso capital se halla que has dado falso testimonio contra tu pariente, tú mismo puedes verte bajo la sombra de la muerte.

Luego, Simón disolvió la corte con un gesto decidido, después de agradecer a sus miembros la corrección demostrada en esas penosas circunstancias y de pedir a los doce principales para que le aconsejaran qué cargo preciso o qué cargos, si los había, se debían formular contra Zacarías, y en qué corte.

Zacarías estaba ahora libre de regresar a su casa, porque según ley judía una persona acusada se considera totalmente inocente hasta que se aprueba la sentencia y no está por lo tanto sometida a privación de libertad. Sin embargo, él permaneció meditando en su silla hasta que Simón le pidió que se marchara. Después de una reverencia formal, salió lentamente a la antecámara, repleta de grupos de miembros y asociados que conversaban en voz baja y excitadamente. Su expresión de angustia convenció a alguno de ellos de que los demonios anidaban entre los pliegues de su ropa; se alejaron hasta de su sombra, como si fuera la de un leproso.

Rubén señaló con el dedo y exclamó:

—No se puede soportar tanta clemencia. Debe morir esta noche, para que no se avergüence toda Israel. No se debe permitir que el hechicero vea otro sol.

Joaquín, el padre de María, que participaba como un miembro de pleno derecho, le hizo un reproche:

—Hijo de Abdiel, eso es desacato a la corte. Asumes una responsabilidad excesiva. —Pero esas palabras sólo sirvieron para excitar pasiones aún más coléricas en el corazón de Rubén.

Había reunida afuera una ruidosa muchedumbre. Una reunión de miembros jóvenes de los hijos de Zadok acababa de cerrarse, muy cerca, con un banquete festivo, y junto a la puerta de la casa del sumo sacerdote se habían congregado unos cien jóvenes, con los rostros algo enrojecidos por el vino, atraídos por el rumor de que ocurría allí algo extraordinario. Algunos de ellos habían penetrado en el vestíbulo, donde Rubén hizo un resumen apresurado y parcial de los hechos y los incitaba a tomar la ley en sus manos. Les decía:

—No hagáis nada todavía al hechicero, hijos míos; no hagáis nada ante la vista y el oído del pueblo. Pero actuad. Esto afecta el honor de vuestra propia casa.

Zacarías salió a la calle, seguido en silencio por Rubén y los jóvenes. Mientras cruzaba el patio entre la casa y la puerta, Rubén recogió ostensiblemente un canto rodado del pavimento y lo guardó entre sus ropas. Los hijos de Zadok siguieron su ejemplo. Esperaban por lo que Rubén les había dicho, que Zacarías saliera al desierto por la Puerta del Sur, dirigiéndose al cerro de Beth Hadudo, donde pediría la protección del demonio Azazel, a quien se consagra todos los años el chivo emisario el día de la expiación. Fortalecidos por el vino, no temían la astucia del demonio. Pero en cambio, Zacarías se dirigió cuesta arriba, hacia el templo. Los escasos presentes no tenían consciencia de que ocurriera nada importante; ¿qué importaba si los más celosos de los hijos de Zadok, después de su reunión, iban a orar al templo?

Había luna llena, tan brillante que los colores del manto bordado de Zacarías se veían casi tan claramente como de día; pero las sombras de los barrancos que rodeaban el valle de los vendedores de queso, vistas desde el puente, eran negras como el asfalto. Llegó al templo y se deslizó como un sonámbulo por los patios. Los zadokitas, en masa, pisaban sus talones; detrás de ellos jadeaban los miembros y asociados del gran sanhedrín, en su mayoría ansiosos de evitar un acto de violencia de Rubén, aunque algunos alimentaban la secreta esperanza de que se hiciera justicia al modo antiguo.

Zacarías entró en el santuario. En ese momento, el asociado de barba rizada, que se contaba entre los más enfurecidos por la confesión de Zacarías, sacó una piedra de entre sus ropas y la colocó sobre el pavimento. Gritó en voz tonante:

—¡Deteneos, hermanos, porque el hijo de Baraquías será juzgado por el Señor Dios mismo! ¿Acaso no está escrito: «Mía es la venganza, dijo el Señor; yo ajustaré la cuenta»?

Con estas palabras contuvo a los zadokitas que tenía más cerca y ellos a su vez, contuvieron a quienes les seguían. Pero unos veinte habían seguido a Zacarías hasta el santuario.

Zacarías se detuvo junto al altar del incienso y elevó los brazos con desesperación. Exclamó:

—Hombres de Israel, ¿en qué he pecado? En este lugar sagrado pongo por testigo al Señor Dios de que no he usado conjuros ni otros hechizos prohibidos; de que sólo al Señor amo y detesto a los príncipes del mal y de que sólo he dicho la verdad.

Rubén respondió apasionadamente:

—¿No has oído la sentencia del sumo sacerdote? Has profanado este lugar sagrado, hijo de Baraquías, y sólo tu sangre caliente puede purificarlo.

Tomó la piedra que traía y la arrojó. Dio a Zacarías de lleno en la boca.

—¡Ah! —gritó Rubén—. «¡Él rompió el diente de los impuros!».

Zacarías canturreó en voz temblorosa:

El Dios de Israel, bendito sea,

que visitó con su majestad a sus hijos

y los rescató del cautiverio en Egipto.

Diez de los compañeros de Rubén, avergonzados, huyeron de prisa. Pero los restantes, envalentonados por su actitud, apedrearon a Zacarías hasta que cayó muerto pidiendo venganza al Señor con un gran grito. Su sangre manchó el altar y hasta salpicó los lirios del candelabro.

Simón llegó trastabillando cuando todo había terminado, seguido por la guardia del templo. Le horrorizó la sangrienta escena.

—¡Ay, hermanos! —dijo—. ¡Si tan sólo hubierais esperado hasta mañana! —Rubén y sus compañeros tenían aire de triunfo: según la antigua tradición, el delito de hechicería sólo se expiaba derramando la sangre del hechicero, y ¿dónde podía ser más adecuada la expiación que en el mismo altar profanado?

Rubén respondió con osadía:

—Hijo de Boeto, no repruebes nuestro celo. Provocarás la ira del Señor. Ven y explícanos cómo se deben expulsar los demonios que quizás todavía acechan en algún rincón de este lugar.

Nuevamente se enfrentaba Simón a un dilema doloroso. O bien debía aprobar esa acción como justamente inspirada por el celo religioso, más allá de las formas jurídicas, o bien condenarla como un asesinato sacrílego realizado por una pandilla de jóvenes patricios borrachos. Aprobarla era aceptar el desacato y, por lo tanto, debilitar la autoridad del gran sanhedrín que él presidía. Sin embargo, los jóvenes no habían actuado impía ni maliciosamente; Rubén los había conducido por el mal camino. Y hacerlos condenar a muerte por su locura causaría infinitos problemas y angustias: casi todos ellos eran parientes cercanos de algún miembro del gran sanhedrín. Además, sus muertes no devolverían la vida a Zacarías.

Simón eligió el menor de los dos males: manifestó fríamente su aprobación. Luego, para satisfacer a Rubén, ordenó que se quemaran en una sartén sobre el fuego el corazón y el hígado de un pez letos, como había aconsejado una vez el ángel Rafael a Tobit el babilonio para lograr la expulsión del demonio Asmodeo. Los malos espíritus, según se dice, odian el olor del pez quemado, pero ninguno más que Asmodeo, que comparte con la diablesa Lilith, la primera Eva, el dominio de los Lilim, o hijos de Lilith y que, como se cree, reside en los ardientes desiertos del Alto Egipto.

Cuando el corazón y el hígado se quemaron, se continuó la Purificación con azufre y luego con agua pura —siete lavados repetidos siete veces de cada piedra y cada mueble del santuario— así como oraciones, letanías, promesas y ayunos.

Se obtuvo el juramento de silencio de todos los participantes en estos hechos, pero el capitán del templo había dado ya a Herodes la noticia de la muerte de Zacarías. Sintió gran cólera, pero no desánimo. Si el gran sanhedrín hubiese rechazado unánimemente su impostura —aparentemente ni uno solo de ellos la había sospechado ni dudado de que la visión fuera sobrenatural— entonces esos fanáticos de cuello tieso habrían perdido la oportunidad que él les ofrecía de contribuir a su revolución religiosa, condenándose a su propia destrucción. ¡Bonita especie de Jehová adoraban! Una impotente cosa lunar de Babilonia. Un dios medio muerto de la razón y la legalidad que había expulsado al dios de la vida, el amor y la muerte. Un recluso monomaniaco que se encerraba todo el año en su santuario con sólo tres objetos que sus adoradores consideraban apropiados para él: una vara de medir, una medida para líquidos y un conjunto de pesas. Sin embargo, en contradicción con este vanidoso gusto por la perfección matemática, seguía bebiendo diariamente la sangre caliente de cabras y ovejas, exigiendo la música de las trompetas, vistiendo las ropas robadas a la gran diosa Anatha, absurdamente perfumada con las fragancias que ella prefería. Pues bien; entonces esperaría pacientemente unos pocos meses y luego pondría en escena una segunda y definitiva teofanía. Y esa vez, la casta sacerdotal gobernante no tendría la oportunidad de rechazar a su Dios ancestral, ese Dios eterno en cuyo honor blandían el cetro con cabeza de asno todos los dioses menores de Egipto; los barrería, con todas sus Escrituras falsificadas, y su indecente culto sería abolido para siempre.

Sólo quedaba un cuerpo de israelitas bien organizado fieles al sol de la santidad; los recompensaría por su fidelidad otorgándoles la función de sacerdotes del dios más alto en la colina sagrada de la que durante tanto tiempo habían estado desterrados. Aún no les había dicho lo que pensaba hacer por ellos, porque eran quietistas y tal vez rehusaran participar en una masacre; sin embargo, una vez cumplida la acción, ¿cómo podían negarse? Eran cuatro mil hombres, y ninguno de ellos se había arrodillado ante el usurpador del santuario; servían al verdadero Dios en lejanas comunidades del desierto, cantando el himno de la mañana a la salida del sol y celebrando una fiesta erótica el primer día de cada semana, el día consagrado al sol.

Por el momento guardó silencio, fingiendo ignorar por completo lo que había ocurrido; pero su cólera cayó sobre Simón por la ofrenda ritual del corazón y el hígado del pez letos, sagrado para Osiris, el hermano asesinado de Set, porque éste es precisamente el conjuro que emplean los egipcios contra el cálido viento del desierto llamado hálito de Set. Acusó a Simón y a su hija la reina de haber conocido la conspiración de Antípater. Expulsó a Simón del sumo sacerdocio, se divorció de la reina y borró de su testamento a su sereno y estudioso hijo el príncipe Herodes Filipo, que seguía en la sucesión a Antípater.