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LA NAVIDAD
Una mañana muy temprano, Shelom despertó a María en Ain-Rimmon y dijo:
—Señora, tengo noticias para ti. Son noticias dolorosas que te envía Ana, la hija de Fanuel. Las ha traído el rechabita, que espera tu respuesta.
María inclinó la cabeza. Dijo:
—Sé, hace cinco días, que hay malas noticias en camino. Mi alma las ha seguido como de un pozo al otro. Estoy preparada para recibirlas.
—Tres azotes trae el látigo, pero tienes un corazón de reina y no temblarás.
—Ya he desnudado mi espalda.
—Primero, Simón, el sumo sacerdote, ha sido depuesto por el rey por una acusación falsa de conspiración. Ya no puedes contar con su protección, y por lo tanto, tu vida corre gran peligro. ¿Qué ocurriría si el rey Herodes se hubiera enterado de cierta boda real? Sería una locura que permanecieras aquí, con tu tía Isabel, cuando sus soldados pueden estar ya siguiendo tu rastro. Mejor harías en partir de inmediato…
—Deja caer el segundo azote; la advertencia puede esperar. Ha dolido.
—Segundo, mi señor Zacarías ha sido apedreado hasta morir. Su enemigo Rubén, el hijo de Abdiel, lanzó contra él una monstruosa acusación de trato con el demonio Asmodeo. Su sangre clama venganza; ha sido derramada en el mismo santuario del templo.
María dijo en voz temblorosa:
—Zacarías era un hombre temeroso de Dios y fue muy amable conmigo. Enseñaré a mi hijo a honrar siempre su nombre aunque otros lo vilipendien y maldigan. ¡Cuánta angustia y desgracia ha caído sobre esta casa generosa! Isabel es entonces la viuda de un sacerdote renegado, y el pequeño Juan, el hijo de un hechicero condenado… Ese golpe ha cortado la carne sacando sangre. Pero continúa.
—Tercero, cierto rey que regresó de Italia después de escapar del naufragio ha sido juzgado y sentenciado a muerte en una corte de Roma por la falsa acusación de atentar contra la vida de su padre. Juro que nunca, desde que se coronó un rey por vez primera en esta tierra, un hijo amante ha sido peor tratado. Aunque todavía el viejo rey debe aguardar el permiso del emperador para ejecutarlo, cuéntalo ya como muerto.
Hubo un largo silencio. Luego María alzó la cabeza y dijo:
—El tercer latigazo se ha abierto paso hasta el hueso, cortando hasta el corazón. Y sin embargo aún estoy viva, porque mi hijo debe vivir.
—¡Hija mía, mi reina!
Conversaron en voz baja durante una hora o más. María trataba de aferrarse a cada junco para que sus esperanzas no se ahogaran. Quizás el emperador negaría su consentimiento; Herodes podía morir o arrepentirse; el indignado pueblo de Jerusalén podía abrir la prisión y liberar al cautivo inocente. Shelom repetía lo mismo: «Cuéntalo ya como muerto», y por fin consiguió que ella comprendiera el peligro de su posición y la necesidad de la huida inmediata. María preguntó inquieta:
—¿Adónde iré cuando deje Ain-Rimmon? No puedo regresar al colegio de vírgenes. No me atrevo a regresar a casa de mi padre en Cocheba.
—Debes ir a Emaús. Y yo te acompañaré pase lo que pase.
—¿Cómo? ¿A casa de José de Emaús, que debía haberse casado conmigo?
—A casa de José. Sólo si regresas al lado del hijo de Eli estarás segura con tu hijo.
—Pero Shelom, no puedo ser su esposa.
—No, pero debes pasar por su esposa.
—¿Sabe él la verdad?
—No sabe nada.
—¿Cómo puedo pasar por su esposa, cómo puede aceptarme como esposa, aunque sólo sea de nombre, si estoy ya encinta?
—Ponte a su merced y no te rechazará. Tiene el corazón más generoso de toda Judea.
—Me costará mucho.
—Es el único camino.
Volvieron la aflicción y el dolor y María exclamó amargamente
—¿Por qué ha sido condenado mi rey? ¿Cómo pueden ocurrir estas cosas?
—Te lo diré: un espíritu maligno posee a su padre.
—¿Nadie puede salvarle? Shelom, no me niegues una última esperanza.
—Sólo el Señor puede salvarlo —dijo Shelom.
—Quiera el Señor extender su fuerte brazo.
—Y una mano dura.
—Déjame ahora, dulce Shelom. Daré la respuesta a Kenah.
José era un mercader de maderos retirado. Había comenzado su vida como carpintero porque su familia se había arruinado en las guerras civiles, pero había alcanzado gran prosperidad formando una gran familia. Su propiedad en el pueblo de Emaús, situado a unas veinte millas al noroeste de Jerusalén consistía en dos o tres acres de huertos y viñedos. Junto a ellos había una carpintería de la que se ocupaba su hijo mayor, José, asistido por Jaime, el menor, y que en su testamento era cedida a ambos juntamente con la mitad de la propiedad. Los otros dos hijos, Simón y Judá, comerciaban en madera con Galilea. A la muerte de José recibirían la otra mitad de la propiedad de Emaús y unas tierras arboladas en la costa oriental del lago de Galilea. José, Simón y Judá eran jóvenes honestos, industriosos y trabajadores, con esposas honestas, industriosas y trabajadoras; estaban unidos por la firme resolución de evitar que su padre fuera víctima de embaucadores y redujera así con su absurda generosidad el valor de sus tierras. Pero no podían conseguir que cambiara. Jaime, el menor de los hijos, tenía un carácter totalmente diferente. Era inútil como aprendiz en la carpintería, porque su único pensamiento era para la santidad y la salvación y pasaba la mitad de sus días de rodillas entregado a la oración.
Una noche, José, al regresar de una visita a un vecino, puso la mano en el cerrojo de su portal cuando oyó que alguien lo llamaba por su nombre. Kenah el Rechabita corría a saludarlo.
—Quiero decirte una palabra en privado, hijo de Eli.
José se inclinó y respondió:
—Se está muy bien debajo de mi higuera. Bienvenido, Kenah, señor del desierto. Come y bebe de lo mejor que puede ofrecer esta casa.
Pero mientras caminaban hacia la higuera, Kenah dijo:
—Perdóname, señor, si te doy las noticias que traigo con prisa descortés, porque puedes creer que no admiten demora.
—Di lo que sea.
—Es esto: te traigo de regreso a una que se descarrió. Es tu prometida Miriam. Se refugió en nuestras negras tiendas porque conocía el afecto que sentimos por su padre Joaquín desde que nos dio en posesión perpetua el pozo de la Quijada.
José disimuló su sorpresa. Preguntó:
—¿Está bien la señora Miriam?
—Está bien, y sin duda no tiene motivos de disgusto contra nosotros.
—¿Cómo puedo recompensar tu bondad?
—Demostrando bondad hacia ella, en homenaje a su padre, mi benefactor.
—Poco pides, porque venero a Joaquín el Heredero, y te lo agradezco de todo corazón. Por favor, tráela aquí de inmediato.
Kenah lanzó un agudo grito, y María apareció en el portal montada en un hermoso asno blanco. Descendió y se postró como una suplicante a los pies de José. Él la ayudó a levantarse, le pidió que se sentara en el banco, debajo de la higuera, y fue apresuradamente a llamar a su criado. Pero cuando hubo ordenado que alguien trajera agua, toallas y algo de comer, Kenah había partido. El ruido de los cascos de su asno al galope moría gradualmente en la distancia. José y María estaban solos.
María habló primero.
—José, mi señor: se dice que eres un hombre justo y misericordioso.
—Hija mía, sólo Uno es justo y misericordioso.
Ella se detuvo sin saber cómo continuar, pero finalmente dijo suspirando:
—Ya ves, mi señor, en qué estado está tu sierva.
José respondió conmovido:
—Ya veo, hija.
—¿Está firmado el contrato de nuestro matrimonio?
—Está firmado, pero aún no se ha hecho el pago a tu custodio, el sumo sacerdote.
—Dime, señor, ¿serás piadoso conmigo? ¿Querrás salvarnos a mí y a mi hijo no nacido de la muerte?
—¿De la muerte? ¿Cómo es eso? Es una terrible palabra, hija. ¿Qué deseas que haga?
—Querría que entregaras el dinero de la novia, todo menos medio siclo, a Simón, el sumo sacerdote. Él entregará la suma completa al tesoro, pero anotará en los libros que aún se le debe ese medio siclo.
—¿Quien ha planeado esa artimaña y para qué es necesaria?
—La ha planeado mi madre custodia Ana, hija de Fanuel. Y es necesaria, porque es necesaria.
—Pero, hija, tú no eres la misma que en el momento del contrato. Llevas en ti al hijo de otro.
—No te pido que te cases conmigo. No deseo vivir contigo como tu esposa; quiero que se piense que estamos casados y que mi hijo es tu hijo. El tesoro se verá enriquecido con el dinero de la novia; sin embargo, el contrato no será perfecto. Si me niegas este ruego, condenarás dos almas a una muerte cruel.
—¿Quién es el padre de tu hijo?
—Tú serás el padre a los ojos del mundo.
—Kenah te ha llamado descarriada. ¿Quién te indujo al pecado, hija mía?
—Estoy libre de pecado. Me he descarriado como se puede descarriar una oveja.
—¿Cómo es eso?
—Te diré tanto como está permitido. Hace siete meses, cuando yo aún estaba en casa de tu hija Lysia, recibí a un mensajero ricamente vestido. Me saludó y le pregunté su nombre. Respondió: «Hoy es lunes; por lo tanto llámame Gabriel, que es el ángel del lunes». Después dijo: «Salve, muy favorecida. El Señor sea contigo, bendita entre todas las mujeres». Esto me turbó y le pregunté qué deseaba de mí. Él dijo: «No temas, porque un rey glorioso te ha concedido su favor; y si el Señor lo quiere, concebirás y parirás un hijo que será el más grande, el prometido, el hijo del Altísimo; y Dios le concederá el trono de David». Entonces le pregunté: «¿Cómo puede ser esto? No conozco a ningún rey glorioso, y estoy prometida en matrimonio a José de Emaús». Él respondió: «El contrato con José está firmado, pero no está cerrado. Tú eres Miriam, la hija menor de la estirpe de Michal, y el sagrado poder de Michal ha descendido sobre ti, y te unirás con el ser glorioso cuyo mensajero soy; y el fruto que nazca de ti será llamado el hijo de Dios». Entonces Simón, el sumo sacerdote, salió de atrás de la puerta, donde estaba escondido, y dijo: «Hija, éste es un mensajero de la verdad. Debes creer en sus palabras». Y yo dije: «Soy tu sierva. Que sea como dices».
—¿Y después?
—No puedo decir más; y lo que ya te he dicho no debe revelarse a nadie.
—La semana pasada el rey depuso a Simón, que debe retornar ignominiosamente a Egipto antes de fin de mes.
—Estoy muy afligida por él. Pero Ana me ha asegurado que concluirá el asunto del contrato antes de marcharse.
—Me pides mucho.
—Te pido más de lo que crees. Te pido que arriesgues tu vida por mí.
José meditó un momento.
—Si te concedo mi protección, ¿qué diré a mis vecinos?
—Preguntémosle a mi criada Shelom; goza de mi confianza y tiene mucho más ingenio que yo.
—¿Dónde se puede encontrar a esa mujer tan ingeniosa?
—Está debajo del plátano, junto a tu portal —María dio una palmada.
Cuando Shelom apareció, José le preguntó sin rodeos:
—Mujer, ¿qué debo decir a mis vecinos cuando me hagan preguntas acerca de tu ama?
—No es necesario que les digas nada. Cuando tus criados, hombres y mujeres, me interroguen, les daré a entender, sin mentir, que te has casado secretamente con mi ama y la has llevado a Jerusalén, a tu casa junto al muro, adonde vas para las fiestas; y que luego la has dejado un tiempo a cargo de tu hija Lysia, en cuya casa hilaba el lino sagrado. Y que has hecho todo esto para evitar que se burlen de ti tus vecinos por casarte con una muchacha joven cuando eres ya viejo; pero que al saber que mi ama estaba encinta la has llamado y la has traído aquí secretamente. Así todos reirán cordialmente y te elogiarán por tu modestia y tu prudencia, y te felicitarán por tu virilidad; y tu hijo José confirmará que has ido a Jerusalén tal y tal día con dinero para la boda.
—Está bien. Que eso crean si les place —José se volvió hacia ella, la tomó de la mano y dijo—: Soy verdaderamente un anciano, el Señor ha bendecido mi vida. Leo la verdad en tus ojos, y nada puedo negarte. Serás llamada mi esposa, y la dueña de esta casa. Y aunque duermas a mi lado en mi dormitorio, no deberás temer por tu castidad. Y cuando tu hijo haya nacido y aprendido a hablar, que me llame «padre», y yo le llamaré «hijo».
María exclamó:
—Que el Señor Dios te bendiga desde el cielo, José, por el amor que hoy le has demostrado —y agregó—: Tengo aún algo más pedirte. El mensajero Gabriel me aseguró que mi hijo ha de nacer en Bethlehem. ¿Querrás acompañarme a ese lugar cuando se acerque el momento, diciendo que visitas el hogar de tu antepasado David?
—Sin duda iremos juntos a Bethlehem cuando me lo pidas. Y por ahora, hija, tengo también yo algo que pedirte. Es que cuando tengas autoridad sobre las esposas de mis hijos, y sobre mis dos sobrinas viudas, las trates con dulzura, demostrando el respeto que se debe a su edad. Guíalas; pero hazles creer que ellas te guían. No les gustará, al principio, saber que he gastado dinero en una nueva esposa, y que ella espera ya un hijo mío.
—Espero que por ti aprendan a quererme.
En su palacio de Roma el emperador Augusto decía a su esposa, Livia:
—Nuestro amigo Herodes el Idumeo me pide algo absurdo. No puedo realmente consentir.
—¿Por qué no?
—Porque el juicio de Antípater ha sido un fraude del principio al fin, como lo prueba el memorándum privado de Varo, y ni un solo documento original avala esta nueva colección de pruebas. ¿Has recibido, supongo, la carta de Salomé que cita Herodes?
—Acabo de encontrar una en el archivo secreto de Judea, pero la han colocado allí muy recientemente y sin mi conocimiento. Mi servidora Acme no tiene acceso al archivo en todo momento. No es posible que haya hecho una copia de esa carta. Sabes, hace cuatro meses que está en Cyrene, de visita en casa de sus padres. El servicio de inteligencia de Herodes es deficiente.
—¿Quieres decir que también las nuevas pruebas son fraudulentas?
—Por supuesto. Apestan.
—Entonces, querida, ¿por qué debería consentir la ejecución de Antípater?
—Porque le debes más a Herodes que a Antípater. Además, el viejo Herodes no es un tonto. Debe tener alguna razón muy sólida para eliminar a Antípater. Después del error que has cometido con él en el caso de Sileo, contra mi parecer, recuerda, no puedes correr riesgo de ofenderlo de nuevo.
—¿A qué razón te refieres?
—Para ser sincera, no tengo idea. Sospecho que ha de ser una razón religiosa. Los judíos son gente muy extraña; sus primos los idumeos son aún más extraños. Probablemente el viejo Atenodoro sabrá. Viene de esa parte del mundo y es una especie de autoridad de supersticiones hebreas. Pero yo pienso que una vez eliminados Antípater y Herodes Filipo, el príncipe Arquelao será el sucesor de Herodes; y si conozco bien a este estúpido joven, muy pronto se malquistará con los judíos. Llegarán embajadas de Jerusalén, y contraembajadas, y habrá tumultos y rebeliones y así tendremos el placer de deponerlo y convertir Judea en una provincia bajo nuestro control directo. Con Antípater como rey no podríamos esperar nada parecido: es tan prudente como enérgico. Sin embargo, cuanto más tiempo el país conserve su independencia, más difícil será conseguir su integración final en el sistema imperial. No tengo nada contra los judíos como nación; pero como una secta fanática que consigue conversos griegos, sirios y orientales y los enrola como hijos espirituales de su antepasado Abraham, son extraordinariamente peligrosos. Me pregunto si tienes en cuenta que sólo hay tres millones de judíos establecidos en los territorios palestinos de Herodes; pero hay, dispersos en el resto de tus dominios, casi cuatro millones de miembros de esta raza enérgica y floreciente, y de ellos, sólo un millón descienden de palestinos. El resto son conversos. Si la secta continúa creciendo a este paso pronto devorará todos los antiguos cultos religiosos de Grecia e Italia, porque para un judío lograr una conversión es un acto muy meritorio, y convertirse implica beneficiarse del sistema altamente organizado de asistencia mutua que ofrece el judaísmo. Los judíos son sabios: sólo hacen conversos entre los extranjeros más inteligentes e industriosos. Es un honor convertirse en judío. Un día tendremos que aplastar el poder del templo de Jerusalén, centro de la lealtad y la ambición de los judíos de todas partes. No hay otro camino posible. Mientras tanto, ¿llamaré a Atenodoro?
—Hazlo.
Se llamó a la biblioteca a Atenodoro de Tarso. Entró sonriente y acariciando su larga barba blanca. Era una de las pocas personas del mundo a quien jamás desconcertaba la brusca llamada a la presencia imperial. Sabía bien quién era el verdadero jefe del Imperio y por lo tanto saludó a Livia apenas más formalmente que a Augusto, lo que agradó a ambos.
—¿Tenéis algún otro problema histórico o literario que pueda agudizar mi ingenio? —preguntó.
Precisamente, buen Atenodoro —dijo Livia—, queremos que seas juez en una pequeña discusión que hemos tenido.
—Puedo fallar de inmediato, señora: tienes razón.
Livia rió.
—¿Como siempre?
—Como siempre; pero sin duda se necesitarán argumentos para convencer al emperador.
—La situación es la siguiente, Atenodoro: un rey menor que gobierna a pocos centenares de millas de tu querida ciudad tiene un hijo. Lo ama, lo protege, lo eleva hasta la cosoberanía, y luego, de pronto, lo condena a muerte por cargos visiblemente falsos y pide nuestro permiso para ejecutarlo del modo que elija. Ahora bien, ¿por qué? ¿Por qué?
Atenodoro frotó su nariz ganchuda.
—Omites uno o dos elementos importantes. ¿Ese príncipe es quizá el hijo mayor o un hijo único?
—Así es.
—¿Y el padre es uno de tus súbditos aliados, con la ciudadanía romana honoraria?
—Sí.
—Y entonces, ¿el emperador o tú misma creéis que el rey es un maniaco homicida?
—Sí, debo reconocer que eso creo —respondió Augusto—. Quizá tiene buenas razones para condenar a muerte a su hijo, pero no ha osado juzgarlo con pruebas verdaderas por temor a incriminar a una tercera persona a quien desea proteger o vacila en ofender.
Atenodoro continuó:
—Pero tú, señora Livia, con intuición femenina, sospechas que la razón se encuentra en alguna bárbara superstición oriental, ¿verdad?
Livia batió palmas.
—¡Qué hombre tan inteligente eres, Atenodoro! Te regalaré mi manuscrito de Hecateo, ése que codicias hace tanto tiempo.
Atenodoro resplandeció.
—Sí, César, la señora Livia probablemente está en lo cierto, como de costumbre. Como sabes, el mismo padre Zeus una vez, al menos según los místicos, otorgó a su hijo Dionisos el poder y la gloria durante una breve temporada; lo instaló en el trono olímpico, puso en su mano el rayo, y luego lo destruyó sin piedad. La leyenda de Apolo y su hijo Faetón es análoga, como también la del Dios Sol pelásgico Dédalo y su hijo Ícaro. Porque si bien muchos mitógrafos atribuyen las muertes de ambos jóvenes, investidos momentáneamente con la realeza, a su imprudencia, es difícil disculpar a sus divinos padres, puesto que ambos, por ser el Sol, fueron la causa directa de los dos accidentes. También Hércules, que era un Dios arcaico, mató a su hijo mayor; los mitógrafos pretenden que tenía accesos de locura. Para no ser prolijo, la investidura real del hijo mayor o único, seguida por su sacrificio e incineración, es una práctica común en todo el grupo de naciones del Oriente Próximo que consideran su antepasado a Agenor, o a su hermano Belus. Hace pocos días hallé una referencia a esta misma práctica en las Escrituras judías: un antiguo rey de Moab ofreció de esta misma forma su hijo mayor a Belus. Es la forma de propiciar al Dios Sol durante una crisis religiosa, cuando el país está en peligro, cuando el rey ha incurrido personalmente en el desagrado del dios. La historia de Tarso contiene varios ejemplos similares. Entonces, sucede que este rey sin nombre es vuestro aliado y por lo tanto no puede arriesgarse a causar vuestro desagrado matando a su hijo, que por nacimiento es ciudadano romano, sin causa suficiente. Entonces falsifica pruebas de alta traición y pide vuestro permiso para ejecutar sentencia en la forma que elija. Pero la muerte del hijo mayor es una obligación religiosa tan estricta, para este grupo de naciones, que incluye a los egipcios del Delta, como la circuncisión y el rechazo de la carne de cerdo; y éste es un asunto de sencilla lógica religiosa.
Augusto, un poco fastidiado por la facilidad con que Atenodoro había resuelto el enigma, replicó:
—Vamos, sabio Atenodoro, seguramente no pretenderás que hay alguna conexión lógica entre las tres aberraciones religiosas que acabas de mencionar.
—Sí, César —dijo Atenodoro—. El dios egipcio Set, en la forma de un jabalí, destroza a su hermano Osiris. El Apolo sirio hace lo mismo con Adonis. Ambos son dioses del sol. El jabalí es su bestia sagrada y, por lo tanto, sólo se debe comer en ocasiones muy especiales. En general, en Siria y Palestina los prepucios eran anteriormente trofeos de guerra y se dedicaban al dios del sol, es decir, al rey sagrado, en la oportunidad de su boda con la diosa de la luna, es decir la reina sagrada. Y si el rey enfermaba, la reina circuncidaba al hijo mayor con un cuchillo de pedernal, para alejar la cólera del cielo; esto mismo podemos leer en la historia de Moisés el Hebreo y de su hijo Gershom, y de aquí deriva la costumbre de circuncidar a todos los niños varones el octavo día después de su nacimiento. Este rito propiciatorio se conecta con otro, ahora felizmente abandonado: el de matar ese día a todos los machos recién nacidos, tanto humanos como animales. El número ocho, como sabéis, expresa el crecimiento. Además, el prepucio…
—Sentimos gran estima por ti —dijo Livia con gracia—; has resuelto el asunto con admirable precisión. Pero, por favor, no continúes ese estudio de anticuario de un tema poco apropiado para los oídos de una señora.
Excusándose con una sonrisa, Atenodoro saludó y salió, con la mano en su barba.
—Ya ves… —dijo Livia.
—Querida mía, está bien; pero no podemos permitir que un hombre inocente, que además es un excelente oficial de caballería, muera de esta forma bárbara a manos de un rey menor.
—¿No? —respondió fríamente Livia—. ¿Qué ha sido de tu famoso principio de no interferir, en ningún caso, con las anormalidades religiosas de tus súbditos mientras no alteren la paz?
—Es repugnante matar al propio hijo.
—Hacerlo por el bien de la nación es un acto loable. La antigua historia de Roma está llena de casos de padres nobles que mataron a sus hijos.
—A sus hijos malvados.
—¿Cómo podemos saber si eran malvados? Tal vez las pruebas fueron falsificadas. En todo caso, mi consejo es el siguiente: no te niegues al pedido de Herodes si no quieres encontrarte con una guerra incómoda en las manos. No te puedes permitir una guerra con el actual estado del tesoro. Lo siento por Antípater, pero ¿qué podemos hacer? Es su destino. Y yo lo siento también por Acme: habrá que ejecutarla como prueba de tu buena voluntad hacia Herodes. Aunque esa perra no será una gran pérdida.
Y de esta manera, Livia consiguió lo que deseaba, como de costumbre. Pero Augusto suspiró y dijo:
—Una obligación religiosa, como la circuncisión o no comer cerdo… ¡Por Hércules, conviene más ser el cerdo de Herodes que su hijo!
El rey Herodes estaba enfermo. Sintiendo una congestión intestinal, consultó a su médico Macaón, quien confesó que sólo podía paliar el dolor que ella le causaba, y que su fin no sería fácil.
Herodes preguntó:
—¿Me queda un año entero de vida?
Macaón respondió:
—Te puedo prometer un año entero si te sometes a un régimen estricto; no puedo prometer más.
—Es suficiente —dijo Herodes. Ese día mismo hizo llamar a unos artesanos egipcios, que construyeron una gran águila dorada, de las que recibían el nombre de grifos, consagrada al sol. La hizo colocar en lo alto de la puerta oriental del templo, donde la consagró a Jehová. Debajo escribieron las palabras divinas oídas por Moisés:
TE PUSE SOBRE LAS ALAS DEL ÁGUILA Y TE TRAJE HACIA MÍ
Esto estaba calculado para provocar trastornos, porque aunque no es ése el único texto del Pentateuco que identificaba a Jehová con un águila, jamás se pintaba al dios en forma de pájaro; los estandartes militares romanos hacían del águila un símbolo de la opresión extranjera, y por otra parte, la ley de Moisés prohibía todas las imágenes.
El príncipe Arquelao, hijo de Herodes, y ahora su heredero, deseaba conseguir la buena voluntad del sanhedrín. Cuando el nuevo sumo sacerdote lo visitó, derramando lágrimas, y le imploró que persuadiera a su padre para retirar el águila, le prometió hacer todo lo posible. Acudió a presencia de Herodes acompañado por su hermano el príncipe Filipo, a quien no se debe confundir con el estudioso príncipe Herodes Filipo, nieto del sumo sacerdote Simón; pero apenas habían empezado a formular su petición cuando Herodes se incorporó en su silla, en el colmo de la furia, les escupió en el rostro y los expulsó a golpes. Se consideraron afortunados por haber escapado con vida. Ese mismo día Herodes anunció un nuevo cambio en su testamento: quedaban borrados los nombres de Arquelao y Filipo, y se nombraba sucesor al hijo menor, Herodes Antipas.
Cuando el sumo sacerdote informó al sanhedrín que Herodes quería trasladar el águila, Judas hijo de Séforo, Matías hijo de Margaloto y otros fariseos patrióticos incitaron a sus discípulos a tirarla. Los jóvenes pusieron manos a la obra con gran decisión. Unos treparon a la luz del día hasta lo alto de la puerta y se dejaron caer, con cuerdas, hasta que estuvieron al nivel del águila, que golpearon con hachas y podaderas. Los demás, acompañados por el mismo grupo de jóvenes zadokitas que habían lapidado a Zacarías, permanecieron abajo, con espadas en la mano, para evitar todo intento de interferencia; pero cuando el águila cayó con estruendo, el capitán de la guardia del templo, Carmi, llegó a la carrera con una compañía íntegra de levitas y los lanceros celtas del palacio de Herodes, y arrestó a todos los conjurados, que eran en total cuarenta. Carmi los condujo a presencia de Herodes, que rugía para sus adentros, como un viejo león en su cubil. Con voz terrible preguntó quién les había ordenado derribar el águila.
Ellos respondieron con humildad:
—El Señor Dios, majestad, por la boca de su siervo Moisés.
—¡Habéis cometido un horrendo sacrilegio, y moriréis de inmediato!
Un joven fariseo respondió:
—¿Qué puede significar eso para nosotros? El alma es inmortal y como hemos obedecido la ley seguramente seremos recompensados cuando nuestros cuerpos reposen en la tumba.
Herodes aulló:
—No ha de ser así, porque vuestros cuerpos de carroña no serán enterrados. Serán quemados. Quemados, ¿oís? Y las cenizas serán esparcidas en un lugar abominable, para que no haya resurrección ni esperanza de resurrección.
Luego Herodes fue en su litera al patio de los gentiles, donde dirigió un apasionado discurso al auditorio mezclado, acusando al sumo sacerdote de instigar a la rebelión; se esperaba la inmediata masacre de todo el sanhedrín. Sin embargo, el sumo sacerdote descendió del santuario vestido de luto y se prosternó ante Herodes pidiendo clemencia, prometiendo entregar a cada uno de los ancianos que habían incitado a sus discípulos a esa horrible acción.
Herodes se fingió apiadado. Ordenó que los hombres que sólo estaban de guardia fueran lapidados, y permitió que sus cuerpos fueran decorosamente enterrados; sólo aquellos que habían derribado el águila, Rubén hijo de Abdiel, por haber instigado a los jóvenes zadokitas, y los dos ancianos fariseos que habían llamado a sus discípulos a la acción, ardieron vivos en la hoguera en el patio del palacio, dedicando sus cuerpos al Dios de sus padres. Y así fue vengado Zacarías. Esa misma noche, la del trece de marzo, hubo un eclipse de luna, que sorprendió y encantó a Herodes por su oportunidad.
El día siguiente el príncipe Arquelao envió un mensaje al rey: «Padre, me odias pero yo te amo y tengo para ti noticias de gran importancia. Debes comprender que mi corazón anhela la devolución de tu afecto».
Herodes lo llamó.
Arquelao, derramando fingidas lágrimas de alegría por ver nuevamente a su padre, pidió una audiencia privada.
Herodes despidió a todos los presentes, excepto sus sordomudos, y le ordenó que hablara explícita y brevemente.
—Todo el mundo habla de esto, padre. Ocurrió en Bethlehem hace dos o tres meses. En Bethlehem de Efrat, quiero decir, no de Galilea.
—¿Qué ocurrió, divagador?
—Nació un niño en la cueva… En la cueva llamada gruta de Tamuz. La gente de Bethlehem dice que es el niño de las profecías.
Herodes se inclinó en su silla, con interés.
—¿Se conoce a sus padres?
—Nadie ha podido decirme sus nombres, pero todos concuerdan que eran miembros de la casa de David, de visita en Bethlehem. La mujer, joven y hermosa, sufrió los dolores del alumbramiento a cierta distancia de la ciudad. La llevaron a la gruta, donde dio a luz. Su criada, que actuó como partera, llamó a unos pastores kenitas que tienen allí derechos de pastoreo y les pidió agua. Al ver que el niño había nacido en la gruta, y en un día que allí recibe el nombre de día de la paz, los pastores sintieron supersticiosa excitación. Acudieron en multitud, y vieron que el niño reposaba en un cesto del tipo usado en el culto de Tamuz; pero aún más les excitó el testimonio de la partera, que, según dijo, había encontrado intacta la virginidad de la mujer, lo que recordaba la profecía de Isaías, «una virgen concebirá y parirá un hijo». Por supuesto, todo esto se opone a las leyes de la naturaleza, pero te cuento lo que he oído. Los padres permanecieron tres días en la cueva y luego se marcharon, por la noche, con el niño; mientras tanto, llegaron de quince millas a la redonda kenitas y campesinos para adorarlo y cantarle canciones de cuna. Se dice que el padre era de mediana edad, de maneras suaves, y que parecía hombre de importancia.
—¿Sabes algo más?
—Se dice que, mientras el hombre y su joven esposa avanzaban por el camino, antes de llegar a la gruta, él le dijo: «Mujer, ¿por qué lloras y ríes alternativamente de modo tan extraño?». Y ella respondió: «Porque con el ojo de mi mente veo dos pueblos, uno a la izquierda que llora y se lamenta, y otro a la derecha, que ríe y regocija». Y hay todavía otro disparate. Dicen los pastores que el mismo día, al mediodía, justamente antes de que llegaran las noticias de la gruta, advirtieron una brusca suspensión del tiempo. Uno de ellos estaba lavándose las manos en un arroyo después de comer cuando vio una garza volando sobre el valle; de pronto quedó inmóvil en el cielo, como si una mano invisible hubiera detenido su vuelo. Miró a sus compañeros, que aún no habían terminado de comer: estaban sentados alrededor de una fuente de cordero cocido con centeno del que tomaban trozos con la mano, al modo de pastores. Pero quienes tenían la mano en la fuente la dejaron, los que llevaban comida a su boca permanecieron congelados con la mano a mitad de camino; los que masticaban cesaron de moverse. Un pastor abrevaba su rebaño río arriba; los animales tenían la boca en el agua pero no bebían. La ilusión duró tanto tiempo como hubiera llevado contar hasta cincuenta, y luego todas las cosas se pusieron suavemente en movimiento mientras de la gruta de lo alto de la colina, la gruta consagrada a Tamuz, surgía un estallido de música y una voz que exclamaba: «La virgen ha dado a luz. La luz se mueve».
Herodes respondió lentamente:
—Es una historia extraordinaria, hijo mío, y te agradezco que me la hayas contado. Incluso tu relato de la suspensión del tiempo es útil, porque confirma el día del nacimiento. Los nómadas kenitas pretenden que cuando el sol llega, en mitad del invierno, al día que reúne sus decaídas fuerzas, toda la naturaleza hace lo mismo, lo que justifica el nombre del día de la paz. Esa superstición absurdamente incorporada a la historia de la victoria de Josué sobre los cinco reyes amorreos, debido a la incomprensión del antiguo poema «Sol, detente sobre Gibeón» que celebra el nacimiento del dios del sol en esa estación. Y no puedo rechazar que una virgen alumbre, porque es posible concebir un niño sin que se quiebre la virginidad; hay muchos casos comprobados. Ahora bien, hijo mío, Arquelao: deseo que demuestres tu sabiduría. Si ese niño vive causará inmensos trastornos a nuestro país debido a la coincidencia de su nacimiento con la profecía popular mesiánica, excepto si se actúa antes de que madure el desastre. ¿Qué aconsejarías?
Arquelao reflexionó y respondió:
—Éste es mi consejo, padre. Promulga un edicto, refrendado por el sumo sacerdote, estableciendo que has decidido compilar un registro completo de la famosa casa de David, debido a muchísimas quejas que has recibido porque ciertas personas reclaman fraudulentamente pertenecer a ella. Desde ahora en adelante, nadie que no pueda mostrar su certificado de haber sido registrado como davidita, sea aceptado como tal. Ordena que el registro se haga en Bethlehem, en un plazo de tres semanas, y que todas las cabezas de casas daviditas se presenten personalmente, llevando a los hijos nacidos después del último registro, que se hizo, según creo, hace quince años. Los padres del niño tendrán que presentarse, y a su llegada provocarán la misma efervescencia popular que antes. Dame soldados y pronto resolveré el asunto.
—¿Y si no se presentan?
—Sus nombres y el del niño no aparecerán en el registro y él perderá su derecho a llamarse hijo de David.
—¡Tres semanas! Muy poco tiempo para los daviditas de Babilonia, Asia Menor y Grecia.
—Se puede establecer para ellos un plazo más largo, en sus respectivos países.
Herodes golpeó su rodilla y exclamó:
—¡Bien pensado! ¡Admirable! Hoy mismo recuperarás tu rango y tu cargo, querido Arquelao. Y si tienes éxito en este asunto te designaré colega; tienes un corazón como el mío.
Sólo después del retorno de Arquelao a palacio la enfermedad de Herodes recrudeció. Los síntomas eran una fiebre baja y un intolerable escozor en todo el cuerpo, mal aliento, diarrea constante, deformación del vientre, pies hinchados y una garganta tan seca que no podía respirar. Los paliativos prescritos por Macaón y los demás médicos no tuvieron el menor efecto; Herodes los despidió de palacio ignominiosamente, descalzos y desnudos. Fue su propio médico un tiempo; pero como su salud decaía continuamente, buscó otros. Finalmente decidió ponerse en manos de los esenios de Calirroe, cuyo médico principal le ordenó beber el agua de la fuente medicinal termal que fluye al mar Muerto y bañarse en una gran vasija de aceite de oliva santificado. Pero Herodes vomitó el agua, se desvaneció en el baño de aceite; y cuando lo sacaron de allí sus ojos giraron y se volvieron blancos, y parecía a punto de morir, pero aún seguía luchando contra la muerte.
El edicto sobre el próximo registro de los hijos de David encontró a José en Emaús, y lo llenó de angustia. No podía negarse a registrar al hijo de María, porque eso sería el desmentido público de su paternidad; pero llevarlo podía ser peligroso. Consultó a María, quien respondió de inmediato:
—Llévanos contigo, José, y pon tu confianza en el Señor.
—¡Pero no puedo inscribir al niño como miembro de la casa de David!
—Que eso no te preocupe todavía. Aún faltan diez días para su presentación en Bethlehem. Pueden pasar muchas cosas en estos diez días.
Pasaron muchas cosas. Herodes regresó melancólicamente a Jerusalén y encontró despachos de Augusto. Los abrió y lanzó un grito triunfal. Augusto lo compadecía por la nueva traición de otro de sus hijos, y esta vez de uno que no había dado muestras de deslealtad; pero las pruebas —escribía— parecían concluyentes y por tanto podría ejecutar a Antípater del modo que quisiera y cuando lo deseara; aunque la señora Livia y él mismo le aconsejaban el castigo más piadoso del exilio perpetuo.
¡Del modo que quisiera! Sólo había una forma de sacrificio aceptable para Set, el verdadero Jehová, y sólo un sitio donde se podía hacer adecuadamente el sacrificio. El texto se encontraba en el Génesis: «Toma ahora a tu hijo, tu hijo único Isaac a quien amas, llévalo a la tierra de Mona y sacrifícalo en una de las montañas, que yo te diré». Era precisamente el monte donde ahora estaba el templo; y el actual altar de las ofrendas ardientes era la misma piedra a que había sido atado, sin sospechar nada, Isaac. Sólo el sacrificio de su primogénito, el hijo a quien secretamente amaba y compadecía, podía satisfacer a Jehová e inducirle a renovar el pacto hecho con Abraham. Jehová, eligiera o no Herodes reemplazar después los machos cabríos por seres humanos, curaría todas sus angustias corporales y le devolvería la juventud, así como se la había devuelto a Abraham, al par que le otorgaría la victoria sobre sus enemigos. Pero ni siquiera ese sacrificio supremo sería suficiente si no se purgaba primero de esa ralea de falsos sacerdotes a la colina del templo; debían ser despedazados, así como había despedazado el resuelto Elías a los sacerdotes de Baal. Set retornaría a la gloria sobre olas de sangre.
Herodes reunió a sus oficiales y les ofreció grandes presentes de dinero para asegurarse de su lealtad, y dio cincuenta dracmas a cada soldado. Les dijo:
—Hijos míos, pronto tendré trabajo para vosotros.
Esos soldados eran en su totalidad extranjeros: el cuerpo de guardia estaba formado por edomitas y por nabateos de Petra —la madre de Herodes era nabatea— y, con el permiso de Augusto, había reclutado además un regimiento de celtas de Bélgica, otro de tracios y otro de galos. Todos ellos adoraban al mismo dios del sol con distintos nombres. Los edomitas lo llamaban Kozi o Nemrod, los bateos Uri-tal Dusares; los tracios, Dionisos; los galos Esu, y los celtas Lugos.